Comer amargo:
camas calientes y corazones fríos.
¿Cómo empiezan los chinos en España?
No resulta sencillo encontrar la pensión del señor Xiang He. Está camuflada en el tercer piso de un edificio de apartamentos en el madrileño barrio de Usera. Su anonimato se sustenta en una lista de normas que, clavada en la corchera de la entrada, ocupa página y media. Entre otras cosas, se sugiere que los inquilinos no utilicen el ascensor, que se abstengan de hablar chino en el portal y de fumar en la escalera. Con más severidad se prohíbe levantar la voz en las habitaciones e involucrarse en cualquier actividad que pueda atraer la atención de la policía. Se trata de evitar que los vecinos del inmueble se sientan incómodos y comiencen a hacer preguntas. Porque el negocio, que parece funcionar bien, carece de licencias, de contratos y, por supuesto, de cualquier relación con Hacienda. El idioma utilizado para gestionar el hospicio, el mandarín, ayuda a disimular el trasiego. Así, sin tener que preocuparse por lo que dirán los vecinos, el señor Xiang He empapela semanalmente el barrio con carteles ofreciendo camas libres. Al pasar frente a ellos, la mayoría de la gente solo ve garabatos, caracteres imposibles de descifrar. Lo mismo ocurre con los anuncios por palabras que contrata en los periódicos chinos editados en España, en los foros de internet o en la página web de la pensión, donde los clientes pueden hacer reservas, e incluso solicitar un servicio de «recogida» en el aeropuerto. El señor Xiang He se encarga a veces de ir a recogerlos, aunque rara vez utiliza su coche. Para ahorrar, el trayecto Barajas-Usera lo cubre en metro. Ida y vuelta. Y con las maletas del cliente a cuestas si es necesario.
El de la clandestinidad es uno de los pocos detalles que se asimila al tópico de lo que debería ser una pensión china que da acogida a inmigrantes recién llegados. Al entrar encontramos habitaciones luminosas, paredes recién pintadas, suelos de parqué y ventanas que brillan con el sol de verano. Ni una mota de polvo. En una terraza cubierta se seca una colada de sábanas blancas y el perfume del suavizante inunda el pasillo. Las camas y los edredones parecen nuevos, y la cocina comunitaria está limpia y bien equipada. Los televisores sintonizan canales chinos y están conectados a aparatos de DVD. La conexión a internet es gratuita y relativamente rápida. El ambiente contrasta con el de esos pisos malsanos en los que se hacinan decenas de inmigrantes. No por nada, la del señor Xiang He tiene fama de ser una de las mejores opciones en Madrid para los recién llegados. Algunos inquilinos, la mayoría muy jóvenes, admiten que el nivel de higiene exigido es muy superior al que estaban acostumbrados a mantener en casa de sus padres. Los precios tampoco son exagerados. La cama en las habitaciones de ocho literas se paga a diez euros al día y no es difícil conseguir una rebaja para estancias prolongadas, especialmente en este momento en que la inmigración está en horas bajas. Mención aparte merecen las habitaciones dobles, cuyos precios oscilan entre los quince y los veinticinco euros al día por persona. La más barata se encuentra en lo que estaba destinado a ser una cocina. Allí los colchones encajan a duras penas entre encimeras y fogones. Para estirar las piernas hay que meter la cabeza en el espacio que debería ocupar el frigorífico y tocar con la planta de los pies un lavavajillas al que ni siquiera le han quitado el plástico del embalaje.
El señor Xiang He y su esposa escogieron un edificio recién estrenado para montar su pensión y han invertido poco dinero en convertirla en un lugar agradable. Orgullosos, repasan los puntos fuertes de su establecimiento, intentando convencerme de que no hay un sitio mejor en todo Madrid para alojar a un chino.
Tenemos el mejor hostal de barrio. Conocemos el negocio, lo hacemos desde hace tiempo. Las cerraduras son seguras y se pueden bloquear por dentro. No hay nada de lo que preocuparse. Es mucho mejor que alquilar una habitación o una casa porque allí engañan y piden fianzas que luego no devuelven. Aquí se está más protegido. No tenemos licencia pero tampoco tenemos problemas con la policía porque somos muy limpios y tranquilos, y si hay clientes que hacen cosas ilegales, los echamos.
Los inquilinos se asean y hacen sus necesidades en dos baños comunitarios que, dictan las normas, solo han de utilizarse lo estrictamente necesario. Nada de perder tiempo en la ducha, jugando con el teléfono u hojeando una revista en la taza del váter. Tampoco está permitido que dos personas alquilen la misma cama y duerman por turnos, una medida para evitar que el lugar se convierta en uno de esos hostales de «camas calientes» donde se meten quienes pretenden ahorrar hasta el último céntimo. En la pensión del señor Xiang He existe la posibilidad de rentar habitaciones privadas por horas, pero están reservadas a quienes vienen a echar una siesta de tanto en tanto y a parejas que no tienen otro sitio en el cual concertar sus citas íntimas.
Hay una última norma que no está escrita, pero que los propietarios dejan clara desde el principio. «Aquí solo se admiten chinos. Este es un hostal para chinos, y, si mezclamos, nadie va a estar cómodo».
En la entrada, junto al reglamento, se sujetan con chinchetas todo tipo de información práctica, desde tarjetas de restaurantes donde sirven comida china «auténtica» hasta supermercados donde se pueden encontrar ingredientes importados. También se detallan algunos servicios adicionales. Entre tarifas de lavandería y teléfonos de abogados especializados en casos de extranjería, salta a la vista un ofrecimiento. Por solo cincuenta euros, el inquilino puede empadronarse en la pensión del señor Xiang He, dándose de alta como si fuera un residente permanente en el inmueble. Se trata de un detalle importante, ya que el empadronamiento es el primer paso para regularizar la situación de un inmigrante y solicitar el arraigo[1], un escalón ineludible para conseguir algún día un permiso de residencia y de trabajo. El periplo del inmigrante chino que busca hacer fortuna pasa por aquí, pues sin los papeles en regla es imposible montar un negocio propio. Además, al menos hasta 2012[2], estar empadronado daba acceso a atención sanitaria gratuita y a las escuelas públicas del barrio.
Cincuenta euros es una cifra asequible. Si resulta tan barato es porque conseguir una dirección en la que empadronarse está al alcance de cualquiera, aun en el supuesto de no disponer de un permiso de residencia. El trámite es sencillo y las autoridades pocas veces inspeccionan. Cuando lo hacen es porque se ha registrado un número desproporcionado de gente en un mismo apartamento. Y aun así, la policía no dispone de mucho margen para actuar, ya que ninguna ley limita el número de personas que pueden vivir en un inmueble. En consecuencia, quien no tiene un familiar o un conocido que le eche una mano, dispone de otros recursos para «comprar» un padrón allá donde más convenga. Y los precios cotizan a la baja, ya que hay cientos de privados y asesorías dispuestas a hacerlo. Basta una batida en internet para encontrar varios anuncios en mandarín al respecto. Hasta que la crisis frenó el fenómeno migratorio, en la Junta Municipal de Usera se formaban a menudo largas colas para solicitar el papel. Uno de los conserjes del edificio está convencido de que algunos lo hacían nada más bajar del avión: «Lo sé porque venían con las maletas».
Entre los inquilinos del señor Xiang He, muchos no pagan el alquiler de su bolsillo. Se trata de algo habitual entre los chinos que emigran a trabajar a zonas más prósperas, ya sea dentro de su propio país o en el extranjero. Es una de las primeras condiciones que suele negociar el emigrante antes de partir: pensión completa, cama y sustento, sin importar demasiado lo precario de las instalaciones. No se trata de una extravagancia cultural, sino de una manera de asegurarse de que podrá ahorrar íntegramente su salario para mandarlo a casa. O, en el caso de muchos chinos emigrados a Europa, de acelerar el pago de la deuda contraída.
Vivir en barracones de literas, hacinados en sucios dormitorios anexos a las fábricas o en chabolas a pie de obra es algo habitual en China y en otros países asiáticos. Sucede en los inmensos polígonos industriales donde tiene lugar el «milagro económico», pero también entre los andamios de los nuevos rascacielos que adornan las alturas de las grandes ciudades. Durante un año y medio, al lado de mi apartamento en el céntrico distrito de Dongcheng de Pekín, se habilitaron barracones para alojar a decenas de obreros que levantaban un bloque de apartamentos de lujo de veinte pisos. Allí, en lo que a menudo se convertía en un lodazal, los jergones se sujetaban a unas tablas de madera sostenidas sobre ladrillos, rodeadas por una pared provisional de chapa y cubiertas con techos de latón. Mientras duró la obra, con temperaturas que pueden superar los 40 °C en verano y los -20 ° en invierno, la vida de estos emigrantes llegados del campo transcurrió entre grúas y barracas peor acondicionadas que muchos barrios chabolistas europeos. Con sueldos que rara vez superan los trescientos euros al mes[3], para ellos hubiera sido mucho peor tener que pagar el alojamiento, algo que les habría obligado a asumir también costes de transporte. De hecho, en las grandes ciudades chinas, quienes están obligados a pagar un alquiler buscan refugio debajo de la tierra. Se calcula que solo en Pekín hay más de un millón de personas habitando en el subsuelo, casi todos inmigrantes rurales. Hacinados en refugios antiaéreos, sótanos y búnkeres antinucleares, a menudo en condiciones higiénicas deplorables, se acogen a la alternativa más barata que ofrece el mercado inmobiliario.
Vivir en el puesto de trabajo no es fenómeno circunscrito a albañiles, camareros y obreros. Es común también en profesiones cualificadas, como la enseñanza universitaria. De hecho, tanto profesores como estudiantes tienen la alternativa (y a veces la obligación) de dormir en el campus, en habitaciones casi siempre compartidas. Por supuesto, quienes pueden permitírselo abandonan los barracones después de casarse, pero otros permanecen allí incluso con hijos pequeños. La idea de descansar y trabajar en el mismo espacio forma parte de la cultura de un país superpoblado, donde las ciudades de menos de dos millones de habitantes se consideran «pequeñas». El concepto, además, fue reforzado por motivos prácticos y políticos durante los años «experimentales» del comunismo. La entera estructura económica del país se montó alrededor de los llamados danwei, literalmente «unidades productivas». En los danwei se comía, trabajaba y vivía. Todos en el mismo recinto para controlar mejor a la población, maximizar el rendimiento y abaratar costes de producción. Por eso, cuando el empresario chino asentado en España acoge a los trabajadores recién llegados en la trastienda del almacén de forma temporal o mete a toda su plantilla en un pequeño piso, no cree estar cometiendo un abuso. Más bien es al revés. Como me dijo uno de ellos, enfadado ante las críticas de sus vecinos españoles.
Yo les dejaba dormir en el trastero para hacerles un favor. Me podía meter en un lío, pero al final acabé cediendo porque ellos no tenían dónde ir. Al final tuve que mandarlos a un piso porque la gente del edificio preguntaba. No lo entiendo: ¿Qué le importa a la gente donde duerman?
Solo conociendo las condiciones laborales y habitacionales de China se entiende que los inmigrantes recién llegados a España consideren un paraíso la pensión del señor Xiang He, por muchas normas que exija respetar su esposa y por mucho que haya que compartir la habitación con siete inquilinos y el retrete con una docena. Tampoco es un drama para ellos quedarse a vivir los primeros años en la trastienda del negocio, detrás del mostrador en un colchón, o en uno de esos pisos patera ofrecidos por el empresario. Incluso en los casos extremos en los que se duerme por turnos y donde el tufo a humanidad se escapa por debajo de la puerta, lo importante es que es gratis, da menos preocupaciones que un alquiler y suele estar cerca del lugar de trabajo, cuando no directamente dentro. Conscientes de la imagen que produce en la sociedad española y de los problemas legales que pueden afrontar, la mayoría de los chinos instalados en nuestro país niegan en público que la «unidad productiva», el «piso patera» o la «pensión completa» sea, o haya sido, una fórmula habitual en la cadena migratoria y la estructura de sus negocios en España. Pero los documentos que presentan a las autoridades para regularizar la situación sugieren lo contrario.
Nuestra fuente esta vez es un funcionario municipal de una capital de provincias encargado de gestionar las solicitudes de arraigo. Nos recibe con amabilidad pero, al igual que la mayoría de las fuentes oficiales consultadas, impone como condición el anonimato. Sobre la mesa hay una veintena de expedientes de inmigración en los que se repite un patrón: la firma del mismo empresario chino aparece en los contratos de trabajo y en los de alquiler.
Esto nos conduce a pensar que quienes presentaron estos documentos emigraron con un paquete completo de vivienda y trabajo. Se empadronaron en una casa comprada o alquilada a nombre de alguien que, tres años después y a la hora de solicitar el arraigo, resulta ser el titular de la empresa que les ofrece un contrato de trabajo. En principio no hay nada ilegal, pero cuando se repite tanto el mismo caso es evidente que los inmigrantes llevan tres años trabajando para el mismo empresario como clandestinos y que este, durante todo ese tiempo, les ha brindado alojamiento y les ha prometido regularizar su situación en cuanto sea posible.
Frente a la puerta del despacho esperan pacientemente su turno tres nigerianos. Nuestra fuente lleva años bregando con inmigrantes de todas las latitudes y ha aprendido a diferenciar sus particularidades a la hora de presentar los papeles. De los chinos[4] le llama la atención algo que los diferencia del resto, lo que él llama la «apariencia de legalidad».
Gastan dinero en asesorarse. Nadie viene por su cuenta o sin tenerlo muy estudiado. Incluso los que no hablan una palabra de español tienen claro el procedimiento y cumplen los trámites necesarios. A menudo acuden acompañados de un gestor. El pasaporte suele ser nuevo, así que es imposible saber cómo entraron. Una vez que están en España van a su embajada, dicen que lo han perdido, y les dan otro. En diez años solo he visto un expediente de expulsión de un ciudadano chino. No es que no los pillen nunca. Es que cuando lo hacen resulta complicado repatriarlos porque no hay convenio con Pekín, China está lejos y el billete de avión es muy caro.
Ana Lan es una muchacha alegre y desenvuelta, con tendencia a desdramatizar. Sin estar gorda, tiene la cara rolliza, con las mejillas rosadas y llenas de acné que se hinchan cuando sonríe. Procedente también de Zhejiang, llegó a Madrid en 2009, apenas cumplida la mayoría de edad. Desde entonces trabaja como aprendiz en una peluquería china cerca de plaza de España, y, según admite, su vida es tan monótona que no hay demasiado que contar. Su jefe la instaló en un apartamento localizado cerca del negocio, donde comparte habitación con las otras tres peluqueras del salón. En el mismo inmueble vive otra media docena de chinos, entre ellos una prima lejana del jefe que se encarga de cocinar. A Ana no le gustan demasiado sus guisos, pero al menos no tiene que ocuparse de hacer la compra ni de perder el tiempo en la cocina. Cuantas menos responsabilidades, mejor, ya que el trabajo ocupa su tiempo seis días por semana, en jornadas de entre doce y quince horas. Demasiadas. Todo lo que tiene que hacer es mantener el salón limpio y lavar el pelo de los clientes. Cuando tiene tiempo y ganas, se sienta al lado de un shifu (maestro) y aprende «la técnica».
Hay muchas diferencias entre el pelo de un chino y el de un occidental. Eso no lo sabía antes de venir. Los chinos tienen el pelo más duro y es más difícil de cortar. Con las chicas es al revés. Las españolas son más difíciles porque está más rizado.
Otras veces ojea revistas importadas y catálogos que sus jefes compran en una librería cercana para estudiar los peinados de moda en China. La mayoría de los clientes son compatriotas suyos, así que no tiene grandes oportunidades de mejorar su español. Habla algo, lo suficiente para resolver las cuestiones más básicas. Su salario, afirma orgullosa, es mucho mejor que el que podría conseguir en China, incluso si viviese en Pekín o Shanghái. Ahorra prácticamente todo lo que gana y lo va depositando en una cuenta corriente abierta en un banco español, dinero que planea llevarse a su país, en mano, en cuanto tenga la oportunidad de viajar.
Su escaso tiempo libre lo pasa conectada a internet, enviando correos electrónicos, viendo películas, escuchando música o chateando con sus familiares y amigos. Suele librar los lunes o los martes y a veces se reúne con otros chinos de Zhejiang. Su círculo social es reducido y su ocio sencillo. Pasean, charlan y compran algo para picar: fruta, dulces o calamares secos que después mordisquean sentados en un banco. Muy de vez en cuando acuden a cenar a un restaurante, normalmente chino. Sus objetivos a medio plazo, confiesa, son comprarse un iPhone y viajar a París para visitar a su mejor amiga, que trabaja allí desde hace algún tiempo y con quien se escribe semanalmente. También está planeando unas breves vacaciones a su pueblo natal, ya que no ha regresado a China desde que se instaló en Europa. La más ambiciosa de sus metas cotidianas, la que nunca reúne fuerzas para intentar, es estudiar español en alguna academia barata, en lo posible especializada en alumnos chinos. Además de una necesidad, admite, es una cuestión de autoestima. Se siente incómoda y frustrada al tener que pedir ayuda a sus amigos o expresarse por gestos cada vez que necesita algo. A largo plazo, por supuesto, aspira a casarse y abrir un negocio propio. «Es lo que queremos todos los chinos, ¿no? Pero no pienso demasiado en el futuro ahora. Por el momento, mi prioridad es trabajar bien».
La vida de Ana, a merced de sus jefes, sin grandes emociones y consagrada al trabajo y al ahorro, es la típica historia del inmigrante chino recién llegado. Ella dice estar satisfecha. Al compararse con otros jóvenes de su entorno, se ve en una posición intermedia, incluso ventajosa. Muchos de sus amigos, con peor suerte, están ya desfondados y sueñan con volver a casa. Si no se marchan es porque se sienten presionados por el peso combinado de la vergüenza, el miedo al fracaso social y la deuda que contrajeron para financiar el viaje y el asentamiento. Le pasa, por ejemplo, a uno de los inquilinos de la pensión del señor Xiang He, un muchacho de veintiún años que trabaja en un almacén y que reconoce abiertamente no albergar demasiadas esperanzas de prosperar después de más de un año trabajando gratis, levantándose temprano y acostándose tarde sin más metas que pagar la maldita deuda. Ante la falta de alternativas, aprieta los dientes. Su familia, insinúa, nunca le perdonaría si abandona ahora. Apechuga, agacha la cabeza y «come amargo», una de las muchas metáforas con las que el idioma chino retrata los sacrificios que ha de sobrellevar todo aquel que aspire a medrar en la vida y salir adelante.
A las nueve y media de la mañana del 16 de junio de 2009, las botas de los Mossos d’Esquadra retumbaban en Mataró. Unos setecientos cincuenta policías saltaron de los furgones e irrumpieron en los talleres textiles clandestinos que se habían multiplicado en los últimos años en el cinturón industrial de Barcelona. Los agentes se abrieron paso entre chinos bañados en sudor e inclinados sobre las mesas de costura, saltando por encima de colchones tirados en el suelo, de charcos cuyo rastro llevaba hasta lavabos malolientes y cocinas de butano conectadas con cables deshilachados. Encontraron retrovisores clavados en las paredes, al parecer instalados para que los capataces pudieran vigilar a sus trabajadores desde todos los ángulos. La operación se alargó durante horas y se saldó con setenta y siete detenidos. Pasado el mediodía, los medios de comunicación empezaron a informar de lo ocurrido. Se habló de una operación destinada a «golpear a los grupos mafiosos de origen chino que explotan a compatriotas en talleres semiclandestinos», informó El País Digital[5]. Los cerca de cuatrocientos cincuenta obreros «rescatados», remarcaban las crónicas citando fuentes policiales, eran «semiesclavos» que vivían en «condiciones infrahumanas» y cobraban veinticinco euros diarios por doce horas de trabajo, sin un solo día de descanso.
Mientras en los hogares de media España la televisión hablaba de explotación laboral, los trabajadores chinos que no habían huido merodeaban inquietos por la zona. Daban vueltas con nerviosismo, descansaban en las aceras y en los bancos y cuchicheaban sin saber qué hacer ni dónde ir. Menos de cuarenta y ocho horas después, y tras ser asesorados por los líderes de la comunidad, empezaron a gritar en plena calle. Ante la mirada atónita de los transeúntes, no se quejaban contra sus «explotadores», sino contra la policía que les había arrebatado su modo de vida. Lo que pedían era volver a trabajar cuanto antes en los talleres. Les acompañaban personalidades como la cónsul de China en Barcelona, Wang Qiuping, o el propio alcalde de Mataró, Joan Antoni Barón. Finalmente, quien tomó la palabra fue Lan Chen Ping, uno de los empresarios chinos más influyentes de Cataluña. Durante su discurso, que recogieron todos los diarios, Lan aseguró que en los talleres intervenidos nadie trabajaba obligado, que se cobraba cuatro veces más de lo que se puede ganar en China por una actividad similar y que la verdadera «mafia» es la de las grandes empresas, la mayoría de ellas españolas, que contratan sus servicios y que imponen condiciones leoninas a sus suministradores para reducir costes.
Entre quienes siguieron con atención las noticias aquellos días cundió, lógicamente, cierta confusión. Una vez más, la mejor manera de entender lo que ocurrió en Mataró es viajando al otro lado del mundo. Recorriendo, concretamente, los cerca de 9970 kilómetros que separan el cinturón industrial de Barcelona de la región de Cantón, al sur de China, donde se encuentra la mayor concentración industrial del planeta. El dinamismo económico del triángulo formado entre las ciudades de Guangzhou, Shenzhen y Hong Kong está engendrando lo que la Agencia de Asentamientos Humanos de la ONU (Hábitat) llamó[6] la primera «megarregión» del planeta, un lugar en el que no hay alternativa al cemento. La aglomeración de rascacielos, fábricas, comercios y viviendas concentra en torno a ciento veinte millones de personas, algo así como los habitantes de España, Italia, Grecia y Portugal juntos. Las imágenes satelitales lo retratan como una enorme red gris desparramada sobre un área inmensa. El viaje en tren de un pueblo a otro, visitando viviendas y polígonos, confirma la idea de un paisaje terriblemente monótono. Apenas sin solares vacíos, se van sucediendo muros de ladrillo o cemento que rodean naves industriales de todos los tamaños. La magnitud de su extensión va de la mano de las exportaciones chinas, ya que un porcentaje abrumador de las manufacturas que se producen en el planeta proceden de aquí. Empresas de todo el mundo eligen China para fabricar sus productos. Y tienen sus motivos.
La mayoría de estas industrias, al igual que las localizadas en otros grandes polos fabriles chinos, dan trabajo a gente de fuera. Debido a la legislación de su país[7] y aunque tengan pasaporte chino, no dejan de ser inmigrantes: gentes con menos derechos que los locales y casi siempre procedentes del campo, de las zonas más atrasadas. Tras instalarse, no solo pasan la jornada laboral en las fábricas, sino también el resto del día, a veces durante años. Y aunque varían considerablemente de una fábrica a otra, las condiciones de vida son casi siempre inaceptables desde una perspectiva occidental. Sobre los casos de abusos y explotación más sangrantes se han publicado muchas denuncias. Y no solo en medios de comunicación u ONG occidentales. Más bien al revés: a la hora de visitar e investigar fábricas, los periodistas chinos tienen ventajas sobre los extranjeros. Es un tema que por supuesto preocupa y que siguen con atención muchas publicaciones. Una de las investigaciones más completas la hizo en 2010 el semanario Nanfang Zhoumo, una publicación de calidad que estira al máximo el elástico de la censura. En su extenso informe[8] se detallaba el día a día de una planta de ensamblaje llamada Kunying, donde Microsoft, la empresa del multimillonario Bill Gates, subcontrataba parte de sus componentes informáticos. Allí los trabajadores duermen en barracones de catorce literas en los que no están permitidas las visitas. Como si fuera el cuartel de un ejército en guerra, los obreros son sometidos a una disciplina extrema y solo pueden salir del recinto durante determinadas horas. Si regresan cinco minutos más tarde del «toque de queda» tienen que pagar multas desproporcionadas. Si osan pasar la noche fuera, están despedidos. Los sueldos apenas superan los doscientos euros acumulando cerca de ciento sesenta horas extras mensuales. Se libra un día por semana y una semana al año. Y, al parecer, los maltratos físicos y psicológicos son recurrentes. Una supervisora citada por el semanario describía el comportamiento de algunos capataces de una manera bastante gráfica: «Agarran un palo y les dejan el cuerpo lleno de sangre».
Son casos extremos, pero en absoluto infrecuentes. Aunque ahora el gobierno pretende cambiar de ciclo, China ha levantado su «milagro económico» sobre las espaldas de estos obreros: mano de obra barata y abnegada, reclutada entre gente acostumbrada a la lucha por la supervivencia y a las arbitrariedades de quienes mandan. Un modelo competitivo que a menudo las comunidades de inmigrantes reproducen en el extranjero. Sus productos son «made in Italy», «made in Portugal», «made in Egypt» o «made in Spain»… con mano de obra china. A esta cadena pertenecían los trabajadores «rescatados» por los Mossos d’Esquadra en Mataró. Provenientes de un entorno totalmente distinto al nuestro, la mayoría no se veían a sí mismos como «semiesclavos», sino como obreros que trabajan en condiciones parecidas a las de su país pero con sueldos tres y hasta cuatro veces superiores a lo habitual. Muchos ni siquiera perciben como un abuso la deuda que contrajeron con sus jefes para financiar el asentamiento. Es, piensan, un peaje más que pagar para conseguir una oportunidad. Tras la actuación de los Mossos d’Esquadra, la mayor parte de los «rescatados» en Mataró siguieron a sus «explotadores» y buscaron un nuevo taller de corte y confección en el cual seguir trabajando. Algunos se quedaron en España. Otros cruzaron la frontera, encaminándose principalmente hacia Italia, concretamente a Prato, cerca de Florencia, donde se encuentra la mayor concentración de talleres textiles chinos del Viejo Continente.
Luis Ming nos ha citado justo abajo de su casa, en un bar de lo más corriente, con barra de chapa, mesas blancas, barril de cerveza y máquina de café. Los dueños, sin embargo, son inmigrantes chinos, amigos de nuestro anfitrión. Estamos en el cinturón industrial de Barcelona, en Cornellá. Es invierno y la humedad cala los huesos. Luis disuelve nervioso un azucarillo en una taza de café humeante mientras repasa brevemente su vida. Era profesor de literatura en Qingtian, pero se marchó a Portugal en 1993, gracias a la ayuda de un amigo que trabajaba en el consulado portugués de Hangzhou. Llegó con una mano delante y otra detrás, sin un contrato ni una idea clara de lo que haría con su vida. Otros paisanos le ayudaron a instalarse y a conseguir su primer trabajo en un restaurante. Desde allí, y buscando la manera de regularizar sus papeles, pasó un tiempo a caballo entre España y Portugal. Hasta que finalmente se instaló en Cornellá. Al principio trabajó en el bazar de un cuñado suyo, donde ahorró cada céntimo hasta cumplir su siguiente objetivo: abrir un taller de confección. Se trataba de un negocio pequeño en el que pasaban horas interminables él, su mujer y dos personas más. Como la inmensa mayoría de los talleres chinos en España, se ocupaban del llamado «prontomoda»: pedidos urgentes y necesidades concretas que satisfacer en pocas horas. Encargos que no da tiempo a solicitar a la fábrica y que requieren de una flexibilidad extrema: aceptar cualquier plazo y ritmo de trabajo, un perfil que encaja bien con la forma de entender los negocios de los chinos de Zhejiang. A la postre, y como sucede en las fábricas de Cantón, se trataba de hacer lo que casi nadie estaba dispuesto a hacer en España en tiempos de bonanza: trabajar sin horarios, como mulas.
Nuestros clientes eran marcas de calidad media-alta, como Paz Torras, pero quienes nos hacían los encargos eran los intermediarios, por eso apenas teníamos relación con las grandes casas. [Los intermediarios] imponen cuánto pagan por pieza y el plazo de entrega, con condiciones durísimas. Los chinos hacemos todo lo que sea necesario para cumplir. Trabajamos de noche si hace falta. Y los domingos. Por eso ellos prefieren los talleres chinos, porque hacemos todo lo que nos piden sin rechistar.
El testimonio de Luis Ming encaja con las descripciones del patrón productivo que mantienen muchas grandes marcas en Asia. Desde Apple a Microsoft, pasando por Nike, cientos de multinacionales encargan a intermediarios la parte más urgente y barata del proceso de manufactura, imponiendo precios y plazos de entrega. Los informes de las organizaciones humanitarias señalan que es precisamente en este eslabón de la cadena donde las condiciones laborales son más duras, donde se producen más casos de impago y donde los obreros tienen más probabilidad de ser engañados y explotados. Los productos que se elaboran en los talleres clandestinos acaban no solo en los mercadillos y las tiendas de Todo a 100, sino también en las tiendas de lujo, los grandes almacenes e incluso en lugares públicos. Las fundas de los asientos de los trenes de vía estrecha de la Generalitat, por ejemplo, fueron cosidas en talleres clandestinos.
Ming no se siente en absoluto identificado con la figura del empresario explotador. Más bien al revés, se queja de que los trabajadores le pedían demasiado dinero. Además del 50 por ciento de lo facturado por cada prenda entregada, exigían alojamiento, comida, transporte y traducción.
La responsabilidad, como empresario, era total. Tienes que hacerte cargo de ellos incluso cuando necesitan ir al médico. Acaban de llegar y no se saben manejar en España. Llevar un taller es muy caro y resultas al final esclavizado.
Aun ajustando mucho los costes el negocio dejó de funcionar. Como muchos otros talleres, Ming se vio obligado a cerrar, ya que las grandes marcas para las que trabajaba movieron su centro de producción al extranjero. Muchas de ellas a China. Paradójicamente, entre los afectados directos por la deslocalización del textil español se cuentan los propios talleres chinos instalados en España.
Para el ojo entrenado, su declive resulta evidente dando un paseo por Santa Coloma de Gramanet, en los alrededores del barrio de Fondo, donde se encuentra uno de los mayores chinatowns de Cataluña. Manolo Martínez lleva toda su vida en el sector e identifica con facilidad qué locales siguen dedicándose al corte y confección y cuáles no. Nos acompaña en nuestro paseo, señalando con discreción. Al parecer, cada vez hay menos talleres clandestinos y están más escondidos. La mayoría han abandonado los bajos y se han instalado en los primeros pisos de los edificios. El negocio, aclara Manolo, no lo inventaron los chinos. Antes de que ellos llegaran el trabajo lo hacían andaluces, extremeños, castellanos, gitanos y, posteriormente, marroquíes y argelinos. En ocasiones, entre las costureras de las grandes marcas se contaban amas de casa dispuestas a sacar un dinerillo extra, mujeres que en toda su vida nunca habían estado dadas de alta en la seguridad social. Para montar un pequeño «taller» no hacía falta nada más que una habitación y una máquina de coser. Y nadie veía nada de extraño en ello. Hasta que llegaron los chinos.
Siempre ha sido un negocio muy informal, que necesita mano de obra barata y flexible. Si sigue habiendo ilegalidad es por culpa de los grandes fabricantes que lo siguen permitiendo y quienes no exigen el papel de registro al taller. Lo pagan todo en negro, sin facturas. Aprietan tanto con las condiciones que no pueden exigir nada.
Los chinos que se dedican hoy a este negocio se encuentran en lo más bajo de la escala social de su propia comunidad. La mayoría de sus talleres no tienen dinero ni para comprar una furgoneta y algunos llevan las prendas en carritos de supermercado o en carretillas, a veces incluso en bolsas de plástico o pesados fardos que arrastran por las calles ante la mirada desconfiada de los vecinos.
¿Cómo empiezan a trabajar? Pues es muy rudimentario. Se acercan al jefe de ventas de alguna empresa grande y se ofrecen a coser para él. Primero reciben unas cien piezas para ver qué tal sale el trabajo. Y si sale bien y lo hacen barato, les van dando más. Los chinos suelen dar regalitos a los jefes de ventas, como güisky, dinero o jamón, para quedarse con el pedido. Se manejan bien en eso.
Manolo es un tipo muy alto, descendiente de inmigrantes andaluces, de ojos claros y manos enormes. Transmite honestidad y es evidente que sabe de lo que habla. No solo por haber sido jefe de ventas cuando el negocio era boyante, sino porque desde hace algún tiempo sobrevive en el sector gracias a un pequeño taller en el que trabaja, codo con codo, con varios trabajadores chinos. A algunos los tiene contratados, mientras que con otros se ha asociado. Combinando su experiencia y contactos con las ganas de trabajar de los chinos, han conseguido mantenerse a flote en medio del naufragio generalizado. Los talleres clandestinos no les preocupan demasiado porque no compiten en el mismo mercado: su nicho son marcas que apuestan por la calidad y por un buen acabado, generalmente para exportar a otros países europeos, como Alemania. El local se encuentra en un bajo de Santa Coloma. Está abierto al público y tiene todo en regla.
La gente está muy atenta y más habiendo chinos aquí. Un día vine por la noche porque no estaba seguro de si había apagado una máquina. Al día siguiente los vecinos ya estaban preguntando que por qué había ruidos de noche. Se creían que estaban trabajando los chinos.
Una enorme cortadora de tela domina la entrada. En el ala izquierda hay varios chinos apoyados sobre las máquinas de coser. El retrato que nos hace Manolo de su convivencia es cariñoso y a la vez políticamente incorrecto.
Son muy trabajadores, pero poco cuidadosos. Tengo una pelea con ellos por ejemplo con los enchufes. Cualquier día salimos ardiendo. Tenían un ventilador roto que es un peligro y no lo arreglaban, así que al final se lo tiré a la basura. Y tengo que estar pendiente de ellos. Con las telas pasa igual, a veces hacen chapuzas, lo hacen todo deprisa, tengo que explicarles siempre cómo doblar en condiciones para no destrozar la prenda. Y con los contratos igual, hay que estar encima de ellos para que no me metan a alguien sin papeles por hacerle un favor o por lo que sea. No se dan cuenta de que nos pueden arruinar a todos por una tontería de esas.
Manolo nos presenta a Wang, uno de sus empleados de confianza, un chino de la región de Shandong a quien pone como ejemplo de trabajador abnegado. Hace unos meses se hizo un corte en la mano y no quiso ir al hospital por no perder días de trabajo. Fue tirando con vendajes chapuceros hasta que el dedo se hinchó tanto que Manolo, al verlo, se asustó y le obligó a ir a ver a un médico. «Es su forma de ser, son ambiciosos. Solo paran de trabajar cuando no tienen más remedio. Curran como fieras».
La novia de Wang, que vive con él en un edificio compartido con más chinos, también colabora en el taller. Cuando perdió su anterior trabajo no cobró el paro porque nadie le había dicho que existía una prestación de ese tipo. Se enteró semanas después, pero en lugar de perder tiempo con un papeleo que no lograba entender, se puso a buscar otro sitio donde seguir trabajando. Y en pocos días encontró un hueco en el taller de Manolo. «Son buena gente en general. Pero mira, mira cómo me tienen los enchufes por el suelo». Antes de despedirnos, Manolo hace un último apunte. La mayoría de las telas que usan provienen de China.
Siguiendo el rastro de los talleres viajo de vuelta a Madrid, hasta una calle poco transitada del barrio de Usera. Allí los bajos de muchos edificios están ocupados por almacenes y garajes. En uno de ellos, sobre el ángulo superior de la puerta, destaca una pequeña cámara de vigilancia que nos enfoca cuando llamamos golpeando la chapa. Las bisagras giran lo necesario para permitirnos el paso y una mano nos invita a entrar. La familia que lleva el taller, procedente de la región de Fujian, accede a regañadientes a enseñarnos el negocio gracias a la insistencia de un conocido común, un empresario chino muy respetado en la comunidad. En un área amplia se lleva a cabo todo el tajo. En una esquina cuelgan decenas de perchas con piezas recién terminadas: faldas, blusas, camisetas y otras prendas baratas. En la parte posterior se sitúan los puestos de trabajo para corte y confección. En el centro de la sala juega una niña de unos cinco años, hija del dueño, que se entretiene sentada en el suelo con una construcción de plástico, rodeada de recortes de telas. El taller es modesto y está bastante desordenado, pero no hay nada escandaloso que salte a la vista. Al revés: en el techo funciona un aparato de aire acondicionado, algo poco habitual en las fábricas chinas. Es el dueño y padre de familia quien, impaciente por volver a su trabajo, nos da una visión más realista de lo que supone trabajar allí.
El alquiler del local es muy caro y para hacer esto rentable hay que trabajar muchísimo y no gastar nada. Ponemos el aire acondicionado si hay dinero. Pero si el mes va mal, no lo ponemos. Nuestra vida aquí es muy muy dura, casi insoportable. Comemos y cenamos en esta sala, sin salir. Trabajamos entre diez y catorce horas y cuando hay un pedido nos quedamos incluso por la noche si es necesario, pasando días sin dormir. También muchos domingos. Nuestra única diversión después de trabajar es dormir, porque no quedan energías para nada más. Dormimos en el piso de arriba del taller. Con la crisis no conseguimos ahorrar nada, así que estamos atrapados. No es una vida buena. Ni siquiera podemos volver de vacaciones a China, porque no ganamos suficiente.
Nadie interrumpe su actividad más de cinco minutos para atender la visita. La esposa del dueño continúa cosiendo vestidos negros, uno tras otro, con una máquina Singer. Mientras, el otro familiar, un hombre joven, alto y delgado, coloca piezas en perchas y amontona telas para cortar. Los plazos, aseguran, son muy estrictos y no pueden permitirse el lujo de parar media hora a tomar un café o charlar porque han de finiquitar un pedido urgente que les permitirá pagar facturas atrasadas.
La férrea disciplina y las salvajes jornadas laborales que se autoimponen quienes no tienen suficiente volumen de negocio para contratar empleados demuestran que, más allá de los casos de explotación puntuales, nos enfrentamos a una cultura laboral distinta a la de las últimas generaciones españolas.
Dicen que a los chinos no nos afecta, pero la crisis a muchos nos está hundiendo, lo que pasa es que no nos rendimos. No podemos, porque no tenemos otra cosa. Nos piden trabajar más por menos y lo hacemos. Damos servicio a empresas pequeñas, todas españolas. Algunos venden luego a empresas grandes, ya que son intermediarios. Nuestro trabajo ha acabado a veces en El Corte Inglés y sitios así. El problema es que cada vez hay menos pedidos y estamos compitiendo mucho entre nosotros, nos ofrecemos por precios miserables. Esto que estamos haciendo ahora lo vendemos a dos euros por pieza. Mi opinión es que deberíamos llegar a un acuerdo entre todos los talleres, pero no hay forma de hacerlo. Los chinos somos muy competitivos y no vamos a pactar nunca. Algunos trabajan en condiciones mucho peores que las nuestras y con esos ya es imposible competir porque ni duermen. Están locos, dispuestos a dar cualquier precio para seguir trabajando. Es una lástima que sea así. Además hay que estar atentos de que no nos espíen. Por eso no dejamos que nadie entre en el taller, para que otros chinos no vean lo que estamos haciendo y se queden con los clientes, ofreciéndose por menos dinero. Las cámaras están para eso en realidad, para ver quién viene a observar nuestro trabajo.
Comisiones Obreras luce la medalla de ser el primer sindicato europeo con afiliados chinos. Con un matiz importante: todos sus asociados sudan el salario para empresarios españoles. La única intervención de cierta envergadura se produjo el invierno de 2008. Ocurrió en The Wok, la cadena de restaurantes asiáticos del Grupo Vips, donde por aquel entonces había contratados unos doscientos sesenta chinos. Una disputa entre un capataz español y un cocinero chino[9] puso en pie de guerra a cerca de cien trabajadores, que se solidarizaron por consanguinidad y se pusieron de huelga sin previo aviso, en lo que la prensa de su país consideró «la primera huelga de chinos en Europa[10]». Los catorce jefes de cocina implicados, a quienes la empresa responsabilizó del motín, fueron despedidos por motivos «disciplinarios». Con el apoyo de los sindicatos españoles acabaron consiguiendo una indemnización cercana a los doscientos mil euros, a repartir entre todos. Pasados unos meses, la prensa china denunciaba que el Grupo Vips estaba reemplazando a los chinos con peruanos «con quienes se entienden mejor[11]».
En el llamado «caso Wok» empieza y acaba la historia de la «lucha social» de los chinos en España. Quienes trabajan para sus compatriotas, que son la inmensa mayoría, nunca han acudido a un sindicato. Y, al contrario de otros inmigrantes, no muestran ningún interés en ello. Según me reconocieron en los centros de atención de inmigrantes de Comisiones Obreras, las huelgas generales les parecen una abstracción y una extravagancia. «La última vez que hablamos con ellos para explicarles los motivos de una huelga no entendían que dejásemos de trabajar porque estábamos en contra de las medidas del gobierno. Se reían».
¿Son los chinos genética o culturalmente alérgicos a la lucha social? ¿Imprime el confucianismo una disciplina y capacidad de esfuerzo que los hace diferentes a los demás? Las asociaciones de chinos en España, presididas por empresarios que han conseguido hacerse portavoces de la entera comunidad, responden a menudo a la pregunta asegurando que la reclamación de mejores condiciones de trabajo, la unión laboral, las manifestaciones, el absentismo y otras actitudes arraigadas en la sociedad española son vicios occidentales, ajenos a la cultura china, donde el trabajador consagra su vida al progreso material sin importarle nada más. Cualquiera que haya tenido una experiencia laboral en las grandes ciudades de China entiende que estos argumentos son reduccionistas e interesados. Y es que la capacidad de sacrificio del trabajador chino, ligada a unas condiciones de vida concretas, tiene muchos matices y bastantes límites. Por ejemplo, varía mucho de generación en generación y de un contexto social a otro. De hecho, con las progresivas mejoras que ha experimentado el país, las exigencias de la población van en aumento. Las huelgas son cada vez más frecuentes y solo en 2010 el gobierno central registró más de ciento ochenta mil protestas populares, muchas de ellas relacionadas con cuestiones laborales, expropiación de tierras y otros abusos. Los costes del trabajo, mientras tanto, han aumentado mucho en los últimos años[12], acercándose a los de los países de Europa del Este y motivando el traslado de miles de manufactureras baratas a países con mano de obra menos levantisca que china, como Vietnam, Camboya o Bangladesh. Geoffrey Crothall, portavoz de una de las organizaciones que mejor estudia las condiciones laborales en China[13], me resumió su opinión al respecto durante una entrevista en 2009.
La nueva generación quiere vivir mejor que la anterior, mejor que sus padres y que los que pasaron por las fábricas antes que ellos. Las reclamaciones van en aumento progresivamente y se está produciendo un cambio de mentalidad muy marcado y muy rápido, especialmente entre los más jóvenes.
Tanto es así que muchos expertos y empresarios chinos no esconden su preocupación por una juventud que, desde su punto de vista, podría echar a perder el «milagro chino». El sentimiento lo recoge un chiste que se hizo popular en internet a finales de 2010:
Los que nacieron en los setenta ahorran todo lo que ganan, los que nacieron en los ochenta gastan todo lo que ganan y los que nacieron en los noventa gastan lo que ahorraron los de los setenta.
Aunque su concepción de lo que es aceptable y lo que no lo es resulte diferente a la de un español medio, los chinos que trabajan para otros chinos en España también pueden sentirse explotados o maltratados. Lo que les impide buscar ayuda fuera de su círculo es el desconocimiento y la desconfianza frente a los mecanismos de la sociedad española, la barrera idiomática y cultural, así como la presión que ejerce su propia comunidad sobre el recién llegado. Por eso cuando tienen un problema con sus jefes ni siquiera se les pasa por la cabeza acudir a un sindicato o formalizar una denuncia policial. Simplemente se marchan sin hacer demasiado ruido, vuelven a su país o se buscan otro sitio donde ganarse el pan. Esto último fue lo que decidió hacer en 2009 Marcos Lin, un muchacho tímido y desconfiado, que tarda un buen rato en lanzarse a hablar, a pesar de que me acompaña a la entrevista uno de sus mejores amigos. Proveniente de Zhejiang, estuvo dos años viviendo en Zaragoza antes de marcharse a Madrid. Su primer jefe, un pariente lejano dueño de un bazar, exigía demasiado, gritaba, e incluso levantaba la mano, aunque nunca llegó a golpearlo. Lin prefiere no dar más detalles para evitar meterse en problemas, pero deja claro que lo pasó mal.
¿Denuncias, sindicatos? No, no. Habría sido un problema, un escándalo. Sería malo para mí. Además, yo no conocía a nadie, tenía una deuda que pagar, no hablaba nada de español y dependía de ellos para todo, incluso para dormir y para comer. No tenía muchas posibilidades y no podía irme a la calle sin más. En cuanto pude, busqué trabajo en internet. Encontré algo en Madrid y me fui sin decir nada. Nadie me llamó para preguntar.
Los abusos, en ocasiones, salpican a empresas españolas. El presidente de la Asociación de Paisanos de Zhejiang, Hua Dong, denuncia que en algunos sectores, como la construcción, los trabajadores chinos han sido particularmente maltratados. Durante los últimos años del boom inmobiliario, las cuadrillas de albañiles chinos se hicieron muy comunes. Eran, en su mayoría, inmigrantes de la última oleada, procedentes del centro y el norte de China. Sin apoyo familiar, se encontraban totalmente desprotegidos. Según el señor Hua, llegó a haber más de veinte mil chinos trabajando sobre andamios y haciendo chapuzas. Una cuarta parte de ellos no tenían papeles. El dinero corría bajo mano y los tratos se cerraban de palabra, por lo que muchos de ellos nunca cobraron sus salarios. Cuando estalló la burbuja, el impago se extendió y algunos constructores dejaron de pagar millones de euros. Entre los más afectados, por supuesto, se encuentran los chinos contratados de manera clandestina. Me topé con dos de ellos un lunes al sol, charlando en un banco al mediodía, en el barrio de Fondo en Santa Coloma de Gramanet. Uno era pintor de brocha gorda y el otro se dedicaba al cemento, aunque hacía semanas que no ejercían de nada. «En China los sueldos son muy bajos, pero siempre hay trabajo. En España los sueldos son más altos y por eso hay menos trabajo».
Puestos a elegir, los empresarios chinos tienden a preferir trabajadores de su país. Pero cuando no hay más remedio están dispuestos a contratar a españoles o a inmigrantes de otras latitudes, especialmente latinoamericanos. Por lo general son contratados en labores de gestión y administración, para introducirse mejor en el mercado español o para colocarse de cara al público. Los chinos suelen ser descritos como jefes exigentes e inflexibles que, a cambio, pagan puntual y bien, y están abiertos a consolidar relaciones de lealtad y afecto con sus trabajadores. Muchos de los españoles que entrevisté defendieron a sus jefes con uñas y dientes frente a las críticas, tomando decididamente partido por la comunidad china. Una historia que me llamó la atención por encima del resto fue la de Miguel Ángel Gómez, un profesor de taichi que en su juventud trabajó en un restaurante chino, en Leganés, propiedad de una familia de Qingtian.
«Empecé en los años 1987-1988. El restaurante se llamaba Fuxing (Emperador) y estaba en la calle Rioja. En esa época los restaurantes crecían más deprisa que la inmigración y no había suficientes chinos, así que me contrataron». Miguel Ángel tenía diecisiete años cuando entró a trabajar en Fuxing y recuerda con nitidez el primer y único problema grave al que se enfrentó. Uno de los cocineros empezó a reírse de él y acabó provocando una pelea.
Yo llevaba solo dos días y este hombre era muy agresivo, así que yo no le hice caso. Otro salió a defenderme y se pegaron entre ellos. Era como una pelea de las películas, de kung-fu, uno tenía en la mano un hachuela de cocina y todo. Al final no pasó nada y al que se metía conmigo lo echaron al día siguiente. No volví a tener más problemas. A partir de ahí se portaron siempre muy bien conmigo. Me pagaban unas setenta y cinco mil pesetas. Llegué a cobrar más que el primer cocinero porque yo hacía también los pedidos en español.
Miguel Ángel empezó fregando vajillas. Cuando acababa sus tareas, le enseñaban las recetas de los ciento cincuenta platos de la carta. Hasta que decidieron pasarlo definitivamente a los fogones.
Ellos estaban todo el día trabajando. Ganaban mucho pero vivían juntos en un piso, diez o doce personas, con colchones por el suelo, para ahorrar. El trabajo es lo que más valoran. Si te ven trabajar bien y con ganas, te lo dan todo. Desde el primer día me dijeron que había que estar siempre haciendo algo, aunque fuera limpiar con una bayeta. El local estaba bastante limpio en general. En la cocina tenían más o menos los mismos estándares que en cualquier sitio. Una vez a la semana se fregaba a fondo con un cepillo de crines, por ejemplo.
Su jefe, un tal Ping, contrató a más españoles como camareros durante los fines de semana. Hacían falta manos, ya que las noches de los viernes y los sábados se formaba una cola que daba la vuelta a la manzana. Miguel Ángel se fue a la mili dos años después, cuando regresó, Ping le ofreció volver al restaurante.
Me reservaron el contrato e insistieron, pero les dije que no volvía. Tenía diecinueve años y los fines de semana no los quería pasar trabajando. Además, me salió otra cosa de soldador y alicatador. Pero tengo un buen recuerdo y sigo cocinando en casa muchos platos que aprendí. Si quieres, te puedo dar las recetas.
Miguel Ángel no abandonó el trabajo porque se sintiera explotado, sino porque le surgieron otras oportunidades, opciones fuera del alcance de los inmigrantes recién llegados. Aunque las condiciones laborales son diferentes a las europeas, los inmigrantes chinos que trabajan en talleres, restaurantes y bazares lo entienden como una ocupación estable y una oportunidad de prosperar. De hecho, las peores historias de desesperación y miseria no las encontré entre máquinas de coser, almacenes y fogones. Las encontré en la calle.
Viernes por la noche. Parada de metro de Tribunal, barrio madrileño de Malasaña. Por la boca del hormiguero emergen miles de jóvenes, preparados para una noche de juerga. Hay parejas abrazadas, un par de chavales esperando y un grupo sentado alrededor de las primeras cervezas. El humo de los cigarrillos y el de algún canuto se mezcla con el perfume de las chicas recién arregladas. La crisis y la falta de oportunidades laborales son temas recurrentes, que también flotan en el ambiente. Bei Pei lo observa todo desde una distancia prudente. Ha aprendido que es mejor no atosigar a los clientes. Es bajito y robusto, rondará los cincuenta años y va vestido con una camiseta desgastada, unos pantalones cortos y unas chanclas de plástico. Apoyado en una esquina con su mercancía, no es difícil adivinar qué hace ahí y a qué se dedica. Ofrece cervezas a un euro, que transporta en un enorme fardo de plástico. Coloca una cada diez minutos, como mucho. Descontando lo que le cuesta comprarlas y refrigerarlas, no gana más de cuarenta céntimos de euro por lata. El kilo de humillaciones es todavía más barato. Para los que compran, parece ir incluido en el precio:
—Chinito, dame una cerveza; anda, campeón.
—Espera, que le compro una cerveza al chinaco y ahora vengo. ¿Queréis una?
—Pero dámela bien fría, eh, que os tengo calados yo a los chinos, que sois muy listos.
—Qué pesado el puto chino con las cervezas. Luego te compro, luego te compro.
Bei Pei sobrevive por inercia. Lleva diez años en España y tiene una carencia que le hace distinto a la mayoría de sus paisanos: no dispone de plan de futuro. No pretende montar un negocio ni cambiar su vida. Durante la entrevista, la palabra que más usa es «supervivencia». Proviene del norte de China, de la región de Jilin, donde las temperaturas a menudo se clavan por debajo de los veinte grados bajo cero. Tras perder su trabajo en una fábrica estatal, se enroló en un barco. El capataz, un coreano, no le quería pagar su sueldo. Pasó más de un año así, hasta que un día, harto de esperar y de no poder enviar el dinero prometido a su mujer y a su hijo, se bajó en el puerto y salió corriendo con su petate. Estaba en España. No conocía a nadie, no hablaba ningún idioma europeo y apenas si tenía dinero. Creyó que alguien le ayudaría a volver a China, pero su pasaporte lo había olvidado en el barco. Indocumentado, no se fiaba de nadie y su autoestima y aspecto se fueron deteriorando con los días. Acudió a la embajada china, avergonzado y con miedo, pero no quisieron atenderlo. Vagabundeó de un lado a otro hasta que un compatriota le explicó que la manera más fácil de ir tirando es vender cervezas en la calle. Alquiló una cama en un cuarto compartido, se hizo con unas cuantas latas y se lanzó a la noche.
He perdido completamente la esperanza y la vida es triste para mí. Me dedico a sobrevivir. Por el día descanso en la cama y por la noche salgo a vender cervezas. No tengo papeles, ni teléfono, ni casa. No tengo nada. No quiero volver a China porque no quiero enfrentarme a mi familia. Mi mujer y mi hijo no me reconocerían. Ella quizá está con otro hombre. Prefiero no saberlo. A veces juego en las máquinas a ver si tengo suerte, pero nunca tengo. Durante los fines de semana se me pasa el tiempo más rápido porque hay mucha gente por la calle. Me da lo mismo que se rían de mí. No tengo casi amigos. Incluso para los otros chinos soy un problema porque no tengo papeles. Ellos también se ríen de mí. Además los chinos de Zhejiang se relacionan entre ellos y nosotros, los del noreste, no les gustamos.
Nos interrumpen para comprar una cerveza. Es una chica joven que lo trata con respeto. Sin mirarla, Bei Pei recoge el euro y lo mete en una bolsa de plástico. Pasará así toda la noche, hasta las siete de la mañana, acechando a jóvenes cada vez más borrachos y huyendo de la policía cuando una patrulla se acerca. En todos estos años le han requisado la mercancía muchas veces, pero solo en una ocasión se lo llevaron detenido.
Me llevaron a Aluche, me retuvieron dos días y después me dejaron ir. En la cárcel se está bien y te tratan muy bien, además te dan de comer. Pero aun así les tengo miedo a los policías.
¿Que si me gusta España? Esa pregunta para mí no tiene sentido porque en realidad no tengo otra opción que estar aquí. ¿Qué quiere decir si me gusta España?
Bei Pei construye su relato con largas parrafadas llenas de adjetivos. Agradeciendo que alguien se preocupe por él, se deja llevar por el efecto terapéutico de sus propias palabras. Tiene profundas ojeras y la mirada perdida. Los síntomas de depresión son evidentes. Con todo, continúa trabajando, se gana el arroz y paga la cama en la que duerme.
Provenientes de un país apenas sin garantías sociales y donde la única red de apoyo es la familia, la opción de pedir ayuda o quedarse de brazos cruzados no existe para los inmigrantes chinos. Si se pierde el trabajo o el jefe no paga, hay que ponerse rápidamente a buscar otro. A falta de más opciones, de un familiar o de un amigo a quien recurrir en otra ciudad europea, siempre hay un hueco en la calle. El de los lateros y vendedores ambulantes está entre los trabajos más arrastrados. Quienes lo hacen es porque no tienen otra opción, porque necesitan dinero rápido o porque buscan un sobresueldo de fin de semana. Este último es el caso de Clara y Lucas, dos estudiantes universitarios procedentes de Qingdao que aprenden español en la Universidad de Alcalá y quienes prefieren presentarse con sus nombres locales. Los viernes y los sábados venden cervezas, chocolatinas, tabaco, patatas fritas y pistachos sobre un par de cajas de cartón, en una esquina de la plaza del Dos de Mayo. Practican el idioma con los clientes y no son totalmente ajenos a la fiesta. Pelos engominados, camisetas con diseños modernos y complementos. Se nota que ambos han pasado un buen rato delante del espejo antes de salir de casa. «No es un trabajo aburrido y podemos vivir mejor luego en la universidad. Venimos cuando queremos y nos vamos cuando nos apetece. Es fácil y divertido».
Los hay que, como ellos, van por libre. También los hay más organizados, aunque uno se sonroja al oír hablar de «mafias» y «redes criminales» cuando las ganancias rara vez superan los cincuenta euros por fin de semana y persona. Uno de los grupos mejor instalados controla la zona de Gran Vía hasta Callao. Son vietnamitas, aunque de origen chino, e incluso tienen un piso alquilado en la calle Valverde donde los distribuidores descargan directamente las latas de cerveza en carretillas y también sacos de arroz que después se ofrece hervido por las noches, que agradecen los estómagos necesitados de algo consistente con lo que absorber el alcohol ingerido. La de la calle Valverde no es ni mucho menos la única base de operaciones: hay más almacenes, refrigeradores y cocinas estratégicamente ubicadas en decenas de calles de toda España. A veces, incluso se organiza el trapicheo desde los restaurantes cercanos, sobre todo en aquellos donde no salen las cuentas. En una cultura acostumbrada a la venta callejera, apasionada por los mercados nocturnos y donde la superpoblación empuja a cubrir cualquier nicho de negocio, las oportunidades de hacer dinero que ofrece la «marcha» española son una tentación demasiado fuerte. De hecho, son chinos algunos de los emprendedores más dinámicos en el sector del botellón. Han convertido los «telebotellones» en una licorería/supermercado a domicilio a los que se puede pedir por teléfono cualquier cosa, a cualquier hora, con la certeza de que llegará a casa en un margen de tiempo razonable. Durante las manifestaciones del 15M en la Puerta del Sol los vendedores chinos se enteraron de lo que estaba pasando antes que la mayoría de los periodistas. Durante días fueron capaces de sortear cualquier bloqueo. Cuando los organizadores les exigieron que no vendieran cervezas, aparecieron con refrescos. Y cuando la policía empezó a amenazar con desalojar la plaza, los precios subieron del euro al euro y medio. «Ahora hay más riesgo de que nos detenga la policía y por eso es más caro».
«Asiática viciosa. Una chica guapísima y manejable. Masajes». «Joven oriental, disponible para caballeros discretos amantes de las chicas orientales. Todos los servicios». «Chinas jóvenes, serviciales, asiáticas. Tetas grandes. Chupar y anal también». «Chicas muy guapas orientales. Estamos en Valencia centro. Somos cuatro amigas muy cariñosas».
Son todos anuncios aparecidos en la prensa española. El exotismo asiático ha experimentado un enorme tirón en los últimos años y la policía confirma que las orientales se han convertido en la última moda en el mercado del sexo. Y aunque muchas se hagan pasar por japonesas, tailandesas u «orientales», una inmensa mayoría proceden de China. En 2012 solo en Madrid había más de cuatrocientos locales con prostitutas de esta nacionalidad. Nunca hacen la calle ni entran a trabajar en clubes. Ofrecen sus servicios en pisos controlados por otros chinos. En su país, la prostitución fue duramente reprimida por el severo moralismo de la doctrina maoísta. Las pocas mujeres que siguieron practicando el oficio lo hacían con clientes fijos, de confianza, ganándose trabajosamente la intimidad en relaciones de «concubinato». Las más atrevidas se arriesgaban a insinuarse en lugares apartados, como los cines. Son precauciones que forman parte del pasado porque con las aperturas de finales de los setenta se empezó a hacer la vista gorda. Hoy, por los cuatro rincones de la República Popular proliferan burdeles, saunas, karaokes y salas de masajes con «final feliz». Cientos de miles de jóvenes lo utilizan como un atajo para salir de la pobreza o una manera desesperada de hacer dinero rápido. En el camino, algunas caen en las garras de organizaciones mafiosas, son secuestradas, extorsionadas, o quedan atrapadas en una espiral de deudas y complicaciones que no les permite cambiar de profesión. Como en el resto del mundo.
La boyante industria china del sexo también ha llegado hasta España y la policía interviene a menudo, sobre todo cuando se sospecha que hay un caso flagrante de explotación. La llamada «Operación Final Feliz», por ejemplo, desarticuló en 2010 una red de prostíbulos que operaba en tres ciudades españolas: Cuenca, Madrid y Jaén. Las chicas, ofrecidas como geishas, daban servicio siete días por semana, veinticuatro horas al día. La mayoría no tenía documentos. Al registrar los pisos, la policía encontró un kilo de estupefacientes. A las mujeres, detalla el informe policial, se les animaba a consumir ketamina para desinhibirse, un potente anestésico veterinario utilizado para sedar caballos.
La descripción policial de la Operación Muralla, por el contrario, es más extensa y prolija en detalles. Esta vez la red, publicitada en internet, periódicos gratuitos y pasquines, operaba cinco pisos en Barcelona. Uno de los nexos comunes era la oferta de tarjetas de fidelidad: una hora de sexo gratis por el consumo de diez. Como en casi todos los pisos de prostitutas «orientales», el servicio de media hora se cobraba a cuarenta euros y las chicas no salían nunca de los apartamentos. En el negocio participaban también porteros, vigilantes e incluso alguien dedicado a la promoción, gestión y actualización de la página web. En total eran treinta y ocho personas. La asignación de los roles seguía un patrón regional similar al de otros sectores. Así, mientras que los jefes del prostíbulo eran originarios de Zhejiang, las mujeres procedían de las estepas heladas y desindustrializadas situadas al norte de Pekín.
Según me dijeron los policías que investigan casos de prostitución, una de las cosas que más les sorprende es que todos los locales chinos siguen el mismo modelo: idénticos precios, organización similar y normas parecidas para las chicas que, por lo general, tienen prohibido salir solas a la calle y son sometidas a una dura disciplina y a jornadas extenuantes, sin delimitar claramente las horas de descanso y las de trabajo. Otra de las constantes es la dificultad de hacer que las mujeres detenidas colaboren en la instrucción del caso. A cambio de testimoniar contra los proxenetas, a las prostitutas sin papeles se les suele ofrecer el retorno asistido a su país con algo de dinero de bolsillo, y en ocasiones incluso la tarjeta de residencia para quedarse en España desempeñando otro trabajo. Las chinas rara vez aceptan. La mayoría, explican las fuentes policiales, insisten en que sabían perfectamente a lo que venían a España y en que nadie las engañó. Trabajan un tiempo gratis, admiten, pero dicen que es para saldar la deuda contraída con los grupos criminales que las introdujeron en el país, a quienes justifican. Como ocurre en el caso de los obreros de los talleres, algunos policías han llegado a la conclusión de que las prostitutas chinas no se consideran víctimas de los proxenetas, sino más bien de las malas cartas con las que les ha tocado jugar su mano en la vida.
Alicia, por ejemplo, no culpa a nadie de su condición. Dice que tiene veintiocho años pero aparenta al menos cinco más. Recibe a los clientes con un pantalón corto apretado y una camiseta de tirantes, muy maquillada, en una habitación sin ventanas en el cuarto piso de un céntrico apartamento de Madrid. La señora que nos ha abierto la puerta y guiado hasta la estancia es algo mayor y exige cobrar por adelantado. Sobre la mesilla, una caja de pañuelos y una maceta con unas flores de plástico. El edredón, con enormes corazones rosas, está arrugado y extendido con prisas. Sorprendentemente, a Alicia no le cuesta arrancarse a hablar.
Responde a las preguntas e incluso se esfuerza por hacerse entender. Dice que procede de la norteña provincia de Heilongjiang, que le ofrecieron el trabajo en China a través de una amiga, que entró a España hace cuatro años en avión y que desde entonces ha estado encerrada en el piso. Uno de los motivos por los que no sale es por miedo a que otros chinos la vean y adivinen lo que está haciendo allí. Le aterra la idea de que sus padres y su hija se enteren de la verdad. Antes de marcharse de su pueblo, le dijo a todo el mundo que le habían ofrecido un puesto de camarera en un restaurante. El trabajo, insiste, no está bien pagado, pero es mejor que lo que podía conseguir en China. Es raro el día que atiende a más de cuatro clientes.
Los masajes con «final feliz» son otra forma de prostitución muy extendida en toda Asia. A menudo se ofrecen en la trastienda de peluquerías o en casas de masajes, muchas de ellas aparentemente honestas. Es un negocio que, por supuesto, también ha llegado a nuestro país. Los locales abren en horario comercial y operan a la luz del día. En la plaza de los Mostenses, a dos pasos de Gran Vía, se encuentra uno de ellos, una peluquería en cuyo sótano se dan masajes de media hora por veinte euros. Una de las masajistas, una señora de unos cuarenta años que se hace llamar Rosa, aparece con un vestido escotado que resulta un tanto incómodo si de lo que se trata es de deshacer contracturas. Su descuidada manera de masajear acrecenta las sospechas que se confirman quince minutos después. Señalando con descaro, lanza la pregunta: «¿Final feliz? Solo mano. Para relajar».
Rosa procede también del norte, concretamente de Jilin. Vive con otras tres chicas en un piso cercano y dice que gana suficiente dinero para ahorrar y regresar una vez al año a su país. Contrario a la mayoría de sus paisanos en los lugares más bajos en la pirámide social, chapurrea con soltura español. «Todos mis clientes son españoles. Aquí no viene ningún chino».
Entonces ¿adónde van los chinos? Otro de los detalles que suele sorprender a la policía es que los prostíbulos chinos están perfectamente segregados. Es decir, aquellos que admiten clientes occidentales no admiten clientes chinos. Y viceversa. Como sucede con el menú de los restaurantes, la prostitución de chinas para chinos es mucho más compleja y variada que la que se ofrece al público occidental. Desde sucios burdeles para los obreros y los inmigrantes sin recursos hasta los clubes exclusivos que a veces se localizan en el último piso de algún restaurante de varias plantas. Incluso chicas de compañía, escort de lujo para quienes se lo puedan pagar: modelos a las que a menudo se accede llamando al móvil de un intermediario o una madame. Y en la ecuación, curiosamente, también entra el exotismo y la lógica de la globalización. Mientras muchos españoles buscan mujeres asiáticas para cumplir sus fantasías, las prostitutas occidentales, sobre todo las rubias, están de moda en los sueños tórridos de muchos chinos. Algunas rumanas y eslavas que ofrecen sus servicios en Gran Vía han aprendido un par de frases en mandarín y las chillan a gritos, muertas de risa, cuando los ven pasar. ¡Dapao, Dapao! ¡Pianyi! («¡Eyacular, eyacular! ¡Barato!»).