Capítulo 10
Terapia de compras! —protestó Donato—. Sabía que iba a ser un error dejarte escoger la actividad del día.
Pero era una protesta con la boca chica. Tras pasar una noche entera con Elsa y despertarse con ella en brazos por primera vez, haría falta algo más que unas compras para estropear su buen humor.
La noche anterior, tras pasarse el día escalando y haciendo rapel, Elsa mostró una pasión intensa. Dado su historial de atracción constante y amor explosivo, aquello era decir mucho.
Cuanto antes se fuera a vivir con él, mejor.
Donato ignoró la voz que le recordaba que nunca había compartido su casa con ninguna mujer.
Esto era diferente. Elsa no era una enredadera que se agarrara a todas las cosas materiales que él le podía conseguir.
Resultaba difícil creer que fuera hija de Sanderson. Cuanto más la conocía, menos se le parecía.
—Si no tienes energía para esto, puedes volver al hotel, Donato – Elsa le lanzó una mirada desafiante.
—¿Energía? —Donato se quedó mirando aquellos impresionantes ojos con fingida indignación—. Te desafío a encontrar un hombre con más energía que yo.
—Ya veremos cómo estás tras unas cuantas horas buscando el tesoro perdido —entonces se giró hacia una silla antigua carcomida por la polilla y le ignoró.
Donato sonrió. Le gustaba que Elsa dejara muy claro que no iba a darle la razón. Durante años, desde que consiguió el éxito profesional, la gente estaba siempre dispuesta a darle la razón. Nadie le llevaba la contraria.
Le gustaba que Elsa le tratara como un hombre normal. Ni como un hombre de negocios astutos ni como un advenedizo en la esfera de la alta sociedad en quien no se podía confiar del todo debido a su turbio pasado.
—¿Tesoro? Querrás decir andar hurgando entre la chatarra.
Elsa se encogió de hombros.
—Si no puedes aguantarlo, te veré luego.
Pero Donato no pensaba ir a ninguna parte. Estaba fascinado viendo a Elsa observar con buen ojo en la tienda de antigüedades. Él mismo había desarrollado un interés por los objetos antiguos, atraído por la idea de un mundo desaparecido de elegancia y belleza, todo lo que él no había tenido al principio en su vida.
Elsa avanzó por el lugar y clavó la mirada en la misma repisa de chimenea que había visto él. Su sitio estaba en la casa de un coleccionista. Luego se paró ante una mesita dañada. Donato no se había fijado en ella. Ahora se dio cuenta de la finura de su construcción. Quedaría preciosa una vez restaurada.
Elsa tenía buen ojo. Le intrigó pensar que compartían el mismo interés por las cosas bonitas y antiguas.
Pero lo que le mantenía a su lado era algo más. Elsa rezumaba entusiasmo mientras exploraba. Le resultaba atractiva cuando le retaba y cuando se negaba a seguirle la corriente a pesar de la presión de su padre. Pero cuando estaba feliz, Elsa brillaba.
Quería perderse en aquel brillo, ser parte de lo que la hacía feliz. Quería hacerla sonreír. ¿Cuándo fue la última vez que deseó hacer algo así por alguien?
Era un alivio verla así. El día anterior había desatado una corriente de recuerdos amargos con unas cuantas palabras. Más que eso: había evocado la culpa.
«No te pertenezco. No me has comprado».
Incluso ahora se le heló la sangre en las venas con aquellas palabras. Con la implicación de que estaba quitándole el control de su vida al acceder a aquel compromiso falso.
¿De verdad sentía Elsa que había perdido el poder?
Sintió un sabor amargo en la boca. Su lucha no era con Elsa, era con su padre. Pensaba que la hija de Sanderson sería tan superficial y egoísta como él, deseosa de triunfar en el papel de prometida de alta alcurnia. Pero se había encontrado con una mujer cuya idea de pasar un buen rato consistía en descubrir objetos antiguos.
«No me has comprado».
Donato apretó con tanta fuerza las mandíbulas que le dolió el cráneo.
Él sabía exactamente lo que significaba comprar a alguien. Poseer a alguien.
Aquellas palabras tan despreocupadas, tan poco importantes para la mayoría, fueron para él como cuchillos afilados. Se clavaron en la oscuridad que era su pasado y en su mera esencia. Donato sintió el corte helado, no en la cara ni en las costillas esta vez, sino en el corazón.
—Donato —una mano rozó la suya y él alzó la vista para encontrarse con la mirada de Elsa. Volvió a sentir la chispa de conexión, esta vez en forma de un calor que derritió el hielo de sus venas—, ven a ver esto.
¿Lo sabría Elsa? ¿Habría visto las sombras que lo engullían?
Donato estiró la espalda. Por supuesto que no. Nadie lo sabía. Aquella carga era únicamente suya.
—¿Qué has encontrado ahora? ¿Joyería? —forzó una sonrisa y la vio parpadear.
Así estaba mejor. Prefería una Elsa distraída antes que interrogatoria.
—Tiene que ser algo que brille para que una mujer esté tan contenta.
—No finjas ser un machista. Los dos sabemos que no lo eres.
Sus miradas volvieron a cruzarse, y Donato sintió que los ojos de Elsa veían demasiado. Debido a su paso por prisión, la mayoría de las mujeres lo veían con cierta emoción mezclada con excitación. Fantaseaban con el chico malo que había hecho luego fortuna. Si conocieran todos los detalles de su pasado se alejarían de él. Eso nunca le había importado. Le daba igual la aprobación de las mimadas mujeres de la alta sociedad.
Pero con Elsa deseó por primera vez ser un hombre diferente. Aunque eso significaría renegar de su pasado, algo que nunca haría.
Elsa entrelazó los dedos con los suyos. A Donato le sorprendió lo mucho que le gustó.
—Ven, quiero que me des tu opinión sobre una cosa. Me recuerda a algo que tienes en tu casa.
A pesar de sus quejas, Donato era una buena compañía. Mejor de lo que Elsa esperaba.
Aquel era el segundo día que habían pasado juntos haciendo algo que no fuera estar en la cama. Cuando él sugirió que pasaran el fin de semana juntos, Elsa pensó que estarían todo el día desnudos. Pero había descubierto algo todavía más entretenido.
Un hombre que apagaba el móvil para pasar tiempo en la naturaleza y que le había mostrado uno de los deportes extremos que disfrutaba.
Un hombre con paciencia y buen humor que se tomaba su tiempo para asegurarse de que ella se divertía.
A Donato no le importaba mantener las apariencias, como su padre. Se había pasado toda la mañana ayudándola a encontrar objetos de valor entre la chatarra. No había parpadeado al llenarse de polvo.
Elsa se preguntó qué pensaría de lo que había escogido para aquella tarde. Le había llevado a un edificio de Patrimonio Nacional, y ahora estaban en el jardín.
—¿Más antigüedades? —Donato miró a su alrededor con interés.
—¿No has estado nunca aquí?
—Soy de Melbourne, recuerda.
Elsa sintió una punzada de placer al poder presentarle uno de sus lugares favoritos.
—Es una casa histórica —dijo con tono indiferente, como si se tratara de un sitio aburrido.
Pero Everglades era especial. La primera vez que estuvo allí era lo bastante niña como para preguntarse si habría hadas en los jacintos salvajes que salían en primavera. Más adelante disfrutó de la paz y la belleza de los jardines. En comparación con la tirante atmósfera que había en su casa, aquello le había parecido el paraíso.
—Te va a encantar. Sé que te gusta el art decó.
—Parece que a ti también.
Elsa escuchó su tono sonriente pero no alzó la vista. Ya había pasado demasiado tiempo bajo el hechizo de Donato.
Se encogió de hombros.
—La tía de mi madre vivía en una casa de los años treinta. Me encantaba.
Su tía abuela la había llevado de viaje a Everglades. No le preocupaba que su sobrina prefiriera celebrar sus cumpleaños en un ambiente de paz en lugar de con una fiesta para cientos de personas. El padre de Elsa consideraba que estaba loca, pero tía Bea la animaba.
—Era importante para ti.
Elsa se giró hacia él.
—¿Cómo lo sabes?
—Sonabas melancólica —los dedos de Donato le rozaron la mejilla en un gesto peligrosamente tierno.
Elsa estaba acostumbrada a la pasión y a la provocación. La ternura quedaba reservada habitualmente al dormitorio. Pero aquel fin de semana estaban pasando más cosas. La expresión de Donato le provocó un nudo en la garganta.
—Sí era importante —dijo finalmente—. Mi madre murió cuando yo era pequeña y la tía Bea era… especial. Ella fue quien me trajo aquí.
—En ese caso, me alegro de que lo hayas compartido conmigo —entrelazó los dedos con los suyos en un gesto tan íntimo como el sexo que habían tenido aquella mañana.
—Ven, hay muchas cosas que ver – Elsa dio un paso adelante bajo los árboles ornamentales, pero no le soltó la mano a Donato. Había algo confortable en estar simplemente de la mano con él.
Exploraron el teatro del jardín, las terrazas ornamentales y las vistas al bosque desde los acantilados. Cuando regresaban y pasaron por delante de la casa hacia una zona llena de plantas, Elsa se dio cuenta de que Donato estaba absorto.
Se había detenido a observar un lecho de abono recién colocado con pequeñas plantas. Para el inexperto ojo de Elsa, la escena no era tan interesante como el resto del terreno.
—¿Eres jardinero?
¿Por qué no había pensado en ello? Ella había estado explicando lo que sabía sobre diseño paisajístico. Tal vez Donato supiera más que ella, teniendo en cuenta que vivía en una casa con enormes jardines en lugar de en un apartamento.
—Tendrías que haberme callado. No se me ocurrió que…
—No soy un experto —aseguró él con la mirada clavada en el lecho del jardín—. Pero me ha recordado a algo.
—¿De verdad? —Elsa se le acercó más—. ¿A qué?
—¿Lo hueles? Huele a tierra mojada y a compost.
Elsa aspiró con fuerza el aire.
—Es un suelo rico y bueno —continuó Donato—. Alguien ha puesto mucho esfuerzo aquí.
—¿A qué te recuerda?
Donato se inclinó para arrancar un par de malas hierbas del cuidado lecho.
—Cuando yo era niño teníamos un gran huerto. Olía así. A tierra y a cultivo —se incorporó y se dio la vuelta, alejándose bruscamente.
Elsa fue tras él.
—¿Te gustaba la jardinería? —era el primer atisbo de su pasado que le ofrecía a excepción de unas cuantas respuestas escuetas a sus preguntas sobre la prisión.
Él se encogió de hombros.
—Era una tarea, nada más. Había que hacerla porque nos proporcionaba alimentos.
—¿De quién era el huerto, de tu padre o de tu madre? —Elsa no sabía nada de su familia, y de pronto quiso saberlo todo.
—Cuánta curiosidad de pronto.
—¿Y qué? No tienes nada que ocultar, ¿verdad?
Donato se detuvo bajo la sombra de un árbol.
—Todo el mundo tiene algo que ocultar.
Bajo la sombra parecía más grande que nunca, con el ancho pecho y los imponentes hombros. Pero fue su voz lo que le provocó un escalofrío de alarma. Tenía un tono helado que le hacía saber que había ido demasiado lejos.
—¿Ni siquiera puedes contestarme a eso? —Elsa sacudió la cabeza—. ¿Tan secreto es?
Donato se cruzó de brazos.
—Eso lo dice la mujer que se niega a mencionar que trabaja por temor a que averigüe demasiadas cosas sobre ella —asintió al ver que ella le miraba fijamente—. Por supuesto que lo sé. Nunca estás disponible antes de las seis de la tarde. Tal vez esté ocupado con mis propios asuntos, pero me doy cuenta de las cosas.
Elsa sintió cómo se le sonrojaban las mejillas. Donato tenía razón. Había evitado hablar de sí misma, a no ser que fuera en un nivel superficial: comida, música, libros, sexo. Nada relacionado con su familia ni con el trabajo. Nada íntimo ni emocional. Hasta hoy, que le había hablado de su tía Bea. Le parecía una gran concesión.
Entendió desde el principio que Donato era peligroso. El instinto le aconsejó que no le dejara acercarse demasiado. Como no era capaz de resistirse a él físicamente, hizo lo posible por aislarle del resto de su vida. Ni siquiera sabía dónde vivía.
Pero él tampoco había sido muy abierto. Elsa se negaba a sentirse culpable.
—No me parece que hablar de lo que hacías en la infancia sea una invasión a tu intimidad —se cruzó de brazos, imitando su gesto, y luego se dio la vuelta para marcharse. Había empezado a creer que compartían algo más profundo que el sexo apasionado. Estaba claro que se había engañado a sí misma.
—¡Espera! —una mano en el brazo la detuvo.
Elsa miró cómo sus dedos le agarraban la piel. Aquel contacto bastó para provocarle un escalofrío de emoción. Su cuerpo nunca captó el mensaje de que no se podía confiar en Donato.
—Haré un trato contigo – Donato le deslizó la mano por el brazo en seductora caricia. —Responderé a tu pregunta si tú respondes a la mía. Con sinceridad.
—Yo no miento —se defendió Elsa.
—Pero hay temas que prefieres no tratar.
Le iba a preguntar por su padre y sus negocios. Tenía que ser eso, porque era lo que a Donato le interesaba, la razón por la que estaba con ella.
Se sintió dolida. Pero Elsa era una chica mayor. Podría soportarlo. Podría compaginar la necesidad de proteger a su familia con la atracción que sentía por Donato.
Sin soltarle el brazo, Donato se echó hacia atrás para apoyarse en el tronco de un árbol enorme. Antes de que Elsa pudiera protestar, la atrajo hacia sí y le rodeó la cintura con los brazos por detrás.
—No, no te muevas —su voz era como un ronroneo al oído—. Relájate.
Se sentía muy bien con el contacto del cuerpo de Donato en la espalda y sus brazos rodeándola. Elsa se rindió y apoyó la cabeza contra su pecho. Se quedó mirando el follaje que los ocultaba del resto del jardín.
—El huerto no era de mi madre —dijo Donato—. Ella sabía tan poco de plantas como yo. Era de Jack.
—¿Tu padre?
Donato no se movió. El corazón le latía con fuerza detrás de ella.
—No conocí a mi padre. Jack se convirtió en el compañero de mi madre cuando yo tenía seis años.
—Así que era tu padrastro.
Donato deslizó los dedos por los suyos y le acarició la palma de la mano.
—No. Nunca se vio a sí mismo como mi padrastro.
Elsa frunció el ceño. Había algo de recelo en sus palabras.
—¿No te trataba bien?
—Jack era un hombre decente a su manera. Pero no le interesaban los niños. Solo le importaba mi madre – Donato no se molestó ahora en ocultar la amargura. —Me puso a trabajar en cuanto nos fuimos a vivir con él. Me hacía arrancar las malas hierbas mientras él ampliaba el huerto, porque ahora tenía que alimentar tres bocas en lugar de una.
Elsa escuchó y sintió una risa acallada en la espalda.
—¿Qué tiene de gracioso depender de la comida que plantas?
—Yo estaba empeñado en hacer un buen trabajo, impresionarle para que no nos echara. Cuando se dio la vuelta para comprobar lo que había hecho, yo había arrancado la mitad de sus preciosas semillas. Me dijo unas palabrotas que nunca antes había oído.
Elsa se preguntó qué clase de vida habría llevado. Le apretó con más fuerza la mano.
—¿Eso fue lo único que hizo?
—Me obligó a volver a plantar todo lo que había quitado. Luego nos dio una lección sobre plantas a los dos. Ninguno de nosotros distinguía una mata de patata de unas judías.
—Entonces, ¿tu madre también era de ciudad?
—Eso es más de una pregunta —parecía relajado, pero Elsa sintió la ligera tensión de sus músculos—. Ahora me toca a mí.
—De acuerdo – Elsa se preparó para alguna pregunta incisiva sobre los negocios o la ética de su padre. —Háblame de tu trabajo.
—¿Perdona? —giró la cabeza, pero la curva del hombro y del brazo impidieron que le viera la cara.
—Quiero saber en qué trabajas. No tiene sentido fingir que eres como tu hermana, que vive del dinero de papá y pasa de una diversión a otra.
—¡Yo nunca he dado a entender eso!
—Te pregunté directamente si el dinero de tu padre era importante para ti, si te mantenía. Y no me corregiste.
Elsa recordaba aquella conversación que mantuvieron la noche que se conocieron. Ella se sentía fuera de lugar y hacía esfuerzos para que no se le notara. Estaba furiosa y combativa. Más tarde reveló lo menos posible sobre su vida. Era su única defensa.
—Soy enfermera.
—Ah. ¿Por qué no me sorprende?
Ahí estaba. Elsa lo había oído todo de labios de su padre. Todo, desde el aburrido uniforme a la poco glamurosa naturaleza de su trabajo y el bajo sueldo.
—No tengo ni idea. Pero seguro que me lo vas a decir – Elsa trató de apartarse, pero Donato la retuvo.
—No tienes por qué enfadarte – Donato le rozó el pelo con los labios. —No lo sabía, pero tiene sentido. Eres muy segura de ti misma. No te acobardas con nada— le deslizó un dedo por el brazo desnudo. —Te enfadas y eres muy apasionada, pero no puedo imaginarte entrando en pánico.
—¿Segura de mí misma? —Elsa se quedó mirando los pájaros del árbol como si no los hubiera visto nunca antes. Era competente en su trabajo, pero no se sentía segura con Donato.
—Absolutamente. Me pusiste en mi sitio desde el principio. Pero no eres ninguna esnob.
—Soy práctica —su padre había utilizado aquella palabra como un insulto.
—¿Y qué tipo de enfermera eres? —Donato parecía tener un interés genuino.
—De atención comunitaria. Visito a la gente en su casa, sobre todo a personas mayores o que acaban de salir del hospital.
—¿En su casa? —Donato la abrazó con más fuerza—. Eso es peligroso. No sabes con quién puedes encontrarte.
—Tenemos protocolos de seguridad. Y la mayoría de los pacientes son muy frágiles.
—No se trata solo de los pacientes. Cualquiera podría estar allí.
—Puedo cuidar de mí misma, Donato —se giró entre sus brazos y le puso un dedo en la boca antes de que pudiera contradecirla—. Pero te agradezco la preocupación.
En todos sus años de enfermera, nadie de su familia ni sus amigos habían expresado preocupación por su seguridad. Nunca había tenido un protector. Nadie se ocupó de ella desde que su madre y tía Bea murieron. Fuzz y Rob la veían como alguien capaz y eficiente que podía cuidar de sí misma. Y su padre… no le importaba tanto como para preocuparse.
Era una locura. El hombre en el que por lógica no debería confiar era la única persona que se preocupaba por ella.