El país de las mujeres

El país de las mujeres

Ione Belarra

Hasta tal punto han sido impresionantes estos años de movilización feminista en España que el 7N (en conmemoración del 25N) fue la manifestación con más participación de los últimos años, sólo por detrás del imbatible 15M.

En agosto de 1931 nacía mi abuela Esther, apenas seis meses antes de que el derecho al voto de las mujeres fuera reconocido por primera vez en la historia de España, en la Constitución de la Segunda República. El derecho al sufragio activo se lograba en nuestro país después de que Clara Campoamor y Victoria Kent, dos de las únicas tres parlamentarias que formaron parte de la Asamblea Constituyente que elaboró dicha Constitución, mantuvieran un encendido debate sobre si era o no el momento de reconocer a las mujeres españolas el derecho al voto. La tesis de Clara Campoamor se impuso y la historia le dio la razón a Kent, pues las derechas ganaron en las elecciones generales de 1933, aunque no debido principalmente al voto femenino. Sólo una vez más podrían votar las mujeres en España antes de que cuarenta años de dictadura franquista paralizaran este país y echaran por tierra todos los avances democráticos alcanzados durante la Segunda República.

Si le hubiésemos preguntado a mi abuela si se consideraba feminista, lo más probable es que me hubiera respondido: «¡Ay, chica, yo qué voy a ser feminista!». Sin embargo, tengo un recuerdo nítido de una cosa que me decía siempre: «¡Tú, bonita, lo que tienes que hacer es trabajar, para no depender nunca de un hombre!». Mi abuela fue al banco por primera vez cuando tenía cincuenta años, al quedarse viuda. Hasta entonces, mi abuelo había sido quien manejaba el dinero y cada semana le daba la cantidad necesaria para los gastos de la casa. La casa que ella gestionaba y él mantenía. Seguramente, mi abuela Esther nunca leyó un libro sobre feminismo, pero creo que, a pesar de ello, apuntaba con claridad uno de los elementos estructurales de la desigualdad de género en nuestro país y en muchos otros, la desigualdad económica entre hombres y mujeres.

La España que conocemos hoy ya no es la de mi abuela. Somos el quinto país de Europa con mayor porcentaje de mujeres diputadas, hay mujeres líderes en todas las disciplinas y ámbitos de la vida social y, como ha demostrado la reacción a la sentencia del caso de «La manada», también uno de los países más intolerantes con la violencia de género. Sin embargo, queda mucho por hacer y muchas cimas por alcanzar para llegar a la igualdad real. En 2017, las mujeres trabajaron gratis desde el 8 de noviembre al 31 de diciembre de 2017. Y es que la brecha salarial entre hombres y mujeres permanece invariable en un 22,9 por ciento, lo que supone que las mujeres cobran de media casi 6000 euros menos al año que los hombres. Unos datos que suponen un escándalo para muchas personas entre las que, sin embargo, no se cuenta el señor Mariano Rajoy, antiguo presidente del Gobierno, que hace un tiempo llamaba a «no meterse» en este tema cuando le preguntaban por la necesidad de una legislación que abordara esta desigualdad.

No obstante, muchas mujeres y hombres que estamos comprometidos con la igualdad seguimos trabajando y recientemente el grupo parlamentario de Unidos Podemos-En Comú Podem-En Marea en el Congreso registró una ley para acabar de forma tajante con esta realidad. Una Ley de Igualdad Salarial que modifica el Estatuto de los Trabajadores, la Ley del Estatuto Básico del Empleado Público (EBEP), la Ley General de la Seguridad Social, la Ley Reguladora de la Jurisdicción Social y la Ley sobre Infracciones y Sanciones en el Orden Social. Una ley pionera que, de aprobarse, nos colocaría a la cabeza de la Unión Europea en esta materia. Frente a quienes quieren perpetuar las desigualdades, cada vez es más evidente que hay otra España que se abre paso hacia el futuro. Y ese futuro pasa, sin duda, por que las mujeres no se vean discriminadas en el ámbito laboral.

Mi abuelo y mi abuela se mudaron a Pamplona en 1974 para que sus hijos pudiesen estudiar en la universidad. Mi madre estudió Derecho y lleva ejerciendo la profesión desde que acabó la carrera, a pesar de que muchas de sus compañeras de clase abandonaron el ejercicio cuando se casaron. Abogada de oficio convencida, mi madre siempre me dice que las mujeres de su generación son unas «pringadas» porque les tocó trabajar fuera de casa para ser modernas y dentro de casa igual que sus madres. Y eso que mi padre cuenta que él nos llevaba orgulloso en el carrito a mi hermana y a mí cuando la gente te miraba un poco raro por ello si eras hombre.

No le falta razón a mi madre cuando señala con mucho tino otro de los grandes retos de la igualdad en el siglo XXI, el de que las mujeres seguimos asumiendo una enorme carga en las tareas de cuidados y sostenimiento de la vida. ¿Qué responderle a mi madre cuando la crisis-estafa que hemos sufrido en los últimos años ha recaído principalmente sobre los hombros de las mujeres de nuestro país? ¿Qué decirle cuando no deja de ser cierto que en las profesiones relacionadas con los cuidados las mujeres están claramente sobrerrepresentadas? No hay más que ver los datos de nuevas licenciadas. Las mujeres representan el 79 por ciento de los estudiantes de educación y el 72 por ciento en las carreras relacionadas con la salud y el bienestar. Sin embargo, sólo son el 24 por ciento en carreras técnicas y científicas y el 12 por ciento en estudios de tecnologías de la información y la comunicación (TIC), según los datos de la OCDE.

Esto no es sólo evidente en el caso de las carreras universitarias, sino que también lo es si prestamos atención a que la mayor parte de las cuidadoras no profesionales de personas dependientes son mujeres o lo son «las kellys», que no paran de denunciar condiciones laborales de semiesclavitud. Las camareras de piso preparan, por ejemplo en Benidorm, una media diaria de veinticinco habitaciones en seis horas. Además, los recortes en sanidad, educación y servicios sociales, unidos al elevado paro entre las mujeres, han tenido como consecuencia que muchas de nosotras hayamos tenido que volver a casa para cuidar durante la crisis. No puedo olvidar el testimonio de las mujeres que realizan los servicios de atención a la dependencia, a las que hemos recibido en el Congreso, en su mayoría migrantes. Sus manos deformadas y rotas de dolor demuestran hasta qué punto es pesada la carga que soportan sobre sus espaldas para que otras personas puedan seguir viviendo. Su lucha demuestra que la lucha por la igualdad es, más que ninguna otra cosa, una lucha por la vida.

Mi madre y mi abuela me enseñaron con hechos que yo podía ser lo que quisiera ser y que ningún hombre valía más que yo. Tanto es así que fueron necesarios muchos años de experiencia política para ser plenamente consciente de las diferentes violencias que las mujeres vivimos cada día en España y en otros países. Tiempo para entender que un piropo no es un halago. Tiempo para entender que los asesinatos machistas son sólo la punta del iceberg. Tiempo para entender el discurso neomachista de las denuncias falsas. Tiempo para entender que culpabilizar a la víctima de una violación por la ropa que llevaba es patriarcado en estado puro.

En estos años en los que me he ido construyendo como mujer feminista consciente, con las limitaciones propias de mi clase social y mi raza, he tenido tiempo de ver cómo el movimiento feminista tumbaba a un ministro de Justicia venido de otro siglo cuando éste planteó una reforma de la ley del aborto retrógrada y que vulneraba los derechos de las mujeres. En este tiempo he visto crecer al movimiento feminista, rejuvenecerse. He compartido manifestaciones con mujeres cada vez más jóvenes, más libres y menos tolerantes con las violencias. No comparto el análisis de quienes dicen que las nuevas generaciones sufren más violencias machistas. No es cierto, la violencia muta, se transforma y adopta nuevos mecanismos basados, en este caso, en las posibilidades que dan los medios de comunicación inmediatos como las redes sociales o el WhatsApp. Esa mutación exige de nosotras nuevas estrategias para combatirla, pero no me cabe duda de que avanzamos con paso firme hacia la construcción de una sociedad menos violenta.

Hasta tal punto han sido impresionantes estos años de movilización feminista en España que el 8M, huelga netamente feminista, ha sido la manifestación con más participación de los últimos años, sólo por detrás del imbatible 15M. Esos pasos firmes dados por el movimiento feminista han ido acompañados de gestos simbólicos pero importantes en distintos ámbitos, especialmente de la cultura. Así, hemos visto cómo Leticia Dolera se unía al movimiento internacional #Metoo y se atrevía a contar una experiencia de agresión que vivió cuando tenía dieciocho años y empezaba su andadura en el mundo del cine. O cómo una participante del masivo Operación triunfo 2017 afirmaba que «no me voy a depilar las piernas, porque las mujeres también tenemos pelo».

Son muchas las razones para pensar que el futuro de España pasa por seguir avanzando en la agenda feminista y que estamos ante un avance imparable de mujeres que no quieren esperar para ser protagonistas de sus vidas y de los ámbitos social, laboral y político. Mujeres que vamos a tomar, esta vez sí, el cielo por asalto y de la mano de nuestras compañeras. Haciendo memoria del tiempo reciente no podemos olvidar tampoco la imagen de una jovencísima Irene Montero que, como portavoz de Podemos en la moción de censura, representó el país moderno que viene frente a un M. Rajoy acorralado por la corrupción. Ella, mujer, de veintinueve años, psicóloga. Él, hombre, de sesenta y dos años, registrador de la propiedad. La España de las de abajo, que llega con alegría y firmeza, frente al país agotado de los que llevan mandando (y robando) durante décadas.

No cabe ninguna duda de que este país les debe mucho a las mujeres, antes y ahora. A muchas mujeres cuya historia nunca fue contada y que sigue sin ser contada en los medios de comunicación o en los libros de texto. Sus vidas, sus peleas diarias por que esas vidas fueran dignas para ellas y las personas de su alrededor, son el mejor testimonio de aquello de lo que somos capaces cuando ponemos lo que verdaderamente importa en el centro de lo que hacemos. Ellas son, como diría Alejandra Pizarnik, «las que me abrigan cuando el mundo me golpea». Ellas son las que me sirven de ejemplo cuando en la Comisión de Interior del Congreso intervengo para denunciar vulneraciones de derechos humanos y soy una de las pocas mujeres jóvenes que la constituyen. A ellas les dedico este texto en homenaje. Por todo lo que hemos conseguido pero, sobre todo, por todo lo que vamos a conseguir. Porque este país será con nosotras, o no será.

Ione Belarra (Pamplona, 1987) es una política y psicóloga española, miembro del consejo ciudadano estatal de Podemos. Tiene un grado superior en Integración social y una licenciatura en Psicología, además de un máster en Psicología de la educación. Ha trabajado en Cruz Roja, en la Comisión Española de Ayuda al Refugiado, en el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte y en la Universidad Autónoma de Madrid. Actualmente, es diputada por Navarra en el Congreso de los Diputados y portavoz adjunta del grupo confederal Unidos Podemos-EPEM en el Congreso de los Diputados.

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