Los inmigrantes que
vinieron del futuro.
¿Quiénes son y por qué deberíamos interesarnos por ellos?
Amanece y las primeras luces del alba sorprenden en la calle a millones de españoles. Borrachos, sudorosos, felices, agarrados a una bandera o a una litrona, celebran el primer triunfo de su selección en un Mundial de fútbol. Sin apenas rozarlos, Chen Lang se abre paso entre la multitud y acelera el ritmo cuando divisa la boca de metro. Él también tiene algo importante que festejar: acaba de ganar sus primeros quinientos euros en Madrid. Con una mano aprieta los billetes arrugados en el bolsillo y con la otra va contando las estaciones para saber dónde bajarse. Apoyado en la pared del vagón, repasa mentalmente la noche, sin hacer demasiado caso a la multitud que le rodea, en su mayoría jóvenes como él, pero de mirada vidriosa, demacrados por la juerga. Unos minutos más tarde, Lang entra en casa, devora una sopa de fideos precocinados y se tumba boca arriba en la litera, en silencio. Sus cinco compañeros de habitación todavía duermen. Antes de una hora todos tendrán que ir otra vez a trabajar, pero él se deja atrapar por un sueño tranquilo y profundo, algo que no le ocurría desde que abandonó su país cuatro meses atrás. Está satisfecho. A este ritmo, piensa, no tardará más de dos años en devolver el dinero que debe.
Fue su primo Wen quien le propuso la idea unos días antes. En la peluquería donde ambos trabajan, le explicó entre susurros algo que había oído en un restaurante, mientras escuchaba una conversación ajena. El negocio no parecía arriesgado. Otros muchos chinos ya lo habían hecho y les había salido bien. Llenarían cuatro carritos de supermercado con cervezas y comida, comprarían banderas, bufandas y bocinas. Si España levantaba el trofeo en la final, podrían ganar más que en dos semanas recortando melenas y fregando suelos. Si la selección perdía, recuperarían parte de la inversión colocando la mercancía en los locales chinos del barrio. En su pueblo natal, en China, Chen Lang había pasado noches enteras pegado al televisor de su hermana, siguiendo las ligas europeas. Conocía el fútbol y sabía que España podía ganar. Además, en el peor de los casos, perdería una noche de sueño y cien euros. ¿Qué es eso comparado con los once mil setecientos euros que todavía debe al empresario que le ha traído hasta España?
Al día siguiente, lo tenían ya todo hablado. Apalabraron el alquiler de los carritos a un conocido que regenta un almacén, la misma persona que les suministró parte de las bebidas. Wen, con más experiencia en Europa, seguía viendo un problema. A los españoles les gusta la cerveza bien fría, pero ellos no tenían dónde refrigerar las latas y botellas. Lo discutieron unos minutos y optaron por arriesgarse, reservando algo de dinero para comprar hielo entre sus paisanos si no conseguían colocarlas templadas. Al final, no les hizo falta.
Cuando Iniesta marcó el gol de la victoria, Wen y Lang esperaban agazapados a pocas manzanas de Colón. Unos minutos después empezaron a vender. Las dudas se disiparon pronto. Daba igual que las cervezas estuvieran templadas o calientes porque se las arrebataban de las manos. Algunos clientes dejaban propina, otros no se entretenían esperando el cambio. Recibieron incómodos abrazos, un amago de manteo y zarandeos constantes, en medio de un griterío que no entendían. Una chica les dio un beso cariñoso en la mejilla a cada uno. Sin darse cuenta, recorrieron de arriba abajo calles que nunca habían visto, sintiéndose arropados por la marea humana, sin miedo a que la policía pudiese aparecer. ¿Quién iba a fijarse en ellos en medio del caos? Las únicas miradas de recelo que encontraron fueron las de sus competidores, sus compatriotas, a quienes no habían pedido permiso para ponerse a vender. Había tanto negocio por hacer que nadie se paró a preguntarles quiénes eran. Antes del alba, ya habían agotado toda su mercancía.
Para resumir lo que ocurrió aquella noche, Wen utiliza una frase que le oyó decir a otro primo suyo cuando vivía en Italia: «Cuando llueve, los laowai (guiris) buscan refugio. Los chinos buscamos paraguas para vendérselos».
La mayoría de los chinos que viven entre nosotros proceden de la misma región que Chen Lan (Zhejiang) y casi todos llegaron de una manera muy parecida a la suya: animados por sus familias, ayudados por parientes ya instalados en Europa, sin saber una sola palabra de español y sin conocer apenas nada de nuestro país. Algunos entraron legalmente, mediante reagrupaciones familiares o contratos de trabajo firmados casi siempre por compatriotas. El resto recurrió a circuitos y prácticas irregulares. Hay quien falsificó documentos o se los alquiló a otra persona, quien cubrió largas distancias en tren por la estepa siberiana y quien, haciéndose pasar por turista dentro de un grupo organizado, escapó de un hotel de Sevilla, Madrid o Barcelona en plena noche. Para costearse el viaje, muchos contrajeron deudas que quizá nunca puedan terminar de pagar, otros arruinaron a sus familias y algunos trabajaron gratis durante años.
De todos los que entraron, muchos volverán a Zhejiang con poco dinero más del que tenían cuando abandonaron el hogar. Se instalarán nuevamente en China consumidos por la incertidumbre de saber si han merecido la pena tantos esfuerzos y privaciones. Otros tantos echarán raíces en España, alcanzarán el sueño de abrir su propio negocio y verán a sus hijos educarse en escuelas locales, convirtiéndose a menudo en los primeros de la clase. Las tiendas y restaurantes podrán ir mal o podrán ir bien. Habrá quienes consigan amasar verdaderas fortunas, sobre todo aquellos que sepan triangular sus inversiones entre China y Europa, aprovechándose de la capacidad productiva de su país y del hambre consumista de los nuestros. Otros lo perderán todo y se verán obligados a regresar a Zhejiang con el rabo entre las piernas, soportando la vergüenza y el descrédito, incluso entre sus propias familias. Lo que no hará ninguno de ellos es pensárselo dos veces si ve una oportunidad de prosperar y ganar dinero.
En España sorprende su capacidad de prosperar. Es la única comunidad inmigrante que ha conseguido enriquecerse de manera visible, la única que ha tejido una red de intereses sólidos con instituciones y empresarios locales. De entre todos los extranjeros, los chinos son los que mejor han adaptado su olfato comercial a las costumbres españolas y quizá también los que más provecho sacan del clientelismo y la informalidad de nuestra organización social, política y económica, por ejemplo, a la hora de importar toneladas de productos sin pagar impuestos, como quedó al descubierto durante la famosa Operación Emperador en octubre de 2012, considerada la mayor actuación policial contra el lavado de capitales. Igualmente, los chinos son los únicos que compran casas en la era posladrillo y abren negocios en plena crisis. Y no solo restaurantes y bazares, sino también bares de tapas, gestorías, agencias inmobiliarias, talleres de costura, explotaciones agrícolas e incluso firmas de moda y casas de perfumes. Muchos se preguntan ¿por qué?, ¿cómo lo consiguen? ¿Qué se traen entre manos?
Como las familias sicilianas que llegaron a Estados Unidos a principios del siglo pasado, los chinos de Zhejiang reproducen sus rígidas costumbres sociales y familiares para progresar en el extranjero. Traen consigo su ordenado mundo confuciano, pero también una capacidad de sacrificio y alerta constante, de adaptación al medio y disposición al cambio, de flexibilidad para sortearlo todo. Solo necesitan reciclar lo que ya saben, pues todas estas virtudes son necesarias para sobrevivir y prosperar en su país. Aunque ha crecido espectacularmente en los últimos años, la China de la que se marcharon sigue siendo un lugar superpoblado y sin recursos naturales que durante siglos ha estado sometido a los caprichos de emperadores, colonos, señores de la guerra y revolucionarios asesinos.
En este contexto ya de por sí hostil, la mayoría de los chinos arraigados en España proceden de un condado donde las condiciones de vida eran bastante duras hasta que sus habitantes empezaron a emigrar masivamente. Se calcula que casi el 70 por ciento nacieron en Qingtian, un paraje rural de montañas neblinosas de las que surgen ríos y arroyos de cauces imprevisibles, sin apenas tierras de cultivo y azotado por frecuentes inundaciones que arrasan cosechas y se llevan consigo casas, ganado y personas. Quienes no crecieron allí lo hicieron en la vecina ciudad de Wenzhou, una urbe grande y próspera, famosa por la capacidad negociante de sus habitantes, a quienes se denomina comúnmente los «judíos de China». Se dice que ni siquiera durante los tiempos más duros del maoísmo se consiguió erradicar el instinto comercial de sus gentes, de suerte que muchas familias seguían produciendo, comprando y vendiendo clandestinamente en la intimidad de sus casas, en pasos subterráneos y en almacenes. Son ellos quienes han liderado el auge empresarial chino en nuestro país, los pioneros en muchos negocios y los que de alguna manera han arrastrado a los demás.
Familia y comunidad. Lazos de sangre y de procedencia. En la estructura social de los inmigrantes chinos casi todo gira en torno a estas instituciones. Parientes y paisanos se convierten en el mejor banco para pedir dinero prestado, en los mejores jueces para poner orden, en la mejor policía para evitar enfrentamientos… Ofrecen soluciones para cada problema, y en todo caso no hay elección porque de espaldas a la comunidad no se vive. La interacción con el «mundo exterior», todo aquello que queda fuera del «ámbito chino», se limita a hacer dinero y a evitar agresiones o interferencias, ya sean robos, inspecciones o agentes de policía imponiendo las leyes locales. Estando en Madrid, Chen Lang puede levantarse en un hostal de literas regentado por chinos y desayunar en un restaurante donde cocinan las mismas recetas que en su pueblo mientras lee un periódico en mandarín con noticias sobre sus compatriotas desperdigados por Europa. Después acudirá a trabajar para un empresario nacido a diez kilómetros de su casa natal a quien otros paisanos, albañiles, están reformando el local. Los decoradores, también chinos, encargarán los nuevos muebles y la iluminación a las fábricas de Shenzhen o Wenzhou. Y si por la noche Chen Lang acude a alguna sala de fiestas, llamará a un taxi ilegal conducido por un compatriota y se emborrachará con cerveza o licores de su país. Si pierde la cabeza puede acabar en un karaoke y, como le ocurrió una vez, es posible que pague por un rato de sexo con una prostituta que también será china.
La comunidad se articula por conceptos como el honor, la palabra dada y el respeto. Los líderes y empresarios de éxito reciben mucho, pero también dan. Necesitan credibilidad para crecer, consolidar contactos, pedir favores y prosperar. Son tan importantes los lazos entre ellos como con las autoridades locales y la madre patria. La estructura social es piramidal, ciertamente, pero ni mucho menos cerrada. El esfuerzo se premia y se reconoce; también se puede ascender en la escala social. Eso sí, cada vez es más difícil subir porque el mercado está ya bien repartido, estructurado y saturado, ahora más que nunca a causa de la crisis.
Ahora, algunas familias empiezan a asumir riesgos que aquellos que llegaron hace diez años no hubieran considerado. Hasta hace poco se consideraba que un restaurante chino solo se podía hacer rentable si estaba en una ciudad o un barrio de más de cinco mil habitantes. Y sin embargo, ya hay chinos intentándolo en lugares como Cifuentes, provincia de Guadalajara, donde apenas se superan los dos mil. Otros han optado por ofrecer comida japonesa, tailandesa o coreana; incluso se atreven con traspasos de bares de tapas, cafeterías o mesones castizos. Con tesón, paciencia, algo de riesgo y mucho sacrificio, piensan, cualquier negocio sale adelante.
Se hace de noche tras los cristales de una céntrica cafetería de Qingtian. Las bombillas de colores resplandecen ya en el puente que cruza el río Ou y los neones de los rascacielos comienzan a centellear. La señora Xu Zi Qi desempaña el ventanal y señala el espectáculo. El pueblo, dice exagerando, tiene ahora tanto dinero que puede pagarse una iluminación digna de una capital. Llevamos dos horas hablando de cuestiones banales cuando, de pronto, se decide a relatar su pasado como inmigrante ilegal. Empieza, como todas las historias aquí, con un itinerario y una cifra. Por unos cuatro mil quinientos euros entró en Bulgaria, en avión, con un nombre y un visado falsos. Los precios para emigrar a los países del este son más asequibles, especialmente antes de su adhesión a la Unión Europea. Xu se instaló en la capital, Sofía, donde vivió y trabajó durante un tiempo en la tienda de unos parientes. Después buscó fortuna abriendo una peluquería clandestina para inmigrantes chinos y, más tarde, un almacén desde donde distribuía ropa importada. Arriesgando, pidiendo préstamos y trabajando de sol a sol, hizo algo de dinero, una suma que invirtió parcialmente en casas y tierras en Qingtian, su ciudad natal. Empezaba a gozar de una vida más o menos acomodada cuando un incendio arrasó con cuarenta y cinco mil euros en mercancía recién entregada y que nadie le quiso pagar. Por fortuna, la inversión que había hecho en China se había triplicado en apenas unos años. Tras venderlo todo, pudo liquidar las últimas deudas contraídas y comprar el billete de vuelta a casa. Casi diez años después, con la espalda rota y la sensación de haber tirado los mejores años de su vida, Xu está otra vez en la casilla de salida.
La casilla de salida se encuentra al otro lado de la cristalera, que se ha vuelto a empañar por la humedad. Al centro urbano de Qingtian le llaman el «pequeño Hong Kong» porque no hay en toda la provincia un pueblo con tantas luces, tantos rascacielos, ni tantos Mercedes Benz con cristales tintados. Incluso en el país del «milagro económico» la transformación que ha sufrido este condado se considera algo mágico. Sus alquimistas son hombres y mujeres que hicieron fortuna en Europa, casi todos en nuestro país o en Italia. La huella es evidente y se percibe incluso en la carta de algunos restaurantes, donde no falta el jamón serrano, el salami italiano, ni el café expreso. Mediante el dinero que mandan a sus parientes y gracias a las inversiones hechas en casa, los emigrantes generan riqueza aun cuando no están presentes. En una de las exclusivas urbanizaciones construidas en las montañas circundantes, decenas de niños chinos con pasaporte español se educan en una guardería de lujo, con más comodidades y mejores instalaciones que la mayoría de los centros educativos de Madrid o Barcelona. Sus padres prefieren que den sus primeros pasos y aprendan a hablar en China en lugar de hacerlo en Europa. La mayoría no soporta la idea de que su descendencia crezca como occidental, olvidando el idioma y las tradiciones de sus ancestros. El temor se alimenta con historias terribles. Anécdotas de adolescentes maleducados, indisciplinados, que contestan a sus padres, se emborrachan todos los fines de semana y tienen relaciones íntimas, incluso con otros jóvenes del mismo sexo. Además, aunque quisieran, no tendrían tiempo para estar con ellos. Con todas las energías dedicadas a trabajar duro y ganar dinero, saben que su prole estará mejor atendida en un internado o con sus abuelos en el pueblo. A fin de cuentas, el tiempo pasa rápido y, con un poco de suerte, volverán a reunirse en agosto o en el Año Nuevo chino.
Cuando acaba de contar su historia, Xu toma un respiro, mira alrededor y baja el tono de voz. Ahora toca hablar del futuro y eso, por definición, implica información confidencial. Lleva pensando en ello desde que abandonó Bulgaria y ha llegado a la conclusión de que existe una buena oportunidad de negocio en Qingtian. Según sus cálculos, aún hay espacio para alguna guardería más. Su empresa podría empezar ofreciendo servicios de limpieza como complemento, algo para lo que siempre hay demanda si se bajan suficiente los precios y una manera de asegurarse los primeros ingresos hasta que termine de cuajar el proyecto. Rondando los cuarenta años, esta mujer corpulenta y risueña acaba de perderlo todo, pero volverá a probar fortuna.
En Europa tuve una oportunidad y la perdí. Ahora estoy muy cansada para intentarlo de nuevo allí. No merece la pena. Mi hermano, por ejemplo, sí que tuvo suerte en España. Yo me equivoqué, quizá, cuando elegí el destino. Ir a Bulgaria era más barato, pero también más difícil prosperar. Ese país es horrible.
Su hermano se llama Siwang y, efectivamente, a él le fue mejor. Tenía veintitrés años cuando salió de Qingtian a principios de los noventa. En aquellos años, viajar era mucho más caro y arriesgado. Los padres de su novia le prometieron un trabajo como camarero en Austria y le pusieron en contacto con un «cabeza de serpiente», el extremo visible de una pequeña organización de tráfico ilegal. El tránsito se hizo por Armenia y, a pesar de que el precio era elevado, todo salió bien. Siwang abordó un tren hacia Innsbruck ansioso por llegar a destino, pensando que al día siguiente empezaría a trabajar. Cuando sus futuros suegros y su novia le recibieron en la estación entendió que algo iba mal. Los papeles, le explicaron más tarde, iban a tardar. Mientras llegaban, tendría que vivir encerrado en una buhardilla, sin hacer ruido. La policía llevaba un tiempo alerta. Era mal momento para desembarcar. Siwang se aclimató a su jaula de piedra, desde donde oía a su novia salir temprano por las mañanas y llegar tarde por las noches. Tres veces al día le subían algo de comer y el resto del tiempo lo mataba ojeando periódicos viejos y mirando al techo. Cuando se quiso dar cuenta habían pasado casi dos años.
Las esperanzas se iban desvaneciendo. Incluso su vitalidad, algo que nunca le había fallado, empezaba ahora a flaquear. Por si fuera poco, la mujer que le había arrastrado hasta allí estaba cada día menos presente y pasaban semanas enteras sin que ni siquiera subiera a saludarlo. Asomándose a un tragaluz, Siwang advirtió la presencia de un hombre ajeno a la familia, que venía a buscar a su novia en coche y la traía de vuelta diez o doce horas después. Enloquecido por los celos, la desesperación y el aburrimiento, una noche estalló. Al oír el ruido del motor, bajó a saltos la escalera y descargó su frustración a golpes. Repartió puñetazos, la emprendió a palos contra el coche de su rival y salió corriendo hacia la estación. Jadeando, se plantó en la ventanilla, sin saber ni una palabra de alemán. Agitó el dinero que le quedaba delante del empleado, a quien hizo entender que quería un billete para Italia, un país del que antes había oído hablar mucho.
Mientras el tren recorría interminables prados y montañas, se imaginó a sí mismo en una cárcel, golpeado, humillado y desarraigado para siempre. Sus suegros le habían contado historias terribles sobre la policía europea, quién sabe si para justificar la situación o para evitar que escapara de su encierro kafkiano. Siwang no sabía cuántas fronteras tendría que atravesar antes de llegar al destino, y pasó momentos angustiosos, encerrándose en el baño cada vez que el tren se aproximaba a una estación. Finalmente se apeó en Verona, compró algo de comer, vagabundeó por la ciudad y volvió a la estación, esta vez con la idea de llegar hasta Milán. Una vez allí, recorrió los negocios y restaurantes chinos que fue encontrando, en busca de algún paisano con trabajo para él. Solo exigía una cama y dos comidas al día a cambio de trabajar a destajo. Esos días pensó mucho en regresar a Qingtian, pero no podía soportar la humillación que significaría presentarse en casa de sus padres dos años después, igual como se fue y encima con la deuda del viaje. Además, tampoco tenía muy claro cómo volver. Si decidió arriesgarse fue porque no tenía nada que perder.
Fue otro qingtianés quien finalmente se apiadó de él, colocándolo tras los fogones de un restaurante. El primer mes se mantuvo el acuerdo de trabajar gratis, pero pronto su jefe empezó a pagarle un complemento en efectivo. Trabajando día y noche, Siwang consiguió ganarse la confianza de la familia y se puso al mando de la cocina de otro de sus locales en Milán. La rutina era pesada, pero se sentía mucho más vivo que en la buhardilla donde estuvo apunto de enloquecer. Su vida consistía en cocinar, comer y dormir; y durante varios meses ni siquiera tuvo tiempo para dar un paseo y explorar el barrio. Le costó casi cuatro años pagar su deuda y ahorrar lo suficiente para intentar regularizar su situación. En Italia no podía ser. Allí las cosas estaban cada vez más difíciles y la gente no acudía a los restaurantes chinos. Al parecer, se había extendido la idea de que la carne era de rata y no de pollo, incluso que se servía carne humana en los raviolis. Las oportunidades, decía la gente, estaban ahora más al oeste, en España, un país donde era más fácil conseguir los papeles de residencia y progresar. Su propio jefe le animó a trasladarse y le prestó algo de dinero. Tres años después, con los treinta recién cumplidos, Siwang firmaba su primer visado en Madrid.
Fue también en España donde conoció a su futura esposa: una chica de Qingtian cuya familia estaba empezando a prosperar. Decidieron casarse y, a cambio de poco dinero, los suegros les cedieron un pequeño restaurante, confiando en las buenas referencias, la laboriosidad y la habilidad en la cocina de Siwang. El negocio era fecundo y la pareja también: en pocos años vieron nacer tres hijos, pagaron un coche y la entrada de una casa. Las cosas eran tan estables que había llegado el momento de intentar un nuevo salto mortal, una apuesta por un local de mayor calibre, inversión que requería destinar todo lo ganado y meterse en un nuevo préstamo. La idea nació muerta: la crisis económica tumbó las previsiones de negocio cuando todavía estaban decorando el local. Aun así, se aventuraron a intentarlo y en pocos meses se vieron obligados a cerrar. Desde que ocurrió, Siwang baraja nuevas opciones. La que más le seduce es montar en España una destilería de baojiou, bebida nacional china, un fortísimo licor de arroz.
Mientras su hermana Xu termina de narrar su historia en la cafetería de Qingtian, Siwang está ocupado haciendo números, buscando socios y proveedores con los que poner en marcha un nuevo sueño de prosperidad.
La escena tiene lugar a mediados de 2010 en un instituto de Madrid. La profesora, llamémosla Rosa, golpea enérgicamente la mesa reclamando atención. Como tutora del grupo, siente la obligación de alertar a sus alumnos. Acaba de enterarse, dice, de que la sonriente familia china que regenta la tienda de chucherías del barrio opera una salvaje actividad ilegal. El aula se estremece mientras ella se va adentrando en la historia. Todo ocurrió durante el fin de semana, pasada la media noche. Una muchacha del instituto de al lado entró a comprar chicles en el bazar mientras su novio la esperaba en el coche, con el motor encendido. Extrañado por la tardanza, el joven se encaminó hacia la tienda y, al entrar, descubrió que su novia había desaparecido y que no había nadie atendiendo el mostrador. Oyó murmullos y gemidos de ansiedad procedentes de la cantina. Alarmado, se precipitó escalera abajo. Cuando consiguió acostumbrar los ojos a la oscuridad descubrió a un grupo de hombres y mujeres en cuclillas, afilando con esmero sus cuchillos, rodeando a su novia. Ella, atada y amordazada, observaba la escena con los ojos desorbitados. Justo cuando se preparaban para extirparle el corazón, un riñón y el hígado, el valeroso joven español obró un rescate heroico y la historia tuvo un desenlace feliz. O casi. La policía, tras ser alertada, se negó a actuar. Una de las moralejas es que contra los chinos no se puede hacer nada. Son intocables, una mafia. El aula bufa de indignación.
Una niña con coleta, sentada en la última fila, permanece inmóvil, conteniendo el aliento. Su madre está empeñada en que aprenda mandarín y antes o después tendrá que volver a la academia, una de las mejores de Madrid, ubicada en un bajo de la calle Valverde, a dos pasos de Gran Vía. El edificio hace décadas que no se reforma, y las clases se dan en un local apenas sin luz natural. Desde el ingreso, para llegar a los retretes, hay que atravesar un sótano húmedo y oscuro, donde se aloja el templete de una asociación budista y flota una misteriosa nube de incienso. ¿Qué hará la próxima vez que tenga una urgencia que atender en el lavabo?
El profesor de chino, el taiwanés Kwangfu Cheng, me lo contó indignado semanas después. Criado en Burgos, Kwangfu ha cultivado un carácter amable y risueño, aprendiendo a restar importancia a las situaciones incómodas que le ha tocado vivir a causa de sus rasgos orientales. Con los años, se ha acostumbrado también a que amigos, conocidos y alumnos le pregunten por la veracidad de las leyendas urbanas que corren sobre los chinos.
Normalmente me río, pero esta no me hizo ninguna gracia. Esta vez la niña estaba realmente asustada. Nos lo contó en la clase, delante de todos los alumnos, y nos costó convencerla de que no podía ser verdad. ¡Se lo había dicho su profesora! En realidad ya no me sorprende. Es la clásica leyenda urbana. He oído miles. Aunque ésta se extendió tan rápido como hacía tiempo que no pasaba. En pocas semanas había cientos de personas contándola en toda España y en internet, con diferentes detalles, localizaciones y protagonistas. Realmente me llamó la atención.
Kwangfu está acostumbrado a que le relaten teorías disparatadas sobre la perfidia de su raza. La reina de las leyendas urbanas sigue siendo la misma desde hace treinta años y, además, tiene alcance internacional. Su argumento resulta tan seductor que no pasa de moda. Para entenderla hay que remontarse a finales de los ochenta, cuando la sinóloga francesa Marie Holzman estableció, sin aportar pruebas, una hipótesis con la que explicar la baja tasa de mortalidad de los inmigrantes chinos de París. «¿Consumen tanto ginseng que se convierten en inmortales? Nada de eso. Lo que ocurre es que en lugar de declarar a sus muertos, se deshacen del cadáver y revenden los documentos», escribió en L’Asie à Paris. El revuelo que se organizó a raíz de su artículo tuvo proporciones descomunales y acabó en los periódicos de medio mundo, tanto que la policía se vio obligada a abrir una investigación semanas después. El rumor brotó nuevamente en Milán en el 2000 y el ayuntamiento puso a varias comisarías a trabajar sobre la pista. Seis años después, prendió en Roma, donde algunos periodistas recogieron la idea de que los cadáveres que faltan se trocean en las cocinas de los restaurantes y pasan a formar parte del menú. Bien especiado, el muslo del abuelo no es tan diferente a la ternera con bambú. La policía romana, asesorada por los ingenieros del cuerpo, tuvo una idea brillante: comprobar las facturas de gas de los restaurantes chinos para verificar puntas de consumo, que deberían equivaler a la defunción y cocción de un familiar. No se obtuvo ningún resultado alarmante, por supuesto. Pero el daño ya estaba hecho. Decenas de restaurantes se vieron obligados a cerrar ante la falta de clientes. Otros muchos se reciclaron para servir comida japonesa u «oriental».
Formales o informales, anunciadas o no, las investigaciones se han repetido, y probablemente volverán a repetirse. Aunque rara vez salen en la prensa, las conclusiones son parecidas: los chinos entierran o incineran a sus muertos, como todos los demás. Es cierto que, aprovechando las dificultades que tienen los occidentales para distinguir sus rasgos, algunos han cedido, comprado, vendido y alquilado permisos de residencia y pasaportes. Pero nunca se ha descubierto a nadie viajando con los papeles de un muerto, escondiendo un cadáver y mucho menos cocinándolo en un local. La relativamente baja tasa de mortalidad se explica sin dificultad con claves demográficas y culturales que abordaremos más adelante. El respeto a los antepasados es, además, una de las señas de identidad de la cultura china. De hecho, la mayoría de ellos cargan de por vida con la obligación de dar a los mayores una jubilación lo más digna posible y un funeral a la altura, para lo cual muchos acaban endeudándose. Por muy lejos de nuestros parámetros culturales que puedan estar, la mera idea de cocinar a sus abuelos les resulta tan repugnante como a nosotros.
Historias igualmente inverosímiles aparecen de tanto en tanto, quizá a causa de la discreción con la que manejan sus asuntos, al desinterés por integrarse en la cultura local o a su capacidad para hacer dinero. Además de tráficos insólitos y ritos funerarios que acaban en la cocina, se les atribuyen acciones inhumanas, perversas organizaciones mafiosas e increíbles ventajas fiscales. En un marco más general, se les retrata como hormigas movidas por atávicos instintos de supervivencia, gentes apenas sin sentimientos, capaces de soportar cualquier humillación, de comer cualquier cosa y de dormir en cualquier sitio con tal de ahorrar dinero. En ocasiones, las leyendas resultan delirantes y se extienden a la velocidad de la luz, sin otro vehículo que el mero boca a boca. Mientras que algunos de estos mitos son puras invenciones creadas por alguna mente fantasiosa, otros se apoyan en observaciones descontextualizadas, simples detalles que se interpretan y fabulan hasta crear un relato cerrado y atractivo con el cual poder retratar a toda una nación. La tipificación de lo desconocido es una historia vieja como el mundo. En realidad, existe una respuesta lógica y por lo general razonable a todos esos interrogantes que se plantean en voz baja, a esos misterios inexplicables que esconden las viviendas, las vidas y los negocios de los chinos.
De un modo parecido pueden explicarse los tópicos más extendidos acerca de los occidentales que vivimos en China. Se nos percibe, por ejemplo, como gente que tiende a trabajar algo menos de lo que sería deseable y que se comporta con prepotencia, cuando no de manera extraña y ridícula, provocando innumerables situaciones cómicas. También tenemos grandes dificultades para aprender el idioma local y, aunque hay excepciones, preferimos vivir entre nosotros, sin mezclarnos demasiado y entregándonos a extrañas formas de ocio, a menudo fuera de lugar. Nuestra carencia de pudor y nuestra mala educación pueden llegar a resultar inauditas. No reverenciamos a los ancianos, no respetamos las costumbres locales y ni siquiera tenemos reparos en acariciar, e incluso besar a nuestra pareja en público, vicio que ha empezado a contagiar a la juventud china en las grandes ciudades.
Nuestra comida les resulta también extraña y malsana. Especialmente asqueroso son los quesos de olores fuertes y la carne poco hecha, que aún rezuma sangre. A pesar de ello, nos empeñamos en llevar esta dieta hasta el último rincón de China: Kentucky Fried Chicken, McDonald’s y Pizza Hut, restaurantes que siempre están llenos aunque todo el mundo sepa que allí se cocinan basuras y plásticos. Nuestra presencia resulta cada vez más numerosa en las grandes ciudades, donde imponemos nuestros hábitos en barrios enteros, a fuerza de abrir tiendas y gastar el dinero que ganamos de manera sencilla y sin gran esfuerzo. Nuestra rutina laboral merece un capítulo aparte. Reacios al sacrificio y perezosos, dejamos el trabajo duro en manos de empleados chinos y nos dedicamos a mandar y exigir con arrogancia.
De hecho, la sociedad china también manifiesta reacciones viscerales contra quienes vienen de fuera. Según una encuesta de la web Sohu de mayo de 2012, un 95 por ciento de los pekineses creen que los extranjeros son tratados con demasiada benevolencia en China. El aumento de los recelos llevó a la policía de la capital a lanzar, durante la primavera de 2012, una campaña llamada «limpieza» para detectar, multar y expulsar a quienes no tuvieran los papeles en regla. Se multiplicaron las redadas en los barrios con población foránea y se puso a disposición de la ciudadanía una línea telefónica para denunciar comportamientos sospechosos entre los extranjeros. Todo a pesar de que China es, todavía hoy, uno de los países del mundo con menor densidad de inmigrantes. La proporción en 2012 era de dos mil quinientos chinos por cada foráneo, de los cuales más de la mitad proceden del entorno asiático. En España, el ratio es de ocho españoles por cada inmigrante.
Esta es la impresión general. Después, en las distancias cortas, cada cual añade algo de color a sus relatos sobre el laowai, el guiri occidental. Por curiosidad pedí a Kang, mi intérprete en Pekín, que recogiera testimonios en su ciudad natal, un lugar relativamente apartado, en la región de Mongolia Interior. La primera en contestar fue su abuela, a quien lo que más sorprende es que todos somos iguales, con la misma nariz, los mismos ojos y el pelo similar. Hasta que Kang la sacó del error, la anciana creía que hablamos el mismo idioma, desde Nueva York hasta París. Al contrario que los chinos, pensaba ella, cuya riqueza cultural puede hacer imposible el entendimiento entre un cantonés y alguien crecido en Pekín.
Kang pasó un día entero interrogando parientes y amigos. Un conocido de la familia confesó que le resulta muy desagradable nuestro olor. «Por eso utilizan tanto perfume, para taparlo. Pero cuando lo hacen huelen todavía peor. ¡Es horrible!», exclamó con un gesto de repugnancia. El testimonio más cándido lo dejó una mujer de mediana edad que trabajó como chica de la limpieza en Pekín y a la que Kang abordó en el tren.
No estoy segura de lo que pienso de los laowai. Cuando los veo tengo curiosidad, pero me dan miedo, no quiero estar cerca de ellos, me siento mal. No sé por qué, quizá por esas narices tan grandes, esos ojos tan profundos, esa piel tan dura. ¡Son tan diferentes que me dan pavor! Aunque al mismo tiempo tengo envidia de la gente joven que habla inglés y puede comunicarse con ellos. ¡Tiene que ser tan divertido saber lo que están pensando!
Distinguir entre las diferentes nacionalidades occidentales requiere un grado de conocimiento que solo alcanza una minoría: gente joven o muy viajada. Con todo, en internet existen miles de teorías y clasificaciones al respecto. Una de las más frecuentes (y de las más amables) es la que asegura que los franceses se preocupan mucho por la moda, los alemanes son honestos, aunque a veces crueles, los ingleses hipercríticos y arrogantes, los italianos románticos y los españoles festivos y holgazanes. Mientras que los estadounidenses, al ser una mezcla, tienen «un poco de todo y un poco de nada». Tal cual.
A pesar de lo poco que sabemos los unos de los otros, españoles y chinos compartimos una larga historia común. Nuestros ancestros tuvieron un papel pionero, entablando una relación estable con los comerciantes del Reino del Medio, algo que nunca antes había hecho un país europeo. De hecho, el primer Chinatown surgió en el siglo XVI en las islas Filipinas. En la ciudad de Manila se instaló una industriosa comunidad china que consiguió hacerse con el control del comercio y monopolizar la producción, desde el pan que se comía hasta los retablos que adornaban las iglesias católicas. Su prosperidad, sus eficientes redes familiares y su capacidad para burlar la ley despertaron recelos entre la colonia española, sentimientos parecidos a los que proliferan hoy. La desconfianza mutua provocó enfrentamientos sangrientos, e incluso se emitió una orden de expulsión sobre los chinos no convertidos al cristianismo en 1686, decreto que no pudo hacerse efectivo hasta medio siglo después a causa de la enorme dependencia económica.
Desde que se produjeron los primeros contactos con Occidente, millones de chinos han abandonado su país en busca de una oportunidad laboral o comercial. Aun hoy, cuando la República Popular China aspira a convertirse en la primera potencia económica mundial, siguen encabezando las listas. A lo largo de 2009 llegaron más de 468 000 chinos a los países de la OCDE, más de un 9,2 por ciento del total de nuevos inmigrantes. Hay barrios chinos en Buenos Aires, en Vancouver y en La Habana, en Ciudad de México, Wellington y Johannesburgo, en Londres, Los Ángeles, en Belgrado, Milán… Es casi imposible encontrar un país donde no hayan echado raíces. Tan difícil como localizar un lugar en el que no hayan despertado algún tipo de recelo. Muchos gobiernos, incluido el de Estados Unidos, restringieron en el pasado su entrada con leyes específicamente pensadas para su raza, toleraron matanzas en su contra y organizaron expulsiones más o menos ordenadas. Desde Australia hasta México, pasando por Indonesia, se han sucedido campañas políticas y civiles que pedían proteger el país frente a la «amenaza amarilla». Algunos gobiernos, como el malasio, han blindado incluso su Constitución para evitar que la minoría china se haga con el control total de la economía. No se trata de casos aislados: sus logros saltan a la vista en buena parte del sudeste asiático, donde se han convertido en una elite con enorme poder. De origen chino es, por ejemplo, la flor y nata de la sociedad tailandesa. Allí, la comunidad china accedió a «nacionalizar» nombres y apellidos, y a mezclar su sangre con la local para evitar que siguieran creciendo los recelos. La mayoría de ellos, aun sintiéndose tailandeses, tienen claros sus orígenes y exhiben con orgullo su color de piel, más mortecino que la del tailandés medio.
Si se cumplen las proyecciones, para 2030 la hegemonía económica china será tan abultada como la del Imperio británico en 1870 o la de Estados Unidos en los años setenta del siglo pasado. El gran valor de China es el demográfico. La población española es apenas el margen de error que se contempla al censar los habitantes de la República Popular. Se supone que rondan los 1340 y 1380 millones, vastedad que posibilita ser, al mismo tiempo, potencia y vivero de emigrantes económicos en busca de una vida mejor. Y mientras en el pasado los emperadores no se preocuparon demasiado por la suerte de sus súbditos en el extranjero, hoy el Partido Comunista los arropa y hace lo posible por evitar que rompan los lazos con la madre patria. El gobierno chino no solo defiende los intereses de sus connacionales desde las embajadas, sino que se sirve con inteligencia de ellos para redactar informes, importar ideas, financiar operaciones, abrir mercado a sus exportaciones, estrechar vínculos con otros países, colocar sus inversiones estratégicas y obtener información. A su vez, los empresarios chinos en el extranjero encuentran en su gobierno un apoyo firme y un paraguas protector. Sumado al fuerte sentimiento de pertenencia, cultivan dichas relaciones para hacer negocios con su país, donde la economía sigue fuertemente intervenida por el Estado. Es una relación en la que todos ganan y que da lugar a situaciones difíciles de entender para un europeo, como el hecho de que la mayoría de los diarios de capital privado editados en Europa por la comunidad china pasen un filtro de autocensura similar al de un periódico de Pekín o Shanghái.
China ya no es solo la exótica tierra de donde vienen inmigrantes industriosos, cerrados en su cultura y con capacidad para hacer negocios. Es también la fábrica del mundo, donde se produce un porcentaje abrumador de las manufacturas del planeta; es el principal consumidor de energía, con una ingente apuesta por la nuclear y las renovables; es el banquero que invierte enormes cantidades de divisa en deuda estadounidense y europea; es una potencia militar cuyo gasto militar aumenta más deprisa que su propio PIB; es el actor geoestratégico de moda; es el país de origen del premio Nobel de Literatura de 2012; es un modelo para el mundo en desarrollo; es el lugar con más rascacielos del globo y el mayor emisor de gases de efecto invernadero. Es un interminable etcétera de primados que señalan hacia Extremo Oriente como la tierra del futuro y el área geográfica donde se producirán los cambios más significativos de los años por venir.
De modo que no se puede hablar de China y de los chinos como una amenaza ni como una oportunidad, sino como una realidad que ha irrumpido con estruendo. China ya está aquí y su protagonismo aumentará con los años. Nuestro futuro dependerá de cómo gestionemos su abrupto despegue. Por lo pronto, tenemos a unas doscientas mil personas en nuestro país con las que empezar a tantear el acercamiento. Pueden llegar a convertirse en un problema o en un aliado de lujo para afrontar el nuevo orden mundial. Dependerá de ellos y de nosotros. El primer paso es saltar por encima de las leyendas urbanas y los clichés para conocer quiénes son, por qué han venido hasta aquí y cómo consiguen prosperar tan rápido en nuestro país. Ese es el objetivo de este libro.