Le llevó unas cuantas horas liberarse. El esfuerzo, ya
difícil por la constante presión del casco sobre él, se agravaba
por la bolsa de traje que arrastraba tras de sí por la porquería.
Habría cortado la cincha que la abrazaba a su cuerpo, pero no tenía
espacio para maniobrar. Y para colmo estaba el duro bulto del
Corazón que se le clavaba en el estómago. Considerando la cantidad
de huesos y órganos lesionados que tenía después de que el barco
hubiera naufragado sobre él, sintió cierta sorpresa al descubrir
que el Corazón estaba entero. Como tuvo mucho tiempo para
reflexionar sobre la materia mientras sudaba tinta para salir del
atolladero, decidió que, después de todo, no era tan
extraordinario. El Corazón debía estar protegido por un importante
hechizo; estas reliquias eran difíciles de estropear. Aún así, no
podía dejar de pensar en ello. El Corazón era evidentemente
poderoso y duradero, ¿pero durante cuánto tiempo lo sería? ¿Acaso
era indestructible? Lo dudaba. Carpenter había vivido las
experiencias suficientes como para saber que todo tenía una
debilidad. Meditó sobre cuál podría ser la del Corazón, pero aún no
contaba con la suficiente información como para alcanzar una
conclusión. Al cabo de un rato, su mano extendida dejó de estar
atrapada entre el barro mojado del fondo del puerto y el
inquebrantable metal del casco del barco. Animado por la idea de
verse libre, Carpenter palmeó la curva del casco del petrolero.
Finalmente salió.
A pesar de no estar ya bajo el barco, el zombi no tenía idea
de dónde se encontraba. Tenía la sospecha de que debía estar
sumergido a unos treinta metros a lo largo de la costa egipcia. No
podía ver nada a través de la oscuridad y el sedimento de las
aguas, y su sentido espiritual no captaba nada. Pasó un buen rato
merodeando bajo la superficie de Port Said, a veces nadando, otras
dando traspiés, hasta que alcanzó un pilón por el que pudo
escalar.
Emergió en uno de los muelles a casi un kilómetro de
distancia del lugar donde habían estallado los petroleros. El
exterior estaba oscuro y podía ver a los bomberos en los
embarcaderos y sobre barcazas bañando con agua algunas llamaradas
diseminadas. El lugar estaba cubierto de madera carbonizada y metal
chamuscado. Un grueso residuo cubría el agua y los escombros
estaban dispersos por todas partes. Carpenter no tenía ni idea de
cuánto tiempo había estado arrapado bajo el carguero. Por la manta
de estrellas y la frescura del ambiente, supuso que la noche
estaría ya avanzada. Quizá le habría llevado unas seis horas
arrastrarse por debajo del petrolero. Increíble, pensó. Miró hacia el resplandor del
fuego. Si no hubiera sido impulsado por la borda tras una de las
primeras explosiones que prorrumpieron de la bandolera, formaría
parte de las cenizas que ensuciaban el puerto.
Su piel crepitó bajo las prendas manchadas. Ni siquiera
podría cambiarse porque todo en su bolsa de viaje estaba tan
impregnado de agua como lo estaba él. La incomodidad de saberse
sucio estaba empezando a ser su preocupación principal, y sólo con
un supremo esfuerzo de voluntad consiguió ponerse en marcha y
buscar por las calles un atuendo decente. Encontró una cañería y se
lavó tan bien como pudo, lo que lo liberó de la mayor parte de la
porquería. Aprovechó el momento para desanudarse el Corazón de la
cintura y guardarlo en uno de los bolsillos. Se sentía incapaz de
seguir soportando su calidez antinatural y sus latidos
psíquicos.
Nunca antes había viajado a un país extranjero (no tenía en
cuenta las escapadas a Canadá en busca de alcohol durante la
Prohibición; los canadienses no pretendían otra cosa que hacerse
pasar por americanos). Vagabundeó por los muelles durante largo
rato, sintiéndose fuera de lugar, como pez fuera del agua. Teniendo
en cuenta su aspecto, estaba seguro de que nadie se detendría a
hablar con él, y posiblemente tampoco lo comprendieran, porque sólo
hablaba inglés. Aunque no sabía hacia dónde dirigirse, tampoco le
parecía recomendable andar merodeando por allí. No tenía forma de
averiguar si la momia que lo había estado persiguiendo, tendría a
algunos amigos peinando la zona. De hecho…
Se ocultó tras unos cajones de embalaje cuando un par de
individuos con toallas enrolladas en la cabeza se aproximaron.
Caminaban con el paso cauteloso y alerta de las personas que buscan
algo. Lo habían visto pero, al parecer, no habían identificado de
quién se trataba. Ambos se deslizaron hasta su escondite,
susurrándose el uno al otro y llamando en voz baja. Carpenter se
sorprendió al descubrir que había entendido una de las palabras:
"Amenti". ¿Dónde lo había oído? Sforza. Dijo
que era eso, justo antes de morir. El zombi tenía razón; las
jodidas momias tenían a gente buscándolo
por el área. Había sido una suerte encontrarse con
ellos.
Se preparó para atacar, pero se detuvo en seco cuando la
inspiración germinó en su mente. Su visión de la muerte confirmaba
que se trataba sólo de un par de mortales. No existía la
posibilidad de que fueran más poderosos que él. Aún mejor,
trabajaban para las momias. Debían saber algo sobre la dichosa
ceremonia. Desde luego, cruzarse en su camino había sido producto
de la buena suerte; un par de rehenes lo llevarían a donde tenía
que ir.
Perdió su querida Colt en la explosión, de forma que tendría
que hacer esto muy cerca. Se deshizo de la bolsa de viaje, siéndole
ya inútil, y salió del escondite. Carpenter estaba sobre ellos
antes de que pudieran percatarse de que no era el Amenti al que
estaban buscando. Agarró al de la derecha por el cuello y lo
levantó unos centímetros del suelo. Señaló con su perjudicada mano
izquierda al otro, una mujer robusta, y dijo:
–Emite cualquier sonido y le aplastaré la cabeza como si se
tratara de una jodida uva. – Carpenter seguía estando de suerte. Al
parecer la mujer hablaba inglés. Ella asintió, observando con los
ojos muy abiertos cómo su compañero se debatía contra la férrea
mano que lo tenía apresado. Había algo en ella… se inclinó,
intentando captar una imagen más fidedigna de la figura iluminada
por las farolas dispuestas a lo largo del muelle-. ¿Viniste al
barco con el grandote hijo de puta, verdad? ¿Cómo cojones has
sobrevivido?
La mujer negó con la cabeza, más por temor que por la
negativa.
–Yo no… no estar allí -dijo, y señaló al otro-. Enviarme a
conductor. Por ayuda.
–¿Conductor, eh? ¿Así que tenéis un transporte en algún
lugar?
La suerte le seguía sonriendo.
–¡Tú… no escapar! Ayuda venir hacia aquí. ¡A ti
cogerán!
La robusta fémina trataba de sentirse ofendida, pero se
aproximaba peligrosamente al estado de pánico.
–¿De modo que aún no han llegado? Es bueno saberlo. –
Zarandeó al hombre que estaba casi inconsciente-. ¿También tú
hablas inglés? Fantástico. Haréis lo que os diga y viviréis para
contarles a vuestros cientos de nietos negritos lo que os ocurrió.
Iremos a donde quiera que hagáis vuestro abracadabra. Ya sabéis:
"Amenti", ¿entendéis?
Incluso en la luz tenue y con su visión atrofiada, Carpenter
pudo ver que la mujer empalidecía.
–No -dijo, su voz siendo poco más que un
chillido.
–Oh, sí -respondió el zombi. La navaja apareció en su mano
izquierda como por arte de magia. A pesar de que había perdido dos
dedos, el arma descansaba cómodamente en su mano. La hoja
centelleó; un brillo antinatural recorrió el metal cuando Carpenter
la apuntó directamente hacia la mujer-. ¿Ves esto? Sé que puedes
percibirlo. ¿Sabes cómo te sentirías si llegara a cortarte con esta
pequeña belleza? Tendrás oportunidad de descubrirlo, si no juegas
limpio.
Alguien gritó desde un lugar próximo. Un individuo, vestido
con uniforme blanco, los apuntaba con un arma. Esto suponía un
pequeño contratiempo en su racha de buena suerte. Carpenter dejó
caer al hombre que había estado estrangulando. El sectario se
desplomó en el suelo, dando arcadas mientras trataba de retener el
oxígeno en su cuerpo. La mujer gritó algo en árabe, al tiempo que
se arrodillaba para auxiliar a su amigo. El policía aulló una
respuesta y disparó cuando Carpenter se giró para enfrentarse con
él. La bala alcanzó al zombi en el muslo, haciéndole perder el
equilibrio. Se tambaleó hacia delante cuando el policía volvió a
disparar, la segunda bala ni lo rozó. Carpenter acortó la distancia
antes de que el agente pudiera disparar por tercera vez y le
arrebató la automática de las manos. No se había percatado de que
su mano izquierda se había movido hasta que un chorro carmesí lo
duchó. El rostro del policía, congelado por la agonía de ese
instante de destrucción espiritual propinada por la herida de la
navaja, rodó hacia atrás y siguió rodando. La hoja de la navaja
había cortado limpiamente a través del cuello del hombre. La
columna, como un hilo grueso, mantenía la cabeza sujeta al tronco.
Con el rojo de la sangre empapándole el uniforme, el policía cayó
al suelo con un golpe húmedo.
Carpenter sintió el anhelo de la navaja como una vibración
que le recorría el brazo.
–Tú, pequeña cabrona -dijo, mientras observaba cómo el metal
absorbía la sangre de la hoja-, estabas esperando poder hacer algo
así, ¿eh? Voy a tener que tenerte muy vigilada.
Tendría que moverse con rapidez; incluso su débil audición
era capaz de apreciar los sonidos de los gritos aproximándose,
llamando en respuesta a los disparos. Le supuso un gran esfuerzo,
pero por fin consiguió cerrar la navaja y guardarla en uno de los
bolsillos. Después de acomodarse el arma del policía en el
cinturón, de coger sus esposas y la llave de éstas, regresó a donde
se encontraban los sectarios. La mujer ayudaba a su compañero a
moverse en busca de un lugar seguro; el zombi los alcanzó antes de
que hubieran podido alejarse unos cuantos metros.
–¿Por qué os molestáis en intentarlo? Ya habéis visto qué
ocurre cuando jugáis a joderme. Llevadme ahora a vuestro coche y
salgamos de aquí de una puta vez.
Obligar a sus rehenes a que lo llevaran a una tienda de ropa
era arriesgado, pero Carpenter perdería la cabeza si tenía que
seguir vistiendo esas ropas manchadas por la sangre y el barro. Al
parecer ninguno de los cautivos conocía bien la ciudad, de modo que
estuvieron conduciendo por ella durante una hora larga hasta que
encontraron una tienda en la que se vendían trajes. Por supuesto
estaba cerrada, pero eso sólo hacía las cosas más fáciles.
Carpenter entró a la fuerza y maniató a sus rehenes a una cañería,
utilizando unas corbatas para amordazarlos. Existía un apartamento
encima de la tienda; el zombi se deslizó por las escaleras y se
encontró con el dueño de la tienda y su familia. Por precaución los
ató a todos y aprovechó la ocasión para darse una larga ducha. La
navaja le susurró que la familia supondría un cabo suelto en su
andadura, pero Carpenter no vio ninguna razón por la que tuviera
que matarlos. Se lo repitió a sí mismo hasta que regresó a la
tienda. Con la distancia, la navaja parecía haber olvidado a la
familia que se encontraba en el piso superior; el canto de sirena
desfalleció hasta convertirse en un murmullo. El zombi echó una
ojeada al catálogo y quedó sorprendido por la variedad de la
oferta. El edificio podría ser cochambroso y el apartamento del
segundo piso poco más que una casucha, pero la tienda contaba con
una selección de prendas muy decente. Escogió un bonito traje de
verano con un corte moderno. El único problema eran los zapatos.
Después de quitarles la porquería, se dejó puestas las botas que
había vestido con el mono. No pegaban con el traje, pero quizá
fueran el mejor calzado para desplazarse por el
desierto.
Se marcharon cuando el sol teñía de rosa el cielo en el este.
Una capa de humo oleoso se ceñía sobre el puerto, oculta en la
noche pero perfectamente visible durante el día. Carpenter recordó
que la mujer había dicho que sus amigos acudirían al puerto. Esperó
que, si conocían su existencia, creyeran que había pasado a formar
parte del naufragio. Tenía un plan y no quería que todo se fuera a
la mierda antes de ponerlo en práctica.
Carpenter se recostó en el asiento trasero del Ford
Expedition de los sectarios y miró el desierto bañado por la
temprana luz del amanecer. Estaba asombrado de que tuvieran unos
coches tan equipados en el país. Era más proclive a pensar que
estas personas conducirían vehículos de alguna marca desconocida
del este de Europa, algún kart canijo que cupiera en el maletero de
este gigante de las cuatro ruedas. O camellos; al salir de Port
Said había visto algunas personas montadas encima de los jodidos
camellos.
Las directrices a los sectarios habían sido sencillas: que lo
llevaran a su templo, cámara ceremonial o como quiera que lo
llamaran, y tenían su palabra de que los dejaría con vida.
Carpenter sabía que no tenían razones para creer que estuviera
diciéndoles la verdad, pero había conocido a multitud de personas
que rápidamente ponían de manifiesto sus auténticos propósitos.
Cabía la posibilidad de que estuviera diciendo la verdad o de que
tuvieran la oportunidad de escapar, ¿quién lo sabía? El futuro
estaba aún por escribirse. Carpenter tenía una idea más o menos
aproximada de lo que el destino les tenía reservados a esos dos,
pero le pareció oportuno que mantuvieran viva la esperanza.
Cualquier cosa que los hiciera más fácilmente manejables sería
buena.
Con todo, imaginó que sus cautivos tratarían de jugársela
antes o después. Consideró la opción de imponer su voluntad sobre
el conductor; ya lo había hecho para asegurarse de que conocían una
ceremonia que podría conferirle la inmortalidad. Estaba tentado de
obligarle a que los llevara a donde fuera que desarrollaran la
ceremonia de marras. Mas su poder no le permitía ejercer un dominio
completo sobre la mente. Era eficaz cuando se dictaban órdenes
simples, directas, y lo que era más importante, de corta duración.
Carpenter había averiguado que los mandatos específicos y de larga
duración como "estáte callado durante una hora" u "olvida que
alguna vez me viste" tenían efectos secundarios sobre el sujeto. No
le preocupaba infligir daños cerebrales a las personas. Su
inquietud estribaba en que luego eran más difíciles de manipular.
Impredecibles, como si se les cruzaran los cables en la cabeza.
Había ocurrido en Chicago con aquella chica… Lupe no sé qué. Había
planeado utilizarla en su ardid contra Sforza, pero la había
sometido a demasiada presión. La mayor parte del tiempo estaba
bien, pero cualquier cosa que tuviera que ver con "Maxwell
Carpenter" la arrastraba a una espiral de ira frustrada. Era
imposible manipularla así, de modo que se había acercado a Thea y
sus amiguitos. Había puesto en práctica su astucia en lugar de
servirse de sus poderes sobrenaturales. Vive y
aprende, pensó. Bueno… de todas formas,
aprende.
Así que, en lugar de imponer su voluntad, Carpenter
permaneció cómodamente sentado en el asiento trasero, la pistola
del policía (una Sig-Sauer, lo que quiera que fuera eso) apuntando
a través del asiento hacia la columna vertebral del conductor.
Asimismo, los mantenía esposados el uno al otro, lo que le
garantizaba cierto divertimento cuando el hombre tenía que tirar de
la mujer hacia sí para girar el volante con las dos manos. El
sectario condujo el Ford por una carretera principal paralela al
Canal de Suez. Carpenter lo sabía gracias a las señales esporádicas
que estaban inscritas con los garabatos árabes y subtítulos en
inglés. El que la zona contara con carreteras le supuso una
sorpresa agradable. No tenía idea de dónde se encontraba; sus
conocimientos sobre la geografía egipcia equivalían a imaginar un
desierto inmenso con un par de pirámides abandonadas en el centro.
Siempre que condujeran por calles principales, Carpenter podría
estar seguro de que el tipo no estaba tratando de
jugársela.
Repostaron en la ciudad de Ismailia, aproximadamente a una
hora al sur de Port Said, y echaron gasolina al Expedition. El
zombi vigiló de cerca a sus dos rehenes, Ahmir y Sherin eran sus
nombres, pero se comportaron bastante bien. Tras abandonar la
gasolinera, transitaron por una serie de callejuelas laberínticas
hasta que Carpenter se percató de que Ahmir estaba haciendo tiempo.
Se sintió enojado consigo mismo por no haberse dado cuenta de ello
antes. Había asumido con excesiva celeridad que el caos de
callejuelas laberínticas, que carecían de los elementos más básicos
de control de tráfico, era típico de la ciudad. Una rápida
imposición de su voluntad le reveló que, efectivamente, el
conductor estaba intentando dar un rodeo.
–¿Dónde está vuestro escondite? – exigió Carpenter, sus ojos
llameando con una plomiza luz verde.
–Desierto… Está oculto… Ruinas -respondió el sectario, las
gotas de sudor resbalándole por el rostro como si hubiera estado
debajo de un grifo.
–¿Y te parece que esto semeja un puto desierto? – inquirió el
zombi en un tono más locuaz. Lo cierto era que el vecindario en el
que se encontraban tenía un aspecto seco y azotado por el viento,
pero incluso a pesar del pobre manejo que tenía del inglés, quedó
claro que Ahmir asimilaba el sarcasmo de la pregunta-. ¿Cómo de
lejos está, chico listo?
Ahmir balbució y negó con un gesto de la cabeza, lanzándole
una mirada de pánico a la mujer. Ambos parecían estar lo bastante
asustados como para no engañarle. Carpenter no perdería tiempo
tratando de controlarlos. Apuntó la pistola hacia Sherin, que
estaba ligeramente más tranquila que su amigo.
–Tú. ¿A cuántas millas está?
–Muchas millas -afirmó ella, asintiendo.
–Hay que joderse. ¿Cuántas? ¿Eh?
¿A cuánto está?
–¿Millas? No saber millas. Muchos kilómetros. Eh… ¡cientos!
¿Sí?
Absurdo. Aquello no le estaba llevando a
nada.
–Vale, genial. Vuelve a la jodida carretera antes de que me
enfurezcáis de verdad. Y no vuelvas a intentar este jueguecito de
mierda.
El conductor, cuyo sudor nervioso siguió goteando de su
frente durante la siguiente media hora, tomó una carretera
secundaria que se dirigía hacia el sur y los condujo a la ciudad de
Suez un par de horas más tarde. Sintiéndose curioso, Carpenter los
obligó a llevarlo hasta el Golfo de Suez y quedó maravillado por la
asombrosa obra de ingeniería que era el canal. Estaba satisfecho
con sus progresos; de forma que aprovechó para hacer un poco de
turismo. ¿Quién podría haber imaginado que el mocoso macarra del
South Side de Chicago estaría algún día mirando el Canal de Suez?
Habría sido algo digno de contar a la pandilla… si acaso alguno de
ellos hubiera seguido vivo. Pero no tenía importancia. Una vez
convertido en inmortal, Carpenter tendría el tiempo suficiente para
buscar una nueva pandilla. Rió animado y saltó al asiento trasero
del Ford.
–Así que, ¿cómo es que me encontrasteis con tanta rapidez? –
preguntó pasado un rato, más para romper la monotonía del viaje que
por curiosidad-. Venga, ¿qué hay de malo en que charlemos un
rato?
Finalmente, la mujer dijo:
–No te buscábamos a ti.
–No me buscabais… ¿Cómo? ¿Estabais esperando a otra persona?
– Aquello lo confundió. Había pasado mucho tiempo a bordo del
carguero y no se había encontrado con nadie a parte de los miembros
de la tripulación y las ratas-. ¿A quién? ¿A ese vampiro,
Beckett?
Ella se giró sorprendida, la repugnancia se adueñó
rápidamente de sus rasgos.
–¿Un ghul? Tú ya eres suficiente ofensa.
–Eh, no me insultes. Así que… espera. Si no me estabais
esperando a mí… ¿Ni siquiera estabais buscando el
Corazón?
Los dos sectarios se miraron el uno al otro confusos, pero
Carpenter no vio que cayeran en la cuenta en algún momento.
Qué extraño. Parecía ser realmente importante
para Sforza y sus compañeros. Desdoblando un pañuelo, uno nuevo
que había adquirido junto con el resto de su vestimenta, extrajo el
Corazón del bolsillo. Al sostenerlo sobre su mano, se percató de
que pesaba más que antes. Aquello lo sorprendió; parecía pesar lo
mismo cuando estaba guardado en el bolsillo de su chaqueta. Lo miró
más de cerca. Su textura, antes porosa y desigual como la piedra,
era ahora suave y semejante al mármol. De hecho, le pareció que
tampoco tenía la misma forma. No podía asegurarlo; intentó evocar
los recuerdos del pasado, tratando de recordar si la forma que
había tenido en el barco era la misma que la primera vez que lo
había visto en Chicago. Quizá sólo fueran cambios sutiles,
alteraciones que hubiera pasado por alto debido a la debilidad de
su visión. Pero sí, casi podía asegurar que había sufrido algunas
mutaciones.
Aparte de las diferencias físicas, los latidos psíquicos del
Corazón seguían siendo muy parecidos a los anteriores. Aunque el
ritmo quedaba reducido a un hormigueo tenue cuando portaba la
reliquia en el bolsillo, los latidos se hacían más constantes y
seguidos cuando lo sostenía en su mano. Carpenter tenía la sospecha
de que los latidos no acontecían como consecuencia de que él
sostuviera el Corazón en la mano. Lo más probable es que fueran
constantes todo el tiempo; simplemente no era capaz de percibirlos
hasta no estar en contacto directo con la reliquia. La sensación
era, a la vez, calmante e intranquilizadora. Como si estuviera
tocando un cable del que manara un poder tremendo, pero que podría
propinarle un impacto devastador en cualquier
instante.
Procuró contener la repugnancia que le suscitaba la reliquia
y se inclinó hacia delante para que sus compañeros de viaje
pudieran mirarla.
–¿Me estáis diciendo que nunca habéis oído hablar de esto?
¿Qué hay de Nicholas Sforza, lo conocéis? Él y su cuadrilla de
jinetes de camellos, como vosotros, estaban bastante entusiasmados
con esta cosa.
Su confusión pareció aumentar cuando echaron una ojeada al
Corazón, pero la mención de Sforza los sobrecogió.
–¿Amenti? ¿Nicholas Sforza-Ankhotep? – ladró el
hombre.
–Sí, eso es. Amenti. Como ese grandullón amigo vuestro,
Simbad. Entonces sabéis de quién os estoy
hablando.
La mujer le farfulló algo a su compañero en árabe. Pronto
comenzaron a escupirse palabras incomprensibles el uno al otro,
emocionándose más y más con cada segundo que pasaba. Al parecer
habían caído en la cuenta de lo que Carpenter les estaba contando.
No obstante, no se sentía desplazado de la conversación. Se guardó
el Corazón en el bolsillo y llamó su atención. Lo intentó un par de
veces, e incluso zarandeó la pistola entre ambos hasta que por fin
logró acallarlos.
–¿A qué venía toda esa cháchara? Parece que he dado en el
blanco, ¿eh? Oh, ¿y es ahora cuando calláis?
Los miró alternativamente. Ambos tenían el ceño fruncido y
miraban con pretendida atención la carretera que se extendía frente
a sus ojos. Habían adoptado una actitud de coraje, pero Carpenter
seguía percibiendo lo ultrajados y temerosos que estaban. Bebiendo
de sus emociones con avidez, el zombi optó por dejar la cuestión a
un lado. Al recordar el impacto que la mención de Sforza les había
causado, se hizo una idea aproximada de por qué los dos sectarios
se habían enzarzado en una discusión tan acalorada. Esperad a que yo sea uno de esos "Amenti". Eso os dará
algo de lo que hablar.
El desierto infinito que los rodeaba por los cuatro costados
quedaba brevemente olvidado cuando la carretera giraba hacia la
costa y les permitía entrever el Golfo de Suez. Carpenter supuso
que uno podría esconder cualquier cosa en una extensión tan enorme
de vacío. Quiso obligarles a señalar la ubicación exacta del
escondite en un mapa, por si acaso trataban de escapar o tenía que
deshacerse de ellos, pero casualmente no tenían ningún mapa en el
coche. Llegaron a la siguiente ciudad bien avanzada la tarde.
Esta gente no es siquiera capaz de escribir
correctamente, pensó cuando pasaron junto a una señal en la que
estaba escrito que la ciudad se llamaba "Ain
Sukhna".
Era un emplazamiento turístico cercano a la playa. La
gasolinera hasta la que condujeron no habría estado fuera de lugar
en América. Pese a que Carpenter no veía otro cartel que no fuera
el de "GASOLINA", vio una pequeña tienda en la que deberían tener
mapas y cosas por el estilo. Un vendedor ambulante pregonaba los
alimentos que tenía para vender. La mujer sugirió que compraran
algo para comer. El zombi meditó y finalmente decidió que no. No
quería arriesgarse a que dieran el aviso de su situación en árabe,
mientras fingían estar regateando su porción de falafel o lo que
fuera que comieran en este jodido país. Los dos podrían sobrevivir
sin alimentarse durante un par de días, de hecho, estar débiles los
haría más manejables. Carpenter compró agua para ellos cuando pagó
la gasolina y el mapa.
Empleó el dinero que les había robado a sus cautivos y al
tendero de Port Said. Sumido en su frustración, había abandonado
casi todo el dinero que había traído consigo en la puñetera bolsa
de los trajes. Eran dólares americanos, pero estaba seguro de que
los jinetes de camellos no se lo habrían pensado dos veces a la
hora de aceptarlos. En cualquier caso, ya no le quedaba otra
posibilidad que la de robar a sus víctimas cautivas. Esto es una jodida broma de mal
gusto.
El mapa tenía trazado todo Egipto en uno de los lados y el
valle del Nilo en el otro. Carpenter desplegó el mapa de Egipto
sobre el capó del Expedition. Le resultó sencillo encontrar dónde
se hallaban, justo en el punto en el que el Golfo de Suez se
curvaba en un último arco antes de alcanzar el canal. Quedaba aún
mucho país por recorrer, todo ello coloreado de un suave color
gris, excepto por el fino hilo verde en el centro que señalaba el
curso del río Nilo. Era evidente que existían multitud de lugares
en ese desierto donde poder esconder un templo. Presintiendo una
súbita y deliciosa ráfaga de terror, Carpenter miró al interior del
Expedition, donde Ahmir y Sherin estaban esposados al volante. Lo
estaban mirando… no, observaban el mapa y el hombre hablaba con
celeridad. A pesar de que el zombi disfrutaba bebiendo de su pánico
renovado, no le gustó lo que vio. Tenían el aspecto de las personas
a las que se las descubre con las manos en la
masa.
Carpenter recogió el mapa en una de sus manos, arrugándolo y
se acercó airado hacia la puerta del conductor. Zarandeó el papel
impreso frente al rostro de Ahmir y aulló:
–Enséñame dónde está vuestro puto templo,
cabronazo.
El hombre estaba muy nervioso, mirando hacia todas partes
menos a Carpenter y farfullando incongruencias. El zombi había
tenido ya más que suficiente. Agarró al sectario por la mandíbula y
le torció la cara, obligándolo a mirarlo directamente a los ojos.
Lo embistió con su voluntad y le ordenó que se calmara. Ahmir se
hundió en el asiento como si le hubieran inyectado una dosis
generosa de morfina.
–Eso está mejor -dijo, manteniendo el contacto visual-. Ahora
muéstrame dónde está vuestro templo en el
mapa.
Ahmir gruñó pero, con su mano libre, extendió el mapa sobre
el volante y arrastró los dedos temblorosos y convulsos a lo largo
del mismo. La ira de Carpenter no era nada en comparación con la
gélida furia que lo poseyó cuando vio dónde se había detenido el
dedo. El sectario estaba señalando una ubicación… un lugar
específico hacia el noreste, alejado del rumbo que habían estado
siguiendo.
–¿Qué? ¿El Cairo? – El Cairo era una ciudad enorme. Pero en
la última imposición de su voluntad, aquel tipo había dicho que el
templo estaba oculto en el desierto. Así que debía de estar en las
proximidades de la ciudad-. ¿Dónde exactamente? ¿Cómo se llama el
lugar?
El sectario negó con la cabeza, mas no pudo resistirse al
mandato.
–Saqqara. Pirámide… Sanakht Nebka.
Carpenter se dio cuenta entonces. Había una estrella roja en
el mapa que señalaba el emplazamiento de unas ruinas. Muy bien,
Saqqara. No había nombres de pirámides, ¿pero acaso le sería
complicado encontrar una pirámide? De modo que…
–¿Hacia dónde me estabais llevando? ¿Eh?
¡Dímelo!
Los músculos en tensión se relajaron; Ahmir no tenía
problemas para revelarle el destino.
–A los Imkhu. Horas, los antiguos… ellos harían polvo tus
huesos. ¡Diseminarían tus restos por los cuatro confines del
planeta!
–Eso ya lo he vivido, chico. Y no funcionó. – Carpenter no
requería los detalles; había comprendido lo principal. Luchó por
mantener la calma. Aún necesitaba a los rehenes, necesitaba lo que
sabían acerca del Hechizo de la Vida. Pero estaba harto de ser
benévolo-. Muy bien, tuvisteis vuestra oportunidad y no la
aprovechasteis. Me llevarás a la pirámide de
Sanakht Nebka ahora.
El zombi lo ordenó con toda la fortaleza de su voluntad.
Golpeó al sectario como lo habría hecho un ataque físico,
lanzándolo hacia atrás con tanta violencia que su cráneo se aplastó
contra el reposacabezas. La expresión se desvaneció de su rostro;
la boca abierta y los ojos nublados. La esposada mano derecha buscó
el contacto del Ford, mientras que la izquierda movía el volante
hacia la posición de las diez. Carpenter observó que la
preocupación de la mujer metamorfoseaba en pavor. Llamó a Ahmir por
su nombre y trató de sacarlo de su ensimismamiento zarandeándolo
por el hombro.
–Déjalo estar -mandó con brusquedad.
Cogió el mapa, casi haciéndolo jirones porque Ahmir lo tenía
apresado entre su mano y el volante. Después de subir al asiento de
atrás, extendió la mano con las llaves al conductor. El sectario,
moviéndose con determinación y torpeza, como un autómata ebrio,
encendió el motor y salió a la carretera. Cuando giraron con rumbo
norte, Carpenter advirtió que un puñado de clientes de la
gasolinera observaban confusos su partida. Sonrió y se despidió de
ellos con un gesto de la mano.
Tomaron una salida a unos nueve kilómetros al norte de Ain
Sukhna; al poco estaban conduciendo por una angosta carretera de
dos sentidos, en dirección al sol poniente. Carpenter se
tranquilizó y meditó sobre si haber impuesto la orden había sido o
no un movimiento inteligente. A su manera era bastante preciso,
pero tardaría horas en cumplirse. El viejo y furtivo Ahmir estaría
sometido a su voluntad hasta que lo condujera a la puerta de ese
templo escondido en el desierto. Cabía la posibilidad de que su
cerebro quedara frito como consecuencia de la orden y, por lo
general, al zombi no le hubiera supuesto mayores problemas. Pero ¿y
si necesitaba al tipo para realizar ese ritual de la inmortalidad?
Ya era demasiado tarde para dar marcha atrás. Tenía la esperanza de
que la mujer pudiera hacerlo todo ella sola.
¿Y si no podía? Había llegado tan lejos… Pensaría en algo.
Siempre lo hacía.
La oscuridad los cubrió como un manto mientras conducían; el
sol se ocultó tras el horizonte pese a los esfuerzos que habían
hecho por aventajarlo. Las ráfagas de viento golpearon el Ford en
un par de ocasiones. Poco después, la tormenta de arena arreció
sobre ellos. Una montaña de negrura, que Carpenter creía que no era
otra cosa que la noche ciñéndose, barrió el horizonte como un mazo
que presagiara el fin del mundo. La visibilidad se desvaneció en un
latido. El todoterreno se mecía sobre su férrea suspensión, al
tiempo que las ráfagas de viento lo sacudían con violencia por
ambos costados. Toneladas de arena, salidas de ninguna parte,
cayeron sobre ellos y desaparecieron un instante después. La arena
arañaba furiosa el acabado del Ford y golpeaba las ventanas como lo
harían millones de puños diminutos tratando de abrirse camino hacia
el interior.
Con la tormenta de arena rugiendo y encrespándose a su
alrededor, Carpenter sintió un creciente desasosiego. Recordaba, de
los días en que estuvo vivo, la estación de los tornados en el
Medio Oeste, la violencia que podía descender del vacío y marchar
con rapidez, dejando tras su despertar una destrucción masiva. Y
durante las interminables décadas que pasó en el Inframundo, las
tormentas espirituales que surgían de la nada. Vientos de caos y
olvido que harían jirones a un fantasma en un instante. Él era un
no muerto, pero si se metía de lleno en una catástrofe así y sus
dos cautivos terminaban pereciendo, tendría graves problemas para
convertirse en un inmortal.
–Es temprano para las khamsin -comentó la mujer de
repente.
–¿Qué?
–Khamsin… Eh, ¿tormenta de arena, sí? – El terror a la
tormenta la hacía extrañamente comunicativa-. Vientos… Vienen desde
el desierto y se prolongan durante muchas horas. A veces días. Pero
no siempre son tan grandes y tan tempranos. Tan tempranos en el
año.
¿Horas, quizá días, así? Mierda. Sólo
los desequilibrados o suicidas continuarían el viaje en esas
condiciones. Trató de que Ahmir se detuviera, pero el sectario
estaba sumido en el cumplimiento de la orden anterior. Carpenter
podría haber intentado imponer un nuevo mandato, pero habría dañado
lo que fuera que restara en la jodida mente del
conductor.
Ahmir y la tormenta decidieron por él. La carretera giraba en
una curva, pero con sólo quince centímetros de visibilidad, no lo
supieron hasta que el Ford comenzó a descender por una pendiente
como un trueno. El sectario estaba lo suficientemente atento y
había activado la tracción a las cuatro ruedas cuando se inició la
tormenta de arena. El Ford transitó tan bien como pudo por la
superficie irregular y avanzó un buen trecho antes de toparse con
una duna demasiado empinada como para subir por ella. Carpenter se
golpeó contra el respaldo del asiento del conductor y cayó de
costado sobre el suelo, Ahmir aporreó con todo su cuerpo el volante
y la violencia del impacto lo despidió nuevamente hacia su asiento,
mientras que la mujer, Sherin, se hizo una brecha contra el
salpicadero.
El zombi se sentía avergonzado, pero no estaba herido. Sus
rehenes estaban aturdidos, y aunque la mujer logró sobreponerse
después de unos minutos, el conductor cayó inconsciente. Carpenter
supuso que así era mejor. Se inclinó hacia delante, dejó la palanca
de cambios en punto muerto y apagó el motor y las luces para
ahorrar batería. La oscuridad los engulló, espirales grises de
arena se movían a su alrededor en la noche y los únicos sonidos
audibles eran los que emitía el viento aullador. Una vez recuperado
el control de sí misma, Sherin comprobó el estado en el que se
encontraba su amigo y le lanzó una mirada a Carpenter. Él no podía
ver su rostro con la suficiente claridad como para apreciar su
expresión y sólo dijo:
–Esperaremos.
El zombi se preguntó si la tormenta de arena era una señal.
Estaban a mitad de camino de Saqqara y tenían medio desierto encima
de sus cabezas. Al meditar sobre ello, se dio cuenta de que, desde
que llegara al país, había sufrido un revés tras otro. No todos de
igual importancia, claro, el asunto del petrolero había sido algo
más problemático que un sectario llevándolo de turismo por
Ismailia. Pero si Carpenter hubiera sido supersticioso, habría
terminado pensando que todo aquello ocurría por alguna razón
diferente a la mera coincidencia.
En cualquier caso, la tormenta no haría otra cosa que
retrasar sus propósitos. La tormenta se prolongó unas cuantas
horas. Después de esposar a los cautivos al volante, Carpenter
aprovechó el momento para sumirse en un estado de sopor. Había
pasado algún tiempo desde que pudiera descansar; e incluso los más
perversos necesitaban un instante para relajarse. Colocó el
martillo en el pliegue de su brazo como una parodia macabra de un
animal de peluche infantil y se deslizó en el estado catatónico
carente de sueños que los no muertos dormían. Cuando despertó, seis
horas después, la noche estaba clara y la tormenta había cesado.
Ahmir y Sherin estaban dormidos, aunque el hombre no parecía
haberse despertado desde que chocaran contra la
duna.
Carpenter vio que el Ford estaba medio enterrado en la arena.
Salió y subió hasta la cima de la duna que habían embestido. Se
elevaba unos tres metros por encima del vehículo y desde ella tenía
una panorámica bastante decente del área. Las estrellas relucían
con brillante claridad sobre el desierto. No corría siquiera la más
suave de las brisas; aparte de la oscura forma del Expedition
sobresaliendo del costado de la duna, Carpenter jamás hubiera
sospechado que por allí pasó una tormenta de arena. No podía ver la
carretera, pero no debía estar lejos. Después de deslizarse otra
vez hacia abajo, echó una ojeada atenta al Ford. Estaba bastante
atascado, pero no quería dejarlo allí sin más. La alternativa era
hacer autostop y tenía la sospecha de que eso le acarrearía
problemas. No creo que sea buena idea ir
caminando por la carretera acompañado de un par de jinetes de
camellos esposados el uno al otro.
Miró una vez más al todoterreno. La arena había coronado el
lado del conductor y el morro estaba hundido hasta un tercio del
capó en la duna. Podría sacarlo, pero primero tendría que cavar.
Una ojeada hacia el interior le informó de que sus rehenes aún no
habían despertado. Tampoco creía que le fueran a ser de mucha ayuda
estando débiles por causa de la falta de alimentos y del accidente.
No había problema. Estaba acostumbrado a hacer las cosas él
solo.
Se quitó la chaqueta y la camisa, quedándose sólo con la
camiseta y los pantalones, y pasó unas cuantas horas apartando la
arena. Fue mucho más rápido cuando arrancó la tapa del
compartimiento de las cintas de música, dispuesto entre los dos
asientos delanteros, y la empleó a modo de pala. Aún estaba oscuro,
estando el alba a una hora más o menos, cuando creyó que ya estaban
listos para partir. Arrojó la tapa del compartimiento lejos de sí y
captó movimiento por el rabillo del ojo. La reacción se antepuso a
sus pensamientos; la experiencia de la anticipación y la
frustración se liberaron en un instante. Carpenter sacó la pistola
y disparó mucho antes de saber siquiera cuál era el
objetivo.
Las balas de la Sig-Sauer hicieron jirones la pequeña forma,
arrancando carne y materia gris con una efectividad letal. Caminó
con dificultad hasta el lugar donde yacía el blanco. Su visión de
la muerte tenía tantas dificultades para averiguar de qué se
trataba como las habría tenido su visión normal. Cuando vio a la
víctima no pudo evitar echarse a reír. Había aniquilado a un bebé
zombi.
Era el cadáver de un niño de unos diez años. Las heridas de
bala eran las lesiones más recientes que el cuerpo putrefacto había
sufrido. La carne estaba desgarrada y gris, reseca casi hasta el
hueso. Momificada por el calor, aunque no de la manera en la que
Carpenter estaba interesado. Comprendió que el zombi no podría
haber sido muy poderoso. Para empezar, apenas había captado su
presencia, y cuatro ráfagas de la automática habían bastado para
destruirlo. Aún así, no pudo evitar meditar sobre
ello.
Ese pequeño zombi debía haberse visto atraído hacia él como
ocurrió con los muertos andantes con los que se había topado en
Chicago. Tenía sentido. Había estado en movimiento desde que
llegara a Egipto, lo que hacía que los cuerpos animados le
perdieran la pista. Pero había estado aquí lo bastante como para
que uno de ellos captara su esencia. Pensó en los zombis que había
reunido para que lo ayudaran en los Estados Unidos, primero para
deshacerse de los débiles en el grupo de los cazadores y luego para
que lo ayudaran a robar el Corazón. Entonces se había aprovechado
de la casualidad que había supuesto que esas criaturas se
arremolinaran en torno a él cuando había necesitado un apoyo
adicional.
¿Y si no era coincidencia? Quizá su subconsciente estaba
aprendiendo una nueva manera de utilizar su obligación mental, pero
centrada en sus iguales muertos andantes. Se encogió de hombros.
Podría discutir la teoría consigo mismo más adelante. Por el
momento se contentaba con saber que tenía acceso a otros recursos.
De hecho…
Mientras caminaba de vuelta hacia el Ford, concentró sus
pensamientos, elevando la voz de su mente tan alto como pudo. Había
sido capaz de mandar sobre los muertos andantes con poco más que
estrictas órdenes mentales. Quizá también fuera capaz de atraerlos
en masa haciendo lo mismo. No esperaba que surgieran de la tierra,
pero tenía la esperanza de que algunos aparecieran cuando los
necesitara.
Carpenter se sentía más animado cuando llegó junto al coche.
Abrió la puerta del conductor y las esposas con la llave, y
arrastró a Ahmir sin cuidado hacia la bandeja trasera del
todoterreno. Por gestos le indicó a Sherin que se sentara también
en el asiento de atrás y la esposó al tobillo de Ahmir. No parecía
estar muy cómoda, pero el zombi tenía otras preocupaciones. Había
tenido la esperanza de mantener limpias de arena su chaqueta y
camisa, pero parecía que la arena lo impregnaba todo en aquel país.
Tenía la sospecha de que su carne muerta estaría irritándose y
repleta de ella en recovecos innombrables, mas al carecer casi por
completo del sentido del tacto, aquello sólo le suponía una
incomodidad mental.
Hizo rechinar los frenos, rascó las marchas y maldijo, pero
Carpenter logró poner el Ford en movimiento. Pese a que había
limpiado el capó y la mayor parte de la arena que se apilaba en el
costado, existía aún cierta resistencia cuando echó marcha atrás.
Mantuvo esta misma marcha toda la pendiente, luego giró en redondo
en un área relativamente nivelada y condujo hacia el noreste. No
estaba seguro en qué lugar había girado la carretera durante la
tormenta, pero si no la encontraban yendo a campo traviesa,
acabarían topándose con el Nilo antes o después. La suerte volvió a
ponerse de su lado cuando las ruedas pisaron el asfalto cubierto de
arena unos minutos más tarde.
El desierto cobró una tonalidad verde al cabo de una hora.
Conduciendo sobre una elevación, Carpenter vio cómo el Nilo se
extendía frente a sus ojos. Había visto el magnífico Misisipí, pero
tenía que admitir que el Nilo era sublime. Era una cinta ancha,
calma y marrón que se prolongaba más allá del horizonte por el
norte y el sur, tan impresionante en su callada grandeza como las
cataratas del Niágara lo eran en su ronca turbulencia. El Nilo
perdió parte de su magnificencia cuando se acercaron y vieron el
panorama oscurecido por el terreno y la carretera que corría
paralela al río. Carpenter echó una ojeada al mapa rajado mientras
conducía y vio que Saqqara debía estar al otro lado del río, a unos
cuantos kilómetros hacia el norte. Ya casi he
llegado, pensó.
Saqqara estaba en una meseta que se elevaba sobre el desierto
circundante. Carpenter condujo el Expedition fuera de la carretera
principal y se dirigió hacia una cabina de billetes situada al pie
de la meseta. Pensó que era una estupidez pagar por una visita
guiada cuando podías caminar y llegar hasta allí por el desierto,
pero en fin. Continuó y pronto llegó a las ruinas. Quedó
sorprendido por la extensión que tenían. Una inmensa pirámide
escalonada era el punto focal, rodeada por una cerca y flanqueada
por otros edificios desenterrados. Había otras estructuras
achaparradas a ambos lados del complejo principal, más numerosas
que los otros edificios pero mucho más bajas que la pirámide
escalonada. Un sinnúmero de edificaciones bajas, de diversas
alturas, cubrían una gran distancia hacia el norte. La pirámide
escalonada de Zoser dominaba sin igual el lugar. Inmensa y antigua,
sus antaño afilados niveles habían sido pasto de la erosión del
tiempo, procurándole la apariencia de una tarta de varios pisos
derretida. Aún así, la imagen era abrumadora, especialmente cuando
Carpenter avistó las grandes pirámides de Gizeh hacia el norte. No
estaba seguro de si podía confiar en su débil visión, pero Sherin
le confirmó que las arcanas maravillas se encontraban,
efectivamente, a unos dieciocho kilómetros de distancia. Quizá pueda dedicarme a hacer turismo cuando todo esto
haya terminado.
Carpenter puso el Ford en marcha y adelantó al primer autobús
turístico de la mañana, del que descendía un pequeño grupo de
hombres y mujeres ancianos. Interrogando a Sherin, el único rehén
consciente, el zombi había averiguado que la pirámide de Sanakht
Nebka yacía al oeste del complejo de Zoser. Formaba parte de una
nueva excavación. Conduciendo por el área, levantando una nube de
polvo a su paso, Carpenter vio una planicie contigua con algunas
señales que indicaban la presencia de excavaciones arqueológicas.
No distinguió ninguna pirámide, sólo un montón de arena y un par de
edificios a medio desenterrar. Al acercarse, el zombi se percató de
que su visión de la muerte estaba advirtiendo la presencia de un
latido fantasmal en la zona, una vibración espiritual que comenzaba
a interferir en su visión.
Un guardia armado estaba de pie junto al sendero y gesticuló
para que se detuvieran. Carpenter bajó la ventanilla y sonrió
mientras el hombre se aproximaba. Estaba demasiado cerca del
triunfo como para perder el tiempo con aquel idiota. Cuando el
guardia iba a abrir la boca, el zombi dijo:
–Olvida que estuvimos aquí.
E impuso la orden con toda la fuerza de su voluntad. El
hombre pestañeó con violencia un par de veces, abriendo y cerrando
la boca como un pez jadeante en busca de oxígeno. Arrancó y vio por
el retrovisor que el guardia seguía allí de pie, mirando en
rededor, ligeramente confuso. Otra lobotomía
que sumar a la lista, pensó. Al sentir un leve mareo, Carpenter
se dio cuenta de que emplear su habilidad de una manera tan
enérgica le estaba empezando a pasar factura. Invocó el poder del
martillo para liberarse del letargo que amenazaba con conquistar
sus huesos.
El sendero se hacía más pronunciado en una depresión que
separaba el complejo de Zoser de una nueva excavación y que
finalizaba en un área de aparcamiento. El lugar estaba cerca de
unos cuantos edificios bajos que, aparentemente, habían sido
desenterrados hacía poco. La meseta ascendía en pendiente a partir
de ese punto. Otros dos vehículos estaban aparcados allí; Carpenter
aparcó junto a un BMW de unos veinte años de antigüedad y apagó el
motor. Miró hacia la parte trasera; la mujer tenía la mirada de
aquellos que cometen una grave traición y que aguardan mortificados
su juicio. No pudo ver al hombre, pero supuso que aún debía de
estar en coma. Quería formularle otras preguntas sobre el lugar a
Sherin, aunque primero tenía la intención de echar una
ojeada.
La oportunidad no se presentó. Cuando aún estaba mirando
alrededor desde la comodidad que le brindaba el asiento del
conductor del Expedition, advirtió un movimiento por el retrovisor.
Una mujer asiática delgada había emergido de uno de los edificios
parcialmente desenterrados y se acercaba hacia el vehículo. No
estaba preocupado; para empezar, siendo éste el coche de los
sectarios, era lógico que se acercara a hablar con ellos. Al mirar
hacia atrás por el parabrisas trasero, su mirada de la muerte le
reveló la presencia del espíritu vibrante de una
momia.
–Hija de puta.
La sectaria sentada en el asiento de atrás se volvió también
y empezó a gritar tan pronto como vio a la mujer asiática.
Carpenter trató de acallarla, pero como no le estaba mirando, su
fuerza de voluntad era inútil. La momia escuchó los gritos y se
detuvo, extendiendo la mano para coger la mochila que llevaba
colgada sobre uno de los hombros. Si tenía cualquier cosa como lo
que el capullo de Simbad le había arrojado, Carpenter lo pasaría
muy mal. Tenía que hacerse con la situación antes de que se le
fuera de las manos.
Abrió la puerta y corrió hacia la momia. La cabeza de la
mujer giró en redondo al escuchar el sonido y sus ojos se le
abrieron como platos. Aulló algo el chino cuya terminación le
recordaba sospechosamente a su nombre.
–¡Detente! – gritó él, imponiéndole su voluntad como el golpe
de una maza y teniendo la esperanza de que ella le hubiera
entendido.
El mandato surtió efecto sólo durante un instante, pero eso
era todo lo que él necesitaba. La embistió propinándole un
derechazo que la hizo crujir la mandíbula y la tiró al suelo.
Carpenter miró rápidamente en rededor. Los turistas estaban a casi
un kilómetro de distancia pero, si estaban prestando atención, era
muy posible que hubieran visto algo. Deseó que estuvieran demasiado
ocupados maravillándose con las ruinas como para haberse percatado
de lo sucedido. Comprobó que la mujer estaba inconsciente antes de
arrebatarle la mochila y tirarla tan lejos como pudo. Luego quitó
las esposas que vinculaban a Sherin y Ahmir, y arrastró a la
primera.
–Ayúdala a incorporarse -ordenó, empujándolas a las dos hacia
el edificio por el que acababa de salir la mujer
asiática.
Con la navaja en una mano y la Sig-Sauer en la otra, el
Corazón de Osiris palpitando silencioso en su bolsillo, Maxwell
Carpenter entró en la pirámide perdida de Sanakht Nebka.