Una fábula española. Euston Square

Una fábula española. Euston Square

Ignacio Peyró

Véase que nosotros, que llegamos a publicitar el «Spain is different», hemos podido celebrar cómo los hispanistas empiezan a tratarnos no como «una víctima del sur», sino, en palabras de Raymond Carr, como «un país normal». Un país —por cierto— que puede mejorar cuando se lacera menos y se exige más.

Hacia 1820 y 1830, los españoles exiliados en Londres quizá fueran gentes —como observa Alcalá Galiano— «erradas por lo común en las doctrinas», pero, conforme al resorte ético que abrillanta lo pobre con lo honrado, al menos se encontraban «puros del ruin delito de la corrupción, en situación de honrosa indigencia». Sus ideas liberales en nada parecían chocar con la pervivencia de esa moral hidalga: Pecchio confirma que cada uno de ellos «portava in trionfo la sua povertà», en tanto que Carlyle los describe, por la parte de Euston y St. Pancras, paseando su «condición trágica» con la dignidad de «leones númidas enjaulados». De arrabal de Londres a estación de metro, dos siglos después, a uno se le hace difícil pasar por Euston Square —tan cerca de donde vivo— y no dedicar un pensamiento a aquellos «españoles desdichados» que tuvieron que acogerse «a cielos tan distintos a los suyos».

No es de extrañar que fuera otro exiliado —Vicente Llorens— quien estudiara con más ahínco la peripecia de estos transterrados: desde que el Cid, tan fuertemientre llorando, tomase el camino del destierro, hay quien ha querido ver el éxodo como un designio entre nosotros, como una maldición propiamente española. Pareciera que siempre unos españoles les han sobrado o sido incómodos a otros españoles, y —de alumbrados a jesuitas— muchos de los nuestros han tenido que dormir con la maleta de cartón bajo la cama. Es España como «gran madrastra». Y aun cuando pareciera hablar por esas «heridas mal cerradas del corazón del desterrado», uno de nuestros huidos más insignes de la época, Blanco-White, ya convertirá el dolor y el vituperio en un primer barrunto de fatalismo hispánico. Se hace difícil leerlo: «España es incurable».

Irónicamente, los primeros que creerían en esos determinismos de la historia de España no iban a ser los españoles, sino tantos viajeros foráneos para los que —como escribe Jiménez Lozano— «España no es España si deja de ser romántica, con su hambre, su ignorancia y sus negros fantasmas». Caminantes británicos y —en menor medida— continentales comenzaron, a partir de ese mismo primer tercio del XIX, a imaginar España como «un país de anomalías». No se trata de los burdeles presididos por una imagen de la Virgen que vio Brenan. Del Ochocientos en adelante, el tópico hispánico va a adquirir una consistencia que sobrepasa el gesto folclórico y tendrá mucho de condescendencia ajena y complejo de inferioridad cultural propio. Ahí están los lugares comunes de la «España indolente», el «mañana, mañana», nuestro carácter de avanzadilla de África o la descripción de una vida nacional «entregada a la conversación, la siesta, el paseo, la música y la danza». Reforzados de generación en generación, estos tópicos han vivido hasta hoy en la proyección exterior de España y también han hecho sentir su desaliento a la hora de mirarnos nosotros mismos al espejo. En ocasiones, parecemos habernos convencido de que tenemos la patente de todo un elenco de defectos: además de los citados, todavía podríamos añadir apasionamiento, localismo —geográfico y moral— o descrédito de la inteligencia, por ejemplo. Y, notablemente, ahí estaría la pulsión por posar con nuestro mejor cainismo en todo lo que va de Goya a Picasso.

Los viajeros británicos no iban a cambiar mucho de un siglo a otro: si Ford se había quejado —¡antes de 1850!— de que en España apenas hubiera ya monjes ni mantillas, nada menos que Orwell aprecia, en las callejas de Lérida y Barbastro, «una especie de eco lejano de la España que mora en la imaginación de todos», en un pack que incluye «rebaños de cabras, mazmorras de la Inquisición», «gitanos, canciones en la calle»; y, por supuesto, «mujeres con mantilla negra». Pero si los viajeros británicos cambiaron poco, los exiliados españoles, en el espacio de un siglo, tampoco iban a cambiar más que de liberales a republicanos. Sus mismos sentimientos iban a ser —de un éxodo a otro— muy similares, quizá porque «en la vida del desterrado alternan y se mezclan las penas con las ilusiones» sin importar la época. Y si «la malaventurada España» causa penar entre los Torenos y los Rivas del XIX en Euston Square, en el siglo XX y en Temple —tan cerca de donde trabajo—, Cernuda consignará que España es «sólo un nombre», que «España ha muerto». Al lado del reproche o del insulto, sin embargo, siempre vamos a encontrar el rescoldo de un amor que no se extingue. Y el poeta no puede menos que rendirse al evocar una geografía embellecida —ennoblecida— por Galdós: «el nombre de ciudad, de barrio o pueblo, / por todo el español espacio soleado», desde el «Portillo de Gilimón o Sal si puedes» hasta «Cádiz, Toledo, Aranjuez, Gerona». La sobriedad de ese amor nos emociona hoy tanto como emocionó a un poeta que tenía menos razón de amor hacia España que cualquiera de nosotros. Pero ya en el XIX nuestros liberales se habían considerado integrantes de una España de perdedores, de una España que se encontraba —ciertamente— «vencida y prófuga», pero «viva aún en tierra extraña», con su poso de afectos. Será que, para unos y otros, España iba a ser algo más que una prisión o un pasaporte, que el lugar de las injurias o los derechos iba a ser también una raíz, una trama de complicidades, un trabajo de la imaginación capaz de representar la noción de comunidad y de pertenencia.

Quizá por eso, aun cuando los exilios londinenses tuvieran sus «odios acerbos», las vivencias de nuestros exiliados no dejan de escribir ante nosotros uno de los retratos más amables y emotivos de nuestro país: el formado por las solidaridades, asistencias y cortesías de unos españoles para con otros, por distintos que fueran. La bonhomía con que un cura asturiano, hermano de Riego, reparte chorizos «legítimos extremeños» para confortar a los enfermos. La soltura con que la UGT podía organizar los bailes y el Opus Dei convocar las misas de las muchachas que, pasados los años cincuenta, se iban a Londres a servir. La naturalidad con que todos dieron en llamar, a aquel arbolillo de sus reuniones en Somers Town, «el árbol de Guernica». Y es hermoso y justo que en la España de nuestro último exilio prendiera pronto algún presagio de concordia, porque una de las acepciones más dulces de España es la de los españoles expatriados. Eso ocurre hoy como ha venido ocurriendo siempre. Pero tiene sus momentos insignes: la paz, la piedad y el perdón con que Salazar Chapela, republicano, dedica a Panero, franquista, su Perico en Londres: «por encima de trincheras».

Si la España enfrentada fue real, no menos real ha sido —es— la España reconciliada, como bien sabemos aquellos que, hijos de la UCD, nacimos con Suárez. Y, con toda la imperfección que achaquemos a la política, es bueno saber que, en poco más de una generación, los españoles pasamos de la guerra a la convivencia en democracia. Y no será tan horrible la vida que nos hemos dado cuando, en apenas una semana, quien esto escribe ha podido publicar una tribuna en defensa de nuestra monarquía constitucional y rendir homenaje a un exiliado republicano en Oxford. Si la España contemporánea necesita un revestimiento afectivo, en la Transición bien podemos encontrar nuestra épica —con el extra de que, desde la igualdad entre españoles a nuestra apertura al mundo, es una épica, por así decirlo, avalada por la estadística—. Véase que nosotros, que llegamos a publicitar el «Spain is different», hemos podido celebrar cómo los hispanistas empiezan a tratarnos no como «una víctima del sur», sino, en palabras de Raymond Carr, como «un país normal». Un país —por cierto— que puede mejorar cuando se lacera menos y se exige más.

Cierto viajero continental, allá por el XIX, habló de la resistencia atávica y la imposibilidad física del ferrocarril en España, al tiempo que se preguntaba quién haría el trabajo, toda vez que los españoles «odian siquiera la idea de moverse». Bien: por esos caminos de bandoleros hoy acelera el AVE. Las ventas que olían a ajo ahora se han reconvertido en Relais & Châteaux. Y aquí, en Londres, si hay un español por Euston Square no es porque sea un exiliado: es porque va a la sede de cierta empresa, también española, llamada Banco Santander. No, no todas nuestras historias terminan mal.

Ignacio Peyró (Madrid, 1980) es periodista y escritor, autor de Pompa y circunstancia. Diccionario sentimental de la cultura inglesa (Fórcola) y de Comimos y bebimos (Libros del Asteroide). Además, es traductor y prologuista de obras de Waugh, Auchincloss, Huysmans, Kipling, Valle-Inclán o Assía, entre otros, ha dirigido la edición de Lo mejor de Ambos Mundos, es autor de diversas monografías sobre arte, y ha participado en obras colectivas como el Atlas de literatura universal. En su itinerario periodístico ha trabajado como corresponsal político y redactor jefe de cultura y ha fundado o dirigido medios de cultura y opinión como Ambos Mundos, Nueva Revista Digital o El Subjetivo. Habitual como firma de opinión, periodismo literario y literatura, ha publicado sus trabajos en los más conocidos medios nacionales e hispanoamericanos y ha sido consejero de EFE. En materia de comunicación, ha asesorado a diversas personalidades y ha trabajado en la Presidencia del Gobierno, donde llegó a dirigir la Unidad de discursos. Ha presentado sus trabajos en instituciones como el CEPC, la Universidad de Oxford o la Fundación Juan March. Ahora dirige el Instituto Cervantes de Londres.

La España de Abel
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