«Importo cien mil bragas cada semana».
¿Cómo se hacen ricos los chinos?

Eran de colores y llevaban una florecita de plástico flotando dentro. Hablamos de mecheros, de millones de mecheros. Fueron ubicuos en los noventa y aún hoy resulta sencillo encontrarse alguno en el fondo de un cajón. Rompieron el mercado gracias a un precio ridículamente bajo. Tan bajo que nadie se extrañaba cuando se partía la piedra o el depósito de gas estallaba al apretar con el pulgar el chisquero. Productos como estos, extremadamente baratos, de dudosa calidad y generalmente de plástico, se han ido haciendo cada vez más comunes desde entonces. Procedían, y proceden, de China. Y para quienes supieron ver la oportunidad en su momento, su importación se convirtió en uno de los negocios más lucrativos de las últimas décadas. Una actividad a la que se dedicaron con más o menos entusiasmo empresarios de toda Europa. Entre ellos, aunque no exclusivamente, muchos inmigrantes chinos que habían hecho ya algún dinero con su primer negocio, por lo general con un restaurante.

En una primerísima fase, las baratijas procedían de Taiwán y Hong Kong, donde la capacidad productiva china no estaba acogotada por el maoísmo. Hasta que en los ochenta las aperturas del régimen se llevaron la manufactura ligera a la República Popular. El «manantial» del que se ha nutrido España desde entonces se localiza a poco más de dos horas en coche de Qingtian y no mucho más lejos de Wenzhou. Se trata de Yiwu, ciudad que alberga la mayor concentración de mayoristas del planeta: una interminable hilera de naves que desde fuera se asemejan a un gusano de cemento y cuyas tripas están repletas de pequeños showrooms donde se vende, por contenedores, cualquier cosa imaginable. Casi todas las industrias ligeras de China tienen aquí su tienda de muestras y se calcula que haría falta casi un año para recorrerlo dedicándole un minuto a cada una de ellas. Los números asustan[1]: más de cinco millones de metros cuadrados, unos setenta y cinco mil locales, alrededor de dos millones de productos distintos, doscientos cincuenta mil visitantes y más de diecisiete millones de dólares de venta cada día. Repartidos de manera temática en naves y pasillos, ordenados con letras y números, en sus expositores se despliegan caretas de Bin Laden, camisetas con la inscripción «I Love New York», pirámides aztecas, hábitos de monja, penes de plástico, tuberías, microondas, neumáticos… Por supuesto, también se aceptan encargos y en los anaqueles languidecen miles de muestras recientes: el chándal de una universidad eslovena, gorras para la policía egipcia, triángulos fluorescentes con el nombre de una famosa aseguradora estadounidense o felpudos con las siglas de una multinacional japonesa.

La mayor parte de los productos amontonados en los Todo a 100 y bazares que proliferan en España proceden de aquí, ya que los almacenes donde se surten los pequeños comerciantes chinos tienen línea directa con Yiwu. Sus propietarios recorren periódicamente las naves en busca de nuevos artículos que introducir en Europa, a veces adaptándolos a los gustos locales. Por ejemplo, colocándoles una banderita de España, País Vasco o Cataluña, estampándoles un reclamo («Fiesta», «Bonito»…) o empaquetándolos con una etiqueta en español. En ocasiones, con errores hilarantes, como el del balón que combinaba los colores del Barcelona con el escudo del Real Madrid, el «Jesuncrito del Corasó Sangrados» para poner encima de la tele o ese invento de original diseño y desafortunado envoltorio cuyo uso se recomienda «para jonta cabre» (para juntar cables). No hay que engañarse. En Yiwu compran los inmigrantes chinos instalados en Europa, pero también miles de hombres de negocios de todo el mundo, entre ellos españoles que acuden con la idea de ahorrarse costes, encontrar una ganga o, directamente, hacerse ricos gracias a la mercancía barata china. Algunos, mal asesorados y sin experiencia en el país asiático, se llevan onerosas decepciones.

Yiwu, como Qingtian, es uno de esos lugares radicalmente transformados por las aperturas que han sacudido a China en las últimas décadas. Quienes nacieron aquí recuerdan que a principios de los ochenta ni siquiera había un supermercado y por sus calles era extraño ver circular un coche. En 2012 la ciudad alojaba a dos millones de personas, sostenía la mayor concentración de empresas extranjeras del país, un aeropuerto internacional y una densidad de vehículos de gama alta por habitante superior a la de Pekín o Shanghái, lo que es decir mucho. En sus calles, restaurantes, salas de masajes y hoteles, transitados por empresarios de todos los rincones del globo, se hablan tantos idiomas como en Manhattan, aunque las conversaciones versen siempre sobre un único tema: la compraventa. El éxito de Yiwu es uno de los grandes símbolos de la pequeña iniciativa privada en China: una actividad que en Zhejiang, cuna de los chinos que emigraron a España, ha prosperado como en ningún otro sitio.

Los empresarios de esta región han desempeñado un papel protagónico en el despegue chino. Sobre su capacidad para comerciar corren todo tipo de leyendas, historias que los nacidos en Wenzhou prefieren circunscribir a su ámbito municipal, dejando fuera al resto. Considerados los «judíos de China» por sus propios compatriotas, son admirados y odiados a partes iguales. Descritos como negociadores infatigables, desde Pekín se les retrata en ocasiones como la encarnación de la avaricia y la falta de escrúpulos. El profesor Kang Ronping, director del Centro de Investigación sobre los Empresarios Chinos en el Extranjero, me habló profusamente de ello durante un almuerzo de tres horas en el salón privado de un restaurante de Pekín.

Los chinos de Zhejiang son especiales por su espíritu emprendedor. Para la gente de Pekín es muy sorprendente la naturalidad con la que se prestan dinero, forman redes y buscan incesantemente nuevas oportunidades para ganar dinero. En general, los chinos somos mejores y más listos que nadie para hacer negocios, nadie nos supera en el planeta por nuestra ambición y nuestra capacidad de entender los números. Pero, incluso dentro de China, se piensa que la gente de Zhejiang es mejor y tiene mejores estrategias. Así que podemos decir que los inmigrantes que tenéis en España son los más capaces para salir adelante. Y si son los más capaces de China, entonces son los más capaces de todo el mundo.

El profesor Ronping me explicó que el llamado «espíritu de Zhejiang» ha tenido éxito incluso en Pekín, donde forman una de las más prósperas comunidades comerciales surgidas tras las aperturas económicas. Su Cámara de Comercio cuenta con casi cuatro mil miembros. Una de sus posesiones más impresionantes es la descomunal área comercial de Dahongmen, que incluye unas siete mil tiendas y da trabajo a más de cuarenta mil personas.

Zhejiang sacó oficialmente a todos sus condados de la pobreza extrema en 2006. Con una población similar a la de España, mantiene once ciudades entre las treinta con mayor renta disponible de China y es una de las regiones más desarrolladas y dinámicas del país. Existen incluso libros que tratan de explicar su «pequeño milagro» dentro del «gran milagro» chino. En uno de estos panegíricos, titulado Los humildes empresarios de Zhejiang conquistan el mundo[2], el entonces vicepresidente de la Cámara de Comercio de la región, Chen Jun, recurre a la poesía para darse un baño de chovinismo. «Hay sitios donde ni siquiera los pájaros pueden volar, pero no hay sitios en los que los empresarios de Zhejiang no puedan triunfar».

Con todo, en los últimos años la viabilidad del «modelo de Zhejiang» ha sido fuertemente cuestionada y sus números empiezan a preocupar a las autoridades centrales. Inquieta la incapacidad de su tejido industrial y comercial para dar un salto cualitativo e incubar grandes empresas que puedan algún día ser punteras en su sector. Lo impide su estructura, basada en pequeños núcleos familiares que compiten sin descanso entre ellos. Los economistas más críticos acusan también a estos pequeños empresarios de una mentalidad provinciana que les mantiene atrapados en la espiral de los bajos precios, sin invertir en productividad ni generar valor añadido. La intranquilidad se agravó en 2011 a causa de una serie de escándalos protagonizados por empresarios que huyeron sin dejar rastro, desentendiéndose de deudas millonarias y salarios sin pagar[3].

Curiosamente, la forma de prosperar en pequeñas y medianas empresas familiares con vocación exportadora recuerda mucho al modelo que tuvo éxito y que hoy languidece en los dos países donde se encuentran las comunidades chinas más numerosas de Europa y en los que la industria ha notado más el impacto de la competencia china: Italia y España. El tejido industrial de Zhejiang guarda muchas similitudes con el del noreste italiano y con el levante español y Cataluña. Quizá por eso su «adaptación al medio» fue tan rápida y tan eficaz.

La grúa se desliza con suavidad, como si los contenedores estuvieran llenos de plumas y no de toneladas de mercancía. El brazo levanta del carguero los cubos de metal y los va depositando en el puerto de Alicante, directamente sobre el cemento o en remolques. Impresos sobre la chapa, unos caracteres descoloridos por el sol y el salitre desvelan su origen. Forman parte de los 356 millones de dólares en mercancía que entraron en Europa en 2011 procedentes de China. Es por mar, obviamente, por donde llegan la mayor parte de los productos que colman los almacenes, los bazares y las tiendas de ropa de los inmigrantes chinos.

Empezaron entrando por Italia, por Nápoles y Génova, para abastecer todo el mercado europeo. Pero aquello era un coladero y hubo quejas de otros países. Así que la Unión Europea, desde Bruselas, exigió que se reforzasen los controles. Huyendo de ello, empezaron a llegar por Barcelona, donde al final les acabó ocurriendo lo mismo. Luego se trasladaron a Valencia y Algeciras. Y ahora veo que de Valencia desvían algunos barcos a Alicante porque aquí es más ágil el tránsito. Este sigue siendo un puerto pequeño, pero tenemos cada vez más mercancía china.

Las palabras se las lleva la brisa, bajo el cielo luminoso del verano levantino. Luis y Pedro, agentes de aduanas con décadas de experiencia, me desgranan sin tapujos la evolución del comercio marítimo, mientras me muestran las instalaciones de un puerto que conocen de memoria.

Mira, ahí está el almacén donde se guarda todo lo que hay que revisar. La verdad es que ahora en Valencia cada vez hay más controles, así que la mercancía se irá yendo poco a poco hacia Algeciras o Portugal. Y si allí se ponen estrictos, acabará en Hamburgo o Rotterdam. O volverán a Italia o Grecia. Quién sabe. El caso es que la meterán por donde les sea más rápido y más sencillo, como han hecho siempre. Da un poco igual porque, una vez que la carga entre en la Unión Europea, ya puede circular libremente.

En general, los importadores intentan localizar los puertos y aduanas en los que les pongan menos problemas con la tasación, donde realicen menos inspecciones y en cuyos almacenes la mercancía quede retenida el menor tiempo posible. Son las autoridades encargadas de hacer los controles, y no ellos, quienes enfrentan un dilema: cuanto más estrictos sean revisando la carga, menos barcos recibirá un puerto o una aduana y menores serán los ingresos.

El puerto que se pone más duro lógicamente pierde volumen de tráfico. Con la mercancía china hay cada vez más presión porque hay muchas irregularidades, de modo que los importadores buscan introducirla por donde les surjan menos problemas. También lo hacen los que lo tienen todo totalmente en regla, ya que con las inspecciones se pierde mucho tiempo y hay muchas quejas.

No solo a las autoridades portuarias y a las aduanas les interesa relajar las normas para tener más trabajo. También a ayuntamientos, provincias, comunidades autónomas e incluso a gobiernos centrales. Porque cada barco que entra se traduce en puestos de trabajo y dinero.

A Valencia le interesa que la mercancía entre por su puerto. Igual que a España le interesa que entre por España y no por Italia o por Grecia. Ahí está el juego. Por ejemplo, en lugar de revisar un contenedor de cada cuarenta, se revisa uno de cada cien. Y los que se revisan no se inspeccionan de una manera tan estricta. Se hace la vista gorda, vaya.

China, cuyo boom económico ha sido impulsado por la exportación durante tres décadas, no escatima esfuerzos en abrir rutas. Además de las presiones diplomáticas propias de cualquier potencia, usa también sus ingentes reservas de divisas para realizar inversiones estratégicas que contribuyan a engrasar la maquinaria. Una de las más sonadas de los últimos años ha sido la adquisición en 2009 del muelle número dos del puerto griego del Pireo y la posterior construcción de un muelle número tres. Capitalizada por el gigante estatal chino Cosco (la mayor empresa de transporte marítimo del mundo), triplicó la capacidad de carga del puerto ateniense y creó una muy atractiva alternativa a la entrada de mercancía. Otros muelles europeos, incluidos varios españoles, también se han visto tentados por inversores asiáticos.

Por el principal puerto de España, el de Valencia, entraron en 2010, en plena crisis, 2,4 millones de toneladas procedentes de China, un 3,59 por ciento más que el año anterior[4]. Con gran diferencia sobre el resto, el gigante asiático es el país que más trabajo da y el que más rutas comerciales mantiene activas con la costa levantina. Cierto es que dicho volumen no es patrimonio exclusivo de los mayoristas chinos. Son un grupo más de la larga lista de importadores autóctonos, fabricantes y grandes multinacionales que se han deslocalizado a Asia en los últimos años. Lo han hecho casi todas las grandes, desde el imperio Inditex hasta Apple, pasando por Ikea o El Corte Inglés, una empresa que mantiene oficinas por todo el continente desde las que rastrean los mercados en busca de nuevos proveedores a quienes solicitar sus pedidos. No hay que olvidar que fueron las grandes marcas las pioneras y principales impulsoras de la deslocalización industrial. Buscando, como se ha hecho siempre, la mano de obra más barata.

Todos, incluso aquellos que se jactan de no haber pisado nunca un negocio regentado por inmigrantes chinos, coleccionan inevitablemente sus productos. El «made in China» está en la ropa, los teléfonos, los electrodomésticos, los muebles, el coche… Las etiquetas están en las corbatas de los banqueros y en las mochilas de los manifestantes antiglobalización, en las zapatillas de los futbolistas y las guitarras de las estrellas de rock. Hay quien las lleva también metidas en el cuerpo, en forma de prótesis o implantes quirúrgicos. Incluso muchos artículos aparentemente fabricados en Europa o Estados Unidos pasaron en alguna de sus fases productivas por China o contienen piezas que salieron de sus fábricas. Una investigación de un senado estadounidense publicada en 2012[5] asegura que se habían encontrado más de un millón de componentes electrónicos no registrados en las tripas de los aviones y helicópteros del ejército estadounidense. Y un porcentaje abrumador provenían de China. En definitiva, la potencia industrial y exportadora del país más poblado del mundo es un fenómeno infinitamente más grande que el que protagoniza la colonia china instalada en España. De hecho, el gigante asiático recuperó en 2010 un primado que había perdido aproximadamente en 1850: el de la mayor potencia manufacturera del mundo[6]. La consultora IHS Global Insight calcula que en 2011 acaparaba ya cerca del 20 por ciento de la producción planetaria.

Los chinos afincados en Europa son responsables de solo una parte de este trasiego, y han sabido sacar provecho de ello con gran sentido de la oportunidad, casi siempre apoyándose en agentes de aduanas e intermediarios europeos. Su actividad nunca ha estado exenta de polémica. Se les responsabiliza, por ejemplo, de la avalancha de productos falsificados que ha llovido sobre Europa en las últimas décadas. Especialmente desde España e Italia, donde se encuentran las mayores comunidades chinas del Viejo Continente y donde existe un ambiente propicio para el contrabando gracias a la falta de controles, la cultura de evasión fiscal, la corrupción extendida, así como al poder de las mafias locales, sobre todo la Camorra napolitana.

En España, la Policía Nacional confirma que la mayor parte de la ropa, bolsos, zapatos y complementos que decomisan proceden de China, un país donde el concepto de propiedad intelectual está tan en pañales que existen centros comerciales especializados en falsificaciones de todo tipo, desde relojes hasta películas, pasando por tecnología. Siguiendo la lógica del beneficio, millones de estas imitaciones, algunas de calidad excepcional, llegan hasta Europa camufladas en los contenedores y remitidas a empresas fantasma, ocultas con tapaderas o registradas a nombre de personas que nunca oyeron hablar de ellas. A otras mercancías, aparentemente legales, se les agregan distintivos y etiquetas de marcas registradas una vez que han pasado la aduana. Según un abogado madrileño especializado en clientes chinos, aproximadamente tres de cada cuatro casos penales en los que ha trabajado en los últimos años estaban relacionados con la propiedad intelectual. Los decomisos de falsificaciones, de hecho, se multiplicaron por diez en la primera década del siglo XXI, de acuerdo con los datos de aduanas que maneja la Unión Europea.

Entran falsificaciones, pero no es demasiado común que se descubra. Hay que tener en cuenta que se revisa un 1 por ciento de lo que llega. El proceso en puertos es el siguiente: la mercancía pasa por tres circuitos. Los contenedores que van por el circuito verde, ni se miran. A los que van por el naranja se les controla solo la documentación y los que pasan por el circuito rojo se someten a inspección completa, física. También depende de la procedencia del contenedor. Según de dónde vengan, se inspeccionan más o menos. Los que vienen de Colombia, por ejemplo, se inspeccionan muchísimo, por si hay droga. Los de China menos, pero también hay controles en busca de falsos e irregularidades. Pero si llegan de países serios como Estados Unidos o Canadá, los controles son mucho más raros. Y, finalmente, también depende del importador. De un importador conocido, con mucho volumen, se suelen fiar más que de alguien con mala fama o de quien nunca han oído hablar.

Las grandes marcas comisionan a peritos y abogados especializados en buscar falsificaciones en los grandes centros de distribución chinos en suelo europeo. La mayoría de estos agentes cobran por producto detectado y su celo ha obligado a los falsificadores a extremar las precauciones. La policía se enfrenta a un contrabando cada vez más sofisticado.

Intervenimos muchas veces y encontramos cosas cada vez más trabajadas. Muchos almacenes que venden productos falsos o irregulares ya no tienen la mercancía física, sino catálogos donde el cliente escoge el pedido. Otra cosa muy común es que los productos sean idénticos al original, porque provienen de la misma fábrica y están hechos de la misma manera. El que le hace las zapatillas a Nike, por ejemplo, puede fabricar después todas las que quiera y venderlas en el circuito ilegal. Hay controles pero es difícil de detectar.

También preocupa la entrada de productos que carecen del certificado CE, el que la Unión Europea exige para homologar ciertas manufacturas que pueden suponer un peligro, tales como juguetes, químicos o material de papelería. Para evitar complicaciones, los exportadores chinos recurren con cierta frecuencia a la falsificación de dicha acreditación. Un importador español instalado en Zhejiang desde hace años nos explicó cómo hacerlo.

Falsificar el certificado de la CE es más fácil que mear. Y se hace mucho más de lo que nos creemos. En China hay empresas que te lo organizan todo pagando muy poco. Lo sabe todo el mundo y las autoridades chinas no hacen mucho. ¿Que es imposible de detectar? Yo creo que con los controles necesarios sobre el producto, en destino, habría muchas formas de pararlo. Pero es muy caro y hace falta gente. Me consta que a algunos los paran y les destruyen la mercancía, pero a otros muchos no.

Algunas empresas chinas ni siquiera pagan para conseguir un certificado. En sustitución, colocan una pegatina casi idéntica a la del certificado CE, cuyas siglas, dicen ellos, obedecen a la expresión «China Export[7]» (exportación china).

La última y quizá la más importante de las irregularidades en las que algunos importadores incurren de manera frecuente es la tasación a la baja de sus productos en aduana, una práctica que puede ahorrar millones de euros en impuestos. Este es, precisamente, el origen de la trama destapada por la ruidosa Operación Emperador lanzada en octubre de 2012. Las empresas importadoras de Gao Ping, líder de la organización, llevaban una década introduciendo mercancía de esta manera cuando intervino la policía. Y no parece ser un caso aislado. Los detalles me los había explicado un agente de aduanas catalán ocho meses antes de la intervención policial.

Trabajé con Gao Ping y su familia desde 1997 hasta el 2002 y hacían todo correctamente. Después encontraron a otros que se lo hacían mejor y como yo no estaba dispuesto a realizar ese tipo de trabajo, se marcharon. Han estado metiendo desde entonces unos ciento cincuenta contenedores al mes. Y la trampa la hacen otros muchos, chinos y no chinos. El volumen de lo que pueden haber defraudado es incalculable, muchos miles de millones de euros.

Hay muchos trucos para cometer fraude en la tasación. Uno de los más burdos y extendidos consiste en declarar que la mercancía fue adquirida en China por una cantidad muy inferior a la real con el fin de pagar menos impuestos. Conseguir facturas que lo acrediten resulta un juego de niños en el país de las falsificaciones, aún más si se tienden lazos con los fabricantes y las autoridades locales. Para contrarrestarlo, los inspectores de aduanas disponen de esquemas orientativos sobre cuánto cuesta cada artículo en origen. Pero ante la escasez de personal, la enorme variedad de calidades y la renovación constante de la industria, es complicado revisar todos los contenedores con detalle y determinar el precio con certeza.

En ocasiones la tasación se ajusta en aduana, se negocia. Por ejemplo, si el inspector considera que se está declarando demasiado poco, se eleva la cifra hasta hacerla razonable. Los chinos normalmente aceptan el ajuste sin protestar, lo que hace pensar que aun así salen ganando. Otro problema es que hay aduanas por todos sitios y algunas van cortas de personal. Si las cosas se complican en Valencia, el importador puede irse a la aduana de Zaragoza o a la de Guadalajara. En los puertos pequeños hay más irregularidades. Y llegado el caso se puede meter la mercancía por otros países de la Unión Europea, por Hungría por ejemplo. Eso se hace a menudo. ¿Por qué llega a Barcelona ropa china que ha pasado la inspección de aduana en una ciudad de Eslovaquia? Es muy complicado luchar contra ello. Se ponen parches pero no se ha combatido a fondo el fraude. En el proceso además colaboran españoles y tampoco se puede descartar el soborno de funcionarios.

Otra de las tácticas más utilizadas por los infractores consiste en declarar los contenedores a nombre de empresas fantasma. Una vez pasados los controles, la mercancía se desvía hacia su verdadero importador, por ejemplo los almacenes de Cobo Calleja, en Fuenlabrada (Madrid).

Muchas veces estas empresas tapadera están dadas de alta en apartamentos, en viviendas. No tienen ni un almacén. Hay casos de risa. Por ejemplo, le pagan a un borracho unos euros al mes por firmar papeles y él no sabe ni lo que están haciendo a su nombre. Si los inspectores descubren la trampa se encuentran con el domicilio de un señor que se pasa el día bebiendo en un bar y que no ha visto en su vida una aduana.

Los productos tasados fraudulentamente en aduana se descargan en almacenes de mayoristas que colaboran con importadores tramposos o que directamente pertenecen a sus empresas. Una buena parte se distribuye en negro y sin facturas, disminuyendo aún más los costes y multiplicando el fraude.

Importan una pequeña parte sin irregularidades y, si viene una inspección o llega un cliente exigiendo facturas, utilizan los papeles relativos a ese pequeño porcentaje. Luego a los compradores de confianza que se llevan mucho en negro les pueden hacer facturas cuando las necesitan o cuando tienen una inspección. Están compinchados y pueden aparentar que hacen las cosas correctamente.

Al pedirle una estimación aproximada, el agente de aduanas que trabajó con Gao Ping y su familia hasta 2002 me dijo que más del 90 por ciento de la mercancía procedente de China incurre en algún tipo de irregularidad, aunque la mitad de las veces se trata de pequeños matices sin demasiada importancia o tasaciones ligeramente retocadas a la baja. El resto de infracciones, como la destapada por la Operación Emperador, sí constituyen fraudes de dimensiones descomunales que, además, obligan a sacar del país enormes cantidades de dinero.

El infractor que declara un 10 por ciento del valor que importa no puede abonar al fabricante lo que le debe con transferencias bancarias porque se estaría delatando. Por eso tiene que mandar cantidades enormes de dinero a China por vías ilegales. Muchos de esos billetes de quinientos y cien euros que la policía se encuentra en las inspecciones de los almacenes chinos es dinero que estaba destinado a pagar las deudas con los suministradores que les habían vendido la mercancía en China.

En otras inspecciones, la policía reconoce haber sido víctima de malentendidos culturales. «Hemos inmovilizado mercancía que nos parecía rara y luego no era nada. Por ejemplo, una vez llegó un bidón lleno de tortugas vivas y nos creíamos que era alguna especie protegida. Después supimos que eran para consumo alimentario. También nos ha pasado con los animales disecados de la medicina china o esos huevos que llaman de los mil años».

La importación de manufacturas baratas ha sido la palanca de la que se han servido la mayoría de los inmigrantes chinos que han conquistado el «sueño español», aquellos que se han hecho realmente ricos. Algunos lo han conseguido de manera honesta, otros cometiendo pequeñas infracciones y el resto recurriendo al contrabando y al fraude masivo. En lo que no suele haber distinciones es en sus orígenes. Llegaron a España sin nada y construyeron su imperio desde cero.

Nos trasladamos a la calle Trafalgar, en Barcelona, donde empezaron quienes supieron entender el negocio antes que nadie. Para gran disgusto de muchos vecinos, en el barrio la presencia asiática ha pasado de anecdótica a dominante en menos de una década. Nos sentamos en un bar y el camarero, chino, nos sirve dos cervezas y unas olivas. Al otro lado de la mesa rememora los viejos tiempos Prudenci Farré, el empresario catalán que mejores y más cercanas relaciones tiene con la comunidad.

Yo creo que el primer mayorista llegó aquí en 1994. Recuerdo que ya en 1996 había unos seis o siete importadores, que se hacían la competencia entre ellos bajando mucho los precios. Las cajas llegaban entonces por avión, en cargas aéreas. Se vendían por ejemplo esas camisas con bordados en el cuello. Cosas muy cutres. En 1997, los chinos las vendían por novecientas pesetas y se podían poner en el mercado hasta a mil quinientas pesetas y aun así te las quitaban de las manos. Ya no nos acordamos de los precios de entonces porque ahora esas camisas se venden a un euro con las nuevas leyes de comercio.

Farré mastica las palabras y abre mucho los ojos cuando explica que la mercancía china se vendía en pocas horas, a veces en plena calle, directamente en una furgoneta o un coche.

Venían tantos a comprar que los chinos daban números para que no hubiera peleas. Los que compraban venían sobre todo de mercadillos porque, claro, era ropa muy barata y mala. Muchos daban solo cuatro paquetes por persona para que nadie se fuese con las manos vacías y no perder clientes. Normalmente, en una tarde habían vendido todo lo que traían. Se forraban porque en aquellos primeros tiempos se podían poner directamente dos ceros detrás del precio que se había pagado en China. No es como ahora, que el margen es cada vez más pequeño.

Farré recuerda los años que siguieron a aquellos primeros encuentros como una «década gloriosa» durante la que al menos treinta inmigrantes chinos, que empezaron transportando su mercancía en sacos de plástico, acabaron conduciendo BMW por las calles de Barcelona. «Cuando todavía no tenían coches buenos, me pedían el mío para ir a buscar socios y clientes al aeropuerto. Les previne de que, antes o después, alguien se iba a dar cuenta de que utilizaban todos el mismo coche. Es decir, el mío».

Aquella primera fase se cerró con el ingreso de China en la Organización Mundial del Comercio en diciembre de 2001. A partir de entonces las restricciones a la entrada de productos fueron disminuyendo velozmente y se multiplicaron los canales de importación. El negocio, en manos de unos cuantos al principio, floreció abruptamente por toda Europa, con especial fuerza en Italia y España. Ya no era suficiente, ni conveniente, mantenerse en un par de calles en el centro de Madrid o Barcelona. En cuestión de meses el epicentro de la venta al por mayor se fue trasladando a enormes polígonos, china-markets consagrados a la distribución de baratijas.

El empresario y constructor leonés Manuel Cobo Calleja murió el 9 de agosto de 2008 a los setenta y nueve años. Las necrológicas lo describieron como uno de los «grandes exponentes del desarrollismo español» de los años sesenta. El diario El País se refería a él como «un trabajador empedernido» que «construía donde quería» y al que «casi nada le parecía imposible, (…) una persona que creía que con el esfuerzo y la perseverancia se puede lograr casi todo». Su mayor aventura fue urbanizar un área industrial de unos dos millones de metros cuadrados de extensión entre los municipios de Pinto y Fuenlabrada. Un polígono que bautizó con sus apellidos y que durante décadas fue ocupado por talleres, pequeñas fábricas y almacenes. Años después se instalaron otros inquilinos, gentes cuyas biografías tienen cosas en común con la del empresario leonés: trabajadores incansables y ambiciosos que se enriquecieron aprovechando el boom que experimentó su país, a veces al margen de la ley. Con el tiempo, Cobo Calleja se convirtió en el centro de distribución de mercancía china más grande de Europa.

A mediados de los noventa, todavía no había por allí ni un solo letrero en mandarín. Era un área industrial bastante corriente, con carpinterías metálicas, talleres siderúrgicos, almacenes de fontanería, sopletes, empresas de transportes y bares con grifo de cerveza y menú del día. Existían también cuatro o cinco mayoristas con productos sorprendentemente baratos, por lo general importados de Asia. Daban suministro a mercadillos, almacenes y a las primeras tiendas de Todo a 100 que iban surgiendo, la mayoría propiedad de pequeños comerciantes españoles. Los que acudían a comprar allí por aquel entonces recuerdan haber presenciado cómo se instalaba la primera familia china en un local pequeño, de unos ciento cincuenta metros cuadrados. A los pocos meses estaban ya abriendo el segundo, mucho más grande. Y pronto llegaron otros chinos, ofreciendo cifras exorbitantes y en metálico, para comprar o alquilar nuevas naves. Algunos propietarios españoles, agobiados por la reconversión industrial, conscientes de que sus hijos no querían seguir con el negocio y cansados de trabajar, no se lo pensaron dos veces. Muchos fueron vendiendo o firmando contratos de alquiler por cifras que a la mayoría de ellos les han permitido vivir cómodamente de las rentas desde entonces.

Dos décadas después, pasear por Cobo Calleja es como hacerlo por la periferia de las áreas industriales de Cantón. Entre agosto y noviembre de 2011 pasé varios días recorriendo sus más de cuatrocientas empresas registradas, haciéndome pasar por un comprador. Las dimensiones del polígono me recordaron a las de los grandes centros mayoristas chinos, como Yiwu. En Verde Hoja S. L., por ejemplo, encontré textil de saldo, la mitad del cual se fabricaba en un taller chino de Usera. El conjunto de pantalón y camisa salía por cinco euros a partir de las cien unidades. El almacén de al lado no tenía nombre, pero albergaba al menos veinte estanterías de decenas de metros de alto y tan abigarradas de cachivaches que se podrían llenar varios escaparates con cada una de ellas. El género procedía de China, pero no exclusivamente. También había papel, lejía y jabones españoles, electrónica india, abalorios vietnamitas, caucho brasileño… La dueña, al verme dudar, me recomendó no comprar artículos de limpieza ni juguetes con piezas pequeñas.

Si tienes una tienda, esas cosas pueden ser peligrosas, por las inspecciones. Son más para los mercadillos, donde no se controla tanto. Mejor llévate cosas más grandes, mejores, las más caras. Las pinturas no. A veces ponen problemas en las inspecciones y te multan o te las quitan.

Dos manzanas más abajo vendían lencería sexy con una increíble variedad de tallas y tonalidades. Se trataba de una colección propia, me explicaron, cuya producción encargaban directamente a una fábrica de Zhejiang.

Los modelos los diseñamos nosotros aquí, inspirándonos en la moda española y luego mandamos el patrón por correo electrónico a China. En un plazo de entre seis y ocho semanas tenemos la mercancía. Nuestro producto es parecido a lo que venden las marcas españolas pero mucho más barato. Algunas tiendas caras de Madrid nos están comprando a nosotros, aunque no lo digan.

Lo que el propietario del almacén describió como una «inspiración», algunos comerciantes y fabricantes españoles de textil lo consideran una «copia», incluso «espionaje industrial». Algunos han llegado a prohibir la entrada de ciudadanos chinos a sus tiendas para evitar que fotografíen con sus teléfonos móviles los modelos que mejor se venden para, en un plazo de dos meses, ofrecerlos en el escaparate de enfrente a mitad de precio.

Los distribuidores más sofisticados me enseñaron sus propios catálogos, maquetados con fotografías e impresos en papel de calidad, en cuyas portadas posan modelos occidentales luciendo prendas pensadas para satisfacer los estilos y edades más variopintos. En el capítulo de las relaciones públicas también habían aprendido cosas. Muchos tenían contratados españoles o iberoamericanos para mejorar la atención al cliente. Era el caso de Sara, una joven dependienta que conocimos en un almacén de zapatos y a quien su jefa puso a barrer cuando descubrió que llevaba un rato hablando conmigo.

Llevo un año en esta tienda y me tratan bien, la verdad. Lo malo son los horarios y trabajar los domingos. El fin de semana es cuando pueden comprar los chinos de las tiendas, así que es cuando más trabajo hay. Tampoco puedo salir a comer porque ellos comen aquí. A veces ni se sientan. Comen en dos minutos y siguen.

En muchos almacenes me dieron la opción de elegir entre dos precios, dependiendo si quería llevármelo con o sin factura. A menudo hablé directamente con los dueños. A pesar de que algunos amasaban ya considerables fortunas, era común verlos vigilando a pie de almacén, incluso cargando cajas si era necesario. Lo hacía, por ejemplo, Ge Ye, dueño de Ye Sensy, una marca de cosmética barata ideada para el mercado europeo que se ha hecho un hueco ya no solo en mercadillos, sino también en supermercados, droguerías y tiendas de pueblo. Sus artículos se producían, casi en exclusiva, en laboratorios chinos.

Ge Ye era un hombre joven que después de diez años en España había asimilado perfectamente la cultura española. Respondió a todas mis preguntas a la defensiva, con golpes de cuello y monosílabos, protestando a cada rato por las «mentiras» que aparecen en los periódicos y la televisión sobre China y los chinos. Durante toda nuestra conversación, permaneció apoyado estratégicamente en una columna desde la que tenía ángulo para observar casi todo su enorme almacén. Una postura que solo abandonó para llamar la atención, educadamente, a una mujer gitana a quien descubrió recogiendo una colonia del suelo.

«Yo no lo he tocado, yo no he hecho nada. Se ha caído sola. Ay, ahora me llevo algo, ahora compro algo, que yo esto luego lo vendo muy bien», se disculpó la señora.

Los vendedores de mercadillos fueron los primeros en entender el potencial de los importadores chinos, que con el tiempo se han convertido en sus principales proveedores. En la puerta de un almacén de ropa cargaba su furgoneta Paco, un gitano de unos cincuenta años a quien faltaba una pierna y que se apoyaba en su hija para caminar pues, según dijo, se había dejado la muleta en el coche. Mientras su padre escogía el género, la muchacha resoplaba impaciente. Habían venido en un vehículo rojo que en lugar de ventanillas traseras sostenía trozos de cartón con cinta de embalaje.

Desde que están los chinos siempre les compramos a ellos. Los precios son los mejores. Son muy buenos, pero muy duros. No te dejan regatear nada. Te dicen lo que cuesta y punto.

Paco y su hija no fueron, ni mucho menos, los únicos españoles que conocí en Cobo Calleja. David Bravo también acudía con su furgoneta, aunque tenía algo más organizado su negocio. Especializado en bolsos, llevaba más de una década comprando a mayoristas chinos para después venderlos en diez puestecillos repartidos por todo Madrid. Con ello, me dijo, se ganaba la vida holgadamente.

Al principio a los chinos les comprábamos cuatro gatos, todos gente de mercadillos, pero ahora viene aquí a comprar hasta El Corte Inglés. A nosotros nos va muy bien porque te venden sin factura. Bueno, si les pides la factura te la hacen. Por ejemplo a los grandes almacenes y las tiendas grandes, a esos sí les hacen factura porque la necesitan. Su gran punto fuerte son los precios, claro. Yo durante una temporada iba a China a buscar cosas allí, pero ahora ya no merece la pena. Si comparas lo que cuesta el porte, te sale igual comprar aquí en Cobo Calleja que allí. Y te ahorras el viaje.

Con la ayuda de dos mozos de almacén, David llenó hasta arriba su vehículo. Los bolsos, algunos de piel sintética con lentejuelas y otros de cuero con remaches de metal, iban empaquetados en bolsas de basura negras.

El secreto de los chinos es que sus márgenes de ganancia son muy pequeños. No solo con la mercancía que traen de China. Mira, aquí en el polígono hay una familia que te hace portes a cinco euros por paquete. No están registrados en ningún sitio, ni pagan impuestos, pero te lo llevan a tu tienda directamente y son eficientes. Por ese mismo servicio, si contratas una empresa normal de paquetería, te gastas hasta diez o veinte veces más.

Días después conocí a Marta Gómez, otra cliente de Cobo Calleja. Esta señora, propietaria de una tienda de regalos en Madrid desde hace años, acudía con un viejo Renault Mégane que llenaba de bolsas y cajas repletas de género tras abatir los asientos traseros. Los productos que escogía no eran las típicas baratijas de las tiendas de Todo a 100, sino bolsos de tela de colores llamativos, candelabros con forma de animales, pulseras de cuero, espejos con marcos de madera y otros objetos de diseño y estética hippie. «Gracias a la mercancía china he cambiado mi tienda. Hacen cosas muy monas, que parecen artesanía y todo. Creo que los clientes no se imaginan de dónde viene todo esto, pero si me preguntan yo se lo digo. No engaño a nadie».

La mañana de un domingo de agosto me encontré con tanta gente en algunos almacenes que me vi obligado a perseguir a los empleados por los pasillos para conseguir que me atendieran. La clientela era tan variada como la mercancía y, al igual que esta, alcanzaba dimensiones internacionales. Había chinos procedentes de todos los rincones de España, de Francia e Italia. Tampoco faltaban comerciantes portugueses, marroquíes y de Europa del Este. Cobo Calleja se había convertido en la «milla de oro» de la distribución, un lugar en el que se llegaron a pedir veinte mil euros al mes por dos mil metros cuadrados de almacén y unos seis mil por algo más de doscientos. Quienes compraron en plena cresta de la ola pagaron a dos mil euros el metro cuadrado.

Los primeros mayoristas chinos no empezaron aquí. Al principio, de la misma manera que años antes habían hecho sus paisanos en Roma y Milán, se agruparon en húmedas bodegas y locales decrépitos, en barrios degradados, aunque céntricos, como Tirso de Molina o Lavapiés, donde los precios eran más bajos. Con el tiempo, asesorados por los líderes de la comunidad y su embajada, y animados por las autoridades municipales, muchos entendieron que para dar otro paso adelante necesitaban modernizarse y montar grandes centros de distribución en zonas estratégicas, desde Elche hasta Badalona pasando por Zaragoza, Málaga y, por supuesto, Madrid.

Aunque pasan más inadvertidas, en Cobo Calleja también hay oficinas, donde trabajan buena parte de esa minoría de empresarios chinos que han conseguido sofisticar y modernizar su actividad. Algunos han fichado a golpe de talonario a ejecutivos y abogados españoles para que les ayuden a seguir creciendo. Y los hay que combinan ya la importación textil y de cachivaches de plástico con el sector tecnológico. Un ejemplo es Bolma, que vende luminarias y placas solares. Otro, Extastar, se dedica a baterías, pilas y LED. El polígono tenía además una especie de «efecto llamada» para el capital chino. Algunos empresarios de Shanghái, Pekín o Cantón, acudían en busca de un entorno familiar para invertir las fortunas amasadas en los últimos años en su país. Una muestra de ello es la lista de huéspedes del hotel NH de Fuenlabrada, donde pernoctaban a menudo hombres de negocios ya no solo de Zhejiang, sino de todos los rincones de la República Popular.

La Operación Emperador, lanzada en octubre de 2012, congeló la frenética actividad del polígono. Cuando este libro fue enviado a imprenta todavía no estaba claro cuántos almacenes estaban asociados a la red de importación fraudulenta y blanqueo de dinero liderada presuntamente por Gao Ping, aunque las filtraciones policiales indicaban que podían ser un porcentaje elevado. En cualquier caso, salieron a la luz pública irregularidades que llevaban produciéndose varias décadas y que para muchos eran un secreto a gritos. Fraude en aduanas, venta de mercancía importada en negro, trabajadores sin registrar y otras trampas encaminadas a evadir impuestos le explotaban en la cara de un sector con el que empresarios chinos y españoles han hecho grandes fortunas.

Diez meses antes de que la policía tirara a patadas las puertas de los almacenes, conocí a Mao Feng, uno de esos empresarios que se hizo rico gracias a la importación y cuya historia está relacionada con el despegue de Cobo Calleja. Mao llegó en 1996 procedente de Qingtian, donde abandonó una prometedora carrera y un contrato fijo como funcionario político del gobierno local. Tras aterrizar en España empezó de nuevo, desde abajo, de camarero. Y fue creciendo. En los últimos quince años había amasado tanto dinero que podía permitirse el lujo de dedicar parte de su tiempo y su riqueza al Centro de Cultura Han, una asociación que promueve la tradición china y donde me recibió con cierta impaciencia y un flácido apretón de manos.

Me fui de Qingtian porque en aquellos tiempos era una moda irse al extranjero. Mi mujer ya estaba en Madrid. Yo llegué con veinticinco años y me puse a estudiar el idioma. Enseguida encontré un negocio que abrir, que era mi meta. En 1998 teníamos una tienda de bolsos y complementos en la calle Alcalá. La inversión fue de cinco millones de pesetas y tuvimos que pedir un préstamo. Los chinos entonces estaban en hostelería, pero en comercio todavía éramos pocos. La tienda funcionó bien, así que abrimos otras cuatro por Madrid. En 2005, con varios amigos, decidí crear un gran almacén para los mayoristas de Cobo Calleja, inspirándome en los que hay en Yiwu, en China. Traspasé todas las tiendas a mis parientes y me metí en ese proyecto. Salió redondo. Tiene ocho mil cien metros cuadrados y se llama Centro Comercial Asia. Ha ido muy muy bien. En total son sesenta tiendas y diez oficinas. Están todas llenas. En 2008, con la crisis, bajamos los alquileres de dos mil euros al mes a mil quinientos, pero está lleno así que no me puedo quejar.

Mao seguía metido en la importación y buscaba otros nichos donde dar más rentabilidad a su dinero. En ese esfuerzo, el Centro Cultural Han desempeñaba un papel estratégico. No solo cumplía la misión patriótica de «promover la cultura china», sino que también servía para fortalecer sus contactos y prestigio dentro y fuera de la comunidad. Además, probaba suerte con la enseñanza del mandarín en España, otro negocio en auge.

Aquí se puede aprender el idioma pero también la cultura china. Esto es algo importante porque nosotros tenemos un secreto para prosperar tanto: no paramos de trabajar mientras los españoles disfrutan. La gente aquí en España se divierte demasiado. Los chinos os podemos ayudar a aprender que hay que trabajar más porque no es posible mantener una sociedad que se divierte tanto como vosotros. En lugar de ser perezosos y acusarnos a nosotros por trabajar, deberíais aprender de los chinos.

Como si hubiera traspasado imprudentemente alguna línea roja, Mao se calló de golpe y fijó la mirada en la pared. Después tomó aire y pronunció un par de frases con las que suavizar el efecto de sus palabras antes de dar por concluida la cita. «Bueno, es que hay que mezclar las dos cosas, las dos cosas son buenas. Los chinos tienen que aprender también a divertirse un poquito. Y los españoles, eso, a trabajar más».

Exceptuando las noticias deportivas, la actualidad española rara vez salta a los medios de comunicación chinos. Pero lo hizo, con fuerza, el 16 de septiembre de 2004. Aquel día se habló de una desconocida localidad de la periferia europea que los locutores pronunciaban con cierta dificultad. Se trataba de Elche. Las cadenas de televisión mostraban sus calles desiertas, alternadas con almacenes ardiendo en un polígono industrial llamado El Carrús. Los comentaristas chinos lo presentaban como un inesperado e intolerable brote de racismo. De una manera muy distinta lo veían los «villanos» de la historia, los miles de obreros ilicitanos que habían perdido su trabajo en los últimos años, acosados por la competencia de productos asiáticos. A su entender, más que inmigrantes modélicos, los chinos eran una terrible amenaza, una plaga de industriosas termitas que estaba acabando impunemente con su forma de vida. El rencor llevaba años macerando y, según se supo después, los cabecillas de la protesta planearon con tiempo una manifestación que acabó degenerando en el primer y único ataque serio y medianamente organizado del que ha sido víctima la comunidad china en España. Cientos de personas apedrearon almacenes, prendieron fuego a contenedores de mercancía y quemaron un camión y dos naves industriales, mientras reclamaban a gritos la expulsión de las empresas chinas y el cierre de las fronteras a sus productos. El incidente se saldó con ciento quince mil pares de zapatos chamuscados y varios locales cerrados. Pero, sobre todo, aireó un malestar latente y abrió un debate aún inmaduro. Partidos políticos, sindicatos y asociaciones se expresaron con la mayor ambigüedad posible, condenando tanto los ataques como la presunta «competencia desleal» en la que incurrían algunos comercios chinos. Con más claridad de ideas reaccionaron la embajada china y los líderes de su comunidad, exigiendo públicamente una investigación policial y un castigo para los responsables del ataque. «¿Que por qué quemaron las naves? ¿Qué quieres que te diga? La gente está harta. Todo el paro de Elche es culpa de los chinos».

Al volante, Antonio S. resopla mientras atravesamos uno de los palmerales que rodean la ciudad. Con el paisaje semidesértico de fondo, nuestro informador, que prefiere no ser identificado con su apellido, rememora con rabia los buenos tiempos, cuando su ciudad era «un paraíso» para quienes querían trabajar duro y hacer dinero. «¿Qué quieres que te diga? Era la ciudad de toda España donde circulaban los mejores coches. Ahora los coches buenos son de los chinos».

Han pasado siete años desde los incidentes de El Carrús y para este representante de zapatos empieza a ser complicado ganarse el pan. Él y muchos de sus viejos socios y amigos tiran adelante a duras penas, quedándose con las migajas de un sector que hasta no hace tanto les permitía sostener un tren de vida más que digno. La conversación acaba arrastrándoles siempre al mismo sitio cada vez que se reúnen a tomar unas cañas, o cuando coinciden en alguna fábrica. Se desahogan compartiendo la frustración de observar cómo día tras día esas gentes que ni siquiera conocen el idioma prosperan y se van apropiando de un negocio que consideran suyo por derechos de antigüedad y nacionalidad. En el coche de Antonio S. viaja también Pedro, antiguo fabricante de suelas que tuvo que echar el candado a causa de la competencia china. Escuchando sus quejas, dejamos atrás la rotonda que da paso a El Carrús. El paisaje que se despliega ante nuestros ojos no es muy diferente al de Cobo Calleja o al del polígono de Badalona: naves industriales, carteles en chino e inmigrantes de todo el mundo que cargan y descargan mercancía importada. Entre las sombras se resguardan del sol de agosto cientos de africanos que preparan sus fardos en plena calle para después amontonarlos en furgones. Algunos venderán su mercancía en el «top manta». Otros, la mayoría, viajarán hasta el Magreb, cruzando en ferry el estrecho de Gibraltar. En sus enormes bolsas hay, sobre todo, zapatos de «polipiel», bolsos, ropa barata y bisutería. «Esto está que da pena. Antes eran los alemanes los que compraban aquí. Ahora mira quién viene a por los zapatos».

Es cierto que Elche y su entorno sostuvieron una de las áreas manufactureras más boyantes de nuestro país, una prosperidad que era motivo de orgullo. Tampoco conviene olvidar que su modelo fabril, nacido en torno a pequeñas empresas y talleres, generó abundante dinero negro y que se apoyó en el trabajo irregular[8] mucho antes de que llegaran los chinos. Miles de pedidos eran comisionados a mujeres e inmigrantes que faenaban desde casa o en locales sin licencias. Y a destajo. Al hablar de ello, los ilicitanos utilizan la palabra «clandestinaje», un término acuñado entre suelas, cueros y pegamentos industriales. La joya de su corona, el sector zapatero, creció durante décadas y tocó techo hacia finales de los años noventa[9]. Desde entonces no ha hecho más que ceder terreno frente a la competencia extranjera. Algunos, generalmente los más grandes, han conseguido mantenerse a flote especializándose en productos de calidad que incluso exportan a China[10]. Muchos otros han quebrado o se han marchado a producir a países donde la mano de obra es mucho más barata.

Al aparcar el coche salta a la vista la primera diferencia entre los almacenes administrados por inmigrantes chinos y el resto.

¿Qué quieres que te diga? Abren a todas horas y no descansan ni para comer ni para dormir. Han destruido la industria. Antes había sesenta mil puestos de trabajo en el calzado en Elche, ahora son menos de ocho mil. Los pequeños y los medianos somos los más perjudicados.

Los zapatos asiáticos empezaron a llegar en contenedores en los años ochenta, por iniciativa de empresarios españoles del sector. Entre ellos, un ilicitano ilustre, el fabricante Manuel Martínez Valero, que viajó a China al encuentro de obreros con exigencias salariales más modestas que las de la España de la transición. Movido por la obsesión de ahorrar costes, buscaba lo mismo que habían encontrado años antes los distribuidores estadounidenses que eligieron Elche como «capital europea del calzado». A Martínez Valero siguieron muchos otros y así, poco a poco, se fueron dejando las gamas más baratas en manos de fabricantes chinos. La fórmula resultó un éxito a corto plazo, pero sembró en terreno abonado una semilla invasiva que germinó con más fuerza de lo esperado. Con la entrada de China en la OMC y la caída de las cuotas y aranceles, la embestida de la competencia asiática fue despiadada. Para 2003, España estaba ya importando más calzado del que vendía al extranjero y su industria perdía cientos de miles de puestos de trabajo. En la primera década del siglo XXI se cerraron más de mil empresas zapateras en Elche[11], incluida la del propio Martínez Valero.

No es un problema coyuntural y local, sino estructural y global, un fenómeno que se ha dimensionado en cientos de informes y contrastado con el peso de toneladas de cifras. Una de esas comparativas muestra que en 1990 las fábricas chinas facturaban uno de cada cuatro zapatos vendidos en el mundo. Para 2008, ya eran tres de cada cuatro. Pocos economistas esperan que esos puestos de trabajo se vayan a recuperar a medio plazo. Con el aumento de los costes de producción en China, los fabricantes no vuelven a Europa, sino que buscan nuevos nichos de mano de obra barata en países como Camboya, Pakistán o Bangladesh.

En Elche, como en todo Occidente, muchos empresarios pensaron que podrían seguir trabajando a pesar del empuje fabril asiático siempre que controlaran la distribución. Y quienes acertaron a consolidar una marca reconocible lo están logrando. Los fabricantes chinos, tras entender el funcionamiento del mercado español, decidieron sacudirse de encima a los intermediarios y quedarse también con la venta al por mayor. Una vez más, gozaban de una ventaja definitiva: el «Elche chino» está ni más ni menos que en Wenzhou, una de las cunas de la inmigración hacia Europa. De hecho, la industria zapatera de esta ciudad es la más antigua de Asia y estaba ya desarrollada durante la dinastía Song del Sur (1127-1279[12]). Fueron sus artesanos quienes trabajaron con piel de cerdo por primera vez en la historia del país. Además el tejido industrial de Elche y el de Wenzhou se parecen bastante: pequeñas empresas familiares, con gran olfato exportador, flexibles, acostumbradas a aprovechar las ventajas del sector informal y con cierta dificultad para aumentar de escala y crear grandes marcas.

Paseando entre los almacenes, Antonio S. y Pedro ya no pueden contener la indignación.

¿Qué quieres que te diga? Aquí ya no hay trabajo para nadie. Antes sobraba y ahora no hay. Elche es una de las ciudades de España que más ha crecido desde los años cincuenta, muy por encima de la media. Hemos acogido siempre a todo el mundo, pero esto de los chinos es distinto. Traen zapatos de China y les ponen la etiqueta del «made in Spain». Luego no hacen facturas, solo unos albaranes que no valen para nada. Mandan mucha mercancía mal. Una vez llegaron los zapatos llenos de musgo y tuvieron que limpiarlos uno por uno, durante días. Los grandes se mantienen porque ellos mismos se han ido a China y les conviene. Pero al resto no nos queda nada. Han destruido todo. ¿Y sabes qué? Que no lo entiendo. Solo fabrican mierda.

Los ataques de 2004 quedan perdidos en la memoria de las familias chinas que atienden a los clientes en El Carrús. Ofrecen en general productos baratos, de materiales pobres y diseño poco sofisticado: deportivas a seis euros, taconazos de plástico, zapatillas de piel sintética… También hay quien intenta dar el salto de marca. Etiquetas como Cabeza Grande buscan capitalizar el prestigio del calzado español ofreciendo un punto más de calidad, aunque tanto el diseño como la producción son trabajo asiático. Una de sus distribuidoras en El Carrús, una mujer enérgica y sonriente que habla con soltura en español, nos da una lección de marketing mientras despliega el muestrario.

Es un producto chino, sí, pero pensado en el mercado europeo. Vendemos a Francia, Holanda, Italia, Portugal, Alemania y por supuesto España. Es calidad, no la cosa barata de un euro.

La clientela de El Carrús es internacional: acuden españoles e inmigrantes chinos, también comerciantes y revendedores del norte de África, Italia, Portugal y Europa del Este.

Susana, una española que lleva veinte años en el sector, rememora cómo eran las cosas cuando llegó la competencia china.

Empezaron con los bolsos a cien y doscientas pesetas y cuando ya les iba bien se lanzaron a comprar y comprar locales. Pagaban hasta trescientos millones de pesetas por las naves. No hablo con ellos mucho, pero les veo trabajar a diario. A todas horas, aunque trabajos físicos apenas hacen. Eso lo dejan para los inmigrantes de otros países que tienen contratados, sobre todo rumanos y latinoamericanos. La carga y descarga no la hacen ellos a pesar de que es un trabajo que se paga bien. Es cansado, pero en un día se pueden ganar más de cien euros.

Susana nos explica que los pocos españoles que quedan en El Carrús se han visto obligados a comprar mercancía china para sobrevivir. Tras pensarlo un poco, identifica una notable excepción: la de Manuel Seva, dueño del almacén Seva, en cuya entrada una bandera española advierte de que en las estanterías solo pueden encontrarse productos patrios. La estrategia de marketing adoptada por este empresario desconfiado y trabajador es tan extravagante en nuestras latitudes como común en otros países del mundo donde el patriotismo se ejerce, día a día, desde la economía doméstica.

El sentimiento de «comprar español» se incrementará con la crisis. Cada vez más gente responde a la marca España. Yo siempre he apostado por ello, por una cuestión de supervivencia, no solo de patriotismo. No me interesa lo que hagan lo demás. Yo ya sabía que los productos chinos destrozan el mercado, lo pulverizan bajando precios. Y hay que negarse a entrar en eso. Han intentado muchas veces que les traspase el negocio, ofreciéndome mucho dinero en efectivo, pero no he querido. Yo todo lo que vendo está hecho en España, pero con buena calidad y con precios que tampoco son tan altos. Además, si compras unos zapatos aquí te duran muchos años. La gente sigue viniendo a Seva, y de los fabricantes con los que yo trabajo prácticamente ninguno ha cerrado. Antes me decían que estaba loco, que me arruinaría si no vendía productos chinos, que mejor aliarse con ellos si no puedes con ellos. Pero yo aquí sigo, con crisis y con todo. Yo sigo trabajando y resulta que los que me decían que estoy loco han tenido que cerrar.

La empresa de Prudenci Farré se encuentra en la segunda planta de un almacén, en el polígono industrial de Badalona, otro de los centros de distribución de mercancía asiática. Su despacho está decorado con recuerdos de sus viajes por China: piedras jabonosas, estatuillas, porcelana y dibujos. También cuelgan de las paredes unas cuantas fotografías. En una de ellas aparece, sonriente, su joven hija Estela, que habla mandarín y lleva años dirigiendo desde Wenzhou la sucursal china de la firma familiar. Tras repasar con orgullo sus muchos méritos, Farré dirige mi atención hacia otra imagen. Esta vez el protagonista es él mismo, aunque cuesta identificarlo. Se trata de un posado de grupo y su rostro se confunde entre decenas de caras con rasgos orientales hasta que acierto a identificar su frondoso bigote en medio de los rostros lampiños.

Ese soy yo, sí señor. Es una audiencia en Pekín al más alto nivel, con los principales empresarios chinos en España. Y fíjate que soy el único europeo. La verdad, yo muchas veces me considero uno de ellos. Soy el gran amigo de los chinos.

Después de décadas haciendo negocios, compartiendo comidas y viajes, Farré ha traspasado una barrera invisible y se ha colado en una dimensión a la que pocos españoles han logrado asomarse. Se le acepta como uno más entre la alta sociedad china de Barcelona. Los líderes de la comunidad lo respetan y cuentan con él: le invitan a reuniones, le piden consejo y le ofrecen ayuda. Ejercitando su paciencia y sus dotes de observación, Farré aprendió a medrar en el complicadísimo mundo de las relaciones sociales chinas, interpretando rostros inexpresivos, evitando juzgar a sus interlocutores y controlando sus impulsos. Ha entendido la importancia de los lazos comunitarios y no se implica solo en negocios y cuestiones económicas, sino también en la vida social y cultural, ofreciendo, cuando lo considera necesario, donaciones económicas para causas benéficas. Como uno más del gremio.

De su mano asistí a una reunión en la que los líderes de la comunidad planifican las celebraciones que se llevarán a cabo durante el Año Nuevo chino. A diferencia del nuestro, el calendario del «Reino del Centro» se guía por la luna, concluyendo entre finales de enero y principios de febrero. Faltan aún tres meses pero desde ya hay que decidir dónde y cómo serán los desfiles. Saltando del mandarín a los dialectos, nuestros compañeros de mesa se entregan a ello durante más de una hora. Con aire decidido, entre sorbos de té y cerveza fría, van tomando la palabra una decena de hombres hechos a sí mismos, en cuyas tarjetas de visita destacan con letras doradas cargos de presidente, director o jefe ejecutivo. Son importadores, propietarios de restaurantes, promotores inmobiliarios, financieros e industriales. Todos empezaron de cero, dando sus primeros pasos con la restauración y la importación; diversificando su capital a medida que iban creciendo, triangulando al tiempo sus inversiones entre China y España. Entre los más respetados está el presidente de la Unión de Asociaciones Chinas de Cataluña, Lan Chuenping. Llegó a España en los años setenta y al poco tiempo montó su primer restaurante. Después siguió probando suerte con una clínica de acupuntura, un gimnasio de kung-fu y un supermercado. Tras nacionalizarse, se quedó solo con las empresas que mejor funcionan, como el restaurante Memorias de China, uno de los asiáticos más lujosos y caros de España.

A una generación posterior pertenece el qingtianés Li Wei, importador y propietario de cerca de doscientas tiendas, cuyo último logro emprendedor ha sido You Mobile, una operadora de telefonía móvil aliada con Orange que dispone de red propia y que ofrece tarifas competitivas para comunicarse con China. Poco a poco se está convirtiendo en la preferida de los inmigrantes chinos, en detrimento de sus predecesoras: la «madrileña» Hongda y la «catalana» Zhengxin, ambas fundadas también por compatriotas suyos.

Quizá la biografía más significativa es la de Jordi, un chino robusto y desconfiado que prefiere que no se mencione su apellido. Llegó a Barcelona en 1987 procedente de Qingtian. Sus padres llevaban algún tiempo en España, y en cuanto cumplió la mayoría de edad le ayudaron a montar un taller de confección y poco después su primer comercio en la calle Trafalgar. Importaba lencería sexy: tangas rojos, sujetadores de encaje, ligueros de red, etcétera. Cuentan que entre sus primeros clientes se contaban las prostitutas del Raval. El caso es que el negocio prosperaba y probó suerte como mayorista: se pasó catorce años trayendo en contenedores vaqueros, bisutería de plástico, camisas, bragas… El siguiente nicho lo descubrió importando disfraces y encargando a las fábricas chinas modelos propios con los que excitar la imaginación del consumidor español. Enseguida se dio cuenta de que los trajes de sevillanas se vendían especialmente bien durante todo el año y no solo en carnaval. De esta manera se gestó Yoremy, una línea especializada en flamenco que vende desde castañuelas hasta mantones y que ha vestido a la mismísima Sara Baras en los ensayos de algunos de sus espectáculos. Su punto fuerte me lo explica uno de los ejecutivos españoles de la empresa, mientras su jefe se disculpa para enfrascarse, de nuevo, en el debate sobre el Año Nuevo chino.

El conjunto de sevillana lo vendemos por debajo de los cien euros, peineta incluida. Fabricamos en lycra, de modo que entran tanto las flacas como las gordas. No buscamos competir con fabricantes tradicionales, sino ofrecer un producto más barato para turistas, escuelas de baile, niños, disfraces o señoras que se quieren vestir de sevillanas por lo que sea.

Intento atraer de nuevo la atención de Jordi verbalizando el curioso mestizaje de su proyecto empresarial: un «chino catalán» que ha conseguido hacer fortuna vendiendo nada menos que trajes de sevillanas. Me responde con desgana, visiblemente molesto por tener que hablar de algo que le aburre.

Bueno, en realidad mi mujer se encarga ahora de eso. Ella se ocupa de la importación y mi hermano de la otra rama, de la exportación de productos españoles a China. Yo ahora estoy más metido en la construcción. Los tiempos cambian y ahora el futuro y el negocio están en China.

Como la mayoría de los chinos que se han enriquecido en España, Jordi ha triangulado sus inversiones entre su madre patria y el país de acogida, con especial énfasis en el sector donde más dinero fácil se ha hecho en China en los últimos años: el ladrillo, un negocio bloqueado hasta los años noventa, cuando empezó a permitirse la propiedad privada inmobiliaria. Desde entonces las grúas y los precios han ascendido a una velocidad parecida. Y mientras la urbanización de grandes ciudades como Pekín o Shanghái empieza a dar síntomas de agotamiento, en las ciudades del interior queda todavía mucho por hacer. Escogiendo entre miles, Jordi está apostando por una de estas urbes medianas situada cerca de su pueblo.

Se llama Xinghua y no creo que la conozcas. Es una ciudad pequeña, solo tiene un millón de habitantes. Está al lado de Yiwu. Me he asociado con tres amigos chinos que viven en Italia y estamos construyendo una urbanización con chalets, todo de lujo. Son unos cuatrocientos mil metros cuadrados. El dinero es de parientes y amigos, sobre todo, pero todo el mundo quiere entrar porque la rentabilidad que les ofrezco es alta: de entre el 15 y el 20 por ciento.

La propensión al riesgo de los inmigrantes chinos deja boquiabiertos a sus socios europeos, a quienes llegan a proponer rentabilidades de hasta el 40 por ciento para proyectos en China. Negocios que dependen de contactos políticos, que se sostienen sobre un alambre y que, por lógica, no siempre acaban bien.

Apuesto una parte porque tengo más propiedades. En el pasado compré un piso caro y un chalet en Qingtian. Todo lo he diseñado yo y está bien hecho. Quiero ser artista de la construcción, quiero hacer cosas buenas, con inspiración europea. Me dedico a ello personalmente. El negocio del flamenco lo lleva mi mujer, a mí eso ahora ya no me interesa mucho.

De su faceta de promotor inmobiliario le gusta hablar más que de los trajes de faralaes y las castañuelas que fabrica. En la pantalla del teléfono móvil nos muestra fotografías de uno de sus últimos proyectos: un lugar enigmático llamado «Gaudí Château» que hace las veces de club de negocios. La decoración, de cosecha propia, es un popurrí de elementos europeos que guarda una cierta armonía. Entre maderas y piedra se reconocen las sinuosas formas del Parque Güell, motivos flamencos, una heráldica inventada…

Lo he hecho yo todo. Es una bodega para mí, para hacer relaciones e invitar a empresarios. Por ejemplo a clientes interesados en comprar vino. Pero es solo uno de mis proyectos. Tengo también en mente abrir en China una marisquería de lujo con vinos caros, como las de aquí.

A la reunión no han acudido empresarias, pero no porque no existan. Las mujeres chinas aprendieron en las escuelas de su país que tenían que «sostener la mitad del cielo» y la mayoría de ellas cumple a diario con la misión encomendada por Mao Zedong: trabajar fuera de casa, aunque a menudo también lo hagan dentro. Las que emigran, rara vez se quedan de brazos cruzados, ni siquiera cuando alcanzan un estatus económico ventajoso. Faenan tanto o más que sus maridos en los negocios familiares. Y cuando hay suficientes recursos para diversificar, se hacen cargo de una parte, generalmente de todo aquello que requiere menos contactos políticos y empresariales pero más adaptación al entorno de acogida y sus tendencias. Es una mujer, por ejemplo, la propietaria de algunos de los restaurantes asiáticos más modernos y glamorosos de Madrid, bien decorados, mejor atendidos y donde se puede comer desde sushi hasta las sopas picantes del sudeste asiático. Se llama María Libao y es una de las mejores representantes del salto cualitativo y conceptual que han dado muchos restauradores que dejaron atrás para siempre el «menú de los cien platos».

También hay una mujer detrás de Mulaya, cuyas decenas de escaparates se han hecho un hueco en el competitivo mercado textil español. Su dueña, Lisa Pou, apostó por una línea de ropa asiática que, sin dejar de ser barata, mantuviera el pulso de las tendencias de temporada. Cuando cruzan el umbral de sus tiendas, algunas clientas no son conscientes de estar comprando en un negocio chino. Las dependientes de Mulaya cuidan el trato y su imagen. La mitad son chinas, las otras son españolas. Enfundadas en sus tacones y debidamente perfumadas, trasiegan con las perchas en locales ordenados, escrupulosamente limpios y bien iluminados. De darle un aspecto occidental a las tiendas se encarga el marido de Lisa, un importador de muebles y luces cuya empresa ha decorado algunos de los comercios chinos más vistosos de Madrid. Mulaya, bautizada «el Zara chino» por el ingenio popular, es la más famosa pero no la única de su estilo. Hay varias cadenas parecidas, de diferentes tamaños, pero casi todas sostenidas por un esquema similar. El sistema de implantación es parecido a las franquicias, aunque incorporan exclusivamente a familiares, paisanos y amigos. Compran la mercancía en polígonos como Cobo Calleja o la encargan directamente a fábrica o a talleres de «prontomoda» como el que visité en Usera, o como los instalados en la ciudad florentina de Prato, uno de los centros neurálgicos del mundo chino en Europa. Este tipo de empresas consiguen cerrar el círculo, acaparando en manos chinas fabricación, importación, distribución, venta al detalle y todas las actividades subsidiarias, desde la concesión del crédito hasta la obra de la tienda, e incluso el transporte. Un proceso en el que el ciudadano español solo interviene para pagar en caja. Y a poder ser, en metálico.

Aunque por ahora son un grupo reducido, la alta burguesía china en España tiene ya una agenda social propia a la que muchos españoles intentan arrimar la sardina. Por ejemplo, invitándolos a encuentros institucionales, ferias de inversión y salones de poder. Con la crisis, el repentino interés por «lo chino» conquista incluso a espacios reservados a la jet set más castiza. Asistí a ello una tarde de noviembre en la glamorosa sede de Unión Suiza, en plena Diagonal de Barcelona. Tras una vetusta fachada de piedra, la familia Vendrell lleva cinco generaciones (más de siglo y medio) vendiéndoles joyas y relojes de lujo a la «gen de casa bona» de Cataluña. En sus vitrinas y espejos se han reflejado marqueses, condes, terratenientes, ministros y actores. Últimamente lo hacen también los empresarios chinos. No son turistas adinerados procedentes de Pekín y Shanghái, sino miembros de ese centenar de familias inmigrantes que llegaron a Barcelona con un petate y que hoy pueden gastarse, sin parpadear, cien mil euros en un reloj de agujas.

La fiesta empieza a las cinco de la tarde, pero se alarga hasta la hora de la cena. Los Vendrell presiden la ceremonia junto a los organizadores del evento venidos de Madrid, los responsables de la edición del Ouhua, el principal diario de la comunidad china en España. Acuden, en grupitos, decenas de empresarios chinos, algunos acompañados por sus familias. Son agasajados con tapas, jamón de bellota, vino tinto, cava y un discurso lleno de adverbios que después se traduce al chino. Un tataranieto del fundador de la joyería saluda con un Nihao («hola» en mandarín) a sus invitados y les anima a que se prueben los relojes. Muchos lo hacen, entre ellos el propietario del restaurante Pato Pekín, que lleva un buen rato mirando una joya de cuarenta y seis mil euros para su hija veinteañera, estudiante de diseño y también presente. Al otro lado de la sala y vocalizando mucho, un dependiente engominado se esfuerza por convencer a la mujer de un importador, una señora que habla español con dificultad y que atiende frunciendo el ceño y sudando bajo un envoltorio de pieles, maquillaje y pañuelos de seda.

Señora, esta pieza no se la vendo a cualquiera. Es exclusiva y no la puede llevar todo el mundo. Hay que tener mucha mucha clase para llevar esto puesto. Si usted no la tuviera, yo no se la enseñaría.

Las estancias de alto vuelo no son su hábitat natural, pero tampoco entornos completamente ajenos. La burguesía china en España camina por las dos aceras: siguen frecuentando los Chinatowns para administrar sus negocios, pero viven sus vidas al margen de todo ello. Sus cochazos pueden verse aparcados en los polígonos industriales y barrios obreros donde se conglomeran los inmigrantes chinos, pero las noches las pasan fuera del gueto. No se trata solo de evitar zonas degradadas donde difícilmente pueden encontrar viviendas a la altura de su cuenta corriente, sino también una forma de protegerse de los secuestros selectivos. En lugar de pisos patera, habitan casas con piscina y pistas de tenis en urbanizaciones exclusivas. La Moraleja, en Madrid, es una de sus preferidas. Con las compras, el ocio y la educación son igual de selectivos. Educan a sus hijos en colegios privados y después los mandan a cursar la universidad en el extranjero, preferentemente en Estados Unidos o Inglaterra. Sin embargo, por mucho que compartan profesor de tenis y gimnasio con la jet set local, pocas de estas familias acaban perdiendo sus raíces chinas.

La cita con Zhou Xufeng era a mediodía, pero él aparece una hora más tarde. Lo hace a bordo de uno de sus coches deportivos, un BMW 3M que estaciona en triple fila frente a una de las puertas del mercado de mayoristas de Yiwu. La noche anterior, explica apresuradamente, tuvo una reunión con clientes en uno de los reservados de su restaurante de cocina española. Corrieron las copas y terminó de madrugada. Además de su capacidad para sobreponerse a la resaca, me sorprende su edad. Cuando lo conocí, Xufeng tenía treinta años, pero contaba ya con catorce de experiencia al frente de los negocios familiares. Sus padres salieron de Qingtian muy pronto y con mucha energía. En 1988 estaban intentándolo en Brasil. Unos meses después probaban en España. De ahí, y durante algún tiempo, se abrieron paso en Yugoslavia, un mercado en el que detectaron muchas oportunidades y poca competencia. En Belgrado amasaron sus primeros ahorros, se sobrepusieron a la posguerra y no se marcharon hasta que en 1999 los F-117 de la OTAN descargaron fuego sobre sus cabezas, bombardeos en los que fue atacada, teóricamente por error, la embajada china. Más preocupados por sus tiendas que por su integridad física, los Zhou se replegaron en España. De nuevo, una decisión acertada. Con el cambio de siglo aumentaron la superficie de su principal tienda y empezaron a importar mercancía a gran escala. Xufeng se encargaba ya entonces de viajar a Yiwu para negociar nuevos productos y por aquellos años protagonizó una anécdota que alcanzó cierta popularidad y todavía se cuenta. Dicen que quedó sepultado bajo miles de bragas que se le vinieron encima al abrir uno de sus contenedores. Las cifras encajan. En 2009, su almacén de lencería recibía semanalmente en Cobo Calleja dos contenedores con treinta mil kilos de capacidad. Y entre sus clientes se encuentran algunos de los principales grandes almacenes y tiendas de ropa de Europa.

El «chico de los contenedores de bragas», como aún le llaman algunos, ha crecido mucho y su sombra es ya alargada en los círculos de decisión de la comunidad, donde se presenta con la tarjeta de la Asociación de Empresarios Chinos Jóvenes en España. Nos habla de ello mientras conduce con calma, recostado en su tapicería de cuero. La historia es la de siempre: su familia ha triangulado las inversiones entre su país de acogida y su patria, con especial énfasis en el ladrillo. En una de las últimas operaciones actuó como promotor de una urbanización de lujo con club náutico que fue inaugurada en Huzhou (Zhejiang) en 2009, un acto al que se invitó a cinco representantes del ayuntamiento de Leganés y dieciséis empresarios madrileños. En los últimos tiempos, en su afán por diversificar y anticiparse a las cosas, la familia Zhou decidió que había llegado la hora de ir adaptando su empresa a la nueva realidad global. Xufeng, casado desde hace diez años con una chica de su pueblo, tiene claro dónde está su identidad y dónde anida el futuro de su negocio. Como muchos otros, ha renunciado al pasaporte español para no perder la nacionalidad china.

Ahora es China lo que crece y en Europa hay crisis y se vende peor. Por eso hemos empezado a vender productos españoles en China. Antes de la crisis las empresas españolas no querían colaborar con nosotros. Ahora nos llama todo el mundo.

En mandarín, la palabra «crisis» se forma por dos caracteres: el primero significa riesgo y el segundo oportunidad. Xufeng tiene interiorizada la idea. En 2011 estaba apostando fuerte por exportar a China vino español y productos gastronómicos de etiqueta negra a través de su empresa Mundiver, consciente de que las empresas españolas tienen que dar salida a existencias que se acumulan tras la caída del consumo interno. Su base de operaciones está precisamente en Yiwu, donde en los últimos años el gobierno local ha decidido impulsar las importaciones, haciendo un hueco en el mercado de mayoristas a las empresas extranjeras que quieren introducir sus productos en China. En el local ocupado por Mundiver, un espacio diáfano decorado con banderas de la península ibérica y estanterías llenas de caldos de toda España, un grupo de jóvenes azafatas en minifalda recibe un curso de formación. Mediante un monitor de televisión se les explica en mandarín las cualidades de los diferentes vinos, las técnicas para catar y descorchar las botellas y las diferencias entre denominaciones de origen. «Estoy invirtiendo mucho en traer productos españoles a China. En esta tienda ya he encargado tres millones de dólares de mercancía».

No es solo cosa de la familia Zhou. Los empresarios de la comunidad china subrayan, cada vez que tienen ocasión, lo mucho que se esfuerzan para hacer el viaje comercial de vuelta e introducir productos españoles en el mercado de los mil cuatrocientos millones de clientes. Aunque por ahora, admiten en privado, no es más que una parte minoritaria de su volumen de negocio. La idea resulta atractiva en varios frentes: es potencialmente lucrativa, ofrece un mensaje positivo de cara a las autoridades y la opinión pública en España y encaja con los planes de Pekín para transformar la economía china, equilibrar su balanza comercial y hacerla menos dependiente de las exportaciones. Las previsiones macroeconómicas también respaldan la apuesta, ya que el Ministerio de Comercio chino esperaba en 2011 que las importaciones aumentaran ya a un ritmo superior que las exportaciones[13].

A medida que la crisis se ha ido agravando en Europa, la idea de invertir la dirección del tráfico comercial ha cobrado fuerza. Hasta el extremo de que Hong Guang Gao, otro de los hombres fuertes de la comunidad y miembro del Pleno de la Cámara de Comercio de Madrid, anunció en 2012 la construcción del primer gran centro mayorista de productos españoles en China, un local con capacidad para albergar a doscientas empresas, que costó unos veinte millones de euros y en el que tendrán un lugar vinos, aceite de oliva, jamón, zapatos, alta costura y muebles de lujo, entre otras cosas. Curiosamente, al erigirse como embajadores de la gastronomía, la decoración, e incluso la música española en China, despliegan estrategias que pueden recordarnos a las que emplearon en el viaje de ida: inaugurando restaurantes, bodegas y clubes sociales, adaptando la «marca España» al paladar y la mentalidad chinas. En los salones de su restaurante-enoteca en Yiwu, Zhou Xufeng nos despide con un solomillo a la pimienta, un surtido de tapas, un pincho de tortilla y una copa de tinto. Los acordes de una guitarra española, las velas, el olor a la madera de las vinerías y los motivos taurinos de la decoración nos hacen olvidar por un momento que estamos en China. Hasta que uno de los ayudantes de Zhou Xufeng nos saca del hechizo. «Mi jefe ahora baja a despedirse. Ha subido al karaoke del restaurante con unos clientes».