Había dedicado el último mes a vagar por los lugares más
remotos e inhóspitos del país, refugiado durante el día bajo el
hielo que cubría la tierra y explorando durante la noche cada
grieta que encontraba a su paso. Dejándose guiar tan sólo por su
instinto, sentía bastante seguridad de que aquella pequeña abertura
hacia la que se encaminaba era la guarida que había estado
buscando.
Hacía siglos que Beckett no necesitaba demostrar nada a
nadie, ni siquiera a sí mismo. Habían transcurrido décadas desde la
última vez que dudara de sí, de su intelecto, su habilidad o su
poder. Pero su estancia en Chicago había sembrado en él la semilla
de una duda; una que amenazaba con arraigarse y transformarse en
pánico.
A pesar de que sentía que era dueño de sí mismo, que nadie
ejercía influencia sobre él, no podía estar completamente seguro de ello. Creía haber escapado al engaño del
poder de Menelao y las decisiones que había tomado eran sólo suyas.
No obstante, no podría asegurar qué hubiera ocurrido si hubiera
decidido ir tras el Corazón de Osiris. Aunque gustaba de pensar que
lo hubiera ocultado para siempre, una parte de sí temía que lo
hubiera llevado de regreso a su nuevo señor y
maestro.
Pese a que habían transcurrido varias semanas desde que el
brazalete que le hiciera Nola Spier quedara inerte y que no sentía
ninguna necesidad de ir en busca del Corazón, Beckett estaba tan
preocupado que continuó meditando sobre ello. Finalmente se
desperezó y libró de su letargo, y prosiguió con su búsqueda.
Ascendiendo con esfuerzo por uno de los costados del glaciar,
azotado por los vientos de media noche que le herían con sus finas
agujas heladas, sintió un júbilo largamente olvidado. En lugar de
temer el cúmulo de duda que habitaba en su interior, lo abrazó.
Gozó con la sensación de vulnerabilidad que aguzaba sus sentidos y
otorgaba sentido a sus investigaciones. Se sentía próximo al
renacimiento.
Beckett continuó su ascensión, enseñándole los dientes a una
violenta ráfaga de viento.
Nicholas Sforza-Ankhotep vigilaba, erguido sobre un montículo
que delimitaba con el grupo de mastabas, a los confusos
trabajadores que miraban la pirámide de Sanakht Nebka. La pirámide
perdida ya no estaba perdida; el mundo conocía su existencia. Los
centenares de antiguos cadáveres egipcios sembrados por el área
estaban casi olvidados porque no podían competir con la sorpresa y
maravilla que implicaba un descubrimiento como aquel. La
explicación en boga había sido que un terremoto localizado había
liberado los cuerpos de sus retenes, posiblemente mastabas en muy
deficiente estado de conservación, y revelado la entrada a la tumba
de Nebka.
Los Amenti mantendrían el control sobre el lugar por el
momento pero, puesto que el lugar ya no pasaba inadvertido, no
podría seguir siendo empleado como un emplazamiento para la
resurrección. Desafortunado, sin duda, pero no catastrófico.
Existían otros lugares y en ellos renacerían nuevas momias. El
enemigo aún estaba ahí fuera y los Amenti no descansarían hasta
haber restablecido el equilibrio.
Al escuchar el crujido de los neumáticos sobre la arena,
Nicholas se giró para ver cómo se aproximaba el Audi descalabrado y
cubierto de polvo.
–¿Qué hay de nuevo, Ibrahim?
–Todavía nada, Nicholas -respondió el sectario, mientras se
acercaba hacia él.
Caminaba con la seguridad recuperada tras la batalla contra
un enemigo que los superaba en número y fuerza. A pesar de que casi
había perecido en el conflicto, Ibrahim estaba más que satisfecho
con su actuación. No obstante, si aquellas criaturas no hubieran
caído inertes cuando la energía que les daba vida se
disipó…
Nicholas relegó al fondo de su memoria aquel pensamiento. Ya
estaba bien de pesimismos. Debería sentirse orgulloso y optimista.
La victoria contra Carpenter los acercaba un paso a la obtención de
sus objetivos. El Corazón de Osiris estaba cómodamente instalado en
el complejo de Horus en Edfú. Los Eset-a se habían ganado el
respeto de otros Amenti, aunque éstos siguieran sin aprobar los
métodos del culto. Por fin se habían vengado de Maxwell Carpenter
por todas las atrocidades que había cometido contra la familia
Sforza y muchos otros. La navaja maldita que había empleado había
sido llevada al refugio secreto de los Eset-a, donde Nicholas y Lu
Wen la examinarían con el fin de determinar cuál sería la mejor
manera de destruirla sin que se produjeran efectos secundarios
adversos. Todo aquello era razón más que suficiente para sentirse
satisfecho, pero se sentiría más aliviado cuando hubieran
encontrado la última pieza del rompecabezas.
–¿Están seguros?
–Han registrado dos veces la cámara de enterramientos y ahora
están haciéndolo por el laberinto que precede a la antecámara. Si
el martillo está ahí, lo encontrarán.
–¿Crees que estoy siendo paranoico, Ibrahim?
El sectario se encogió de hombros.
–Lo vi caer. Aunque sea un no muerto, no entiendo cómo podría
regresar habiendo sido decapitado. Pero si tú crees que lo mejor es
que recuperemos su ancla, ¿quién soy yo para poner en duda tus
razones?
–¿Te estás burlando de mí? ¿De la sabia y omnisciente
momia?
Con el rostro forzosamente inexpresivo, Ibrahim miró a
Nicholas.
–No tengo idea de a qué te refieres.
–Todo tiene que ver con eso, ¿sabes? – continuó Nicholas,
cuando volvieron a mirar los progresos del trabajo alrededor de la
pirámide.
–¿Amenti?
–Poder estar aquí de pie con un amigo, perdiendo la tarde
observando el descubrimiento de la década, bueno, quizá sólo del
año. Ser capaz de disfrutar de la vida sin estar sometido al
pánico. Vivir la vida, en lugar de simplemente existir. – Nicholas
echó a reír a carcajadas cuando vio la expresión en el rostro de
Ibrahim-. ¿Te estás sonrojando?
El egipcio, desde luego, se había puesto colorado como un
tomate. Después de unas cuantas bromas, finalmente
admitió:
–Me sorprendió, eso es todo.
–¿Sorprendido, por qué?
–Bueno, dijiste: estar aquí de pie con un
amigo…
Nicholas volvió a echarse a reír, pero se moderó cuando
advirtió la mirada herida de Ibrahim.
–Perdóname, no me estaba riendo de ti. Mira, Ibrahim, esta
situación no es fácil de aceptar. Haber sido elegido para librar
esta batalla que podría continuar… ¿quién sabe durante cuánto
tiempo? Y la mayoría de la gente que me rodea… ¿Todos mueren,
verdad? De forma que es más fácil para los que son como yo que
mantengamos nuestros sentimientos a cierta distancia. Cuando
empiezas a conocer bien a un mortal… en fin. Y ahora me siento como
un cabronazo por recordarte que morirás algún día. Pero escucha, a
pesar de lo formal que eres conmigo y de que aún pongo en duda que
seas capaz de dejar de tratarme así, pese a que tú mismo
participaras pateando culos en este conflicto… estoy orgulloso de
que seas mi amigo, Ibrahim.
Callaron. Sintiéndose ligeramente incómodos y
desacostumbrados a compartir sus pensamientos más
íntimos.
–Lo eres, ¿sabes? – apuntó Ibrahim, después de un
rato.
–¿Que soy qué?
–Un cabronazo por recordarme que moriré algún
día.
–Bueeenooo. Yo ya he estado allí y no es para
tanto.
–¿Amenti?
–¿Sí, Ibrahim?
–¿Cómo se dice "qué te jodan" en el idioma de los
antiguos?
Thea Ghandour subió los escalones que conducían a la entrada
del imponente edificio de apartamentos y llamó al 909. Un sonido
hosco, acompañado de un chasquido, zumbó desde la puerta. Thea la
empujó y caminó por los brillantes azulejos blancos y negros que
precedían a las escaleras. El ascensor estaba a un lado del
vestíbulo pero, desde su estancia en Casa Ismailia, prefería las
escaleras.
Los acontecimientos del pasado año y medio la habían
mantenido en buena forma, así que subir hasta el piso noveno apenas
la dejó sin aliento. Pasó junto a diversas puertas hasta llegar a
la 909, donde golpeó con los nudillos sobre la gruesa madera de la
que pendían los números de latón colgados con clavos. Una tenue voz
la invitó a pasar, de forma que hizo girar el tirador y pasó al
interior.
El apartamento era espacioso. Una decoración sencilla
afianzaba la impresión de amplitud, aunque el piso entero no debía
ser mayor de cien metros cuadrados. Un sofá con sillones a juego
yacía frente a una librería de madera de encina en la que
descansaban los típicos aparatos de entretenimiento modernos. Unas
mesillas, coronadas con una lamparita a cada extremo del sofá,
brindaban una luz cálida a la estancia. La pared de su derecha se
abría para dar paso a un balcón desde el que se avistaba la ciudad
de Chicago; cientos de lucecillas parpadeaban en la noche. La pared
opuesta era un mostrador que separaba la sala de estar de la
cocina. Margie Woleski estaba frotando algo en el
fregadero.
–¡Hola, Thea! – exclamó con alegría, su atención centrada aún
en el fregadero-. Estoy tan contenta de que pudieras venir a
visitarme… Lamento no haber podido responder a rus llamadas antes.
Sencillamente encontré trabajo en un gabinete de estrategia y le he
estado dedicando muchas horas. ¡Hace sólo unos minutos que llegué a
casa!
–No tiene importancia -respondió Thea, comprobando el resto
de la sala de estar. Unas cuantas macetas con plantas en una
esquina, unos bonitos grabados colgados de las paredes y enmarcados
con carísimos marcos de paspartú-. El apartamento es precioso;
mejor que el antiguo cuchitril, ¿eh?
–Sí, ¿verdad? ¿Quién habría pensado que todo aquello me iba a
beneficiar? Cuando toda mi vida se había ido al garete, conocí a
nuevas personas y conseguí un buen trabajo, encontré este
apartamento y, bueno… ¡aquí estoy! – Agitó las manos para hacer
hincapié en ese último comentario. Señalando la manga de su blusa,
que estaba empapada, explicó:- Estuve comiendo un yogur antes de
que llegaras y derramé un poco. Y, para variar, la blusa es nueva
-Margie entró en la sala de estar, aplicándose una toalla seca en
la manga húmeda-. Bueno, acomódate y toma… ¡Thea! ¿¡Qué le ha
sucedido a tu cara!?
Thea señaló el parche aterciopelado.
–¿Creerías que me lo hice afeitándome?
–Esa cicatriz… ¡te recorre toda la cara! ¿Te duele? Quiero
decir…
–No, ya estoy mejor. – En realidad, aún le dolía con aquella
fiera frialdad. Procuraba tomárselo con calma. Después de todo, si
no hubiera sido por Nicholas Sforza y los extraños vendajes con los
que le envolvió el rostro, estaría muerta. Lo peor eran las
pesadillas, esas imágenes de acero gélido y ojos aún más fríos y el
tacto de carne muerta que la hacía despertar gritando todas las
noches. No obstante, era un precio pequeño a pagar si con ello
Maxwell Carpenter no regresaba jamás. Empezó a abstraerse en sus
pensamientos, recordando a Nicholas y todas las cosas increíbles
que había aprendido de él y de sus iguales. Se obligó a regresar a
la realidad-. En cualquier caso, forma parte de lo que quería
contarte. Pero creo que será mejor que empiece por el
principio.
Margie asintió; al parecer tenía dificultades para apartar
los ojos del rostro de Thea. Todavía agitando el brazo para secarse
la manga, se sentó en el sofá e invitó a su amiga a sentarse en uno
de los sillones.
–Bueno, cuéntamelo todo con detalle. Oh, eh, ¿cómo está ese
chico, Jake? ¿Acabasteis juntos?
–No, muchas gracias -respondió Thea, sonrojándose-. Tengo
entendido que está bien. Lo último que supe de él es que se dirigía
al sur para encontrarse con ciertas personas que había conocido por
la red. Supongo que mantendremos algún contacto.
Margie asintió.
–Eso está bien. Parecía un buen chico.
Thea jugó con sus dedos y se aclaró la
garganta.
–Escucha, Margie, antes de que me meta de lleno en la
historia… eh, quería disculparme de nuevo por haberte hecho pasar
por todo aquello.
–¡Oh, no te preocupes! ¡Estoy bien, de verdad! De hecho, creo
que es lo mejor que podría haberme sucedido.
Thea se sintió desconcertada por la respuesta gentil de su
amiga.
–Margie, pensé… bueno, por mi culpa tuviste que vivir unos
acontecimientos terribles.
–Sí, supongo que en eso tienes razón. Pero fue todo una
locura. ¿Sabes? Me cuesta creer que sucediera realmente. – Se miró
la manga y frotó la mancha. Al cabo de unos segundos, volvió a
mirar a Thea-. En cualquier caso, creo que me gustará saber cómo
terminó todo. De veras; significaría mucho para
mí.
Thea frunció el ceño, estaba preocupada por la conducta
maniática de su amiga. Quizá no se hubiera recuperado tan bien como
hubiera deseado.
–Está bien.
Una puerta se abrió detrás de Thea y alguien se acercó desde
uno de los dormitorios. Se dio la vuelta para ver una delgada
joven, con el cabello liso color caramelo cayéndole sobre los
hombros. Mientras se acercaba caminando, la mujer se apartó un
mechón de cabello de la cara con la mano izquierda. La piel de su
mano tenía la tonalidad rojo intenso de la carne
quemada.
El rostro de Margie se iluminó.
–¡Eh, esto es genial! Sylvia, Thea está a punto de contarnos
todas sus aventuras. Thea, ¿recuerdas a Sylvia,
verdad?
El caos reinaba en aquel lugar. Las tormentas de vacío molían
las cenizas de sueño, enardeciéndose en un paisaje de demencia y
tormento. El espíritu quedaba atrapado y vapuleado entre aquellos
vientos de locura. El alma no era más que una chispa distraída de
pensamiento en aquel vacío devastador de olvido. Y, sin embargo,
este destello se aferraba a su identidad con una tenacidad que no
podría derrotar siquiera el vendaval fantasma más
enérgico.
En el núcleo de la furia del infierno, en las profundidades
del quebrado Inframundo, un alma solitaria se burlaba de la
ilimitada extensión del más allá. Carpenter arañó la barrera que
dividía el alma de la carne, la pesadilla de la realidad. Sus
dedos, erizados como garras, apenas encontraban un asidero; las
escasas muescas que iba trazando en la muralla de la realidad,
sanaban al mismo tiempo que él las escindía. Pero Carpenter no se
detuvo, su ritmo no flaqueó ni un instante. Su espíritu no sucumbió
a la fatiga porque se alimentaba de la pasión que le quemaba con
una furia cegadora, porque sentía la necesidad imperiosa de escapar
a su maldición. No descansaría hasta que la vida, el plano físico,
fuera suyo de nuevo.
No cejaría nunca en su intento, aunque se prolongara una
eternidad.