Capítulo 7
Donato miró aquellos impresionantes ojos grises que le observaban con recelo. Sentía la duda salir de Elsa como sentía el calor de su excitación.
Él tenía el cuerpo tirante, bullendo de deseo. Le estaba costando mucho trabajo no dar un paso adelante y convencerla para que se rindiera como sabía que haría. La atracción que los envolvía era muy poderosa.
Pero hubo algo en el modo en que mencionó a su hermana y en el comentario de sentirse forzada que le retuvo. Había visto un destello de fragilidad en la expresión de Elsa.
No le tenía todavía la medida tomada, pero una cosa sí tenía clara: necesitaba que fuera ella quien acudiera a él.
El momento de silencio se alargó. A pesar de la impaciencia, Donato hizo un esfuerzo por mantenerse donde estaba.
Entonces, con un sonido que parecía una palabrota contenida, Elsa se lanzó hacia él. Se le apretó suave y llena de curvas, cálida y femenina. Donato la abrazó al instante con fuerza. Ella le pasó los brazos por los hombros y lo atrajo hacia sí.
Donato se tomó un instante para percibir aquel aroma a jardín tras la lluvia cuando sus bocas colisionaron.
Era maravilloso. Mejor todavía de lo que esperaba. Y sabía…
Donato se hundió en su boca y le echó la cabeza hacia atrás, saboreando su suspiro de respuesta. Se dejó envolver por el calor mientras sentía sus dulces labios, su lengua exigente, el modo en que se fundía en él mientras le retaba a que le diera más. Donato ladeó la cabeza y la atrajo todavía más hacia sí, perdiéndose en aquellos besos que le daban mucho más de lo que había esperado.
No podía saciarse. Su cuerpo lleno de curvas le causó una erección instantánea. Le agarró un muslo y se lo subió. Quería tomarla allí mismo. Inclinó las rodillas y ladeó las caderas para poder frotarse contra su parte más íntima.
Para su alegría, Elsa se le agarró con más fuerza, sin apartarlo, como si quisiera todavía más.
Donato se preguntó vagamente qué había sido de la seducción lenta. De los años de experiencia complaciendo a las mujeres. De la precaución, de tomarse las cosas con calma.
Con Elsa no había calma posible. Solo había un deseo incontenible.
Entonces ella apretó la pelvis contra su cuerpo.
Diablos. Donato estaba temblando. Si no tenía cuidado podrían caerse sobre el suelo de mármol. Hizo un esfuerzo desesperado por abrir los ojos. No recordaba haberlos cerrado.
Con los labios pegados a los suyos, Donato miró hacia el vestíbulo y descartó al instante el piso de arriba y los dormitorios. Nunca llegarían. A aquellas alturas ni siquiera tenía claro que llegaran a quitarse la ropa.
El aparador. Estaba colocado entre dos puertas y era una pieza de coleccionista exquisita.
Perfecto.
Apretó a Elsa contra sí, la levantó y avanzó tambaleándose por el vestíbulo. Ella abrió los ojos al sentir el sólido mueble en la espalda, y su mirada le hizo saber que entendía lo que estaba pasando. Donato la levantó de modo que la sentó en el aparador y luego le abrió las rodillas.
Se hizo una brevísima pausa durante un instante, una última oportunidad de separarse. Entonces Elsa cerró los ojos cuando él le acarició suavemente un seno. Era firme y alto, y podía cubrirlo con la mano. Delicioso. Igual que el tembloroso suspiro de aprobación y el modo en que se arqueó ante su contacto, deseosa de recibir más.
Donato sonrió. Le encantaba cómo respondía. Quería seducirla y darle placer, pero no estaba seguro de poder ser tan cauto como de costumbre.
Entonces Elsa cerró la mano sobre él y se le nubló la visión. Sintió cómo le tiraba la entrepierna. Toda la sangre de su cuerpo se dirigió hacia abajo. El deseo le hizo tambalearse y se preguntó vagamente si tendría tiempo de quitarse los pantalones.
Las manos de ambos empezaron a retirar prendas de ropa.
Los dedos de Elsa en su erección estuvieron a punto de acabar con él. Donato le tomó la mano y se la puso en su pecho, sobre su palpitante corazón. Luego le bajó la cremallera de los pantalones con ayuda de la propia Elsa. Unos instantes después estaba liberado también de los suyos.
¿Había sentido alguna vez algo tan delicioso?
Donato alzó la cabeza para tomar aire, sentía los pulmones sobrecargados. Elsa abrió los ojos y entonces se perdió en las olas plateadas de su mirada.
A continuación la tocó con un dedo, haciendo círculos, probando, y ella echó la cabeza hacia atrás como si le pesara demasiado. Elsa estaba suave, cálida, húmeda, y de un dedo pasó a dos y…
—Preservativo —la palabra fue como un susurro y estuvo a punto de no oírla.
Entonces, Elsa se incorporó y clavó la mirada en la suya.
—No tengo —un sonrojo le apareció en el cuello—, no pensé que…
A Donato le fascinó la sospecha de que Elsa estuviera avergonzada. Era la misma mujer que se había lanzado hacia él sin reservas. En cuestión de segundos sacó el preservativo del bolsillo de los pantalones y abrió el envoltorio.
Había algo tremendamente excitante en sostener la mirada de Elsa mientras se lo colocaba. Luego le puso las manos en las desnudas caderas, la atrajo hacia sí y entró en ella con un único y certero movimiento.
Un sonido, mitad suspiro mitad sollozo, escapó de los rojos labios de Elsa y Donato se quedó muy quieto, aunque el abrazo de su envolvente calor estuvo a punto de acabar con él.
¿Le había hecho daño? Trató de abrir la boca para preguntárselo, pero si movía un músculo tal vez no fuera capaz de contener lo inevitable.
Entonces Elsa se movió y levantó las piernas por encima de sus caderas, rodeándole con ellas la cintura, provocando que se hundiera todavía más en su acogedor calor. Se agarró a sus hombros y de pronto no hubo nada que le detuviera. En los ojos de Elsa había invitación, no dolor. Y al sentirla moverse contra él…
Donato sucumbió y la tomó fuerte y rápido, disfrutando de su bonito cuerpo, que lo aceptaba con tanto afán. Cada movimiento de la pelvis de Elsa, cada suspiro era una incitación al placer. No podía saciarse. No podía ir despacio. Solo había compulsión por hacerla suya del modo más primitivo y satisfactorio posible.
El mundo ya empezaba a nublarse cuando Donato sintió las oleadas de su deseo acelerarse. La sensación era excesiva, y colocó un brazo en la pared detrás de ella, montándola con fiereza y con una desesperación más propia de un animal que de un hombre civilizado.
—¡Elsa! —soltó su nombre como un gemido ronco, sorprendiéndole cuando salió de su boca.
Sintió un destello de calor, una explosión de energía, y se derramó, colapsando en ella mientras el mundo estallaba. Con la cabeza apoyada en su cuello, Donato experimentó puro éxtasis mientras Elsa se le agarraba.
Había esperado pasión y placer, pero nada parecido a aquello. ¿Cuándo había pronunciado el nombre de su amante de aquel modo?
Donato la abrazó y disfrutó de su suave feminidad relajada entre sus brazos.
El mundo se había reducido al pulso que latía en ella, en él, inundando el aire que los rodeaba y la oscuridad que había detrás de sus ojos cerrados. Elsa no estaba segura de seguir con vida después de un orgasmo tan intenso.
¿Había sido alguna vez así?
Por supuesto que no. En caso contrario, no habría dejado que su vida amorosa se hundiera sin dejar rastro.
Donato se movió, apartándose suavemente y murmurando algo que ella no logró escuchar por encima de su pulso acelerado y de la áspera respiración. Elsa abrió enseguida los ojos, pero volvió a acomodarse contra la pared, que en aquel momento le resultaba tan cómoda como una cama de plumas.
Se le habían derretido los huesos. No estaba segura de poder mover las piernas. Pero no importaba. No quería volver a moverse nunca. Se sentía plena de felicidad.
Finalmente se dio cuenta de que tenía la cabeza apoyada contra la pared de un modo extraño y que estaba encima de algo duro. Se incorporó a regañadientes y parpadeó al ver que estaba sentada sobre un aparador de caoba bellamente tallado. Se le cerró la garganta. Al parecer acababa de tener un momento de sexo arrebatador sobre una pieza de museo que costaba más de lo que ella ganaba en un año.
Volvió a cerrar los ojos.
«Olvídate del mobiliario, Elsa. ¿Qué pasa con el hecho de que acabas de tener sexo salvaje con un desconocido, un hombre al que conoces hace menos de un día?».
Sonaron unos pasos y Elsa abrió los ojos de golpe. Sintió una oleada de alivio.
—Eres tú.
—¿Esperabas a otra persona? —Donato estaba tan atractivo como siempre, incluso más, con el oscuro cabello revuelto.
Se había vestido del todo. Elsa se bajó la camiseta. Pero era demasiado tarde para el recato. No pudo evitar sonrojarse al ver que tenía las piernas desnudas y todavía estaba calzada. Las medias estaban en el suelo unos pasos más allá.
Tragó saliva y se recordó a sí misma que la vergüenza no podría matarla.
—Me preguntaba si tendrías servicio.
—Hoy no. Les he dado el día libre – Donato se acercó más y ella alzó la cabeza.
El brillo de sus ojos era una pura invitación carnal, igual que la sonrisa que se le asomaba a los labios. Le latió el corazón con fuerza.
¿Cómo era posible que sintiera tanto deseo otra vez? Solo habían pasado unos minutos desde que… Elsa cerró la puerta de golpe a aquellos pensamientos.
Donato estaba ahora a su lado y había colocado las palmas sobre sus muslos desnudos.
—¿Les has dado el día libre? ¿Por qué? ¿Tenías claro que tú y yo…?
Él mantuvo una expresión neutra que no daba a entender nada.
—Tenía claro que, pasara lo que pasara, quería tener completa intimidad. Sin ninguna distracción.
Elsa apretó las mandíbulas.
—¿Por si acaso te atacaba antes de cruzar siquiera el vestíbulo? —se sentía incómoda. Quería esconderse y desaparecer.
—He descubierto que me encanta que me ataquen en el vestíbulo – Donato le levantó la barbilla para obligarla a mirarlo. —Y ha sido un ataque mutuo, Elsa.
¿Decía aquello para que se sintiera mejor? Pues no lo había conseguido.
Supo desde el principio que Donato era un problema con mayúsculas. Pero no había contado con que su propio cuerpo la traicionara. No le había sucedido en sus veintiséis años de vida. En su limitada experiencia, el sexo era algo cuidadosamente planeado, horizontal y… agradable. No una llamarada de libido descontrolada.
A Donato le brillaron los ojos y Elsa supo que estaba pensando en lo mismo. Sexo. Se olía en el aire. El cuerpo de Elsa estaba listo otra vez para él.
Se movió en el aparador y retiró la barbilla de su mano.
—Tengo que vestirme.
Donato le deslizó la mano lentamente por el muslo por toda respuesta, provocándole oleadas de placer.
—No es necesario. Vamos a un sitio más cómodo.
Elsa le dio una palmada en la mano para evitar que subiera por debajo de la camiseta.
—No —jadeó—. Quiero vestirme.
Él siguió acariciándole los muslos. La tensión de su vientre aumentó un poco más.
—Esto no ha terminado, Elsa – Donato inclinó la cabeza hacia sus labios. —Y tú lo sabes.
¿Aquello era una promesa o una amenaza? Sirvió para darle fuerzas y que pudiera apartarlo con la mano. Elsa se colocó al borde del aparador y puso los pies en el suelo. Le temblaron las rodillas durante un peligroso instante, pero hizo un esfuerzo por mantenerse de pie. Como si tuviera la costumbre habitual de pasearse desnuda delante de los hombres.
—No te escondas de la verdad, Elsa. Aunque ha sido increíble, apenas ha rozado la superficie.
Mirarle a la cara le resultó más difícil todavía que enfrentarse a su padre en sus peores momentos.
—Preferiría tener esta conversación con la ropa puesta. Ahora tienes ventaja sobre mí.
La lenta curva de sus labios provocó efectos devastadores en ella, y el brillo travieso de sus ojos resultó todavía peor. Elsa se tuvo que apoyar otra vez en el aparador.
—¿Quieres que me desnude? —se llevó la mano al botón superior de la camisa.
Elsa tragó saliva. Por supuesto que quería. Donato tenía razón. No había tenido todavía suficiente.
—Quiero mi ropa —le salió la voz un poco estridente, pero no fue capaz de hacerlo mejor. Forzó la mirada hacia el montón de tela que había en el suelo y avanzó.
—Como quieras —antes de que pudiera alcanzar la ropa, Donato se agachó para recoger sus pantalones y las braguitas de algodón beis, sencillas y sosas como ella misma.
Elsa le miró a los ojos y se negó a sonrojarse. Extendió la mano.
—Siguen conservando el calor de tu cuerpo —parecía complacido.
Elsa las agarró y, siguiendo la dirección que le indicaba, cruzó el vestíbulo de mármol para esconderse en el baño.
Donato la vio dirigirse al cuarto de baño y disfrutó de cada paso. Sintió una erección al mirar aquellas largas y bonitas piernas y el asomo de su pálido trasero mientras la larga camiseta se le movía de un lado a otro. Tenía la cabeza alta y los hombros hacia atrás como si fuera la dueña del mundo. Un gran contraste con la mujer sonrojada a la que unos minutos atrás le costaba trabajo sostenerle la mirada.
Elsa Sanderson era un enigma. Era la mujer más ardiente con la que había estado jamás. El mero hecho de hablar con ella ya le excitaba, y era muy apasionada. Pero había en ella una reserva, y no cabía duda de que lo sucedido entre ellos la había impactado.
Donato se pasó la mano por el pelo. A él también le había impactado. No porque hubieran tenido sexo, aquello había sido inevitable, pero había sido algo arrebatador. Y le había dejado con más ganas, deseoso de volver a hacerla suya otra vez.
No pudo evitar sonreír. ¿Se habría puesto aquella ropa interior tan fea para mantenerlo a raya? Sintió curiosidad por ver cómo sería el sujetador. Elsa tenía un cuerpo voluptuoso, por mucho que tratara de esconderlo con aquella camiseta grande. Era delgada y esbelta, pero con curvas suficientes para volver loco a un hombre. Donato estaba deseando tenerla desnuda en su cama.
Se escuchó un clic y se abrió la puerta. Elsa salió completamente vestida y controlada. La mujer lasciva escondida tras su camiseta grande. Incluso se había recogido el pelo en una coleta tirante. Tenía la barbilla elevada, dispuesta para la confrontación, y Donato dio un paso adelante. Le latía con fuerza el pulso. Esta vez Elsa le sostuvo la mirada y él sintió al instante cómo el aire se cargaba de electricidad.
Tardó unos instantes en darse cuenta de que tenía otra vez los ojos de intrigante azul grisáceo. Durante unos momentos, cuando se estremecía entre sus brazos, habían sido de un tono parecido a la plata derretida.
Donato empezó a calcular cuánto tiempo tardaría en volver a ver aquel maravilloso brillo.