Mi Audi blanco
Mi Audi blanco
Miguel Aguilar
“Como todos los países, España no existe. España es, entre otras cosas, la suma de lo que los españoles pensamos de ella, de lo que los españoles queramos que sea.”
La casa de mis padres en Madrid está en una calle residencial, flanqueada por árboles, con poco tráfico salvo las mañanas y las tardes lectivas debido a la cercanía de un colegio.
En verano, no ya la calle sino el barrio entero es un páramo donde no pasa nada, ni nadie. Una tarde de agosto de hace algunos años, un vecino aparcó su Audi blanco frente a la casa y se fue a dormir. A primera hora de la mañana del día siguiente, el conductor de un autobús municipal perdió el control de su vehículo y arrolló el Audi, sin que hubiera que lamentar ningún otro daño material ni personal. El vecino envió un correo incrédulo a toda la comunidad contando lo sucedido, probablemente en parte para explicárselo a sí mismo, que arrancaba así: «Yo tenía un Audi blanco…».
En los días aciagos del otoño pasado conté a menudo esta anécdota absurda, que remataba diciendo «Yo tenía un país que funcionaba». Porque la sensación de pérdida repentina e incomprensible, acelerada desde las vergonzosas votaciones del Parlament de Catalunya el 6 y el 7 de septiembre, era la misma que la del vecino. Te vas a dormir un día y al día siguiente el Estado de derecho ha dejado de aplicarse donde vives y unos señores (y señoras) han impuesto una legalidad paralela que ignora y vulnera tus derechos y libertades. Ya sabemos que sólo se aprecia lo que se pierde, quizá por eso esos días de otoño sirvieron para que muchos nos diéramos cuenta de lo que teníamos.
Lo que teníamos, lo que afortunadamente aún tenemos, es un país con múltiples problemas pero que funciona, como hemos visto. Un país que ha escrito una historia de indudable éxito en los últimos cuarenta años. Un país abierto, moderno y acogedor. Un país incómodo con su pasado (¿y qué país puede estar cómodo con el suyo?), que se maneja mucho mejor con una identidad débil que si saca pecho: los sonrojantes intentos de ponerle letra al himno son la mejor demostración. Al mismo tiempo, es un país asombroso porque ha logrado fundar un orgullo compartido sobre un pacto. Aquí no hay un Churchill ni un Pearl Harbour que mitificar, ni un De Gaulle ni partisanos que idealizar. Hace varios siglos que las victorias del ejército español sólo han sido sobre otros españoles. Y sin embargo, hace no tantos años logramos fundar, sin intervención extranjera, frente a los casos de Italia, Alemania o Japón, una democracia equiparable en sus virtudes y sus defectos a las mejores democracias del mundo. Logramos, lograron, entre todos, un pacto en el que todos cedían y todos ganaban, ganaban doble porque el pacto en sí ya era una victoria. España es un país fundado sobre la derrota de sus propios fantasmas y el cierre, imperfecto y siempre mejorable, de sus fracturas. Un país que se ha vencido a sí mismo merece al menos un respeto.
Pero hay más. España es el segundo país más visitado del mundo, y está entre los diez mejores para trabajadores expatriados. Es decir, objetivamente, España gusta. No es raro: es un país seguro, con buen clima, excelente gastronomía, playas, naturaleza, arte, cultura y hábitos hedonistas. Sin embargo, hace apenas cincuenta años, España era un motivo de vergüenza para muchos españoles, que al viajar sentían que su pasaporte les hacía cómplices de una dictadura tan cruel como cutre. Y la patrimonialización de la identidad española por parte de esa dictadura generó una incomodidad evidente entre muchas personas: pasé varios veranos de mi adolescencia en Bélgica, en una escuela de francés que tenía una amplia representación de españoles. En los recreos se organizaban partidos de fútbol entre España y el Resto del Mundo. Amparado en mi buen nivel de inglés, yo jugaba con el Resto del Mundo.
Desde aquellos veranos belgas, he vivido en el norte de Inglaterra, en Londres, en Bruselas y en Madagascar. Cuando llegué a Barcelona en septiembre de 1999, me encontré con una ciudad cosmopolita, henchido de una identidad posnacional que tan bien describe Michael Ignatieff en Sangre y pertenencia. Pero, como él explica, esa identidad sólo está al alcance de quienes pueden dar por sentada su pertenencia a un Estado que garantiza sus derechos y libertades. Esa obviedad se fue haciendo tangible de una manera lenta pero constante en los últimos años, hasta cobrar plena vigencia el pasado otoño, cuando coincidieron totalmente la crecida de una identidad cívica colectiva con la necesidad personal de un apoyo para una identidad difusa. La paradoja resultante es que me gusta España porque me permite soslayar mi identidad nacional. Porque en la inevitable arbitrariedad que rige el concierto de las naciones, la idea que sostiene a España me parece bastante tolerable y poco hostil, tan discutida por dentro como respetada por fuera. Al fin y al cabo, no podemos olvidar que nuestros principios democráticos son fuertes y sólidos porque están basados en el deseo de millones y millones de españoles de convivir en paz y en libertad. Así se ha construido la España de las últimas décadas.
Hay una extraordinaria tira de Quino en la que Manolito, el amigo de Mafalda hijo de unos tenderos de origen español, se lamenta de las miserias de su familia durante varias viñetas. En la penúltima, Mafalda, solidaria, le da toda la razón porque su familia es un desastre. En ese momento, Manolito se revuelve airado y grita: «¡A mi familia sólo la critico yo!». Ésa es la relación que tengo con España después de tantos años, la plena conciencia de sus pecados y una inevitable voluntad de protección. Porque, como todos los países, España no existe. España es, entre otras cosas, la suma de lo que los españoles pensamos de ella, de lo que los españoles queramos que sea. Hoy hay muchos españoles que quieren que España sea un país que me guste; un país en el que me encantase vivir. Hay otras ideas de España que me gustan menos. Pero dejar de creer en las alternativas buenas por la posibilidad de las alternativas menos buenas prejuzga el resultado y hace inevitable que salga mal. Me gusta España porque pienso que al gustarme puedo contribuir a que sea un país mejor, y que me guste más, y así retroalimentar un círculo virtuoso.
No sé si el nacionalismo se cura viajando, sí soy consciente de que haber vivido en varios países genera un saludable escepticismo sobre la excepcionalidad de ningún lugar. La tortilla de patata es excelente, pero un Sunday roast inglés o un romazava royale malgache no le andan lejos. ¿Por qué me gusta España entonces? Quizá sea hora de reconocer que lo que ocurre es que, dado que he nacido aquí, la prefiero a cualquiera de sus alternativas: al coste de la no España. Y que si fuera portugués, o inglés o malgache, probablemente tampoco me gustarían demasiado mis países, pero los aceptaría y los valoraría e intentaría hacerlos mejores. Los mimbres de España para mejorar son muy aprovechables: el pacto como mito fundacional, el recuerdo de la tragedia como estímulo para evitarla, un imperio que se hundió hace tanto que no se puede reclamar ninguna grandeza (la inmensa ventaja de un país que te permite no tomarlo demasiado en serio, como Italia y su imperio, aún más antiguo y su caos actual).
España es la que se alza ante el asesinato de Miguel Ángel Blanco y la que luego silba a Raimon en el concierto de homenaje. La de tantos amigos madrileños que han aprendido catalán y la de otros tantos que viven su uso como una ofensa. La de Almodóvar y la de Rouco, la de cerrado y sacristía que ora y embiste y la otra igual de bruta que describe Machado. La de los ayuntamientos del cambio y la del voto inasequible a la corrupción. Es Torquemada y es Picasso. Pero tampoco en eso somos únicos, todo país está lleno de contradicciones, porque eso es ser humano, y los países son construcciones humanas. Y lo importante es ser conscientes de que en cierta medida podemos elegir qué país de los posibles es el nuestro.
Poco antes de morir, mi madre me dijo en un tono nostálgico que casi nunca empleaba que lo que de verdad sentía es que mi hermana y yo no hubiéramos vivido la ilusión de crear un país nuevo; una ilusión y un esfuerzo que ella vivió en primera línea. Me gusta pensar que esa ilusión y ese esfuerzo no cayeron en saco roto. Que esa España que ella ayudó a levantar merecía la pena. Quizá ése sea el sino y la justificación de toda identidad, que los hijos puedan justificar el desvelo de los padres, porque la única patria es la infancia. Si es así, me quedo tranquilo. La España en la que mis padres participaron es mejor que la que recibieron. Espero, espero, que la que mis hijos reciban sea mejor que la mía. Si no lo es, espero poder al menos argüir en mi defensa que hice más por España, por una cierta idea de España, que mi vecino por su Audi blanco. Que si la España que me gusta acaba por no ser, no sea porque yo no la haya defendido, y dormía cuando fue arrollada.
Miguel Aguilar (Madrid, 1976) es editor. Tras estudiar ciencias políticas en el Reino Unido (Universidad de Hull y London School of Economics) se instaló en Barcelona, donde en la actualidad dirige los sellos Debate y Taurus e intenta infructuosamente que sus hijos no se hagan del Barça.