Viva el cambio

Viva el cambio

Aurora Nacarino-Brabo

Yo también he construido mi nación, y con ella cargo por la historia, como cargan los tercerones por la tercera España.

La nación no es un mineral. De ella no se puede calcular su masa, describir su brillo, afirmar su ductilidad. Nada se puede decir de cómo cristaliza o de su toxicidad (casi nada). Tampoco de su dureza, de lo bien o mal que conduce la electricidad. Si es cosa filamentosa o prefiere deshacerse en lascas. La nación es una invención humana que humanamente nos obstinamos en definir con conflictivos resultados.

Yo también he construido mi nación, y con ella cargo por la historia, como cargan los tercerones por la tercera España. Éste ha sido un país de ajustadores de cuentas y de fabuladores de memorias. Ha sido un país de caínes pistoleros y, luego, un país de caínes derrotados y, por fin, un país de abeles silenciosamente redimidos. Estas líneas son un relato, sólo uno, de un reencuentro que redimió a la nación española.

El abuelo Mario casi murió en la guerra, no por metralla, sino por unas fiebres tifoideas. Uno de sus hermanos mayores, falangista de primera hora, se había pasado a los sublevados y había ascendido rápidamente en el ejército de Franco, antes de caer como un héroe en la batalla del Ebro. Un día, cuando todo hubo terminado, se presentó en casa del abuelo un hombre del régimen. Venía a ofrecerle un puesto en la policía, en agradecimiento por los servicios que su hermano había prestado a la patria. El abuelo le cerró tranquilamente la puerta en las narices: «Yo no denuncio a obreros», dijo con solemnidad de veinteañero.

Papá dice que el abuelo era un señor de derechas, aunque uno muy particular: cuando retornó la democracia votó sistemáticamente al PSOE, porque la memoria es la memoria. El abuelo Mario se había casado con la abuela Carmela, hija de un intelectual liberal que tuvo que hacer desaparecer tantos de sus libros para poder seguir viviendo en España tras la guerra. En los recuerdos infantiles de mi abuela, su casa era un salón de tertulias en el que sus padres recibían a los Machado o los Álvarez Quintero. De aquella extensa biblioteca de mi bisabuelo llama la atención que no pueda contarse ningún título, ningún nombre republicano. Sólo ha sobrevivido un ejemplar, cariñosamente dedicado por su amigo León Felipe, el autor, quién sabe si por un despiste salvador, quién si por un afecto a prueba del miedo.

La abuela Carmela siempre contaba que lo había pasado muy bien «en guerra». No es que las cosas fueran fáciles, claro. Ella y sus hermanas eran entonces cuatro adolescentes con amenorrea sobrevenida por la privación. Pero no hay fortín como el optimismo de los dieciocho años. Era sólo una niña el día que había corrido a la Puerta del Sol a celebrar la llegada de la República, desobedeciendo las indicaciones de su padre: «Las niñas no se meten en política».

Cinco años después seguía desobedeciendo. Ya no había política en la que inmiscuirse, pero todavía había cine en aquel Madrid asediado por Franco. Y el cine era incluso mejor que la política. Ignorando la prohibición de abandonar la seguridad del barrio Salamanca, la abuela se escapaba a los cines de la Gran Vía con un puñado de amigas. Muchas veces, las alarmas que avisaban de los bombardeos inminentes interrumpían la sesión. Entonces tenían que correr, Montera abajo, hasta el metro de Sol, entre silbidos de los obuses que caían muy cerca de allí, en la Ciudad Universitaria. Aquellos trenes llegaban siempre como latas de sardinas prietas, pero una de las amigas de la abuela, Carmen, era alta y fortachona, y a empellones, con determinación nipona, conseguía abrir un hueco para todas.

Aquella Carmen también fue mi abuela. Carmela y Carmen serían madres de mi padre y mi madre respectivamente, pero antes habían sido amigas de infancia, en el Madrid de los tranvías y en la Covarrubias de las mulas, lugar de origen de ambas familias. La abuela Carmen, que había simpatizado en algún momento con la Falange, se casó con el abuelo Germán, que era comunista, y tuvieron seis hijos. Los dos eran maestros. Pero un día el abuelo fue incluido en una lista de rojos, y el régimen le prohibió ejercer como profesor.

Mi madre era muy pequeña cuando mis abuelos decidieron hacer las maletas y emigrar a Brasil. Allí estuvieron algunos años en los que no hicieron demasiada fortuna y, cuando el abuelo pudo volver a sus clases, regresaron a España. El abuelo trabajó entonces con el padre Llanos en el Pozo del Tío Raimundo y en Entrevías, zonas muy deprimidas de Madrid. Si algún alumno faltaba a clase, era capaz de ir a buscarlo a su casa. Muchas veces encontraba al niño en la humilde vivienda, al cuidado de algún hermano pequeño, muy pequeño, mientras los padres trabajaban. Entonces tomaba a uno en brazos y al otro de la mano y se los llevaba a la escuela. Otras veces se gastaba el dinero que no tenía en comprar zapatos a los muchachos, o en darles de desayunar; o bien se los llevaba a casa al terminar las clases, para que no estuvieran solos hasta que sus padres pudieran recogerlos.

El abuelo Germán pudo volver al trabajo, pero la abuela Carmela tuvo que dejar el suyo cuando se casó. Había opositado para el Instituto Nacional de Previsión y, aunque le gustaba mucho trabajar, el régimen obligaba a las mujeres de ciertos sectores a marcharse a casa cuando contraían matrimonio. Sólo consiguió reingresar tras la muerte de Franco, ya cerca de la edad de jubilación. Los años del regreso fueron felicísimos para ella, que era una mujer muy activa a la que la vida doméstica aburría más que una etapa del Tour a la hora de la siesta. No fue la única que volvió a la oficina, con ella lo hicieron muchas mujeres más, que pronto serían conocidas entre sus jóvenes compañeros, hijos del baby boom, como «las menopáusicas». El apelativo era cariñoso.

Para la abuela, poder volver a trabajar fue como rejuvenecer. A veces, la readaptación producía escenas hilarantes: «Esto me lo paso por la piedra», afirmó alguna vez, queriendo decir que una tarea no le llevaría mucho tiempo. O bien: «Mi hijo se ha comprado un traje de follar», en lugar de «fardar». Tanto da: lo uno suele llevar a lo otro. Cuando las menopáusicas se jubilaron, el Estado saldó una deuda histórica con ellas reconociéndoles el derecho a cobrar la pensión que les habría correspondido de no haber sido forzadas a dejar sus puestos.

La vuelta al trabajo fue también la vuelta a la política. Carmela fue primero de Tierno Galván y luego de Felipe. De Felipe eran también mis padres, militantes desde la universidad, cuando el PSOE era aún un partido ilegal. Pero los tiempos habían cambiado y el PSOE era cada vez un partido menos clandestino. Prueba de ello es que, el día que a mi madre le robaron el bolso, a la abuela Carmen le preocupó más que en él llevara la recién llegada a España píldora anticonceptiva que el carnet rojo del partido de González. Las cosas del qué dirán.

Mi madre, mi padre, mi tía imprimían pasquines en una vietnamita que hacía sudar al abuelo Mario, que nunca había dejado de temer a la policía desde aquel día que rechazó su oferta de empleo. Pero pronto no harían falta libelos. España dio la bienvenida a la democracia con mítines a rebosar y más siglas políticas que organismos de la ONU.

Aquella España se parecía muy poco al país en el que habían nacido mis abuelos. El rey rubricó la Constitución más inclusiva de nuestra historia, y también la única que no ha sido liquidada. Es cierto que la Transición no sería como un paseo en barca por el estanque del Retiro, pero donde antaño habían triunfado las pistolas comenzó a abrirse paso la palabra. Y los votos. El año 81 nos dejó el Parlamento lleno de cicatrices de bala, que dan galones y ya no duelen: aquí trabajo yo hoy, apaciblemente, todos los días. Y el año 82 traería la alternancia que los politólogos exigen para dar por consolidada una democracia.

De aquella noche electoral que Felipe y Guerra celebrarían asomados a un balcón del Palace, guardo una de mis fotografías familiares favoritas. Está sacada con una cámara instantánea y en ella relucen las sonrisas de mis padres, tan jóvenes, de varios de mis tíos y de algún amigo. Sobre la mesa camilla, hay una tarta y, sobre la tarta, un puño, y aun sobre el puño, una rosa. En el borde del pastel de nata, formando una circunferencia, puede leerse: «Viva el cambio». La tía Pili sostiene, al fondo de la estancia, una bandera roja en la que una escoba hace las veces de noble asta, y que le cubre parcialmente la cara, pero que deja a la vista un par de ojos rebosantes de futuro. El pendón luce las siglas del PSOE, acompañadas por la silueta en blanco del que fuera el primer escudo de los socialistas españoles, y que estuvo en uso desde los años veinte hasta finales de los setenta: un libro abierto, dos plumas dentro de un tintero y un yunque pretendían reunir la importancia de los trabajos físico e intelectual.

Mamá y papá tendrían cuatro hijos. Yo, la mayor, nací en el año 87. Mis hermanos y yo crecimos en una urbanización del extrarradio, en un barrio, Moratalaz, que amplió sus márgenes para conciliar sus orígenes obreros con su flamante vocación de destino para nuevas clases medias. Una tarde de julio, en su piscina, los niños supimos del secuestro de Miguel Ángel Blanco y enseguida resolvimos que pronto estaría de vuelta a casa: no podíamos concebir la maldad asesina. La noticia de su ejecución, tres días después, la evocaré ya siempre sobre un fondo fluctuante de agua clorada y teselas azules.

Pero aquellos asesinos también serían derrotados. Pronto, España sólo sería un país más de la anodina Unión Europea. Habíamos cambiado tanto en tan poco tiempo que se habían hecho realidad las palabras de Guerra: ya no nos conocía ni la madre que nos había parido. O, mejor, nosotros ya no nos reconocíamos en esa trémula partera de guerras civiles y dictaduras cruentas. La redención nacional había llegado, de puntillas, de la mano de los abeles olvidados de la historia. De los españoles que silenciosamente habían ido pavimentando con pequeñas acciones nuestra democracia.

Esta España está hecha de hombres de derechas que se negaron a denunciar a sus compatriotas. De jóvenes para las que cualquier película de Cary Grant valía más que una guerra. Está hecha de unas instituciones que reconocieron a las menopáusicas su derecho a volver a la oficina. Y también a cobrar la pensión máxima. Que pusieron urnas y que no quitaron las heridas de bala de nuestro Congreso. Esta España está hecha de millones de mujeres que decidieron ser trabajadoras. Del candor de los maestros que se afanaron en los barrios más pobres de nuestras ciudades. De quienes hicieron política, y también de quienes pusieron el amor por encima de las diferencias políticas. Del esfuerzo de las familias que emigraron con un hatillo de hijos para volver luego a casa y empezar de cero. Está hecha de niños inocentes que no imaginan la barbarie y de demócratas valientes que marcharon por la libertad con las manos vacías: «Basta ya». Y que vencieron.

Soy, al fin, la hija y la nieta de la España de Abel, y a la España de Abel me debo.

Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) es politóloga y trabaja para Ciudadanos en el Congreso de los Diputados. Escribe una tribuna semanal en Letras Libres y es columnista de The Objetive. Ha participado en el libro #Ciudadnos: Deconstruyendo a Albert Rivera (Deusto).

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