España descubierta
España descubierta
Laura Fàbregas
“Desde que había llegado a la capital, nadie me había hablado bien de España. Tuvo que ser un extranjero el primero en hacerlo.”
Como suele suceder, es un viaje el que nos abre los ojos. Y la mirada del otro. En mi caso, esto sucedió al irme a vivir a Madrid, al compartir ciudad y sueños con personas muy diversas. Pero empecemos por el principio.
Nací y crecí feliz en un pueblo del noroeste de España. Pero mi infancia y adolescencia no fueron lo que podríamos llamar una infancia y adolescencias españolas. La razón es muy sencilla: en el pueblo de Cataluña donde crecí, como en otros pueblos, ni España ni lo español estaban muy bien vistos. Tampoco mal vistos. Simplemente eran algo lejano. Durante mucho tiempo, eso no fue grave ni traumático. Crecí libre, pero ahora sé que en mi educación faltaron algunos hitos sentimentales: todos aquellos que pudieran tener que ver con sentir una pizca de alegría por algún logro colectivo español celebrado en los medios. A cambio, tampoco me apenaba por las derrotas o fracasos, que tampoco eran míos.
Este escamoteo de mi parte española, esta desconexión con el resto de España, no generaba ningún sentimiento de odio en mí. Era más bien indiferencia. A veces, me sentía un poco frustrada si no podía alegrarme demasiado por la segunda Eurocopa conquistada o porque, por primera vez, una actriz española como Penélope Cruz ganara el Óscar a la mejor intérprete por la película Volver, de Pedro Almodóvar. Esta alegría a medias era una suerte de coitus interruptus. Una sensación, además, que era compartida por otros amigos.
Aunque cada uno lo vivía de forma distinta, claro. Algunos de mis mejores amigos lo veían como una forma de opresión: no poder salir del armario, no poder vivir libremente como autóctonos. Para muchos otros, entre ellos yo misma, la compensación por estos pequeños sinsabores era el narcisismo. Ese orgullo propio del que carecen la mayoría de los españoles. Sentirme mejor o diferente por el hecho de haber nacido en un lugar concreto del norte.
Entonces, un viaje, un cambio de paisaje. Durante el último año de carrera, el curso de prácticas me llevó a Madrid. «¿A Madrid?», solían interrogarme sorprendidos algunos de mis allegados. Yo también iba cargada de ciertas preconcepciones, pero intuía que la ciudad era algo más que la rivalidad futbolística… Al principio, la comparación era inevitable e intentaba sacar pecho de lo propio. Y si algo en mi nuevo destino funcionaba mejor lo atribuía a los favores políticos por ser la capital. Pero pronto me di cuenta de que Madrid la hacía toda la gente procedente de todos los lugares de España. Encontré muy buenos sitios para desayunar los mejores pa amb tomàquet, ambientes acogedores en los que tomar una caña bien tirada con tapa gratis y camareros muy chulos pero también muy generosos que no te perseguían con la cuenta. Te ofrecían lo mejor y sin prisa, ennobleciendo este oficio al no perder el trato cercano y familiar con el cliente.
Las metrópolis siempre son duras para alguien de fuera, pero la capital era accesible, integradora. Y, al mismo tiempo, nunca había perdido cierto aire y sensación de pueblo. Madrid estaba llena de catalanes, gallegos, andaluces, ingleses, canadienses o italianos a los que las principales empresas abrían sus puertas. No sólo las multinacionales —algo común en todo el mundo—, también las firmas españolas. Conocí a un italiano que trabajaba para el principal periódico del país y que me confesó que, en La Repubblica o el Corriere della Sera, sería inimaginable que un español ocupara su posición.
Su discurso me sorprendió. Desde que había llegado a la capital, nadie me había hablado tan bien de España. Tuvo que ser un extranjero el primero en hacerlo. Me explicó que había vivido en Alemania y Francia, y que España era uno de los países menos elitistas y clasistas de Europa. Más familiar incluso que Italia, su país natal. Y mucho menos machista, homófobo o racista de lo que los propios españoles creen de ellos mismos. Reconozco que esta falta de amor propio de los españoles me cautivó. Una parte de mí empezaba a darse cuenta de que, en este caso, era mejor pecar por ausencia que por exceso de orgullo patrio.
Unos años más tarde, me acordaría de esa conversación al leer en el diario dos informes. Uno del Pew Research Center, que situaba a España como el país del mundo más tolerante hacia la homosexualidad. Y otro de la ONG estadounidense Freedom House, en la que mi país sacaba matrícula de honor en derechos políticos y libertades civiles. Así, no pude evitar pensar que, mientras España era un sinónimo de libertad para las mujeres o los homosexuales, no lo era para mis amigos de infancia. Otra cosa que nos habían robado. España, además, era uno de los más concienciados del mundo contra la violencia de género. Mi experiencia personal —que había sido ser estudiante de intercambio en Estados Unidos— era la constatación de que había pocos países en los que las mujeres gocen de tanta igualdad y en el que los roles de género estén tan difuminados. También por lo que respecta a la emancipación y el conocimiento de la propia sexualidad. El caso más cercano que conocía era también Estados Unidos, uno de los diez países del mundo con más embarazos adolescentes. España, por el contrario, no aparecía en ninguna estadística de este tipo. Caía otro mito: el de la España machista.
Las dudas empezaban a apoderarse de mí, aunque me resistía. Era como mi tío, educado en el catolicismo, que descubrió a edad avanzada que era homosexual y no podía sino sentir mala conciencia en sus primeras relaciones sexuales con hombres. Iba en contra de lo que le habían enseñado. Pero la realidad cae por su propio peso de la misma forma en que la naturaleza se impone sobre las voluntades y creencias personales. En los trabajos que encadené en la capital coincidí con españoles de todas las autonomías. Era la ciudad de España con más gente proveniente de otros lugares. Me pareció, al fin y al cabo, un entorno mucho más rico que mi tierra natal, donde, desafortunadamente, el idioma autóctono se usa, a veces, también como barrera frente al talento y la competencia. Vi que se defendían en inglés o francés igual o mejor que mis amigos de siempre; que eran igual de currantes. En definitiva, que la picaresca del Lazarillo de Tormes y las fantasías del caballero Don Quijote de la Mancha, más que una realidad sobre el carácter de mis conciudadanos, eran sobre todo dos grandes obras universales.
Formaba parte de un país sin aires de superioridad. Más bien lo contrario. Poco importaba ser uno de los Estados pioneros en derechos de los homosexuales, o que la Organización Mundial de la Salud valorase nuestro sistema de salud nacional como el cuarto mejor del mundo. Eran los años de la crisis, muchos españoles se veían forzados a irse al extranjero. Entre éstos, millares de enfermeras que de inmediato encontraban trabajo en el Reino Unido, Austria o Suiza por sus elevados conocimientos. Es decir, por estar mucho mejor preparadas que las enfermeras de los destinos a los que se dirigían. Algo idéntico pasaba con los ingenieros, que se los disputaban en Alemania. Con esa cantera, no era de extrañar que España tuviera uno de los sistemas de salud más eficientes y una industria automovilística puntera. Aunque, a decir verdad, eso entonces no lo valoraba. No por desdén sino porque me interesaba por otro tipo de asuntos, como que la capital de mi país tuviera algunas de las pinacotecas más grandes del mundo. Goya y Velázquez eran únicos.
Ahora vivo en Madrid, pero no he dejado nunca de volver a mi pueblo. Para emprender ese viaje cruzo media España, con su variado paisaje y sus villas históricas. Mi país es el tercero del mundo con más patrimonio de la humanidad, sólo por detrás de Italia y China. Me siento afortunada de tener dos hogares. De ser tan catalana como antes y, al mismo tiempo, de haber redescubierto mi parte española. No me siento mejor ni peor, tan sólo afortunada. Es algo de lo que ya no quiero ni querría saber desprenderme. Me entristece pensar que muchos de mis amigos, a los que quiero y de los que ni la distancia ni la política ha conseguido distanciarme, siguen despreciando el patrimonio vital español que podrían hacer suyo si quisieran. Espero que no sea tarde para que hagan, como hice yo, su particular descubrimiento. Cada uno a su manera. Y a su tiempo.
Lo que tengo claro a día de hoy es que lo que pasa en mi comunidad autónoma sucede en muchos puntos del continente. En los años duros de la crisis, el fantasma del populismo recorrió Europa, pero los españoles demostraron obrar como personas mayores de edad. La mayoría de sus conciudadanos, finalmente, no creyeron a los que proponían fáciles dicotomías entre culpables e inocentes. Votaron cambio para castigar la gestión durante la crisis, pero se mantuvieron en lo conocido y lo aburrido. Puede parecer de un conservadurismo aterrador, pero la historia está llena de ejemplos donde las aventuras políticas y los cambios radicales suelen ser para empeorar la vida de los ciudadanos. En el Reino Unido triunfó el brexit, en Estados Unidos Donald Trump, pero España demostró madurez democrática al no sucumbir a las cómodas mentiras del populismo. Nunca más nadie podía darnos lecciones de democracia. Si la Transición fue un éxito que se estudia en todas las facultades de ciencia política del mundo, cuarenta años después nuestro país es una democracia consolidada. Y que no debe tener complejos frente a sus vecinos europeos.
La lección que aprendí es que España no es tan mala como me la habían pintado. Y que mi país ya no vive de cuentos y leyendas. Ha madurado. Es uno de los mayores activos europeos, y, quizá, uno de sus actores más necesarios en el nuevo siglo.
Laura Fàbregas (Barcelona, 1987) es periodista y licenciada en Ciencias Políticas. Es la delegada en Madrid del digital catalán Crónica Global y colabora en otros medios como TV3 y The Objective.