Capítulo 8

 

Estaban sentados alrededor de la mesa de cristal de la sombreada terraza de la piscina. Elsa no supo si fue por la comodidad de la silla de respaldo alto, por la copa de semillón que Donato le había servido o por su aire de naturalidad, pero empezó a relajarse de forma significativa.

Casi como si el encuentro del vestíbulo no hubiera sucedido nunca.

No, eso no. Era muy consciente de él, de cada movimiento, de cada mirada. La excitación del vientre había disminuido un poco, pero no había desaparecido.

Y sin embargo, algo había cambiado. Parecía como si se hubiera producido una especie de tregua.

No hubo ningún comentario provocativo desde que salió del baño. Ningún doble sentido.

Donato la había llevado hasta la terraza, donde charlaban tranquilamente como si no se hubieran arrojado el uno en brazos del otro antes. Tal vez debería sentirse insultada, pero Elsa estaba aliviada, la tensión se había calmado un poco.

Se había instalado en la mesa y le había visto dejar al descubierto un festín de los que un chef profesional tardaba horas en preparar.

Elsa debería estar analizando con ojo crítico cada matiz de la situación para averiguar cómo enfrentarse al reto que suponía Donato. Pero, en cambio, se dejó llevar por el apetito y comió.

La comida estaba deliciosa. Había canapés de langosta que se fundían en la boca, tostaditas de gambas y alioli y una colorida ensalada decorada con mango fresco y otras delicatessen.

¿Acaso Donato había chasqueado los dedos y había aparecido un banquete? ¿Ofrecía semejante festín a todas las mujeres que seducía?

Donato rellenó sus copas y Elsa se fijó en sus musculosos antebrazos, fuertes y recubiertos de un fino vello oscuro. Resultaba completamente excitante. Sintió una punzada en el vientre.

—¿Vamos a hablar de ello o vamos a ignorar al elefante que hay en la sala? —apartó su plato.

A él se le formó un hoyuelo al sonreír.

—¿Para ti el sexo es un elefante? —murmuró.

Elsa apretó los labios.

—No seas obtuso —agarró la copa y le dio un sorbo. El vino seco resultó delicioso para la repentina sequedad de su garganta—. No hemos resuelto nada. Yo…

—Claro que sí – Donato volvió a sonreír. —Hemos confirmado que tú y yo estamos tan bien juntos como pensamos que estaríamos.

Alzó la copa en silencioso brindis y bebió. Elsa se preguntó por qué la visión de su bronceado cuello al tragar le provocaba semejante deseo.

Sacudió la cabeza.

—No te hagas la tonta, Elsa. Desde el principio te preguntaste cómo estaríamos juntos.

Ella apretó más los labios.

—No intentes distraerme, Donato. No funcionará.

El brillo de sus ojos y la forma en que alzó la ceja le hicieron saber que no estaba de acuerdo. Elsa dejó la copa y se puso más recta.

—Esta mañana dijiste que todavía quieres casarte. ¿Por qué? No vas a ganar nada con eso.

Donato alzó todavía más la ceja y ella levantó la mano.

—Ya hemos dejado claro que no necesitas casarte para tener sexo.

—Tal vez quiera formar parte de la sociedad de Sídney – Donato ladeó la cabeza, como si le estuviera haciendo una confidencia.

Elsa no le creyó.

—No me necesitas para eso. Tienes el dinero y la influencia para abrir cualquier puerta —solo había que mirar aquella casa. Tanto si era alquilada como si no, costaba un riñón.

—Pero ya sabes que tengo antecedentes penales. Pasé un tiempo en un centro para menores y luego en prisión.

Aunque su expresión permaneció inmutable, su rostro parecía algo más serio.

—¿Y?

—¿No se te ha ocurrido que alguien con mi pasado podría encontrarse con puertas cerradas? Puede que haya gente que no se sienta cómoda con un ex convicto. Un exconvicto peligroso.

Peligroso. Allí estaba otra vez aquella palabra. Pero un hombre verdaderamente peligroso no la habría tratado como lo hizo él.

Elsa se había derretido con su contacto, se había arrojado a sus brazos con una sensualidad que todavía ahora la dejaba sin aliento. Y sin embargo, Donato no había intentado ni una sola vez forzarla. Aunque suponía un reto para ella desde el momento en que se conocieron, siempre había contado con el derecho a escoger.

Tampoco había hecho que se sintiera sucia. Le había recordado que su seducción fue mutua.

Donato Salazar, el implacable magnate, el hombre que tenía a su padre en la palma de la mano, había sido atento.

Y no porque quisiera algo. Ella ya le había dado lo que quería en el vestíbulo. Recordó entonces algo que había leído en Internet la noche anterior sobre sus empleados. Las renuncias eran prácticamente nulas; al parecer, Donato inspiraba en ellos lealtad. Ella dio por hecho que se debería a que pagaba bien. Ahora se preguntó si no habría algo más complejo.

Se lo quedó mirando, hipnotizada por la tensión que veía en sus hombros.

¿Sería cierto? ¿De verdad habría puertas cerradas para él?

No se creía que le importara la opinión de los demás.

—¿Estás diciendo que quieres casarte conmigo y entrar en mi familia para ganar respetabilidad? —Elsa frunció el ceño. Su padre había formado parte de la élite de la sociedad de Sídney durante años, pero había perdido puntos. Mucha gente no aprobaba sus escándalos.

—¿Tan increíble te parece?

—¿Sinceramente? Sí.

Donato guardó silencio. Elsa sintió cómo aumentaba su impaciencia.

—Entonces, ¿no vas a decirme qué está pasando?

Cuando la miró, Donato tenía los ojos del color del ocaso, como si se hubieran oscurecido. No cabía duda del sutil cambio de expresión en su rostro. Se hizo más cerrada.

Elsa volvió a sentir aquella corriente de electricidad. Aquella conexión. No podía creer que tras toda una vida lidiando con el egoísta de su padre respondiera de aquel modo a un hombre que era exactamente igual que él. Aunque su sexto sentido le indicara que había algo más en Donato.

Se pasó las manos por los brazos para tratar de contener los escalofríos.

—¿Por qué no me dices la verdad? ¿Por qué insistir en la farsa del matrimonio? —su voz tenía un tono de frustración. ¿De verdad confiaba en que las cosas cambiaran solo porque habían tenido una relación íntima?

Se sonrojó y giró la cabeza para mirar hacia el mar, más allá del exuberante jardín. No estaba acostumbrada a aquellos juegos. Debería irse a su casa y poner una lavadora. O ir a ver oportunidades de muebles de segunda mano para encontrar algún tesoro perdido que restaurar.

Pero ya era demasiado tarde. El daño estaba hecho. No podía dar marcha atrás. Sentía fascinación por Donato.

—La verdad es bastante sencilla, cariño. Y no siempre deseable.

¿Fue aquella inesperada palabra lo que se le quedó atrapado en la garganta? ¿O la expresión de Donato? El destello de emoción le paró el corazón a Elsa. Se lo quedó mirando, preguntándose si lo había imaginado. Pero estaba claro que había visto una punzada de dolor agudo.

—¿Quieres la verdad? —Donato sacudió la cabeza y murmuró algo entre dientes que no entendió. Luego se sentó hacia delante y colocó los codos en las rodillas, invadiendo su espacio vital—. La verdad es… que quiero la boda que tu padre está planeando.

Tendría que haberse sentido insultada. A pesar de la atracción sexual, Donato no quería casarse con ella, estaba igual de dispuesto a casarse con Fuzz. Y sin embargo, Elsa estaba intrigada. Allí había algo, algo que no podía precisar pero que sin duda lo explicaría todo.

Donato quería la boda. No la quería a ella, sino la boda.

Frunció el ceño y sopesó la opción de que quisiera casarse con una total desconocida solo para asegurarse un sitio en la alta sociedad. No tenía sentido.

—Deja de torcer el gesto, Elsa. Te va a dar dolor de cabeza.

—¿No te parece que la idea de verme obligada a casarme es suficiente para que me duela la cabeza?

Para su sorpresa, Donato le tomó la mano en la suya.

—Todo saldrá bien —le aseguró con tono tranquilizador—. Lo único que tienes que saber es que, mientras los planes de boda sigan adelante, también lo hará mi apoyo a tu padre.

Elsa sintió por un instante el deseo de apoyarse contra él, de confiar en que todo saldría bien de verdad. Aunque, ¿cómo iba a ser posible?

—Pero lo estás amenazando —y, como resultado, también al resto de su familia.

—¿Tanto te importa su dinero? ¿Dependes de él?

Elsa arqueó las cejas. No dependía del dinero de Reg Sanderson desde el día que cumplió diecisiete años y salió por la puerta para hacer su vida. No le importó que sus sueños fueran tonterías a ojos de su padre. Convertirse en enfermera, hacer algo concreto y práctico para ayudar a la gente. Tener independencia económica. Escoger a sus propios amigos. Todas aquellas cosas habían sido hitos importantes.

—Lo que me importa es que creas que puedes chantajearme para que me case contigo. Eso no es ético – Elsa le dirigió una mirada asesina y tiró de la mano para soltarse. No funcionó y se puso de pie de un salto.

Donato la imitó y se cernió sobre ella.

—¿Esperas un comportamiento ético de mí? ¿De un exconvicto? —apretó las mandíbulas.

—¿Por qué no? —Elsa debería sentirse intimidada por el brillo de sus ojos y por cómo la tenía acorralada. Pero sintió un delicioso escalofrío cuando arqueó el cuello para sostenerle la mirada—. No eres un delincuente, Donato.

Él se la quedó mirando como si fuera la primera vez que la tenía delante.

—No me digas que eres una experta en delincuentes —dijo finalmente—. Lo dudo, porque has crecido en una mansión de la playa y has ido a un colegio privado muy caro.

—Así que sí me has espiado – Elsa parpadeó, asombrada por lo traicionada que se sentía.

Donato frunció el ceño.

—Te dije que no. No hace falta un detective para saber que tu padre no enviaría a su querida hija a un lugar donde pudiera mezclarse con la gente equivocada.

Elsa sintió una punzada de alivio. No había querido pensar que Donato le hubiera mentido. Y contuvo una carcajada amarga. Nunca había sido la hija querida de Reg. Y si Donato supiera el acoso que le había tocado soportar en el colegio… si hubiera sido más guapa o menos estudiosa tal vez no lo habría sufrido tanto.

—Conocí a varios delincuentes en su momento —su padre el primero de ellos—. Acosan a los que parecen más débiles, pero en realidad son unos cobardes que tienen miedo a que puedan ser más fuertes que ellos.

—Y sin embargo, ¿a mí no me consideras un acosador?

Elsa aspiró con fuerza el aire y luego lamentó haber aspirado su aroma almizclado. Le entraron deseos de besar su bella boca. Apartó la mano y dio un paso atrás.

—No – Donato era exigente, arrogante, inteligente e implacable. Pero también se había mostrado considerado, tranquilizador y casi… tierno.

—Háblame del hombre al que agrediste.

Donato echó la cabeza hacia atrás.

—¿Qué te hace pensar que quiero hablar de eso?

Ella se encogió de hombros.

—¿Por qué no ibas a querer? No me digas que te da miedo que te juzgue. ¿Por qué te peleaste con él?

Donato se encogió de hombros y mantuvo una expresión neutra.

—Se lo merecía. Hizo daño a alguien.

Elsa frunció el ceño. No había leído que hubiera nadie más en la pelea, solo un Donato adolescente y un hombre de cuarenta años. Y sin embargo fue el hombre quien acabó en el hospital tras la intervención de la Policía.

—Entonces, ¿estabas protegiendo a alguien? —sintió un tirón en el pecho al imaginárselo de adolescente enfrentándose a un hombre mayor para salvar a otra persona.

Ella no había tenido ningún protector en toda su vida, siempre había librado sus propias batallas. Pero la idea le resultaba muy atractiva. Tal vez porque nunca nadie la había defendido. Eso hacía que las acciones de Donato resultaran más comprensibles, más perdonables.

Elsa esperó varios instantes hasta que finalmente él sacudió la cabeza.

—No fue tan sencillo. No creas que soy ningún héroe —apretó los labios—. No lo soy.

Elsa se sobresaltó al escuchar su tono de voz y ante aquel destello de emoción oscura. Parecía… torturado. Y juraría que había escuchado desolación en sus palabras. Aunque Donato se recompuso enseguida, aquella décima de segundo bastó para que Elsa le diera vueltas a la cabeza.

¿Se culparía por no haber protegido a aquella otra persona? Estaba claro que algo le reconcomía a pesar del paso del tiempo. Donato tendría ahora treinta y tantos años, pero aquel dolor lejano seguía enterrado bajo aquella superficie de sangre fría.

Fuera lo que fuera lo que sentía en aquella alma tan bien protegida, era algo profundo y fuerte.

En lugar de asustarse, Elsa se sintió atraída. Quería deslizarle las manos por los tensos hombros, estrecharlo entre sus brazos y aprender todo lo que pudiera sobre Donato Salazar.

—¿Esa fue la única vez que fuiste violento?

—¿Qué es esto, una entrevista?

Elsa alzó la barbilla.

—Eres tú quién está hablando de matrimonio.

—Nunca he sido violento con ninguna mujer. Es algo de lo que no tienes que preocuparte.

—¿Porque tú lo digas? —Elsa cruzó los brazos sobre el pecho.

—Eso es algo que yo nunca haría —sus ojos desprendían un brillo indignado, y a Elsa le quedó claro que había tocado nervio—. Me educaron en el respeto a las mujeres. No tienes nada que temer de mí.

Era aterrador lo fácil que le resultaba creerle.

—¿Y qué me dices de los hombres?

—Si fueras un hombre no estaríamos teniendo esta conversación.

Elsa hizo un esfuerzo por dar un paso atrás. Donato apretó las mandíbulas.

—No has contestado a mi pregunta.

—¿Que si soy peligroso? —él suspiró y sacudió la cabeza—. Todo sucedió hace mucho tiempo. Te lo dije por teléfono. Aprendí a pensar antes de actuar. La cárcel es una gran maestra —se pasó un dedo por la delgada línea de la cicatriz que le cruzaba la mejilla—. Creía que era un chico duro, pero tenía mucho que aprender.

A Elsa se le encogió el corazón. Se lo imaginó entrando en la cárcel como adolescente y saliendo convertido en un hombre. A saber con quién se habría mezclado allí dentro. No era de extrañar que Donato tuviera una fachada tan impenetrable.

—¿Sientes lástima por mí, Elsa? —su aliento le acarició el rostro. Era cálido y tenía aroma a café. Frunció el ceño al inclinarse sobre ella. Sus ojos reflejaban asombro.

—No, yo…

Sus palabras se disolvieron cuando los labios de Donato rozaron los suyos, suaves y tentadores.

Aquello fue lo único que hizo falta. Un beso. Ni siquiera un beso de verdad, tan solo un leve roce, y Elsa se prendió en llamas, apoyándose contra él. Donato la rodeó con sus brazos con gesto protector, tierno. Aquello alimentó su respuesta como la gasolina al fuego.

Él echó la cabeza hacia atrás y se la quedó mirando. Se le había oscurecido la mirada.

—No necesito tu compasión – Elsa escuchó el rumor de su voz a través de sus cuerpos unidos. —Me declararon culpable, ¿recuerdas?

—¿Quién ha hablado de compasión? —Donato la miró con más frialdad—. Las mujeres me buscan porque soy rico. Porque tengo poder. O por la emoción de saber que soy malo y peligroso. Pero nunca porque sienten compasión por mí.

Era una advertencia clarísima. Y sin embargo, Donato no había mencionado la razón más obvia por la que cualquier mujer lo buscaría. Porque era el soltero más fascinante, sexy y carismático del planeta.

Había encontrado por fin un punto débil en su aura de autoridad. Cuando tuviera más tiempo, cuando no estuviera pegada a él desde el muslo hasta el pecho, pensaría en ello.

Pero ahora no podía pensar en nada. La nueva Elsa, la impulsiva, la que se atrevía a actuar siguiendo sus impulsos, había despertado. Se estremeció de deseo como una rosa bajo una ráfaga de aire cálido en verano.

—Bien, entonces no esperes ningún sentimiento por mi parte —se puso de puntillas y hundió las manos en el suave cabello de Donato, bajándolo hasta ella.

Aquel hombre la confundía, la irritaba y la fascinaba de forma alternativa. Pero lo necesitaba. Más que antes, como si lo que habían compartido hubiera sido un aperitivo de algo deliciosamente adictivo.

—Bésame, Donato —era una nueva Elsa la que hablaba—. Y que sea un buen beso.

Elsa nunca le había dicho nada parecido a ningún hombre, pero los dedos que le acariciaban el pelo a Donato eran los suyos, y suyos también los senos que se apretaban contra su duro torso, y las caderas que hacían círculos de deseo.

Cuando llegaron a la tumbona que había al lado de la piscina, Elsa estaba en ropa interior y él había perdido la camisa y los zapatos.

Elsa se tumbó y disfrutó de la visión de su torso bronceado, poderoso y recubierto de un fino y oscuro vello. Ni siquiera el par de pálidas cicatrices de las costillas estropeaban su perfección. Los músculos se le pusieron tensos cuando buscó el preservativo y luego se bajó los pantalones. Elsa dejó escapar un gemido y Donato alzó la vista.

¿Sería demasiado infantil decir que era el hombre más imponente que había visto en su vida?

—Estás bien preparado —murmuró—. ¿Siempre llevas tantos preservativos encima?

Donato curvó los labios en una sonrisa.

—Te estaba esperando.

Extendió la mano y le quitó las braguitas con naturalidad. Sus ojos parecían láseres, tan ardientes que Elsa sintió cómo se estremecía. Luego le puso la boca en un seno y le deslizó una mano entre las piernas, y entonces no hubo nada más que Donato y un placer tan intenso que la saturó desde los huesos hasta el cerebro.

Donato le lamió un pezón y Elsa contuvo el aliento. Lo succionó en el interior de su cálida boca y ella lo atrajo más hacia sí.

—Te necesito. Te necesito ahora – Elsa bajó la mano para acariciarlo. Estaba muy duro.

Donato le cubrió los dedos con los suyos y la guio hasta que estuvo justo donde ella lo necesitaba. Se miraron a los ojos mientras él le pasó las manos por encima de la cabeza y se las sostuvo contra los cojines mientras entraba en ella con ansia.

Elsa se arqueó, asombrada por la pureza de la intimidad de sentirla allí, en su centro, con los ojos clavados en los suyos mientras reclamaba su cuerpo. Se quedó sin aire en los pulmones al experimentar una sensación abrumadora. No era una sensación física, sino algo que no podía definir, una sensación de pertenencia.

Donato abrió mucho los ojos. ¿Lo estaría sintiendo él también?

Elsa recordó lo que había sentido al alcanzar el clímax entre sus brazos perdida en su mirada. Volvió a experimentar aquel intenso placer, y también la poderosa conexión, algo que sentía también en el alma, no solo en el cuerpo.

Cerró los ojos y se centró en el creciente éxtasis físico. El clímax llegó antes de que se diera cuenta, lanzándola hacia las estrellas. Se mordió la lengua para no gritar su nombre, no quería rendirse completamente a él.

Donato la embistió con fuerza y se derramó en ella. Entonces Elsa abrió los ojos sin querer. Se perdió al instante en aquel calor índigo, en aquel embriagador y aterrador territorio desconocido que no solo consistía en cuerpos ansiosos y eróticas caricias. En un lugar en el que ya no era Elsa, sino una parte de Donato, y Donato una parte de ella.

Él le mantuvo la mirada durante lo que le pareció una eternidad, sus respiraciones agitadas tras los instantes de placer.

Elsa se dijo que todo estaba bien. No pasaba nada. Sencillamente, no estaba acostumbrada al sexo. A entregarse a ningún hombre. Se trataba de algo puramente físico.

Entonces Donato inclinó la cabeza y le rozó los labios con los suyos en una delicada caricia. Algo inexplicable y enorme creció dentro de ella. Elsa tragó saliva y parpadeó furiosamente cuando una lágrima inexplicable le rodó por la mejilla.