La España posible

La España posible

Estefanía S. Vasconcellos

En mi mente, la España posible empezó el domingo 15 de mayo de 2011, con la gente recuperando las calles, hablando de política en voz alta, exportando dignidad al resto del mundo.

Cada vez que no estemos de acuerdo,

empecemos mejor

por la buena noticia:

«hoy, aquí,

dos personas se han hecho a la vez

la misma pregunta».

Propuesta de enmienda, LAURA CASIELLES

La buena noticia es que nos hemos hecho la misma pregunta: España entre interrogantes. La mala es que va de la mano de una segunda: cuál de ellas, y casi siempre de una tercera, especialmente en la última década: qué otras preguntas trata usted de ocultar detrás de esa palabra, dígame. Repasando la lista de nombres que participan en este libro es razonable pensar que algunas de nuestras respuestas, de nuestras Españas, son incompatibles. De verdad lo creo y me parece necesario aclararlo. Pero pese a todo aquí estamos: juntas, dispares pero compactas de algún modo, encoladas en el mismo lomo, sabiendo que los países, como los libros, hay que leerlos de forma distinta en cada momento. Y corregir los errores en las segundas ediciones. Y escribir otros muchos que contengan nuevos latidos. Ésta es mi propuesta de enmienda a un relato anticuado del ser español. Porque no basta con cambiar la portada, hay que actualizar la pregunta. Hoy, aquí, la España posible.

La España posible empieza con un clamor en amarillo y negro. Sin casa, sin curro, sin pensión, sin miedo. Con la luz de los días que crecen, con el olor de un mes de mayo en Madrid. Con Asela, que emigró a Edimburgo. Con Edu, que ahora vive en Barcelona. Con Miquel, que se fue de España y regresó. Con Noe, que sigue en la trinchera del periodismo. Con un ascenso por la calle de Alcalá hacia la Puerta del Sol, rodeada de Sísifos con pancartas. Violencia es cobrar 600 euros. No hay pan para tanto chorizo. No nos representan. Democracia Real YA. Con una primera acampada nocturna en la que no estuve (qué pereza, qué oportunidad perdida). Con la noticia de que habían desalojado la plaza y la vuelta al ruedo de nuestras esperanzas, que eran muchas. Con el virus de la dignidad contagiando otras ciudades, nunca vi tantas sonrisas juntas. Con aquel smartphone que compré justo a tiempo para tuitear por primera vez, cuando todo era nuevo y excitante. Con unas elecciones municipales en el horizonte y el aparato del Estado sumido en la confusión: el Gobierno, la Policía Nacional, la Junta Electoral, los grandes medios. Con los días y las noches al Sol.

Y por fin, un consenso de mínimos. Cuatro reivindicaciones que condensaban su desconcierto y nuestro descontento: la reforma electoral, la lucha contra la corrupción, la separación real de poderes y la creación de mecanismos de control ciudadano de la actividad política. Después vinieron otras marchas, otras lenguas, otras cargas policiales. Ocuppy Wall Street. #GlobalChange. Y unas elecciones generales. Y más de lo mismo. Y un rescate bancario. Y la portada aquella de «Pain in Spain», ¿se acuerdan? La del toro bravo con las banderillas clavadas y una S gigante cayendo sobre su cabeza. La sangre del animal era la nuestra. Y una huelga general. Y una pelota de goma reventando el ojo de Ester. Y las mareas de colores. Y los sábados rodeando el Congreso, búnker sordo de incompetencia.

En mi mente, la España posible empezó el domingo 15 de mayo de 2011, con la gente recuperando las calles, hablando de política en voz alta, exportando dignidad al resto del mundo. Esto es importante: nosotros, nosotras, el rabillo de los PIGS, acrónimo que la prensa anglosajona usaba para referirse a los países europeos más golpeados por la crisis (Portugal, Irlanda, Grecia y España), exportamos conciencia social y resistimos al embiste neoliberal sin lanzarnos en brazos de fantasías xenófobas. Pocos países europeos pueden decir lo mismo. No puedo presumir de una casualidad, y haber nacido en España lo es. Tampoco puedo felicitarme por vivir en un buen lugar, una democracia occidental, comparándolo con otros peores. Me parece frívolo: las miserias de otros no atenúan las nuestras. De lo que puedo estar orgullosa es de construir y compartir un despertar de cuarenta años de sueño y otros cuarenta de vergüenza, de coincidir en este momento histórico con personas que mejoran la vida del resto luchando por sus derechos: con esos hombres y mujeres que paran desahucios con su cuerpo, con quienes nos devuelven la memoria de las cunetas, con el feminismo más febril y transversal de nuestra historia. No me olvido de quienes, años atrás, marcaron a Europa el camino de las leyes LGTBI (ni del partido corrupto que trató de impedirlo, sin éxito, recurriendo al Tribunal Constitucional).

Aristóteles definía el movimiento como el paso de la potencia al acto. Es decir, de la posibilidad de ser algo al hecho de serlo, como la semilla que alberga en su interior el presagio de un árbol, y éste a su vez de una mesa o una escultura o un lápiz. Empecemos por abonar el terreno llamando a las cosas por su nombre: a la semilla, semilla; a los ladrones, ladrones; a las naciones, naciones; y a la patria, nuestra. A la palabra España le ha ocurrido lo que a los pañuelos de papel: que hemos terminado usando el nombre de una marca (Kleenex) y la hemos incluido en el diccionario como significante de una realidad más amplia, pañuelos desechables de papel de cualquier fabricante, color y textura. Lo mismo ocurre con típex y táper, porque resulta más fácil que decir «líquido corrector» o «recipiente con cierre hermético para guardar alimentos». Esta asimilación es el éxito definitivo del marketing comercial, como la asimilación de la España conservadora (marca registrada) con la España real (colores y texturas) es un logro de la dictadura y de las derechas que emanan de ella. Las palabras son los ladrillos de la civilización[*]: tenemos que dejar de lanzárnoslas a la cabeza y fabricarlas con materiales distintos. Con pan, por ejemplo. Y con trabajo digno. Y con sanidad y educación públicas a prueba de buitres. Y con cinco mil trasplantes al año, ofrendas palpitantes de humanidad. Hay que hacer lo mismo con las banderas, que usamos con menos reparo cuanto más lejos estamos de España, como un zoom que se aparta de las costuras y nos revela la escena completa. Hay que coserlas con nuevos hilos, con estos de aquí, trae también los tuyos.

He mencionado la distancia y eso me lleva al libro que escribí junto con Noemí López Trujillo sobre la nueva migración económica española, Volveremos. Memoria oral de los que se fueron durante la crisis (2016). Las entrevistas tuvieron lugar durante el año sin Gobierno. En el último capítulo preguntábamos a los protagonistas, emigrantes de distintas edades y profesiones, si querían volver a «casa». Varios respondieron que no querían volver a la misma España de la que se habían ido. «No sólo por mí, no quiero que mis hijas consideren que esa España es una cosa normal», decía uno de ellos. ¿Los motivos? El paro galopante, la corrupción, la impunidad y la crisis institucional. Sin embargo, proyectaban nostalgia hacia el futuro: echaban de menos lo que podríamos haber sido, lo que podemos llegar a ser. Me imagino a los liberales españoles de principios del siglo XIX echando la vista atrás y preguntándose dónde podríamos haber llegado si Fernando VII no hubiese abolido una de las Constituciones más avanzadas de Europa para restablecer el absolutismo más cenutrio que hemos soportado.

Que no nos condenen al pasado. Que una Constitución a la altura de este tiempo nos traiga vientos propicios. Y la luz de los días que crecen, y el olor de un mes de mayo en Madrid.

Estefanía S. Vasconcellos (Salamanca, 1988) es periodista y especialista en comunicación política. Forma parte del Instituto 25 de Mayo para la Democracia (I25M), la fundación social y cultural de Podemos. Además, ha publicado en medios como El Mundo, Jot Down y El Español.

La España de Abel
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