Persecuciones, matanzas y simpatías difusas.
¿Nos comerán o nos darán de comer los chinos?

Cuando Miguel López de Legazpi pisó Filipinas en 1571, los chinos ya estaban allí. La expedición del conquistador guipuzcoano encontró en la isla de Luzón una comunidad de unos doscientos hombres que no tenían demasiado que ver con los nativos, descritos en las crónicas de época como «indios» alegres y tranquilos de espíritu, indolentes e incapaces para el trabajo duro. Mientras que los mercaderes chinos parecían bien organizados y viajaban de un lado a otro cargados con fardos. Se les bautizó sangleyes (los que vienen y van) y fueron aumentando en número en los años sucesivos. Durante las primeras décadas de dominación española, se encargaron de alimentar la ruta comercial pionera entre las dos costas del Pacífico: el galeón de Acapulco-Manila, que viajaba hacia América cargado de seda y artículos exóticos y regresaba a Asia lleno de plata. Con sus pequeños sampanes, miles de sangleyes cubrían el último tramo del itinerario, uniendo los asentamientos españoles de Filipinas con las costas de China. El propio Legazpi dejó escritas unas líneas con las que describía la impresión que le causó la primera expedición comercial que atracó en Manila para tantear el mercado.

Trajeron damasquillos de labores y tafetanes de todos colores, seda torcida y floja, seda cruda en madera, loza de porcelana dorada y blanca, azúcar, naranjas dulces, pimienta y azúcar candía, harina de trigo, orozuz, almizcle y otros olores, azogue y cajuelas pintadas y otros muchos dijes y sacadineros, de cada cosa poca cantidad.

Al comprobar la rentabilidad del mercadeo, muchos sangleyes fueron optando por quedarse a vivir alrededor de la ciudadela construida por los españoles en Manila. Pronto entendieron que podían prosperar no solo comerciando, sino también a la sombra de las necesidades de los colonos españoles y de las riquezas que traían en sus buques. Para finales del siglo XVI, los chinos ya vendían casi de todo: desde el pan que se comía hasta los materiales para construir las casas, comercios y murallas, pasando por productos europeos que aprendieron a fabricar en poco tiempo, incluidos iconos religiosos. También ofrecían sus servicios como mano de obra cualificada y artesanos. El primer obispo de Manila, Domingo de Salazar, los elogiaba así: «(Admiro) la buena diligencia y el trabajar mucho de los sangleyes, (que) hacen casas de sillería buenas y baratas y con tanta brevedad que dentro de un año ha habido hombre que ha hecho casas en esta ciudad para vivir en ella».

Poco a poco, la fórmula se fue extendiendo al resto de actividades económicas. Y así, mientras los chinos acaparaban la economía productiva, abrían negocios y ofrecían servicios, los españoles vivían cómodamente, dedicándose a la administración del asentamiento, la religión y la gestión de las extraordinarias rentas que generaba el comercio con Acapulco.

La Manila de los siglos XVIXVII era además un escenario donde la miscelánea de la primera globalización se ponía a prueba. Entre otros, convivieron filipinos, españoles, japoneses, armenios, portugueses, holandeses, ingleses, franceses, gentes de Java y Sumatra, esclavos africanos, indios americanos y criollos mexicanos. De todas las comunidades, la china fue la más próspera, la que mejor supo organizarse y la que más rápido creció, llegando a controlar los resortes económicos del archipiélago. También fue la única que consiguió preocupar seriamente a los pobladores españoles. Ya no solo por razones económicas, sino por la propia integridad territorial de la colonia. Los notables de la ciudad no tardaron en poner por escrito los temores que se iban cobrando terreno en los salones de la pequeña comunidad atrincherada «intramuros», dentro de la muralla. Allí, los pobladores españoles, llegados en su mayor parte desde la península y México, no superaban el millar. Mientras, los chinos llegaron a formar una comunidad de treinta mil personas.

Los sucesivos gobernadores hicieron muchos esfuerzos por mantener controlados a los sangleyes, acomodándolos en guetos ubicados estratégicamente a tiro de los cañones y haciéndoles pagar una «tasa de residencia». El barrio chino creció principalmente alrededor del llamado Parían, pero también en zonas como Binondo o Tondo, que servían de áreas de distribución y mercados, con una enorme concentración de tiendas y talleres donde vivían familias enteras. Con nuevas y sucesivas ordenanzas, se intentó limitar también su flujo migratorio que, sin embargo, solo decrecía después de revueltas, matanzas y expulsiones, para volver a aumentar al poco tiempo. Controlar su llegada era casi imposible, ya que la mayoría entraban en Filipinas aprovechándose de fronteras porosas, burócratas corruptos y fisuras en el sistema de control. Hace cuatro siglos, como hoy, quienes emigraban desde China se apoyaban en la comunidad asentada y contraían deudas para pagar el viaje.

Los sangleyes se las ingeniaron incluso para extender su área de influencia por todo el archipiélago, algo que los colonos españoles les habían prohibido. Según las crónicas, burlaban los controles, pagaban corruptelas o asumían multas que a menudo eran menores a las ganancias de sus mercadeos. Se convirtieron, por ejemplo, en intermediarios entre los productores filipinos y el mercado español, una red que en la práctica les daba control sobre los resortes de la distribución en todas las islas. El procurador de la ciudad, Diego de Villatoro, se quejaba amargamente: «No solo por su mano se vende todo, sino que a los naturales que se aplican a los oficios que ejerce el chino los persiguen hasta conseguir que los dejen».

La relación se fue deteriorando y los incidentes entre chinos y españoles aumentaron. Algunos casos fueron observados con preocupación, llegando a plantearse en la mismísima Corte española. Uno de los escándalos más sonados fue el asesinato del gobernador Gómez Pérez Dasmariñas, traicionado por los remeros chinos en una galera en 1594, cuando se dirigía a conquistar las islas Molucas. Los cerca de cuatrocientos sangleyes de la tripulación se amotinaron y pasaron a cuchillo a los capataces, lo que a su vez desató una ola de represalias en Manila. El escándalo disparó las alarmas y sacó a la luz las contradicciones de una relación que oscilaba del entendimiento al odio. Había ya por entonces voces que pedían su expulsión e incluso pasarlos a todos a cuchillo. Eran minoría, ya que los españoles de Manila se enriquecían y beneficiaban del contacto con China, e hicieron grandes esfuerzos por mantenerlos. Además de su papel clave en el comercio, los mercaderes sangleyes prestaban ingentes cantidades de dinero a políticos y comerciantes, pagaban abultados impuestos y llenaban la barriga de funcionarios y administradores corruptos. Existía también el temor a una reacción del cercano Imperio chino, una potencia somnolienta pero que infundía respeto. El recelo mutuo acabaría desencadenando la violencia.

El atardecer en la bahía de Manila es uno de los más bellos del mundo. El sol cae a peso sobre el malecón y se sumerge en el océano desplegando sobre el agua una paleta de rojos, naranjas y dorados. Luis Pérez de Dasmariñas, hijo del gobernador asesinado pocos años antes, asistió al espectáculo por última vez el otoño de 1603. A pesar de la trágica muerte de su padre, él seguía manteniendo una relación especial con la comunidad china, con la que había encauzado fructíferos negocios. El joven Dasmariñas ni siquiera abandonó su residencia en Binondo, al otro lado del río, donde él mismo había impulsado la creación de un nuevo barrio chino. Vivía y comerciaba con los sangleyes desde hacía años y no estaba dispuesto a cambiar de hábitos.

Esa mañana, en Binondo y en toda Manila reinaba la inquietud. En el malecón, en las iglesias y en cada casa, se hablaba del desembarco de tres ricos mandarines que habían llegado a hombros de sus criados en sillas de marfil adornadas con insignias de magistrados. El más poderoso de los tres era militar, un hombre de guerra al servicio de un virrey del Imperio Celeste. Como tal, fue recibido con un ostentoso festejo. Los españoles arrugaban la nariz con desconfianza al aventurar los motivos de la visita. Corrían rumores. Se decía que un comerciante chino instalado en Manila, al que las crónicas de época llaman Tiongong, les había invitado a ver una «montaña de oro» en Cavite. Según las habladurías, cuando los tres mandarines llegaron al lugar en cuestión se encontraron un montículo de piedra y tierra. Fatigados por el viaje, colmaron de insultos al comerciante quien, desde la colina, señalaba con el dedo los muros de la colonia española. «Si queréis que todo esto sea oro, oro es».

Las autoridades de Manila siguieron con atención a la comitiva. Los religiosos que conocían la lengua de los chinos, e incluso algunos sangleyes católicos integrados en la sociedad «intramuros», hilaban prosa con los temores de la gente, asegurando que aquella visita podría preceder a una expedición de conquista desde las costas chinas. El propio arzobispo de la ciudad, Miguel de Benavides, aconsejó que el gobernador despachara pronto a los mandarines para evitar que estos husmearan por las murallas y advirtiesen la escasez de efectivos de la ciudadela y lo endebles que eran sus defensas. Tiongong, insistían los rumores, había solicitado naves y soldados para tomar por la fuerza los tesoros de Manila, tan apetecibles como mal protegidos.

Los tres potentados se marcharon, pero dejaron tras de sí la sombra de la amenaza. En Binondo, Luis Pérez de Dasmariñas veía crecer el miedo y la desconfianza. Murallas adentro, fermentaba el odio. Si los buques de guerra chinos aparecían en el horizonte, ¿cómo podrían defenderse teniendo en casa al enemigo, a miles de esos comerciantes y artesanos sangleyes que nunca dicen lo que piensan? ¿No sería mejor pasarlos a cuchillo antes de que fuera demasiado tarde? Como medida de precaución, el gobernador se aseguró la lealtad de la comunidad japonesa y de los propios «indios» filipinos, repartiendo armas y previniéndolos contra los chinos. Encorvados en sus talleres y comercios, los sangleyes recibían noticias alarmantes. Además del inusual ajetreo de mensajeros, notaban un creciente desprecio, incluso por parte de sus clientes más antiguos.

Desde su residencia de Binondo, Luis Pérez de Dasmariñas tuvo que observar cómo el miedo precipitaba los acontecimientos. Presos por el pánico, los chinos empezaron a pensar que los soldados españoles les caerían encima en plena noche. Su inquietud era tan ruidosa que llegó a oídos del gobernador, quien se apresuró a tranquilizarlos haciéndoles llegar un mensaje. Para muchos sangleyes esta fue la prueba definitiva de que se estaba tramando una matanza. De lo contrario, ¿por qué habría de dirigirse a ellos el gobernador? Pensando que todo estaba perdido, unos pocos llegaron a ahorcarse en sus negocios. El resto, la mayoría, se apresuró a organizar la defensa y a repartir cuchillos y herramientas con las que defenderse. Sin poder soportar por más tiempo la incertidumbre, dieron ellos el primer golpe.

Las crónicas españolas recuerdan que, «más por miedo que por voluntad», los chinos se levantaron la víspera de la festividad de San Francisco. En su barrio, Luis Pérez de Dasmariñas escuchó instrumentos de combate y vio tremolar banderas. Los chinos se abalanzaron sobre casas y haciendas españolas, prendiéndoles fuego y matando a quienes les salían al paso. El hijo del difunto gobernador buscó evitar la suerte que había corrido su padre y se puso al mando de la resistencia. Primero mandó trasladar a las mujeres y los niños a una iglesia y después plantó cara al motín, al frente de los más fieles de entre los chinos católicos y de veinte arcabuceros que se encontraban de guardia en Binondo. Los enemigos, poco acostumbrados a la violencia y mal organizados, se retiraron en desbandada, asesinando en su huida a los pocos europeos que se cruzaron por el camino. Al final de la escapada y sin saber dónde refugiarse, acabaron atrincherándose en las casas y la iglesia de Tondo, no lejos de las murallas de Manila.

Luis Pérez de Dasmariñas pidió refuerzos y esperó hasta el anochecer. La idea era contraatacar cuanto antes, pues los sangleyes estaban aún aturdidos, cansados y hambrientos. En respuesta, desde intramuros partieron más de cien hombres, escogidos entre los mejores y más nobles soldados de la ciudad y capitaneados por el propio sobrino del gobernador, Tomás de Acuña. Era una fuerza pequeña pero suficiente, se pensó, para reducir a los cerca de seis mil chinos alzados, incapaces para la guerra y sin armas adecuadas para el combate. En su camino, los soldados españoles se encontraron con trescientos chinos envalentonados, a quienes embistieron e hicieron retroceder hacia un cañaveral. La persecución entre los gruesos juncos provocó una enorme confusión y desorganizó al batallón. Desde la distancia, los chinos que aguardaban atrincherados en Tondo entendieron que tenían una oportunidad. Se abalanzaron a cientos y aislaron a las fuerzas de Dasmariñas en pequeños grupos, que combatieron hasta quedarse sin fuerzas. El hijo del exgobernador cayó a manos de los sangleyes, como su padre.

La victoria envalentonó a los chinos, que se lanzaron a por la ciudad de Manila. Los cronistas aseguran que llegaron a montar incluso artilugios de madera, máquinas más altas que las murallas para asaltar la fortaleza. Fue en vano, ya que los españoles respondieron con artillería y después con ataques relámpago, logrando despejar los fosos. De nuevo despavoridos y cada vez más hambrientos, los sangleyes corrieron tierra adentro, perseguidos por un ejército muy inferior en número pero capitaneado por soldados profesionales y engrosado por fieles japoneses y filipinos. Cuando los chinos plantaban cara, se les afrontaba disparando flechas y arcabuces y guardando distancias con estacas de madera apuntaladas en el terreno. En sucesivas escaramuzas, culminaron la matanza, dejando a su paso el rastro de miles de cadáveres. El 30 de octubre, según las crónicas, no quedaba sublevado chino con vida y todo quedó muy quieto. Los pobladores de la ciudad se enfrentaban ahora a un nuevo problema: el desabastecimiento. Muertos y huidos los chinos, la ciudad no disponía de alimentos, ni vestidos, ni sedas que enviar a Acapulco. Tanto era así que se decidió mandar una expedición hasta las costas del Imperio Celeste para explicarle al Virrey de Chincheo lo ocurrido y solicitar que se volviese a alimentar el comercio, como si nada hubiera pasado. Los mandarines aceptaron el trato e incluso vendieron municiones para reponer las armerías de Manila.

No tardaron en llegar nuevos mercaderes sangleyes a bordo de sus sampanes, cargados de mercancías y dispuestos a repoblar los barrios que habían quedado desiertos. Parián y Binondo recobraron la serenidad y en sus callejuelas floreció de nuevo el comercio. Durante ciertos periodos se logró recuperar una convivencia armoniosa y hubo notables ejemplos de entendimiento, cooperación y simbiosis. Los gobernadores estaban especialmente contentos con los mestizos de sangre chino-filipina, a quienes se atribuía la capacidad de trabajo de los primeros y la buena disposición de ánimo, fe y obediencia de los segundos.

Pero el recuerdo de las matanzas y el odio racial seguían latentes. Ya en 1639 se produjo otra violenta revuelta, esta vez caldeada por las extorsiones a las que el alcalde mayor de la provincia sometía a los chinos. El detonante fue el aumento del precio de la licencia anual de residencia, una de las medidas impuestas por los españoles para limitar y sacar rendimiento económico a la presencia china. En esta ocasión fue el gobernador Hurtado de Mendoza quien hizo frente a una fuerza mucho mayor en número, aunque peor pertrechada que la suya. Se cuenta que murieron entre veintidos mil y veinticuatro mil sangleyes.

A principios de 1686 se produjo otro episodio violento, contenido rápidamente por las fuerzas españolas. Meses después, los panaderos chinos fueron acusados de mezclar vidrio molido en la masa de las hogazas para asesinar a los españoles. Se llegó a celebrar un juicio, en el que se concluyó que había sido un accidente. El clima estaba ya demasiado enrarecido y todavía colgaban de las puertas del Parián los cadáveres de siete cabecillas sublevados en la última revuelta. Entre los colonos españoles era cada vez más popular la idea de expulsar a los sangleyes, al menos a aquellos no convertidos al catolicismo. El decreto llegó en 1686 y fue objeto de muchos cálculos económicos, estratégicos, religiosos y políticos. La orden daba a los chinos un año de plazo para abandonar las islas, contemplaba excepciones y, por supuesto, mantenía abiertas las fronteras para incentivar el intercambio de mercancía. Solo en 1755 se consiguió que la presencia china en Filipinas empezara a disminuir drásticamente. Con todo, los sangleyes siguieron controlando una parte fundamental del comercio. Su influencia permaneció latente y volvió a ganar terreno en los siglos posteriores. Bajo dominio español, estadounidense o filipino, siguieron comerciando y haciendo dinero, creciendo en número y poderío. Como en otros países del sudeste asiático, acabaron formando una de las elites más importantes del país. En Binondo, donde vivió Luis Pérez de Dasmariñas, pueden visitarse las huellas del episodio histórico. El barrio ha sido engullido por el caos urbanístico de Manila, pero resisten cientos de edificios bajos, de piedras decrépitas, donde aún se alojan bodegas abigarradas con productos de todo género. Las inscripciones en caracteres chinos, las casas de masaje, la humedad y el humo denso de las vaporeras mantienen su identidad en el tiempo. Está considerado el barrio chino más viejo del mundo y uno de los más auténticos.

Al leer los relatos de la época y el trabajo de los historiadores que como Antonio García-Abásolo[1] han reconstruido la convivencia entre chinos y españoles en Filipinas, resulta difícil resistir la tentación de hacer comparaciones entre la Manila de hace cuatrocientos años y el mundo de hoy. Lo cierto es que las relaciones con los inmigrantes chinos han oscilado siempre entre la cooperación y el resentimiento, entre el comercio y la hostilidad. Se trata de una constante que se repite a lo largo de la historia y a lo ancho de la geografía mundial. En muchos casos, desencadenando salvajadas, como las perpetradas en México entre 1911 y 1944, periodo de las llamadas «campañas antichinas[2]», en las que se sucedieron masacres[3], deportaciones masivas, e incluso la reclusión forzosa de miles de personas que murieron de enfermedades y hambre en centros penitenciarios como el de la isla María Magdalena. En 1923 se llegaron a aprobar leyes según las cuales los chinos no podían «vender comestibles», ni «entrar en restaurantes y museos», ni «casarse con mexicanos», ni «salir de sus barrios después de medianoche», tampoco «acceder a puestos públicos». Mucho más reciente es la campaña orquestada por el régimen de Suharto en Indonesia donde, a finales de los noventa, se descargó contra la comunidad china toda la frustración generada por una profunda crisis económica. Enardecidos por los mensajes de un gobierno que culpaba a las minorías chinas de los problemas del país, miles de personas se echaron a la calle, saquearon negocios, violaron y asesinaron a cientos de comerciantes. Los soldados de Suharto contribuyeron a la persecución, matando a cientos de miles de chinos acusados de pertenecer a «células comunistas[4]». En otras ocasiones y otras latitudes, las relaciones se han sabido encauzar mucho mejor. Un buen ejemplo es Canadá, donde la población de origen chino rozaba en 2009 el millón y medio de habitantes, un 4,5 por ciento del total, siendo además una de las minorías más dinámicas y emprendedoras del país[5].

En la España contemporánea el fenómeno es reciente y las tensiones, exceptuando casos aislados como el de Elche[6], permanecen por ahora latentes. Solo en los últimos años algunos chinos han empezado a sentirse acosados. Una de las principales quejas de sus asociaciones es la imagen ofrecida por los medios de comunicación, un malestar que resumía bien un artículo publicado en el Ouhua Bao[7] bajo el título «¿Por qué los medios españoles están obsesionados con sus visiones antichinas?» y en el que se comentaban varios reportajes aparecidos en diarios nacionales.

Se puede oler la hostilidad desde el titular (…) Se relaciona el deterioro de la industria local con el desarrollo de los negocios chinos y esto no es nuevo, es un cliché que lleva a pensar que los chinos están apoderándose de la economía (…) Durante los periodos de crisis económica e inestabilidad social, es alarmante ver tantas expresiones antichinas, que afectan a los negocios chinos y deterioran la comunicación con la población local. Si estos sentimientos no se canalizan debidamente, cosas terribles como la quema de zapatos de Elche podrían volver a ocurrir en cualquier momento. Lo que yo sugiero es que nos relacionemos más con la sociedad local y nos comportemos siempre correctamente al hacer negocios y en la vida cotidiana.

No solo en las conversaciones de bar y los medios de comunicación, también en ambientes académicos surgen manifestaciones de rechazo frontales. Uno de los discursos más articulados es la llamada «teoría de la economía parasitaria china», un axioma incendiario inventado por Julián Pavón, economista y catedrático de la Universidad Politécnica de Madrid. Él mismo colgó en internet varios vídeos explicando su tesis, monólogos que han alcanzado varios millones de visitas en pocos meses y que resonaron con fuerza durante la extensa cobertura de la Operación Emperador que inundó televisiones, radios y periódicos durante días.

China está en el origen de la crisis actual (…) Lo que está haciendo China en España es aplicar implacablemente su modelo parasitario de expansión económica. ¿En qué consiste dicho modelo? Los chinos crean empresas chinas, que emplean chinos para vender productos chinos fabricados por chinos en China. Segundo elemento del modelo: los ingresos que estas empresas obtienen en España a través de consumidores españoles son incorporados a bancos chinos que llevan dicho dinero a China (…) Y entretanto, en España, cinco millones de desempleados[8].

En realidad, las empresas occidentales han contribuido tanto o más que los inmigrantes chinos a incrementar la capacidad productiva y exportadora del gigante asiático, cuyo auge económico sí que está cambiando el orden mundial, pero por vías y mecanismos diferentes a la que Pavón plantea en su discurso. Basta echar un vistazo en cualquier hogar español para entender que la maquinaria exportadora china no es un circuito cerrado. La proporción (y precio de venta) de los artículos de Todo a 100 adquiridos en tiendas regentadas por chinos palidece en comparación a la de otros igualmente «made in China» pero comercializados por alguna de las miles de firmas que como Microsoft, Apple, Zara, El Corte Inglés o Toyota, tienen fábricas, subcontratas o proveedores en China. Si entramos a analizar el origen de los componentes, entonces el reto consiste en encontrar un producto que no tenga alguna pieza, embalaje o materia prima procedente de un país que en 2010 capitalizaba ya el 20 por ciento de la producción mundial, según la consultora IHS Global. A lo largo de 2011, más de cuatrocientas cincuenta mil empresas establecidas en China, muchas de ellas de matriz extranjero, recibieron inversión desde el exterior, según datos del Ministerio de Comercio. Las multinacionales extranjeras se llevan, además, la mayor parte de los beneficios cuando deslocalizan. El caso de Apple es uno de los más ilustrativos y mejor estudiados. El margen de beneficio de la empresa californiana fue en 2011 superior al 30 por ciento. Ese mismo año, el margen de Foxconn, la firma taiwanesa que fabrica en China buena parte de sus aparatos electrónicos, apenas alcanzaba el 1,5 por ciento.

El «modelo parasitario» hace aguas por otros sitios. En almacenes mayoristas como los de Cobo Calleja, por ejemplo, compran muchos comerciantes que no son chinos, sino españoles, incluidas grandes cadenas de distribución cuya masiva inversión publicitaria funciona como un blindaje a la hora de evitar los ataques de la prensa. Y aunque la mayoría de los productos en venta proceden del mismo país, los mayoristas chinos venden también artículos fabricados en España, Italia, Turquía, Tailandia, por no hablar de sus tiendas de alimentación y sus restaurantes, donde la despensa mayormente se abastece con género procedente de mercados y distribuidores locales. En definitiva, a pesar de su carácter cerrado y endogámico, y aunque se hayan valido del despegue de su país de origen para impulsar sus negocios y hacer dinero, la prosperidad de los inmigrantes chinos asentados en España es una manifestación epidérmica dentro de un proceso global, mucho más amplio y trascendente. El ascenso de China es el aspecto más llamativo de la expansión del libre mercado por el planeta y la consecuente redistribución de la riqueza que esto supone. Por un lado, tiende a equilibrar el desbalance existente entre primer y tercer mundo; por otro, exacerba las desigualdades, acumulando el capital en cada vez menos manos.

Superando los planteamientos en blanco y negro, la presencia de inmigrantes chinos en España muestra toda una escala de grises. Su implantación es ventajosa o desventajosa dependiendo del prisma a través del cual se mire. Resulta sin duda una mala noticia para quienes tienen que competir con ellos en pequeñas tiendas de alimentación, de textiles, bazares, peluquerías, negocios que, en todo caso, están sufriendo un impacto mucho más doloroso por la proliferación de grandes centros comerciales y franquicias de multinacionales. Otra cosa son las trampas que los empresarios chinos acostumbran a hacer en el proceso de importación, en el envío ilegal de capitales a China, en la venta de mercancía sin declarar y en el resto de irregularidades con las que logran evadir impuestos, trabajar al margen de la normativa y blanquear dinero. Todo ello constituye un problema serio que afecta al conjunto de la economía y un agravio comparativo frente a quienes se ganan la vida cumpliendo sus obligaciones con Hacienda. No sería justo, en todo caso, aislar sus culpabilidades del contexto español, en el que cerca del 23 por ciento del PIB se mueve bajo cuerda (más del doble de la media europea) y se defraudan anualmente unos setenta mil millones de euros, el equivalente al gasto sanitario[9]. Según un informe elaborado por técnicos de Hacienda en 2011, el 71 por ciento de dicho fraude es responsabilidad de las grandes empresas y las grandes fortunas que, en conjunto, consiguieron evadir durante el ejercicio 2010 un total de 42 711 millones de euros.

La presencia de inmigrantes chinos tiene también aspectos positivos. Es una buena noticia, por ejemplo, para aquellos que les alquilan los locales que regentan (muchos de los cuales se habrían desocupado durante la crisis) y para quienes hacen negocios con sus empresas. Y, sobre todo, abre ante los consumidores un enorme abanico de productos y servicios a bajo precio: menús y cortes de pelo, badulaques abiertos a todas horas, artículos de saldo, etcétera. Su actividad enriquece también las arcas de la Seguridad Social, cuyas prestaciones además suelen utilizar por debajo de la media. En abril de 2012 había ya más de ochenta y seis mil contribuyentes chinos y se convertían en uno de los únicos colectivos que seguía aumentando el número de altas en medio de la crisis. Ingresan y, por ahora, apenas gastan, ya que pocos han empezado a cobrar pensiones y algunos nunca lo harán: a menudo se jubilan y se retiran en China sin haber cotizado el número mínimo de años. Tampoco parecen utilizar demasiado hospitales y centros públicos. En cuanto tienen dinero suficiente para pagárselo, prefieren acudir al sector privado, algo típico de la mentalidad china contemporánea. Menos favorable para los intereses de los españoles es su política de contratación, que solo tira de la mano de obra local cuando no queda más remedio. Con un matiz: muchos de estos inmigrantes chinos ya son, o se convertirán pronto, en españoles. Según datos de la Asociación de Chinos en España, en 2011, unos veinte mil tenían ya el pasaporte y otros cien mil podrían acceder a la ciudadanía antes de 2017.

El carácter de la comunidad china asentada en España está, finalmente, en sintonía con el espíritu de nuestro tiempo y con las recetas para superar la crisis que nos ofrecen organismos internacionales y economistas: emprender una y otra vez sin rendirse nunca, ahorrar, renunciar al ocio y a vocaciones improductivas, poner el trabajo por delante y el dinero como medida de todas las cosas, aceptar las desigualdades como algo natural, respetar las jerarquías, obedecer y apoyarse exclusivamente en los esfuerzos propios sin esperar nada gratis, mucho menos del gobierno. Una mentalidad que además une el pasado con el futuro y no es tan diferente a la de la generación española de la posguerra.

Han Mo tenía diecisiete años cuando oyó hablar por primera vez español. Estaba en clase, en un instituto cerca de Boston, en Estados Unidos, donde sus padres la habían mandado un semestre de intercambio. Su inglés no era perfecto, de modo que pasaba las tardes en un aula de refuerzo repleta de ecuatorianos, mexicanos, argentinos y colombianos.

Todos hablaban entre ellos y cada uno era de un país diferente. ¡No me lo podía creer! Pensé que el español tenía que ser un idioma muy útil y muy rico si se puede entender en tantos países.

A las pocas semanas, Mo le pidió a uno de sus compañeros más jóvenes, un chico de doce años, una lista con algunas palabras en español para memorizarlas.

Me escribió un montón de palabrotas en un papel y me dijo que eran frases para saludar, para despedirse, esas cosas. Era una broma, claro, para reírse de mí. Una chica latina se dio cuenta, le regañó, le insultó y vino a pedirme disculpas. La escena me conmovió. ¡Ella no me conocía de nada y me había ayudado, se había peleado por mí! Esas cosas en China son impensables, un desconocido no se va a preocupar por ti. Pensé que los latinos eran gente muy cálida y muy dulce. Me impresionó.

Han pasado nueve años desde aquello y Han Mo alterna ahora su nombre chino con el inglés (Emily) y el español (Ainhoa). Es una joven educada y culta, que viste con elegancia, mide con cuidado sus palabras y se tapa la boca con delicadeza para beber y comer. Trabaja en la Consejería de Educación de la embajada española en Pekín, donde ha conseguido colocarse después de terminar la carrera de Filología Hispánica, pasar un año estudiando español en Alcalá de Henares, cursar dos máster en la Universidad Complutense de Madrid y trabajar durante un año en el Instituto Cervantes.

El tiempo que vivió en España lo aprovechó para viajar a París, Roma, Sevilla, Barcelona, Toledo, Valencia y decenas de ciudades más. Fue a menudo al teatro y al cine, acudió a conciertos, hizo amigos y se interesó por entender el alma de los españoles y su manera de ver el mundo. Aprovechando que no hay que pagar la entrada una hora antes del cierre, pasó muchas tardes paseando por las salas del Prado y el Reina Sofía, observando con detenimiento los cuadros.

Me enteré de que se llevaron muchas pinturas del Prado durante la Guerra Civil para evitar que las destruyeran. Luego las trajeron de vuelta. Eso me impresiona de España, que todo tiene una historia, incluidos los edificios y las calles. Se siguen utilizando edificios con cuatrocientos años para dar clase, para poner oficinas o para vivir. En China eso no existe. Aquí todo cambia, todo es nuevo.

Cuando vivía en Madrid, su familia vino a visitarla desde Pekín. Su padre es profesor de una universidad para adultos y su madre se dedica a dar clase a futuros docentes de educación primaria. Ainhoa, que es hija única como la mayoría de los chinos urbanos, les guió por los rincones que a ella más le habían gustado.

Madrid no les gustó, decían que era cutre porque no era ni moderna ni antigua. Toledo les pareció mejor y Alcalá de Henares también. Para nosotros España es un sitio muy distinto. Son dimensiones a las que no estamos acostumbrados. Pekín es como Tokio, Hong Kong o Seúl, grandes ciudades asiáticas, internacionales, cosmopolitas, anónimas, con rascacielos, donde la vida va muy deprisa, se recorren grandes distancias y estás a todas horas rodeado de gente. En Alcalá todo es pequeño y las casas tienen dos o cuatro plantas. ¡Lo más alto son los campanarios! Los vecinos te saludan y los negocios no cierran, no renuevan, siguen igual de generación en generación. ¡Hay panaderías que tienen cien años y siguen en el mismo sitio! Eso me parece increíble. A mi padre le gustó mucho.

La vida de Ainhoa en Alcalá de Henares y Madrid era radicalmente diferente a la de los chinos que vinieron en busca de trabajo y fortuna. Rodeada de otros estudiantes, apenas tenía relación con los dueños de las tiendas y negocios chinos. Es más: algunos aspectos de su forma de pensar, vivir y relacionarse le resultaban sorprendentes.

Para empezar, los inmigrantes que hay en España vienen de otras regiones, no tienen nada que ver con Pekín. Pueden ser tan distintos como un francés y un danés. Además, los chinos que tenemos dinero para ir al extranjero procedemos de otro mundo. En China se dice que la gente de las grandes ciudades y los intelectuales viven en una torre de marfil, que no conocen el resto. Y es verdad. Yo me siento descolocada en la China rural, casi como un extranjero. También hay algo así como una discriminación hacia la gente del campo o de ciudades de menos categoría. Nosotros, en la gran ciudad, pensamos que todos los demás chinos son campesinos y los despreciamos un poco, la verdad. ¡Es que hay muchas diferencias! En España, por ejemplo, la gente pensaba que yo era japonesa, no china, porque estaban demasiado acostumbrados a otro tipo de chinos, que visten y se comportan de manera diferente a la de nosotros los estudiantes.

Lo que más lamenta Ainhoa de su paso por España es no haberse podido integrar más. Las barreras culturales, admite, se le hicieron insalvables y en los tres años que pasó en Madrid, solo hizo dos buenos amigos españoles, a pesar de sus muchos intentos.

Las diferencias culturales son demasiado grandes. Por ejemplo, los españoles, para hacerse amigos tuyos de verdad, necesitan salir de fiesta contigo. Pero a muchos asiáticos no nos gusta ir de fiesta. Es algo que no entendemos. ¿Pasar horas en un bar hasta las tantas de la mañana? La música está muy alta y no se puede hablar. ¿Por qué lo hacen todos los fines de semana los españoles? Supongo que es una de esas particularidades extrañas que tienen todas las culturas. Los chinos quedamos a cenar a las seis de la tarde y luego nos vamos a dormir, o planeamos excursiones, juegos, hacemos deporte… Nos divertimos con esas cosas. Pero, claro, si me llamas a las once de la noche para quedar, a esas horas yo ya he cenado, me he bañado, y estoy pensando en irme a dormir. ¡A esas horas ya no quiero salir de casa!

En diez años los estudiantes chinos se han multiplicado por doce en las universidades españolas y en 2012 eran ya más de cinco mil, el cuarto colectivo extracomunitario solo por detrás de estadounidenses, mexicanos y colombianos. Los chinos que pasean hoy por las ciudades españolas se parecen cada vez más a Ainhoa y cada vez menos a aquellos inmigrantes pobres llegados de Zhejiang. Un vistazo a las cifras del consulado español de Pekín confirma la impresión. En los primeros nueve meses de 2012, el número de visados concedidos por motivos de turismo, negocios o estudios era ya treinta y ocho veces superior al de los visados de trabajo y reagrupación familiar. Y mientras las primeras categorías crecían entre un 10 y un 35 por ciento anual, las otras caían más de un 40 por ciento. Es un hecho que quienes viajan hoy a España desde China disponen de un poder adquisitivo medio o alto y un estilo de vida urbano. Más que inmigrantes son expatriados o turistas. La mayoría vienen a gastar dinero, aprender nuestra cultura o mejorar la competitividad de grandes empresas que, como Telefónica[10], contratan ejecutivos asiáticos para reforzar su proyección internacional. Es previsible que el desembarco de ejecutivos, hombres de negocios, estudiantes y turistas siga aumentando en los próximos años al mismo ritmo que China crece y se abre al mundo.

Una de las pocas cosas buenas que ha dejado la crisis en España es la convicción de que internacionalizarse es un proceso inaplazable. La balanza comercial es, seguramente, lo único que ha mejorado[11] desde que estalló la burbuja. Urgidos por la necesidad, autoridades y empresas españolas buscan con más ímpetu que nunca mercados en los que colocar sus productos, inversores dispuestos a mover capital hacia nuestras fronteras y ahorradores que depositen confianza en nuestra desprestigiada deuda pública. Son todas necesidades que se ajustan bien a las características y prioridades de la economía china. El país asiático es el primer ahorrador del mundo[12] y el que más invierte en comprar deuda extranjera. También sostiene el mercado más prometedor del futuro (el de los mil cuatrocientos millones de consumidores) y sus empresas, tanto estatales como privadas, tienen orden de lanzar operaciones de expansión por todo el mundo[13]. Por si fuera poco, se espera que a partir de 2020 viajen al extranjero unos cien millones de turistas chinos cada año. Aunque el 90 por ciento no salen del entorno asiático, España se puso la meta, seguramente descabellada, de atraer al menos un 1 por ciento. En 2012 andaban por los ciento cincuenta mil[14], una cifra importante que, sin embargo, palidece ante las registradas por otros países europeos.

No se puede desligar a la comunidad inmigrante china de los desafíos y oportunidades que presenta su país de origen en el marco internacional. España salió tarde y mal preparada al encuentro del «milagro chino», pero las cifras han empezado a enderezarse en los últimos años. Las exportaciones hacia China crecieron un 33 por ciento en 2010 y un 28 por ciento en 2011. En el primer trimestre de 2012, el gigante asiático ya había entrado en la lista de los doce países que más compran a España, por delante de todos los latinoamericanos y duplicando a naciones de la potencia consumidora de Japón[15]. Aunque la balanza comercial sigue siendo muy desequilibrada a favor de China, desde 2008 las importaciones y las exportaciones evolucionan lentamente hacia la convergencia[16]. También empiezan a abrirse paso tímidamente las inversiones de capital chino, prácticamente inexistentes hasta 2009[17]. Y aunque siguen siendo casos aislados, multinacionales como Huawei o Haier han puesto la península ibérica en el mapa. La primera de ellas es una de las mayores compañías de telecomunicación del planeta. Desembarcó en España en 2001 y diez años después mantenía una plantilla de seiscientos trabajadores, de los cuales más del 60 por ciento eran españoles. Haier, por su parte, es líder mundial en producción de electrodomésticos. Uno de sus altos ejecutivos me aseguró que estaba valorando la posibilidad de abrir fábricas ensambladoras en Europa, «quizá en España[18]». Mención aparte merece la compra de deuda pública. En una reunión con empresarios españoles en Pekín celebrada en 2011, el entonces ministro de Industria, el socialista Miguel Sebastián, insistió en que «nadie nos ha ayudado tanto como los chinos en los últimos tiempos, ni siquiera los aliados tradicionales[19]». Aunque los datos no son del todo transparentes, se calcula que China posee alrededor del 8,5 por ciento de la deuda española en manos extranjeras.

Al tiempo que se buscan activamente y se promueven constantemente, los lazos económicos y políticos con China siguen despertando recelos en toda Europa y generan muchas dudas. Un analista de mercados europeos que trabaja para el principal banco de inversión chino me explicó que desde que estalló la crisis se han negociado varias operaciones importantes en España.

Pero todas han acabado en fracaso. No hemos conseguido cerrar nada. Y eso que lo hemos intentado en muchos sectores. Fundamentalmente nos interesan dos cosas: empresas con potencial para exportar al mercado chino y tecnología o patentes. Serían acuerdos que beneficiarían a las dos partes, pero en España todavía existen sentimientos ambiguos respecto a China. No hay confianza. Solo quieren vendernos basura, o nos piden que invirtamos sin dar nada a cambio. Lo que quieren los españoles son donaciones, no inversiones. España tiene que admitir que está en crisis y que necesita capitales. Es una pena, pero China invierte mucho menos en España que en otros países en crisis y el potencial es muy grande.

Los motivos de recelo son variados y tienen fundamento. La compra de deuda soberana europea, por ejemplo, se presenta a menudo como una forma de «secuestrar» la voluntad y el compromiso democrático de los países agraciados por la generosidad de la potencia asiática. A cambio de su dinero, China obtiene mayor capacidad de influencia y cierto margen para lavar su imagen de feroz dictadura. Pekín puede exigir, y lo hace a menudo, que bajen de tono las críticas internacionales por la situación del Tíbet, que los líderes occidentales traten como un apestado al Dalai Lama, o que se ningunee a los disidentes políticos encarcelados. Mucho menos idealista es la pega que se suele poner al desembarco de empresas chinas, sobre todo cuando se trata de compañías punteras en las que China puede impulsarse para dar el «salto tecnológico» y ponerse al nivel de Estados Unidos y Europa. El miedo es que la «fábrica del mundo» se apropie de la tecnología y se lleve después la producción a su territorio, dejando a Occidente sin ninguna ventaja competitiva. Es una historia que en los últimos años se ha repetido decenas de veces, en decenas de sectores, desde la industria alimentaria hasta la producción de maquinaria industrial. Las voces más críticas cuestionan otras muchas cosas. Por ejemplo, plantean si es conveniente permitir que los conglomerados estatales chinos entren en sectores estratégicos europeos, como el puerto griego de Pireo o como la red eléctrica española, donde Moncloa habría bloqueado en verano de 2012 una inversión de mil doscientos millones de euros[20]. También es recurrente citar los agravios por la falta de «reciprocidad»: las muchas limitaciones, barreras de entrada y tratos desventajosos, a menudo muy turbios, a las que se someten los empresarios occidentales que buscan hacer negocios, vender sus productos o traer sus empresas a China.

Se podría decir que, como cualquier otra potencia, Pekín utiliza el dinero para hacer diplomacia, la diplomacia para hacer más dinero y ambas cosas para fortalecer su posición y la de sus empresas. Con un importante matiz: China es una dictadura de partido único donde se violan sistemáticamente los Derechos Humanos y donde el poder político y económico se concentra en manos de una oligarquía copada por las familias que controlan el Partido Comunista[21]. Su régimen es responsable de al menos el 80 por ciento de las condenas a muerte que se ejecutan en el mundo[22], las torturas y detenciones irregulares siguen estando a la orden del día, la escasa disidencia política es aplastada y encarcelada por delitos de opinión[23], la censura en internet y en los medios de comunicación sigue siendo férrea[24], la población apenas dispone de margen para controlar los excesos de su corrupta clase política. Por muchas matizaciones a pie de página y muchas comparaciones retóricas con las democracias occidentales que se quieran hacer, el expediente de atropellos es excesivo, algo a lo que los defensores del régimen responden asegurando que se trata de un «mal necesario» para mantener el orden en un país gigantesco y marcado por los desequilibrios. En este sentido, y al contrario que otros países como Gran Bretaña, Noruega o Canadá, la diplomacia española ha sido pragmática y complaciente con China en las últimas décadas, con independencia del partido político en el poder. No en vano, una de las frases más repetidas por los altos cargos chinos en los encuentros bilaterales con sus homólogos españoles es esa que afirma que «España es el mejor amigo de China en la Unión Europea».

Las precauciones se antojan necesarias, pero volverle la espalda al gran fenómeno económico de nuestro tiempo tampoco parece una opción. Lo que sí se puede hacer es afrontar su despegue con las ideas claras, lo mejor preparados posible: con instituciones fuertes y con un plan de choque para maximizar las oportunidades y minimizar los riesgos. Un mayor conocimiento de la cultura empresarial china, por ejemplo, no solo nos ayudaría a vender nuestros productos allí, sino también a evitar que su mercancía evada impuestos en nuestras aduanas, algo que ha estado sucediendo al menos durante los últimos veinte años. En lugar de ignorar, idealizar o despreciar a China, lo inteligente sería encajar lo mejor posible su ascenso, intentando revertir en nuestro favor los efectos colaterales del mismo. La comunidad inmigrante puede contribuir a afrontar el desafío y ayudarnos a navegar entre los matices controlando el riesgo al naufragio, tal y como ha sucedido en países como Canadá o Estados Unidos. Su aportación resulta especialmente urgente en España, un país cerrado en sí mismo y sin apenas experiencia en Asia. Como hemos visto en las páginas de este libro, algunos miembros de la comunidad china ya están trabajando en esa dirección: abriéndole paso a nuestra «marca país» y nuestros productos en el mercado con más recorrido del planeta; canalizando inversiones que acaban convirtiéndose en puestos de trabajo, impuestos y valor añadido; acercando su cultura y su idioma, el más hablado del mundo y el segundo más solicitado ya en educación infantil[25]; adaptando nuestra potente industria turística a las necesidades, gustos y exigencias de los turistas chinos.

El camino por recorrer es todavía muy largo y hay mucho en juego. Según un estudio realizado en 2008, algo más de la mitad de la población urbana china no sabían absolutamente nada sobre España[26]. Del resto, la inmensa mayoría citaba los toros y el fútbol. La proporción quizá haya variado ligeramente gracias a los éxitos de la Roja y del empeoramiento de la crisis, pero la sensación es que seguimos fuera del radar y que nuestra imagen internacional empeora casi al mismo ritmo que China gana presencia y poder. Los sondeos dejan una puerta entreabierta a la esperanza: la mayoría de los encuestados tenían una idea neutra o ligeramente favorable de España y los españoles. Javier Noya, responsable del estudio más ambicioso[27] que se ha hecho al respecto, lo denomina «simpatía difusa». Es decir: el país llamado a convertirse en primera potencia económica mundial en los próximos años nos profesa un sentimiento ambiguo y nebuloso, aunque con cierta predisposición a dejarse enamorar. Muchos factores contribuirán a definir esta imagen, entre ellos el testimonio de los doscientos mil «embajadores» que se enfrentan cada día a los numerosos defectos y las abundantes virtudes del pueblo español.

Pekín, octubre de 2012