Discurso pirrónico

Discurso pirrónico

Jorge Freire

La búsqueda de las esencias es una tarea ímproba. No sé, ni me interesa, en qué consiste la idea de España, pero me gusta ser español y, en cuanto animal social —el buey solo mal se lame—, me gustan mis compatriotas.

Contaba con unos diez años cuando sentí por primera vez que me gustaba ser español, signifique eso lo que signifique. Supongo que la infancia es el único terreno que permite abonar ciertas pasiones, porque desde entonces no he vuelto a sentirlo con la misma intensidad. Claro que sigo albergando la intuición de que ser español no está nada mal, pero se trata de un contenido mediado, procedente de la experiencia sensible. En el fondo, eso es lo que quiero creer: que mi natural escepticismo propende a lo fenoménico y que mi gusto, entendido como el más profundo de los sentidos, nada tiene que ver con las fantasmagorías de la niñez. Aunque quién sabe.

Íbamos con cierta asiduidad a un pueblecito coruñés cercano a la costa. Que mantenga un recuerdo tan vivo de su iglesia parroquial me hace sospechar que fui rellenando huecos con la argamasa de la imaginación. Vislumbro sus tres sólidas torres, con sus cúpulas semiesféricas, y veo con claridad la imagen del apóstol, con su caballo piafante, en medio de la fachada neoclásica. Y, al pie del templo, el sepulcro de los Freire de Andrade, que yo me representaba como una estirpe de monjes guerreros a la que, de una manera remota, pertenecía.

Quien mantiene vivo un recuerdo de la infancia —yo lo hago— está salvado. Lo dice Aliosha Karamázov en la mejor novela de Dostoievski. ¿Es real mi recuerdo? Tanto da. No tardé en olvidarme de esos secos nobles que aplastaban con puño de hierro las revueltas de los irmandiños, pero, de alguna forma, mantuve intacta una fascinación infantil por ese linaje. Todavía hoy su remota formación cisterciense sigue atizando mi curiosidad. Quizá se deba a que los bernardos me caen simpáticos, con su cogulla blanca, su escapulario negro y su gusto por las cervezas trapenses, a pesar de que prefiero una Estrella Galicia a una Chimay. De un modo u otro, he pasado horas estableciendo pesquisas y saltando de rama en rama. En ocasiones he pensado que se debía a una cuestión de nominalismo: probablemente intuyese que el apellido Freire (derivado del latino frater) tenía algo que ver con mi identificación secreta con el fraile. No fueron pocas las veces que envidié su modo de vida cuando comenzó a despuntar mi vocación literaria: levantarme a los maitines de madrugada, seguir con mis tareas hasta la hora de realizar una comida frugal e irme a la cama a las siete de la tarde. Con veintipocos años me soñaba llevando esta vida rutinaria, ordenada y matutina, la escondida senda por donde han ido los pocos sabios que en el mundo han sido. ¡Cuántos libros habría escrito!

Desde entonces, el pasado de España no ha dejado de atraerme, y he tratado de regresar a él en infinidad de ocasiones. No es una empresa ardua para quienes alcanzamos la mayoría de edad al cumplir el siglo, aunque entraña ciertos riesgos. El peso de las generaciones pasadas ya no es el chichón que, a juicio de Karl Marx, oprime nuestras cabezas, aunque puede convertirse en una chepa intumescente si uno se pliega en exceso a ello.

Debo decir que la imaginación ha sido, desde mi primera infancia, el escotillón por el que me he colado siempre que me he aburrido o, como me ha sucedido de mayor, cada vez que la rutina ha amenazado con adocenarme. Sin embargo, como dice el protagonista de El corazón delator al comienzo del relato de Poe, les he dicho que soy nervioso, muy nervioso, pero no estoy loco. Recuerdo dos cosas de una excursión que realicé a Alba de Tormes durante mi año salmantino en compañía de un grupo de franceses e italianos. Por un lado, el plato de alubias y el vinazo de Arribes que me llenaban la andorga; por otro, la inefable sensación de que el enigma español se descifraba ante mis ojos y que, por unos instantes, se situaba en los intersticios de los mudejarismos charros y los surcos urbanos que habían dejado las órdenes militares. Cosas de la juventud. Desde entonces, no sé muy bien si la mirada se me ha acomodado a lo empírico o si una especie de dura catarata, por así decirlo, me sustrae cualquier visión metafísica.

Nací el mismo año que España firmó el tratado de adhesión a la CEE, normalizando en buena medida la situación del país. Es probable que el rescoldo europeísta no ofreciese suficiente lumbre para solucionar la cuestión de la diversidad nacional, que a la postre terminó escamoteándose. Pero, incluso cuando la hoguera se ha ido apagando con los años, pocos de mi generación niegan que España es europea —algo que es, a fuer de romana, desde el término de las guerras púnicas— y que eso del «problema español» es una pamema.

Y, sin embargo, algo me hace pensar que seguimos moviéndonos entre las abscisas y ordenadas de viejísimas querellas, como la que enfrentó a krausistas y reaccionarios —por mentar una que hoy es papel mojado—. Puede que la mía sea la primera generación capaz de escapar a la lógica binaria que lleva escindiendo esta piel de toro tendida al sol de mediodía —símbolo bifronte donde los haya: ora tótem cretense de ubérrima fertilidad, ora mancha endémica de una región uncida al atraso—; la misma lógica que divide en carlistas e isabelinos, patriotas y afrancesados, castizos e ilustrados. Un juego de contrarios ante el que, sintiéndome gallina en corral ajeno, me encojo de hombros. No soy de Isabel ni de Juana, aunque, todo sea dicho, a veces fantaseo con que la Beltraneja, después de ser expulsada por el suspicaz Enrique IV, hubiese vencido en Toro —el tótem, otra vez—. Cierto es que Aragón y Castilla no habrían unido sus reinos y, en consecuencia, no habría surgido España, pero habríamos mantenido los ojos en el Atlántico, por decirlo con Madariaga, y portugueses y castellanos habrían conservado el común iberismo que, según Camões, nunca perdieron del todo. En ocasiones, lo reconozco, me imagino al alférez Duarte de Almeida resistiendo con uñas y dientes, literalmente, y enarbolando el estandarte real con la fuerza de sus fauces hasta el momento postrero. Fantasías infantiles de un imposible iberismo. ¿Y qué?

Tengo la costumbre de bromear con mis compañeros de trabajo a cuento de las frases tontas que aparecen en los azucarillos. El otro día, durante la acostumbrada pausa para el desayuno, topé con una de esas frases que se vuelven especialmente odiosas cuando uno las piensa en serio: «Para atrás, ni para tomar impulso». ¡Valiente imbecilidad! El caso es que no me di cuenta de la envergadura del mensaje hasta un par de días después, como el polemista que, aquejado del célebre esprit de l’escalier, da con la respuesta perfecta a una disputa cuando ya está volviendo a su casa. Si esa frase, aparentemente inocua, tuviese razón, no podríamos jamás volver la cabeza, por miedo a que nos tragasen las entrañas de la tierra o a tornar estatua de sal. Nos veríamos, en resumidas cuentas, huyendo eternamente, como el ejército en desbandada que imaginó Aristóteles: cabalga y cabalga, escapando de un temible enemigo, hasta que, inopinadamente, uno de los fugitivos decide volver grupas y advierte, con perplejidad, que no hay enemigo alguno.

A mí me gusta pasar el rato imaginando las huellas neolíticas de los primeros agricultores, los penachos rojos de las centurias romanas, las fugaces acometidas de los visigodos y las desventuras de los celtíberos. ¿Pasa algo? Hay gente que hace cosas peores.

Naturalmente, cualquier extranjero se percata de que presentarse como español es una especie de captatio benevolentiae que hacemos con la boca chica; de que los españoles llevamos desde la intemerata mirándonos en la pletina de un microscopio con la reiterada terquedad de un neurótico. ¿Debemos, por tanto, dar de lado la memoria? Todo lo contrario. Pero ni la verdad surge de la mera obstinación —es inútil buscar perlas en el muladar— ni el talante obsesivo de una investigación da cuenta de su profundidad. De hecho, ni siquiera lo profundo tiene valor alguno por sí mismo. Nadie duda de que, mientras persevere en su descenso, el barón de Münchhausen sólo puede hundirse en las arenas movedizas. La solución estriba, a mi juicio, en convertir en autocrítica sana lo que hasta ahora no ha sido sino un reiterativo psicoanálisis nacional.

Quédese, por tanto, el excepcionalismo negrolegendario, con su melancólica introspección y su machacón inevitabilismo, para los apolillados libros de viajeros que hoy nadie lee: las anteojeras de su enconado racismo les hacían ver las tupidas frondas de la sabana desplegándose en la falda de los Pirineos. Sepúltese, a poder ser bajo siete sellos, en compañía de la interminable ringlera de obras que el cejijunto noventayochismo supo producir a comienzos del siglo pasado: El mal de España, El ser de España, España como problema… ¡Qué horror!

No cabe duda de que los pescadores de río revuelto encontraron un filón en el rancio Kulturpessimismus, pero no hay mal que cien años dure. Cierto es que, de entre los restos del naufragio imperial, surgió un país prometedor cuya semilla se extravió, agostándose, en los surcos de la reacción. Pero hoy, memoria histórica mediante, eso es agua pasada que no mueve molino.

La búsqueda de las esencias es una tarea ímproba. No sé, ni me interesa, en qué consiste la idea de España, pero me gusta ser español y, en cuanto animal social —el buey solo mal se lame—, me gustan mis compatriotas. Por supuesto, puede que esto tenga escaso valor. Gustibus non est disputandum, sentenciaban los latinos, pues sobre gustos, ajenos por completos a cualquier valor intersubjetivo, no puede haber nada escrito. Pero tengo mis razones, aunque éstas sean prosaicas, para afirmar que habito un lugar afortunado en el que es posible vivir y prosperar. Al ojo mundano, ajeno a abstracciones y ectoplasmas, le basta con saber que cuenta con un clima bonancible, una magnífica gastronomía y prácticamente todas las ventajas del primer mundo para emitir un juicio. Al fin y al cabo, el buen empirista es como esos marineros que dan la espalda a la línea del horizonte y embisten a flor de agua, con la vista en el más acá. Pero hay más. Todo me hace pensar que algunos rasgos del país —la libertad de costumbres; el respeto, que no mera tolerancia, por el diferente; la heteroclítica y, acaso, plurinacional policromía de sus regiones— pueden deberse a algo más arraigado: a saber, la larga tentativa española de conciliar contrarios, la indefinida convivencia de diferentes pueblos en el mismo suelo. Con todo eso me basta.

Jorge Freire (Madrid, 1985) es filósofo de formación y se dedica a la docencia. En 2015, publicó una biografía de la novelista estadounidense Edith Wharton. Su segundo libro, Arthur Koestler. Nuestro hombre en España (2017), obtuvo un buen reconocimiento crítico. Ha participado en las antologías Rulfo, cien años después (Huso, 2017) y Proyecto Wemen (Sílex, 2018). Colabora en El Mundo.

La España de Abel
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