12


Carpenter descubrió que no le resultaría sencillo emerger del fondo de Port Said estando atrapado debajo de un inmenso fragmento del carguero. A pesar de su tremenda fuerza de no muerto, no consiguió mover el casco de acero. El lecho del mar fue más benévolo. Esforzándose consiguió acercar una mano a uno de sus bolsillos y trató de sacar la navaja. Fue inútil; la presión del petrolero era demasiado grande. No podría abrirse camino cortando el metal. Lo que le dejaba con dos posibilidades; darse por vencido o arrastrarse bajo un casco de mil toneladas. Con sus músculos no muertos en tensión por el esfuerzo, Carpenter comenzó a tirar de sí a lo largo de la áspera superficie del petrolero.


Le llevó unas cuantas horas liberarse. El esfuerzo, ya difícil por la constante presión del casco sobre él, se agravaba por la bolsa de traje que arrastraba tras de sí por la porquería. Habría cortado la cincha que la abrazaba a su cuerpo, pero no tenía espacio para maniobrar. Y para colmo estaba el duro bulto del Corazón que se le clavaba en el estómago. Considerando la cantidad de huesos y órganos lesionados que tenía después de que el barco hubiera naufragado sobre él, sintió cierta sorpresa al descubrir que el Corazón estaba entero. Como tuvo mucho tiempo para reflexionar sobre la materia mientras sudaba tinta para salir del atolladero, decidió que, después de todo, no era tan extraordinario. El Corazón debía estar protegido por un importante hechizo; estas reliquias eran difíciles de estropear. Aún así, no podía dejar de pensar en ello. El Corazón era evidentemente poderoso y duradero, ¿pero durante cuánto tiempo lo sería? ¿Acaso era indestructible? Lo dudaba. Carpenter había vivido las experiencias suficientes como para saber que todo tenía una debilidad. Meditó sobre cuál podría ser la del Corazón, pero aún no contaba con la suficiente información como para alcanzar una conclusión. Al cabo de un rato, su mano extendida dejó de estar atrapada entre el barro mojado del fondo del puerto y el inquebrantable metal del casco del barco. Animado por la idea de verse libre, Carpenter palmeó la curva del casco del petrolero. Finalmente salió.

A pesar de no estar ya bajo el barco, el zombi no tenía idea de dónde se encontraba. Tenía la sospecha de que debía estar sumergido a unos treinta metros a lo largo de la costa egipcia. No podía ver nada a través de la oscuridad y el sedimento de las aguas, y su sentido espiritual no captaba nada. Pasó un buen rato merodeando bajo la superficie de Port Said, a veces nadando, otras dando traspiés, hasta que alcanzó un pilón por el que pudo escalar.

Emergió en uno de los muelles a casi un kilómetro de distancia del lugar donde habían estallado los petroleros. El exterior estaba oscuro y podía ver a los bomberos en los embarcaderos y sobre barcazas bañando con agua algunas llamaradas diseminadas. El lugar estaba cubierto de madera carbonizada y metal chamuscado. Un grueso residuo cubría el agua y los escombros estaban dispersos por todas partes. Carpenter no tenía ni idea de cuánto tiempo había estado arrapado bajo el carguero. Por la manta de estrellas y la frescura del ambiente, supuso que la noche estaría ya avanzada. Quizá le habría llevado unas seis horas arrastrarse por debajo del petrolero. Increíble, pensó. Miró hacia el resplandor del fuego. Si no hubiera sido impulsado por la borda tras una de las primeras explosiones que prorrumpieron de la bandolera, formaría parte de las cenizas que ensuciaban el puerto.

Su piel crepitó bajo las prendas manchadas. Ni siquiera podría cambiarse porque todo en su bolsa de viaje estaba tan impregnado de agua como lo estaba él. La incomodidad de saberse sucio estaba empezando a ser su preocupación principal, y sólo con un supremo esfuerzo de voluntad consiguió ponerse en marcha y buscar por las calles un atuendo decente. Encontró una cañería y se lavó tan bien como pudo, lo que lo liberó de la mayor parte de la porquería. Aprovechó el momento para desanudarse el Corazón de la cintura y guardarlo en uno de los bolsillos. Se sentía incapaz de seguir soportando su calidez antinatural y sus latidos psíquicos.

Nunca antes había viajado a un país extranjero (no tenía en cuenta las escapadas a Canadá en busca de alcohol durante la Prohibición; los canadienses no pretendían otra cosa que hacerse pasar por americanos). Vagabundeó por los muelles durante largo rato, sintiéndose fuera de lugar, como pez fuera del agua. Teniendo en cuenta su aspecto, estaba seguro de que nadie se detendría a hablar con él, y posiblemente tampoco lo comprendieran, porque sólo hablaba inglés. Aunque no sabía hacia dónde dirigirse, tampoco le parecía recomendable andar merodeando por allí. No tenía forma de averiguar si la momia que lo había estado persiguiendo, tendría a algunos amigos peinando la zona. De hecho…

Se ocultó tras unos cajones de embalaje cuando un par de individuos con toallas enrolladas en la cabeza se aproximaron. Caminaban con el paso cauteloso y alerta de las personas que buscan algo. Lo habían visto pero, al parecer, no habían identificado de quién se trataba. Ambos se deslizaron hasta su escondite, susurrándose el uno al otro y llamando en voz baja. Carpenter se sorprendió al descubrir que había entendido una de las palabras: "Amenti". ¿Dónde lo había oído? Sforza. Dijo que era eso, justo antes de morir. El zombi tenía razón; las jodidas momias tenían a gente buscándolo por el área. Había sido una suerte encontrarse con ellos.

Se preparó para atacar, pero se detuvo en seco cuando la inspiración germinó en su mente. Su visión de la muerte confirmaba que se trataba sólo de un par de mortales. No existía la posibilidad de que fueran más poderosos que él. Aún mejor, trabajaban para las momias. Debían saber algo sobre la dichosa ceremonia. Desde luego, cruzarse en su camino había sido producto de la buena suerte; un par de rehenes lo llevarían a donde tenía que ir.

Perdió su querida Colt en la explosión, de forma que tendría que hacer esto muy cerca. Se deshizo de la bolsa de viaje, siéndole ya inútil, y salió del escondite. Carpenter estaba sobre ellos antes de que pudieran percatarse de que no era el Amenti al que estaban buscando. Agarró al de la derecha por el cuello y lo levantó unos centímetros del suelo. Señaló con su perjudicada mano izquierda al otro, una mujer robusta, y dijo:

–Emite cualquier sonido y le aplastaré la cabeza como si se tratara de una jodida uva. – Carpenter seguía estando de suerte. Al parecer la mujer hablaba inglés. Ella asintió, observando con los ojos muy abiertos cómo su compañero se debatía contra la férrea mano que lo tenía apresado. Había algo en ella… se inclinó, intentando captar una imagen más fidedigna de la figura iluminada por las farolas dispuestas a lo largo del muelle-. ¿Viniste al barco con el grandote hijo de puta, verdad? ¿Cómo cojones has sobrevivido?

La mujer negó con la cabeza, más por temor que por la negativa.

–Yo no… no estar allí -dijo, y señaló al otro-. Enviarme a conductor. Por ayuda.

–¿Conductor, eh? ¿Así que tenéis un transporte en algún lugar?

La suerte le seguía sonriendo.

–¡Tú… no escapar! Ayuda venir hacia aquí. ¡A ti cogerán!

La robusta fémina trataba de sentirse ofendida, pero se aproximaba peligrosamente al estado de pánico.

–¿De modo que aún no han llegado? Es bueno saberlo. – Zarandeó al hombre que estaba casi inconsciente-. ¿También tú hablas inglés? Fantástico. Haréis lo que os diga y viviréis para contarles a vuestros cientos de nietos negritos lo que os ocurrió. Iremos a donde quiera que hagáis vuestro abracadabra. Ya sabéis: "Amenti", ¿entendéis?

Incluso en la luz tenue y con su visión atrofiada, Carpenter pudo ver que la mujer empalidecía.

–No -dijo, su voz siendo poco más que un chillido.

–Oh, sí -respondió el zombi. La navaja apareció en su mano izquierda como por arte de magia. A pesar de que había perdido dos dedos, el arma descansaba cómodamente en su mano. La hoja centelleó; un brillo antinatural recorrió el metal cuando Carpenter la apuntó directamente hacia la mujer-. ¿Ves esto? Sé que puedes percibirlo. ¿Sabes cómo te sentirías si llegara a cortarte con esta pequeña belleza? Tendrás oportunidad de descubrirlo, si no juegas limpio.

Alguien gritó desde un lugar próximo. Un individuo, vestido con uniforme blanco, los apuntaba con un arma. Esto suponía un pequeño contratiempo en su racha de buena suerte. Carpenter dejó caer al hombre que había estado estrangulando. El sectario se desplomó en el suelo, dando arcadas mientras trataba de retener el oxígeno en su cuerpo. La mujer gritó algo en árabe, al tiempo que se arrodillaba para auxiliar a su amigo. El policía aulló una respuesta y disparó cuando Carpenter se giró para enfrentarse con él. La bala alcanzó al zombi en el muslo, haciéndole perder el equilibrio. Se tambaleó hacia delante cuando el policía volvió a disparar, la segunda bala ni lo rozó. Carpenter acortó la distancia antes de que el agente pudiera disparar por tercera vez y le arrebató la automática de las manos. No se había percatado de que su mano izquierda se había movido hasta que un chorro carmesí lo duchó. El rostro del policía, congelado por la agonía de ese instante de destrucción espiritual propinada por la herida de la navaja, rodó hacia atrás y siguió rodando. La hoja de la navaja había cortado limpiamente a través del cuello del hombre. La columna, como un hilo grueso, mantenía la cabeza sujeta al tronco. Con el rojo de la sangre empapándole el uniforme, el policía cayó al suelo con un golpe húmedo.

Carpenter sintió el anhelo de la navaja como una vibración que le recorría el brazo.

–Tú, pequeña cabrona -dijo, mientras observaba cómo el metal absorbía la sangre de la hoja-, estabas esperando poder hacer algo así, ¿eh? Voy a tener que tenerte muy vigilada.

Tendría que moverse con rapidez; incluso su débil audición era capaz de apreciar los sonidos de los gritos aproximándose, llamando en respuesta a los disparos. Le supuso un gran esfuerzo, pero por fin consiguió cerrar la navaja y guardarla en uno de los bolsillos. Después de acomodarse el arma del policía en el cinturón, de coger sus esposas y la llave de éstas, regresó a donde se encontraban los sectarios. La mujer ayudaba a su compañero a moverse en busca de un lugar seguro; el zombi los alcanzó antes de que hubieran podido alejarse unos cuantos metros.

–¿Por qué os molestáis en intentarlo? Ya habéis visto qué ocurre cuando jugáis a joderme. Llevadme ahora a vuestro coche y salgamos de aquí de una puta vez.

Obligar a sus rehenes a que lo llevaran a una tienda de ropa era arriesgado, pero Carpenter perdería la cabeza si tenía que seguir vistiendo esas ropas manchadas por la sangre y el barro. Al parecer ninguno de los cautivos conocía bien la ciudad, de modo que estuvieron conduciendo por ella durante una hora larga hasta que encontraron una tienda en la que se vendían trajes. Por supuesto estaba cerrada, pero eso sólo hacía las cosas más fáciles. Carpenter entró a la fuerza y maniató a sus rehenes a una cañería, utilizando unas corbatas para amordazarlos. Existía un apartamento encima de la tienda; el zombi se deslizó por las escaleras y se encontró con el dueño de la tienda y su familia. Por precaución los ató a todos y aprovechó la ocasión para darse una larga ducha. La navaja le susurró que la familia supondría un cabo suelto en su andadura, pero Carpenter no vio ninguna razón por la que tuviera que matarlos. Se lo repitió a sí mismo hasta que regresó a la tienda. Con la distancia, la navaja parecía haber olvidado a la familia que se encontraba en el piso superior; el canto de sirena desfalleció hasta convertirse en un murmullo. El zombi echó una ojeada al catálogo y quedó sorprendido por la variedad de la oferta. El edificio podría ser cochambroso y el apartamento del segundo piso poco más que una casucha, pero la tienda contaba con una selección de prendas muy decente. Escogió un bonito traje de verano con un corte moderno. El único problema eran los zapatos. Después de quitarles la porquería, se dejó puestas las botas que había vestido con el mono. No pegaban con el traje, pero quizá fueran el mejor calzado para desplazarse por el desierto.

Se marcharon cuando el sol teñía de rosa el cielo en el este. Una capa de humo oleoso se ceñía sobre el puerto, oculta en la noche pero perfectamente visible durante el día. Carpenter recordó que la mujer había dicho que sus amigos acudirían al puerto. Esperó que, si conocían su existencia, creyeran que había pasado a formar parte del naufragio. Tenía un plan y no quería que todo se fuera a la mierda antes de ponerlo en práctica.

Carpenter se recostó en el asiento trasero del Ford Expedition de los sectarios y miró el desierto bañado por la temprana luz del amanecer. Estaba asombrado de que tuvieran unos coches tan equipados en el país. Era más proclive a pensar que estas personas conducirían vehículos de alguna marca desconocida del este de Europa, algún kart canijo que cupiera en el maletero de este gigante de las cuatro ruedas. O camellos; al salir de Port Said había visto algunas personas montadas encima de los jodidos camellos.

Las directrices a los sectarios habían sido sencillas: que lo llevaran a su templo, cámara ceremonial o como quiera que lo llamaran, y tenían su palabra de que los dejaría con vida. Carpenter sabía que no tenían razones para creer que estuviera diciéndoles la verdad, pero había conocido a multitud de personas que rápidamente ponían de manifiesto sus auténticos propósitos. Cabía la posibilidad de que estuviera diciendo la verdad o de que tuvieran la oportunidad de escapar, ¿quién lo sabía? El futuro estaba aún por escribirse. Carpenter tenía una idea más o menos aproximada de lo que el destino les tenía reservados a esos dos, pero le pareció oportuno que mantuvieran viva la esperanza. Cualquier cosa que los hiciera más fácilmente manejables sería buena.

Con todo, imaginó que sus cautivos tratarían de jugársela antes o después. Consideró la opción de imponer su voluntad sobre el conductor; ya lo había hecho para asegurarse de que conocían una ceremonia que podría conferirle la inmortalidad. Estaba tentado de obligarle a que los llevara a donde fuera que desarrollaran la ceremonia de marras. Mas su poder no le permitía ejercer un dominio completo sobre la mente. Era eficaz cuando se dictaban órdenes simples, directas, y lo que era más importante, de corta duración. Carpenter había averiguado que los mandatos específicos y de larga duración como "estáte callado durante una hora" u "olvida que alguna vez me viste" tenían efectos secundarios sobre el sujeto. No le preocupaba infligir daños cerebrales a las personas. Su inquietud estribaba en que luego eran más difíciles de manipular. Impredecibles, como si se les cruzaran los cables en la cabeza. Había ocurrido en Chicago con aquella chica… Lupe no sé qué. Había planeado utilizarla en su ardid contra Sforza, pero la había sometido a demasiada presión. La mayor parte del tiempo estaba bien, pero cualquier cosa que tuviera que ver con "Maxwell Carpenter" la arrastraba a una espiral de ira frustrada. Era imposible manipularla así, de modo que se había acercado a Thea y sus amiguitos. Había puesto en práctica su astucia en lugar de servirse de sus poderes sobrenaturales. Vive y aprende, pensó. Bueno… de todas formas, aprende.

Así que, en lugar de imponer su voluntad, Carpenter permaneció cómodamente sentado en el asiento trasero, la pistola del policía (una Sig-Sauer, lo que quiera que fuera eso) apuntando a través del asiento hacia la columna vertebral del conductor. Asimismo, los mantenía esposados el uno al otro, lo que le garantizaba cierto divertimento cuando el hombre tenía que tirar de la mujer hacia sí para girar el volante con las dos manos. El sectario condujo el Ford por una carretera principal paralela al Canal de Suez. Carpenter lo sabía gracias a las señales esporádicas que estaban inscritas con los garabatos árabes y subtítulos en inglés. El que la zona contara con carreteras le supuso una sorpresa agradable. No tenía idea de dónde se encontraba; sus conocimientos sobre la geografía egipcia equivalían a imaginar un desierto inmenso con un par de pirámides abandonadas en el centro. Siempre que condujeran por calles principales, Carpenter podría estar seguro de que el tipo no estaba tratando de jugársela.

Repostaron en la ciudad de Ismailia, aproximadamente a una hora al sur de Port Said, y echaron gasolina al Expedition. El zombi vigiló de cerca a sus dos rehenes, Ahmir y Sherin eran sus nombres, pero se comportaron bastante bien. Tras abandonar la gasolinera, transitaron por una serie de callejuelas laberínticas hasta que Carpenter se percató de que Ahmir estaba haciendo tiempo. Se sintió enojado consigo mismo por no haberse dado cuenta de ello antes. Había asumido con excesiva celeridad que el caos de callejuelas laberínticas, que carecían de los elementos más básicos de control de tráfico, era típico de la ciudad. Una rápida imposición de su voluntad le reveló que, efectivamente, el conductor estaba intentando dar un rodeo.

–¿Dónde está vuestro escondite? – exigió Carpenter, sus ojos llameando con una plomiza luz verde.

–Desierto… Está oculto… Ruinas -respondió el sectario, las gotas de sudor resbalándole por el rostro como si hubiera estado debajo de un grifo.

–¿Y te parece que esto semeja un puto desierto? – inquirió el zombi en un tono más locuaz. Lo cierto era que el vecindario en el que se encontraban tenía un aspecto seco y azotado por el viento, pero incluso a pesar del pobre manejo que tenía del inglés, quedó claro que Ahmir asimilaba el sarcasmo de la pregunta-. ¿Cómo de lejos está, chico listo?

Ahmir balbució y negó con un gesto de la cabeza, lanzándole una mirada de pánico a la mujer. Ambos parecían estar lo bastante asustados como para no engañarle. Carpenter no perdería tiempo tratando de controlarlos. Apuntó la pistola hacia Sherin, que estaba ligeramente más tranquila que su amigo.

–Tú. ¿A cuántas millas está?

–Muchas millas -afirmó ella, asintiendo.

–Hay que joderse. ¿Cuántas? ¿Eh? ¿A cuánto está?

–¿Millas? No saber millas. Muchos kilómetros. Eh… ¡cientos! ¿Sí?

Absurdo. Aquello no le estaba llevando a nada.

–Vale, genial. Vuelve a la jodida carretera antes de que me enfurezcáis de verdad. Y no vuelvas a intentar este jueguecito de mierda.

El conductor, cuyo sudor nervioso siguió goteando de su frente durante la siguiente media hora, tomó una carretera secundaria que se dirigía hacia el sur y los condujo a la ciudad de Suez un par de horas más tarde. Sintiéndose curioso, Carpenter los obligó a llevarlo hasta el Golfo de Suez y quedó maravillado por la asombrosa obra de ingeniería que era el canal. Estaba satisfecho con sus progresos; de forma que aprovechó para hacer un poco de turismo. ¿Quién podría haber imaginado que el mocoso macarra del South Side de Chicago estaría algún día mirando el Canal de Suez? Habría sido algo digno de contar a la pandilla… si acaso alguno de ellos hubiera seguido vivo. Pero no tenía importancia. Una vez convertido en inmortal, Carpenter tendría el tiempo suficiente para buscar una nueva pandilla. Rió animado y saltó al asiento trasero del Ford.

–Así que, ¿cómo es que me encontrasteis con tanta rapidez? – preguntó pasado un rato, más para romper la monotonía del viaje que por curiosidad-. Venga, ¿qué hay de malo en que charlemos un rato?

Finalmente, la mujer dijo:

–No te buscábamos a ti.

–No me buscabais… ¿Cómo? ¿Estabais esperando a otra persona? – Aquello lo confundió. Había pasado mucho tiempo a bordo del carguero y no se había encontrado con nadie a parte de los miembros de la tripulación y las ratas-. ¿A quién? ¿A ese vampiro, Beckett?

Ella se giró sorprendida, la repugnancia se adueñó rápidamente de sus rasgos.

–¿Un ghul? Tú ya eres suficiente ofensa.

–Eh, no me insultes. Así que… espera. Si no me estabais esperando a mí… ¿Ni siquiera estabais buscando el Corazón?

Los dos sectarios se miraron el uno al otro confusos, pero Carpenter no vio que cayeran en la cuenta en algún momento. Qué extraño. Parecía ser realmente importante para Sforza y sus compañeros. Desdoblando un pañuelo, uno nuevo que había adquirido junto con el resto de su vestimenta, extrajo el Corazón del bolsillo. Al sostenerlo sobre su mano, se percató de que pesaba más que antes. Aquello lo sorprendió; parecía pesar lo mismo cuando estaba guardado en el bolsillo de su chaqueta. Lo miró más de cerca. Su textura, antes porosa y desigual como la piedra, era ahora suave y semejante al mármol. De hecho, le pareció que tampoco tenía la misma forma. No podía asegurarlo; intentó evocar los recuerdos del pasado, tratando de recordar si la forma que había tenido en el barco era la misma que la primera vez que lo había visto en Chicago. Quizá sólo fueran cambios sutiles, alteraciones que hubiera pasado por alto debido a la debilidad de su visión. Pero sí, casi podía asegurar que había sufrido algunas mutaciones.

Aparte de las diferencias físicas, los latidos psíquicos del Corazón seguían siendo muy parecidos a los anteriores. Aunque el ritmo quedaba reducido a un hormigueo tenue cuando portaba la reliquia en el bolsillo, los latidos se hacían más constantes y seguidos cuando lo sostenía en su mano. Carpenter tenía la sospecha de que los latidos no acontecían como consecuencia de que él sostuviera el Corazón en la mano. Lo más probable es que fueran constantes todo el tiempo; simplemente no era capaz de percibirlos hasta no estar en contacto directo con la reliquia. La sensación era, a la vez, calmante e intranquilizadora. Como si estuviera tocando un cable del que manara un poder tremendo, pero que podría propinarle un impacto devastador en cualquier instante.

Procuró contener la repugnancia que le suscitaba la reliquia y se inclinó hacia delante para que sus compañeros de viaje pudieran mirarla.

–¿Me estáis diciendo que nunca habéis oído hablar de esto? ¿Qué hay de Nicholas Sforza, lo conocéis? Él y su cuadrilla de jinetes de camellos, como vosotros, estaban bastante entusiasmados con esta cosa.

Su confusión pareció aumentar cuando echaron una ojeada al Corazón, pero la mención de Sforza los sobrecogió.

–¿Amenti? ¿Nicholas Sforza-Ankhotep? – ladró el hombre.

–Sí, eso es. Amenti. Como ese grandullón amigo vuestro, Simbad. Entonces sabéis de quién os estoy hablando.

La mujer le farfulló algo a su compañero en árabe. Pronto comenzaron a escupirse palabras incomprensibles el uno al otro, emocionándose más y más con cada segundo que pasaba. Al parecer habían caído en la cuenta de lo que Carpenter les estaba contando. No obstante, no se sentía desplazado de la conversación. Se guardó el Corazón en el bolsillo y llamó su atención. Lo intentó un par de veces, e incluso zarandeó la pistola entre ambos hasta que por fin logró acallarlos.

–¿A qué venía toda esa cháchara? Parece que he dado en el blanco, ¿eh? Oh, ¿y es ahora cuando calláis?

Los miró alternativamente. Ambos tenían el ceño fruncido y miraban con pretendida atención la carretera que se extendía frente a sus ojos. Habían adoptado una actitud de coraje, pero Carpenter seguía percibiendo lo ultrajados y temerosos que estaban. Bebiendo de sus emociones con avidez, el zombi optó por dejar la cuestión a un lado. Al recordar el impacto que la mención de Sforza les había causado, se hizo una idea aproximada de por qué los dos sectarios se habían enzarzado en una discusión tan acalorada. Esperad a que yo sea uno de esos "Amenti". Eso os dará algo de lo que hablar.


El desierto infinito que los rodeaba por los cuatro costados quedaba brevemente olvidado cuando la carretera giraba hacia la costa y les permitía entrever el Golfo de Suez. Carpenter supuso que uno podría esconder cualquier cosa en una extensión tan enorme de vacío. Quiso obligarles a señalar la ubicación exacta del escondite en un mapa, por si acaso trataban de escapar o tenía que deshacerse de ellos, pero casualmente no tenían ningún mapa en el coche. Llegaron a la siguiente ciudad bien avanzada la tarde. Esta gente no es siquiera capaz de escribir correctamente, pensó cuando pasaron junto a una señal en la que estaba escrito que la ciudad se llamaba "Ain Sukhna".

Era un emplazamiento turístico cercano a la playa. La gasolinera hasta la que condujeron no habría estado fuera de lugar en América. Pese a que Carpenter no veía otro cartel que no fuera el de "GASOLINA", vio una pequeña tienda en la que deberían tener mapas y cosas por el estilo. Un vendedor ambulante pregonaba los alimentos que tenía para vender. La mujer sugirió que compraran algo para comer. El zombi meditó y finalmente decidió que no. No quería arriesgarse a que dieran el aviso de su situación en árabe, mientras fingían estar regateando su porción de falafel o lo que fuera que comieran en este jodido país. Los dos podrían sobrevivir sin alimentarse durante un par de días, de hecho, estar débiles los haría más manejables. Carpenter compró agua para ellos cuando pagó la gasolina y el mapa.

Empleó el dinero que les había robado a sus cautivos y al tendero de Port Said. Sumido en su frustración, había abandonado casi todo el dinero que había traído consigo en la puñetera bolsa de los trajes. Eran dólares americanos, pero estaba seguro de que los jinetes de camellos no se lo habrían pensado dos veces a la hora de aceptarlos. En cualquier caso, ya no le quedaba otra posibilidad que la de robar a sus víctimas cautivas. Esto es una jodida broma de mal gusto.

El mapa tenía trazado todo Egipto en uno de los lados y el valle del Nilo en el otro. Carpenter desplegó el mapa de Egipto sobre el capó del Expedition. Le resultó sencillo encontrar dónde se hallaban, justo en el punto en el que el Golfo de Suez se curvaba en un último arco antes de alcanzar el canal. Quedaba aún mucho país por recorrer, todo ello coloreado de un suave color gris, excepto por el fino hilo verde en el centro que señalaba el curso del río Nilo. Era evidente que existían multitud de lugares en ese desierto donde poder esconder un templo. Presintiendo una súbita y deliciosa ráfaga de terror, Carpenter miró al interior del Expedition, donde Ahmir y Sherin estaban esposados al volante. Lo estaban mirando… no, observaban el mapa y el hombre hablaba con celeridad. A pesar de que el zombi disfrutaba bebiendo de su pánico renovado, no le gustó lo que vio. Tenían el aspecto de las personas a las que se las descubre con las manos en la masa.

Carpenter recogió el mapa en una de sus manos, arrugándolo y se acercó airado hacia la puerta del conductor. Zarandeó el papel impreso frente al rostro de Ahmir y aulló:

–Enséñame dónde está vuestro puto templo, cabronazo.

El hombre estaba muy nervioso, mirando hacia todas partes menos a Carpenter y farfullando incongruencias. El zombi había tenido ya más que suficiente. Agarró al sectario por la mandíbula y le torció la cara, obligándolo a mirarlo directamente a los ojos. Lo embistió con su voluntad y le ordenó que se calmara. Ahmir se hundió en el asiento como si le hubieran inyectado una dosis generosa de morfina.

–Eso está mejor -dijo, manteniendo el contacto visual-. Ahora muéstrame dónde está vuestro templo en el mapa.

Ahmir gruñó pero, con su mano libre, extendió el mapa sobre el volante y arrastró los dedos temblorosos y convulsos a lo largo del mismo. La ira de Carpenter no era nada en comparación con la gélida furia que lo poseyó cuando vio dónde se había detenido el dedo. El sectario estaba señalando una ubicación… un lugar específico hacia el noreste, alejado del rumbo que habían estado siguiendo.

–¿Qué? ¿El Cairo? – El Cairo era una ciudad enorme. Pero en la última imposición de su voluntad, aquel tipo había dicho que el templo estaba oculto en el desierto. Así que debía de estar en las proximidades de la ciudad-. ¿Dónde exactamente? ¿Cómo se llama el lugar?

El sectario negó con la cabeza, mas no pudo resistirse al mandato.

–Saqqara. Pirámide… Sanakht Nebka.

Carpenter se dio cuenta entonces. Había una estrella roja en el mapa que señalaba el emplazamiento de unas ruinas. Muy bien, Saqqara. No había nombres de pirámides, ¿pero acaso le sería complicado encontrar una pirámide? De modo que…

–¿Hacia dónde me estabais llevando? ¿Eh? ¡Dímelo!

Los músculos en tensión se relajaron; Ahmir no tenía problemas para revelarle el destino.

–A los Imkhu. Horas, los antiguos… ellos harían polvo tus huesos. ¡Diseminarían tus restos por los cuatro confines del planeta!

–Eso ya lo he vivido, chico. Y no funcionó. – Carpenter no requería los detalles; había comprendido lo principal. Luchó por mantener la calma. Aún necesitaba a los rehenes, necesitaba lo que sabían acerca del Hechizo de la Vida. Pero estaba harto de ser benévolo-. Muy bien, tuvisteis vuestra oportunidad y no la aprovechasteis. Me llevarás a la pirámide de Sanakht Nebka ahora.

El zombi lo ordenó con toda la fortaleza de su voluntad. Golpeó al sectario como lo habría hecho un ataque físico, lanzándolo hacia atrás con tanta violencia que su cráneo se aplastó contra el reposacabezas. La expresión se desvaneció de su rostro; la boca abierta y los ojos nublados. La esposada mano derecha buscó el contacto del Ford, mientras que la izquierda movía el volante hacia la posición de las diez. Carpenter observó que la preocupación de la mujer metamorfoseaba en pavor. Llamó a Ahmir por su nombre y trató de sacarlo de su ensimismamiento zarandeándolo por el hombro.

–Déjalo estar -mandó con brusquedad.

Cogió el mapa, casi haciéndolo jirones porque Ahmir lo tenía apresado entre su mano y el volante. Después de subir al asiento de atrás, extendió la mano con las llaves al conductor. El sectario, moviéndose con determinación y torpeza, como un autómata ebrio, encendió el motor y salió a la carretera. Cuando giraron con rumbo norte, Carpenter advirtió que un puñado de clientes de la gasolinera observaban confusos su partida. Sonrió y se despidió de ellos con un gesto de la mano.

Tomaron una salida a unos nueve kilómetros al norte de Ain Sukhna; al poco estaban conduciendo por una angosta carretera de dos sentidos, en dirección al sol poniente. Carpenter se tranquilizó y meditó sobre si haber impuesto la orden había sido o no un movimiento inteligente. A su manera era bastante preciso, pero tardaría horas en cumplirse. El viejo y furtivo Ahmir estaría sometido a su voluntad hasta que lo condujera a la puerta de ese templo escondido en el desierto. Cabía la posibilidad de que su cerebro quedara frito como consecuencia de la orden y, por lo general, al zombi no le hubiera supuesto mayores problemas. Pero ¿y si necesitaba al tipo para realizar ese ritual de la inmortalidad? Ya era demasiado tarde para dar marcha atrás. Tenía la esperanza de que la mujer pudiera hacerlo todo ella sola.

¿Y si no podía? Había llegado tan lejos… Pensaría en algo. Siempre lo hacía.

La oscuridad los cubrió como un manto mientras conducían; el sol se ocultó tras el horizonte pese a los esfuerzos que habían hecho por aventajarlo. Las ráfagas de viento golpearon el Ford en un par de ocasiones. Poco después, la tormenta de arena arreció sobre ellos. Una montaña de negrura, que Carpenter creía que no era otra cosa que la noche ciñéndose, barrió el horizonte como un mazo que presagiara el fin del mundo. La visibilidad se desvaneció en un latido. El todoterreno se mecía sobre su férrea suspensión, al tiempo que las ráfagas de viento lo sacudían con violencia por ambos costados. Toneladas de arena, salidas de ninguna parte, cayeron sobre ellos y desaparecieron un instante después. La arena arañaba furiosa el acabado del Ford y golpeaba las ventanas como lo harían millones de puños diminutos tratando de abrirse camino hacia el interior.

Con la tormenta de arena rugiendo y encrespándose a su alrededor, Carpenter sintió un creciente desasosiego. Recordaba, de los días en que estuvo vivo, la estación de los tornados en el Medio Oeste, la violencia que podía descender del vacío y marchar con rapidez, dejando tras su despertar una destrucción masiva. Y durante las interminables décadas que pasó en el Inframundo, las tormentas espirituales que surgían de la nada. Vientos de caos y olvido que harían jirones a un fantasma en un instante. Él era un no muerto, pero si se metía de lleno en una catástrofe así y sus dos cautivos terminaban pereciendo, tendría graves problemas para convertirse en un inmortal.

–Es temprano para las khamsin -comentó la mujer de repente.

–¿Qué?

–Khamsin… Eh, ¿tormenta de arena, sí? – El terror a la tormenta la hacía extrañamente comunicativa-. Vientos… Vienen desde el desierto y se prolongan durante muchas horas. A veces días. Pero no siempre son tan grandes y tan tempranos. Tan tempranos en el año.

¿Horas, quizá días, así? Mierda. Sólo los desequilibrados o suicidas continuarían el viaje en esas condiciones. Trató de que Ahmir se detuviera, pero el sectario estaba sumido en el cumplimiento de la orden anterior. Carpenter podría haber intentado imponer un nuevo mandato, pero habría dañado lo que fuera que restara en la jodida mente del conductor.

Ahmir y la tormenta decidieron por él. La carretera giraba en una curva, pero con sólo quince centímetros de visibilidad, no lo supieron hasta que el Ford comenzó a descender por una pendiente como un trueno. El sectario estaba lo suficientemente atento y había activado la tracción a las cuatro ruedas cuando se inició la tormenta de arena. El Ford transitó tan bien como pudo por la superficie irregular y avanzó un buen trecho antes de toparse con una duna demasiado empinada como para subir por ella. Carpenter se golpeó contra el respaldo del asiento del conductor y cayó de costado sobre el suelo, Ahmir aporreó con todo su cuerpo el volante y la violencia del impacto lo despidió nuevamente hacia su asiento, mientras que la mujer, Sherin, se hizo una brecha contra el salpicadero.

El zombi se sentía avergonzado, pero no estaba herido. Sus rehenes estaban aturdidos, y aunque la mujer logró sobreponerse después de unos minutos, el conductor cayó inconsciente. Carpenter supuso que así era mejor. Se inclinó hacia delante, dejó la palanca de cambios en punto muerto y apagó el motor y las luces para ahorrar batería. La oscuridad los engulló, espirales grises de arena se movían a su alrededor en la noche y los únicos sonidos audibles eran los que emitía el viento aullador. Una vez recuperado el control de sí misma, Sherin comprobó el estado en el que se encontraba su amigo y le lanzó una mirada a Carpenter. Él no podía ver su rostro con la suficiente claridad como para apreciar su expresión y sólo dijo:

–Esperaremos.


El zombi se preguntó si la tormenta de arena era una señal. Estaban a mitad de camino de Saqqara y tenían medio desierto encima de sus cabezas. Al meditar sobre ello, se dio cuenta de que, desde que llegara al país, había sufrido un revés tras otro. No todos de igual importancia, claro, el asunto del petrolero había sido algo más problemático que un sectario llevándolo de turismo por Ismailia. Pero si Carpenter hubiera sido supersticioso, habría terminado pensando que todo aquello ocurría por alguna razón diferente a la mera coincidencia.

En cualquier caso, la tormenta no haría otra cosa que retrasar sus propósitos. La tormenta se prolongó unas cuantas horas. Después de esposar a los cautivos al volante, Carpenter aprovechó el momento para sumirse en un estado de sopor. Había pasado algún tiempo desde que pudiera descansar; e incluso los más perversos necesitaban un instante para relajarse. Colocó el martillo en el pliegue de su brazo como una parodia macabra de un animal de peluche infantil y se deslizó en el estado catatónico carente de sueños que los no muertos dormían. Cuando despertó, seis horas después, la noche estaba clara y la tormenta había cesado. Ahmir y Sherin estaban dormidos, aunque el hombre no parecía haberse despertado desde que chocaran contra la duna.

Carpenter vio que el Ford estaba medio enterrado en la arena. Salió y subió hasta la cima de la duna que habían embestido. Se elevaba unos tres metros por encima del vehículo y desde ella tenía una panorámica bastante decente del área. Las estrellas relucían con brillante claridad sobre el desierto. No corría siquiera la más suave de las brisas; aparte de la oscura forma del Expedition sobresaliendo del costado de la duna, Carpenter jamás hubiera sospechado que por allí pasó una tormenta de arena. No podía ver la carretera, pero no debía estar lejos. Después de deslizarse otra vez hacia abajo, echó una ojeada atenta al Ford. Estaba bastante atascado, pero no quería dejarlo allí sin más. La alternativa era hacer autostop y tenía la sospecha de que eso le acarrearía problemas. No creo que sea buena idea ir caminando por la carretera acompañado de un par de jinetes de camellos esposados el uno al otro.

Miró una vez más al todoterreno. La arena había coronado el lado del conductor y el morro estaba hundido hasta un tercio del capó en la duna. Podría sacarlo, pero primero tendría que cavar. Una ojeada hacia el interior le informó de que sus rehenes aún no habían despertado. Tampoco creía que le fueran a ser de mucha ayuda estando débiles por causa de la falta de alimentos y del accidente. No había problema. Estaba acostumbrado a hacer las cosas él solo.

Se quitó la chaqueta y la camisa, quedándose sólo con la camiseta y los pantalones, y pasó unas cuantas horas apartando la arena. Fue mucho más rápido cuando arrancó la tapa del compartimiento de las cintas de música, dispuesto entre los dos asientos delanteros, y la empleó a modo de pala. Aún estaba oscuro, estando el alba a una hora más o menos, cuando creyó que ya estaban listos para partir. Arrojó la tapa del compartimiento lejos de sí y captó movimiento por el rabillo del ojo. La reacción se antepuso a sus pensamientos; la experiencia de la anticipación y la frustración se liberaron en un instante. Carpenter sacó la pistola y disparó mucho antes de saber siquiera cuál era el objetivo.

Las balas de la Sig-Sauer hicieron jirones la pequeña forma, arrancando carne y materia gris con una efectividad letal. Caminó con dificultad hasta el lugar donde yacía el blanco. Su visión de la muerte tenía tantas dificultades para averiguar de qué se trataba como las habría tenido su visión normal. Cuando vio a la víctima no pudo evitar echarse a reír. Había aniquilado a un bebé zombi.

Era el cadáver de un niño de unos diez años. Las heridas de bala eran las lesiones más recientes que el cuerpo putrefacto había sufrido. La carne estaba desgarrada y gris, reseca casi hasta el hueso. Momificada por el calor, aunque no de la manera en la que Carpenter estaba interesado. Comprendió que el zombi no podría haber sido muy poderoso. Para empezar, apenas había captado su presencia, y cuatro ráfagas de la automática habían bastado para destruirlo. Aún así, no pudo evitar meditar sobre ello.

Ese pequeño zombi debía haberse visto atraído hacia él como ocurrió con los muertos andantes con los que se había topado en Chicago. Tenía sentido. Había estado en movimiento desde que llegara a Egipto, lo que hacía que los cuerpos animados le perdieran la pista. Pero había estado aquí lo bastante como para que uno de ellos captara su esencia. Pensó en los zombis que había reunido para que lo ayudaran en los Estados Unidos, primero para deshacerse de los débiles en el grupo de los cazadores y luego para que lo ayudaran a robar el Corazón. Entonces se había aprovechado de la casualidad que había supuesto que esas criaturas se arremolinaran en torno a él cuando había necesitado un apoyo adicional.

¿Y si no era coincidencia? Quizá su subconsciente estaba aprendiendo una nueva manera de utilizar su obligación mental, pero centrada en sus iguales muertos andantes. Se encogió de hombros. Podría discutir la teoría consigo mismo más adelante. Por el momento se contentaba con saber que tenía acceso a otros recursos. De hecho…

Mientras caminaba de vuelta hacia el Ford, concentró sus pensamientos, elevando la voz de su mente tan alto como pudo. Había sido capaz de mandar sobre los muertos andantes con poco más que estrictas órdenes mentales. Quizá también fuera capaz de atraerlos en masa haciendo lo mismo. No esperaba que surgieran de la tierra, pero tenía la esperanza de que algunos aparecieran cuando los necesitara.

Carpenter se sentía más animado cuando llegó junto al coche. Abrió la puerta del conductor y las esposas con la llave, y arrastró a Ahmir sin cuidado hacia la bandeja trasera del todoterreno. Por gestos le indicó a Sherin que se sentara también en el asiento de atrás y la esposó al tobillo de Ahmir. No parecía estar muy cómoda, pero el zombi tenía otras preocupaciones. Había tenido la esperanza de mantener limpias de arena su chaqueta y camisa, pero parecía que la arena lo impregnaba todo en aquel país. Tenía la sospecha de que su carne muerta estaría irritándose y repleta de ella en recovecos innombrables, mas al carecer casi por completo del sentido del tacto, aquello sólo le suponía una incomodidad mental.

Hizo rechinar los frenos, rascó las marchas y maldijo, pero Carpenter logró poner el Ford en movimiento. Pese a que había limpiado el capó y la mayor parte de la arena que se apilaba en el costado, existía aún cierta resistencia cuando echó marcha atrás. Mantuvo esta misma marcha toda la pendiente, luego giró en redondo en un área relativamente nivelada y condujo hacia el noreste. No estaba seguro en qué lugar había girado la carretera durante la tormenta, pero si no la encontraban yendo a campo traviesa, acabarían topándose con el Nilo antes o después. La suerte volvió a ponerse de su lado cuando las ruedas pisaron el asfalto cubierto de arena unos minutos más tarde.

El desierto cobró una tonalidad verde al cabo de una hora. Conduciendo sobre una elevación, Carpenter vio cómo el Nilo se extendía frente a sus ojos. Había visto el magnífico Misisipí, pero tenía que admitir que el Nilo era sublime. Era una cinta ancha, calma y marrón que se prolongaba más allá del horizonte por el norte y el sur, tan impresionante en su callada grandeza como las cataratas del Niágara lo eran en su ronca turbulencia. El Nilo perdió parte de su magnificencia cuando se acercaron y vieron el panorama oscurecido por el terreno y la carretera que corría paralela al río. Carpenter echó una ojeada al mapa rajado mientras conducía y vio que Saqqara debía estar al otro lado del río, a unos cuantos kilómetros hacia el norte. Ya casi he llegado, pensó.


Saqqara estaba en una meseta que se elevaba sobre el desierto circundante. Carpenter condujo el Expedition fuera de la carretera principal y se dirigió hacia una cabina de billetes situada al pie de la meseta. Pensó que era una estupidez pagar por una visita guiada cuando podías caminar y llegar hasta allí por el desierto, pero en fin. Continuó y pronto llegó a las ruinas. Quedó sorprendido por la extensión que tenían. Una inmensa pirámide escalonada era el punto focal, rodeada por una cerca y flanqueada por otros edificios desenterrados. Había otras estructuras achaparradas a ambos lados del complejo principal, más numerosas que los otros edificios pero mucho más bajas que la pirámide escalonada. Un sinnúmero de edificaciones bajas, de diversas alturas, cubrían una gran distancia hacia el norte. La pirámide escalonada de Zoser dominaba sin igual el lugar. Inmensa y antigua, sus antaño afilados niveles habían sido pasto de la erosión del tiempo, procurándole la apariencia de una tarta de varios pisos derretida. Aún así, la imagen era abrumadora, especialmente cuando Carpenter avistó las grandes pirámides de Gizeh hacia el norte. No estaba seguro de si podía confiar en su débil visión, pero Sherin le confirmó que las arcanas maravillas se encontraban, efectivamente, a unos dieciocho kilómetros de distancia. Quizá pueda dedicarme a hacer turismo cuando todo esto haya terminado.

Carpenter puso el Ford en marcha y adelantó al primer autobús turístico de la mañana, del que descendía un pequeño grupo de hombres y mujeres ancianos. Interrogando a Sherin, el único rehén consciente, el zombi había averiguado que la pirámide de Sanakht Nebka yacía al oeste del complejo de Zoser. Formaba parte de una nueva excavación. Conduciendo por el área, levantando una nube de polvo a su paso, Carpenter vio una planicie contigua con algunas señales que indicaban la presencia de excavaciones arqueológicas. No distinguió ninguna pirámide, sólo un montón de arena y un par de edificios a medio desenterrar. Al acercarse, el zombi se percató de que su visión de la muerte estaba advirtiendo la presencia de un latido fantasmal en la zona, una vibración espiritual que comenzaba a interferir en su visión.

Un guardia armado estaba de pie junto al sendero y gesticuló para que se detuvieran. Carpenter bajó la ventanilla y sonrió mientras el hombre se aproximaba. Estaba demasiado cerca del triunfo como para perder el tiempo con aquel idiota. Cuando el guardia iba a abrir la boca, el zombi dijo:

–Olvida que estuvimos aquí.

E impuso la orden con toda la fuerza de su voluntad. El hombre pestañeó con violencia un par de veces, abriendo y cerrando la boca como un pez jadeante en busca de oxígeno. Arrancó y vio por el retrovisor que el guardia seguía allí de pie, mirando en rededor, ligeramente confuso. Otra lobotomía que sumar a la lista, pensó. Al sentir un leve mareo, Carpenter se dio cuenta de que emplear su habilidad de una manera tan enérgica le estaba empezando a pasar factura. Invocó el poder del martillo para liberarse del letargo que amenazaba con conquistar sus huesos.

El sendero se hacía más pronunciado en una depresión que separaba el complejo de Zoser de una nueva excavación y que finalizaba en un área de aparcamiento. El lugar estaba cerca de unos cuantos edificios bajos que, aparentemente, habían sido desenterrados hacía poco. La meseta ascendía en pendiente a partir de ese punto. Otros dos vehículos estaban aparcados allí; Carpenter aparcó junto a un BMW de unos veinte años de antigüedad y apagó el motor. Miró hacia la parte trasera; la mujer tenía la mirada de aquellos que cometen una grave traición y que aguardan mortificados su juicio. No pudo ver al hombre, pero supuso que aún debía de estar en coma. Quería formularle otras preguntas sobre el lugar a Sherin, aunque primero tenía la intención de echar una ojeada.

La oportunidad no se presentó. Cuando aún estaba mirando alrededor desde la comodidad que le brindaba el asiento del conductor del Expedition, advirtió un movimiento por el retrovisor. Una mujer asiática delgada había emergido de uno de los edificios parcialmente desenterrados y se acercaba hacia el vehículo. No estaba preocupado; para empezar, siendo éste el coche de los sectarios, era lógico que se acercara a hablar con ellos. Al mirar hacia atrás por el parabrisas trasero, su mirada de la muerte le reveló la presencia del espíritu vibrante de una momia.

–Hija de puta.

La sectaria sentada en el asiento de atrás se volvió también y empezó a gritar tan pronto como vio a la mujer asiática. Carpenter trató de acallarla, pero como no le estaba mirando, su fuerza de voluntad era inútil. La momia escuchó los gritos y se detuvo, extendiendo la mano para coger la mochila que llevaba colgada sobre uno de los hombros. Si tenía cualquier cosa como lo que el capullo de Simbad le había arrojado, Carpenter lo pasaría muy mal. Tenía que hacerse con la situación antes de que se le fuera de las manos.

Abrió la puerta y corrió hacia la momia. La cabeza de la mujer giró en redondo al escuchar el sonido y sus ojos se le abrieron como platos. Aulló algo el chino cuya terminación le recordaba sospechosamente a su nombre.

–¡Detente! – gritó él, imponiéndole su voluntad como el golpe de una maza y teniendo la esperanza de que ella le hubiera entendido.

El mandato surtió efecto sólo durante un instante, pero eso era todo lo que él necesitaba. La embistió propinándole un derechazo que la hizo crujir la mandíbula y la tiró al suelo. Carpenter miró rápidamente en rededor. Los turistas estaban a casi un kilómetro de distancia pero, si estaban prestando atención, era muy posible que hubieran visto algo. Deseó que estuvieran demasiado ocupados maravillándose con las ruinas como para haberse percatado de lo sucedido. Comprobó que la mujer estaba inconsciente antes de arrebatarle la mochila y tirarla tan lejos como pudo. Luego quitó las esposas que vinculaban a Sherin y Ahmir, y arrastró a la primera.

–Ayúdala a incorporarse -ordenó, empujándolas a las dos hacia el edificio por el que acababa de salir la mujer asiática.

Con la navaja en una mano y la Sig-Sauer en la otra, el Corazón de Osiris palpitando silencioso en su bolsillo, Maxwell Carpenter entró en la pirámide perdida de Sanakht Nebka.