Col china en las vías del tren.
¿Cómo viven los chinos en España?

Estamos en agosto y es la hora del café. El televisor retransmite ciclismo y el reflejo de la pantalla ilumina las caras de los parroquianos. Bajo el vidrio ovalado, la barra mantiene refrigeradas una bandeja de ensaladilla rusa y un par de tortillas de patata. Al fondo tintinea la máquina tragaperras. El 21 es uno de esos bares de barrio que sobreviven en la periferia madrileña inmutables al paso del tiempo y cada vez menos concurridos. Situado frente a una boca de metro, entre su clientela se cuentan quienes salen a la superficie buscando dónde hacer una parada técnica para refrescarse el gaznate o visitar el retrete. Algo así debió ocurrirle al primer chino que entró por la puerta. Corrían los años noventa y llegó peinado a raya y vestido con una chaqueta de traje. El personal le clavó la mirada sin pudor durante varios segundos, el tiempo que tardó el camarero en ponerle delante un café con leche. El chino se lo bebió de dos sonoros sorbos, a riesgo de abrasarse la garganta. Antes de marcharse, se puso muy serio y susurró una pregunta, en un español trabajoso pero inteligible: «¿En este barrio hay muchos moros?».

Nadie está seguro de haber vuelto a ver al «chino elegante», pero con ese apodo fue nombrado muchas veces en los años venideros. En menos de un lustro, su fisionomía dejó de ser exótica: la calle Amparo Usera y sus aledañas se poblaron de miradas asiáticas, mientras cobraba forma lo más parecido a un chinatown que hay en toda España. El dueño de El 21 reflexiona:

Muchas veces he pensado que a lo mejor fue culpa mía que ahora haya tanto chino en Usera. Yo creo que vino buscando un sitio donde establecerse y como le dije que moros aquí no había muchos, le gustó… Los chinos no hacen migas con los moros, no se llevan bien.

Al sur del Manzanares, ocupando lo que fue un latifundio, el distrito de Usera y los barrios que lo rodean han sido siempre una de las áreas obreras de Madrid. Sus colonias, en gran medida viviendas sociales que alojaron a chabolistas y a gentes de otras provincias, se levantaron alrededor del entramado industrial del sur de la capital. Las fábricas y talleres se fueron desocupando con la desindustrialización de la economía española en los años ochenta. La otrora animada arteria comercial, Marcelo Usera, empezó una lenta decadencia. El barrio, asfixiado por el paro, la delincuencia y la heroína, se convirtió en refugio de las primeras oleadas de inmigrantes iberoamericanos. A ellos se les unieron poco después los chinos. Aquí establecieron sus primeras pensiones, pisos de «camas calientes» y algunas tiendas, la mayoría dedicadas a satisfacer sus propias necesidades.

Hace unos años, hasta que llegó la crisis, era fácil venderle el local a los chinos. Por el bar me ofrecieron trescientos mil euros, pero yo quería cuatrocientos mil y les dije que no. Si me lo volviesen a ofrecer lo cogería, pero ya no me va a pasar. Ahora esto más que un negocio es un puesto de trabajo.

Repartidos entre cuatro sillas y un par de banquetas, y atentos de reojo a los esfuerzos de los ciclistas, los parroquianos de El 21 contribuyen a detallar la metamorfosis del barrio.

Cuando llegué hace veintitrés años había droga y chorizos, pero no extranjeros. Ahora ya solo quedan viejos, chinos y latinos. Las familias españolas se han ido marchando y los comerciantes han vendido sus locales. Los chinos son los que menos molestan. Bueno, a los que tienen tiendas a esos sí que les molestan. A esos les han hecho el agosto.

En el Padrón de 2012 había dados de alta 6347 ciudadanos chinos en Usera. El distrito era en ese año su principal enclave en Madrid, por delante de otras zonas como Lavapiés o la baja Gran Vía. Tampoco se puede hablar de gueto[1], ya que el espacio es compartido con ecuatorianos, colombianos, familias obreras y jubilados, siendo todavía la española la nacionalidad mayoritaria. Algunos estudios demuestran que la comunidad tiende a enraizarse en puntos concretos, mutando lenta pero progresivamente hacia un panorama parecido al de los barrios chinos con solera, como el de Londres, Los Ángeles, Manila o Bangkok. Motivos no faltan: además de la aglomeración de negocios y servicios para clientes chinos, Usera está cerca de Leganés, Fuenlabrada y Cobo Calleja, un valor añadido para quienes trabajan en los almacenes de mayoristas. Se trata, es cierto, de «chinos de clase baja», como se encargan de remarcar los empresarios chinos que han establecido su residencia en zonas más nobles y menos concurridas, generalmente al norte de Madrid.

La mayoría de los negocios asiáticos de Usera no están dirigidos al público español, sino al chino. En su urdimbre de calles y cuestas hay tiendas de alimentación con productos importados, que también venden verduras y frutas chinas frescas, muchas cultivadas en España por empresas como la granadina Frutas Alhambra o la almeriense Primaflor. A menudo, sus huertos e invernaderos son administrados por agricultores y empresarios chinos que, de manera autónoma o cooperando con socios españoles, no solo abastecen la demanda en España, sino que exportan a toda Europa. Aprovechando el clima mediterráneo, han introducido variedades extrañas a nuestro paladar pero comunes en la elaboración de platos asiáticos: el bai cai (col pekinesa), el ku gua (melón amargo), las kong xin cai (espinacas de agua), el bai luo bo (una raíz blanca), el cai xin (hojas con tallos sabrosos). Algunas familias de Qingtian, de origen campesino, plantan también en maceteros, en terrazas, en los patios de sus casas, e incluso en las afueras de los pueblos y ciudades que habitan. Cultivan hasta en terrenos municipales, en parques semiabandonados, a lado y lado de las vías del tren y en otras zonas que, a su entender, están siendo absurdamente desaprovechadas por un país que derrocha hasta el suelo y que no sabe lo que significa la superpoblación.

Patas de pollo, huevos milenarios, tiras de calamar, salsa de soja, fideos deshidratados, aceite de sésamo… En las tiendas y pequeños supermercados de Usera pueden encontrarse los mismos ingredientes que en Zhejiang, aunque muchas marcas sean diferentes. Para abaratar costes y ofrecer productos más frescos, algunos se tratan, cocinan y envasan en Usera, unas veces de manera clandestina dentro de viviendas y otras en pequeñas fábricas con licencia y papeles en regla. A escala industrial, por ejemplo, se preparan y congelan sacos de empanadillas rellenas chinas[2], uno de los platos más populares de su gastronomía.

Al estar menos expuestos a la mirada indiscreta, dentro del universo chinatown buscan a menudo ocupación quienes por su edad o condición no pueden ejercer en los negocios abiertos de cara al público español y a sus inspectores. La abuela de Nino, la señora Ai, de setenta y dos años, es un buen ejemplo de ello. Lleva un lustro encargada de un pequeño servicio de catering que se desenvuelve de madrugada en la cocina de su hijo, un comerciante del barrio. Es un trabajo al uso. La anciana, que llegó con una reagrupación familiar, se levanta todos los días a las cinco de la madrugada y pasa varias horas frente a los fogones, preparando guisos chinos que después reparte en cajitas de papel de plata. A media mañana, y con la ayuda de su nieto menor, traslada las bolsas humeantes hasta los supermercados chinos del barrio, donde se venden en porciones individuales.

Por supuesto, las necesidades de la comunidad van más allá de llenar la tripa y la despensa. Existe también un videoclub donde se alquilan películas chinas, japonesas y surcoreanas, con un reservado especial, escondido tras una cortina, en el que se despliega una variedad casi enciclopédica de porno asiático. Aletargada sobre el mostrador, la muchacha que atiende el negocio me asegura que las cosas van de mal en peor. Casi todos sus antiguos clientes, lamenta, descargan ahora gratis por internet sus series y películas favoritas. Por unos cincuenta euros, además, se puede comprar un aparato que permite ver todos los canales chinos en la televisión o el ordenador.

Arrinconando a los negocios de antaño, a mesones de cocina castellana, mercerías, ferreterías, droguerías y comercios castizos, proliferan tiendas de ropa con tallas chinas, peluquerías especializadas en cabellos lisos, salones de manicura oriental, casas de apuestas e incluso una whiskería con chicas ligeras de ropa, adaptada por y para los gustos asiáticos, en la que no falta un letrero en caracteres chinos. Abundan igualmente los negocios centrados en la boyante industria de las bodas. Son tiendas en las que se pueden encargar las fotos, comprar o alquilar los vestidos y trajes, incluso contratar los servicios de un animador para la ceremonia, o el maquillaje y peinado de la novia. Todo con una estética a medias entre un cuento de Disney y el kitsch de Grease, combinaciones que las parejas chinas no encuentran con facilidad en los escaparates españoles. Algunos de estos negocios, pensados en principio para compatriotas, han extendido sus servicios a otros públicos, encontrando sorprendentes nichos de mercado. Han alcanzado cierta popularidad, por ejemplo, las uñas artificiales, decoradas con colores y dibujos infantiles, una moda importada desde Japón y Corea del Sur que ha atraído la atención sobre todo de las jóvenes latinoamericanas. Así, los propietarios de algunos salones de Usera están probando expandirse, abriendo tiendas en otros barrios de Madrid.

Cuando montan un restaurante fuera de su país, algunos chinos preparan dos cartas distintas. Una para los extranjeros en el idioma local y otra, en chino, con recetas más auténticas. Es algo que en Usera no suele hacer falta, ya que la mayoría de los clientes son chinos o gente que va buscando, precisamente, la autenticidad que no encuentran en el «menú de los cien platos». Esto lo convierte en uno de los mejores sitios de Madrid para probar la auténtica comida china: abundan recetas de Zhejiang, las especialidades cantonesas e incluso platos picantes de Sichuan, una región situada al oeste de China donde los comerciantes españoles y portugueses introdujeron las guindillas siglos atrás. También hay curiosas fusiones entre las dos culturas, aunque no siempre resulten exitosas. Ahí está el bar de Tako. De estatura media, lleva años en España e imita la actitud de sus amigos del barrio, moviendo su cuerpo, inflado por interminables sesiones de gimnasio, como un robot. Junto con su mujer y varios parientes de Qingtian ha abierto un local donde cuelga un jamón y donde la cerveza, española y de grifo, se sirve con pipas saladas. A pesar de ello, unos cuantos detalles convierten el local en un sitio prominentemente chino. No solo por el cuadro y el jarrón que dominan la decoración, sino también por la distribución del espacio, el plástico de las mesas, la obra de la barra y la propia máquina de aire acondicionado, comprada a un amigo que distribuye electrodomésticos de marcas chinas. Lo que sale de la cocina tiene igualmente un toque asiático, empezando por la bandeja humeante de arroz frito que nos ha preparado para almorzar.

El negocio no va bien, la verdad. Los chinos no vienen mucho y los españoles tampoco. Tendremos que cambiar algo. Para montar un bar español lo mejor es quedarse un traspaso, porque ahí está ya todo hecho como os gusta a los españoles. Pero empezar con ello de cero es más difícil.

Usera alberga también vida espiritual. Aunque la revolución maoísta arrasó con todos los credos y las aperturas posteriores consagraron el culto único al materialismo, en los últimos años están resurgiendo con vigor las religiones. A su refugio acuden tanto jóvenes urbanos atentos a la moda como ancianos campesinos angustiados porque se acaban sus días. Aun siendo minoritaria, una de las religiones que más crece es el cristianismo, que mantiene una raigambre profunda en varias zonas del país, incluida la costera Zhejiang, donde los jesuitas europeos desembarcaron con sus biblias entre los siglos XVIXVIII[3]. Se cree que el primero en llegar al condado de Qingtian fue el portugués Felicien de Silva, quien habría conseguido bautizar al menos a cuarenta chinos en 1612. Desde aquel primer contacto, los diferentes cultos cristianos tuvieron avances y repliegues cíclicos. Actualmente son los protestantes, impulsados por misioneros anglosajones en su mayoría, los que gozan de más popularidad.

La comunidad china en España no ha quedado al margen de este «boom espiritual» y proliferan asociaciones religiosas y templos. La Iglesia Evangélica china, una de las más concurridas, abrió sus puertas por primera vez en Barcelona en 1984. Al número 36 de la calle Gabriel Usera llegó unos años después. Desde fuera parece un portal más, sin nada de extraordinario. En su interior, un local amplio, amueblado de manera sencilla y donde huele a lejía y arroz hervido, se llevan a cabo lecturas de la Biblia, rezos, cantos y reuniones de parroquia. El padre Jiang Ping, oriundo de Qingtian, me atiende un domingo por la tarde, después de oficiar una misa que prácticamente llena el aforo. El coro de mujeres, vestidas con coloridos atuendos blancos y rojos, continúa ensayando sus cánticos mientras charlamos en uno de los bancos del fondo.

Jiang me explica que el 70 por ciento de sus feligreses ya eran cristianos antes de abandonar China. Entre los que se han convertido en España, algunos empezaron a acudir para aprovecharse de los servicios sociales que ofrece el centro, por ejemplo la guardería que gestionan un grupo de voluntarias de la parroquia, donde los niños no solo estudian chino, sino también extractos de la Biblia.

La labor de párroco es difícil aquí porque los chinos que viven en Madrid tienen muchos problemas. El principal es que están demasiado ocupados, trabajan demasiadas horas y sufren mucho cansancio, de modo que no pueden ser felices. El otro gran problema es la situación de la segunda generación, que están desorientados entre dos culturas y no escuchan a sus padres. Tienen dificultades para asimilar los dos mundos. El principal mensaje que trato de mandarles desde el púlpito es que no sean tan materialistas ni tan codiciosos, que descansen un poco más para ser mejores personas y mejores padres. Intento convencerles de que respeten el domingo, pero la mayoría no me escuchan. Les digo que no hace falta ganar más dinero del que realmente se necesita. Ese es el mensaje que más les repito.

Aunque también está cambiando rápidamente, el concepto de ocio que manejan los chinos es diferente al de la mayoría de los occidentales. Las obligaciones laborales y familiares dejan poco tiempo libre a los adultos. Entre los jóvenes, internet se ha convertido en el medio preferido para pasar el rato. Aunque la mayoría dispone ya de conexión en casa, los cibercafés chinos, abiertos toda la noche, aún abundan en Usera. Sus clientes son trabajadores jóvenes y estudiantes que pasan horas enganchados a juegos totalmente desconocidos en España o navegando sin parar por las redes chinas. Casi totalmente ajenos a la red española, forman parte de una comunidad internauta de seiscientos millones[4], la más grande del mundo. No tienen cuenta en Facebook o Twitter, sino en RenRen y Sina Weibo. A través de la red, los inmigrantes de primera generación (y un porcentaje mayoritario de los de segunda) siguen conectados con el «mundo chino», consultan foros y redes sociales, descargan películas, música, programas y series, construyendo una burbuja que les permite alimentarse con los referentes y costumbres de su país, aunque estén a miles de kilómetros de casa.

A los ojos de muchos occidentales, hay algo aún más sospechoso que un chino haciendo negocios: un chino de juerga. La comunidad, loada en España por su afición al trabajo, desconcierta cuando se divierte. Parte de la culpa la tienen los karaokes, una afición relativamente nueva en China. A finales de los años ochenta, los hoteles de grandes ciudades como Pekín o Shanghái importaron la moda de Japón. Y, como sucedió en el resto de Asia, se multiplicaron rápidamente, llegando hasta las provincias más humildes para saciar una necesidad parecida a la que en Occidente satisfacen bares y discotecas. En España, la comunidad china montó ya en los años noventa sus propios karaokes que, como tantos otros centros de diversión nocturna, se han visto envueltos en asuntos turbios. En la primavera de 2010 abrió en Parla el local El Cielo y el Mundo, el preferido por los empresarios de Cobo Calleja hasta que acabó en las noticias, convertido en inverosímil escenario de tráfico de drogas, peleas, prostitución y apuestas ilegales.

La llamada «Operación Templo» fue lanzada en diciembre de 2010 por el Grupo V de Extranjería y Documentación. La intervención tuvo lugar un domingo de madrugada y la policía se encontró un panorama que superaba las expectativas de sus informes previos, llevándose detenidas a veintiocho personas. Al hablar con la prensa, los agentes relataron con sorpresa lo que habían visto: habitaciones privadas con enormes pantallas de plasma y muebles estrambóticamente lujosos, botellas de alcohol por todas partes, platos de frutas y extraños aperitivos avinagrados, chicas ligeras de ropa, timbas de cartas y mayong[5] con montañas de euros en efectivo, borracheras antológicas… y drogas: cocaína, ice, marihuana y el llamado kin, una de las sustancias prohibidas más famosas en China, derivada de la ketamina (un anestésico veterinario). Los precios por alquilar los reservados, remarcaban los informes con sorpresa, rozaban los mil euros por noche. Lo que no decían es que estas salas tienen aforos de decenas de personas, de modo que la cuenta, repartida, no resulta tan elevada para una noche entera de fiesta.

Una vez puesta en contexto, la descripción no tiene nada de especial. Cualquiera que haya estado un periodo de tiempo trabajando o haciendo negocios en China ha pasado por lugares parecidos, a menudo karaokes en los que no es fácil determinar la intención de las azafatas ni los límites entre el simple acompañamiento y el servicio sexual. Tampoco es tan diferente a lo que ocurre en muchas discotecas y burdeles de España, que operan sin mayor escándalo a plena luz del día, reparten publicidad, e incluso reservan espacios en las páginas de los periódicos más respetables. E igual que hacen muchas discotecas, los propietarios de estos karaokes se amparan en el derecho de admisión, que ejercen porteros malencarados emplazados en las puertas, esgrimiendo criterios poco transparentes para permitir o denegar el paso. En España es frecuente que solo puedan entrar asiáticos mientras que a los occidentales se les permite acceder únicamente si van acompañados de un cliente conocido. Se trata de una forma de asegurarse la privacidad y aislarse del país de acogida durante las horas de diversión.

En el informe policial de la Operación Templo asomaron otros detalles algo más preocupantes. Varios de los detenidos tenían una turbia ficha policial, cargada de antecedentes. Uno de ellos llevaba consigo una pistola, una Llama de calibre 38. Los perfiles no terminaban de encajar con una inocente noche de farra.

La primera gran incógnita sobre las «mafias» chinas implantadas en España es si realmente existen de verdad, si se les puede llamar así. Son descritas a menudo como ramificaciones de organizaciones internacionales, sociedades piramidales y herméticas, cuyas redes actúan con tanto secretismo que es imposible demostrar nada, confirmar nada, atestiguar nada. «Lo que es totalmente cierto es que existen grupos importantes de delincuencia organizada china en España. Eso está más que demostrado. Pero yo diría que más que mafias son “mafietas”».

La distinción, establecida por una fuente del Ministerio del Interior bien informada durante una entrevista en 2010, parecía pertinente. Las «mafias» chino-españolas merecían el diminutivo porque, a diferencia de los grupos de narcotráfico colombianos o mexicanos, o de las mafias italianas, no disponen de volúmenes de ingresos comparables al Producto Interior Bruto (PIB) de países enteros[6], ni cuentan con arsenales de armas modernas mejores que las de la policía que les planta cara, ni mantienen bajo sueldo a parte de los funcionarios, la clase política de los países donde operan. Y aunque hay quien les atribuye rocambolescos lazos con grandes asociaciones delictivas implantadas en otros países, nadie ha sido capaz hasta ahora de demostrarlo de una forma medianamente convincente[7]. En todo caso ¿quiénes son y a qué se dedican estas «mafias» o «mafietas»?

La mayoría son chavales que no tienen negocio y se dedican a hacer «mafias» para ganarse la vida. A veces secuestran a alguien para pedir dinero, o roban al que saben que va a viajar pronto a China, o copian películas en un garaje, o extorsionan al que tiene un negocio que funciona bien. También se ocupan de cobrar deudas. Si alguien te debe dinero, por ejemplo, puedes contratarlos y ellos lo recaudan. Normalmente amenazan, pero si alguien se resiste a pagar le pegan una paliza y lo dejan cojo. Unos primos de mi mujer vivían de eso. Aquí nos conocemos todos y somos todos del mismo sitio. Mira, los primos de mi mujer un día ataron y robaron a una señora que era una pariente lejana de su madre. Ellos no la reconocieron, pero ella sí se dio cuenta de quiénes eran y al final tuvieron que devolverle todo el dinero que le habían robado.

Quien habla es Luis, un qingtianés de segunda generación a cargo del negocio familiar en Usera, quien en su adolescencia compartió muchas tardes de barrio con varios de estos «mafiosos». Su testimonio no está fuera de lo común. Al adquirir un mínimo de confianza, los inmigrantes chinos no niegan la existencia de estos grupos delictivos, aunque sí tienden a minimizar su gravedad, a menudo presentándolos como parte del entramado natural de la comunidad.

Mucha más importancia le atribuía al fenómeno el inspector Miguel Ángel Gómez, jefe del Grupo V de Extranjería, especializado en delitos asiáticos y con quien me reuní a hablar de ello en noviembre de 2011.

Es verdad que mafia, como tal, solo existe la italiana. Que se sepa, los delincuentes chinos no quieren introducirse en el ámbito político. Son delitos comunes, pero utilizan mucha violencia y mueven mucho dinero. Es una cosa muy seria. Han evolucionado mucho porque antes se dedicaban solo a la falsificación, a la piratería y la inmigración ilegal. Ahora también están otro tipo de delitos.

El equipo del inspector Gómez había investigado casos de contrabando, falsificación, prostitución, tráfico de drogas, secuestros para cobrar rescate, extorsiones a empresarios, robos, inmigración ilegal, falsificación de tarjetas de crédito, entre otros. El verano de 2011 se coordinó lo que entonces fue vendido a la prensa como «la desarticulación de la mayor mafia china en España[8]», una organización que, según cálculos policiales, llevaba operando desde los años noventa y generaba alrededor de cuarenta millones anuales. Un total de treinta y cuatro personas, todas de nacionalidad china, fueron arrestadas en siete ciudades españolas. Su principal actividad, se dijo, era el contrabando de tabaco, la importación de falsificaciones a través del puerto de Valencia y, sobre todo, el blanqueo de dinero, con un servicio propio de envío de remesas en efectivo a China mediante «mulas» que recorrían las distancias en avión o en coche. Colocándole un broche casi caricaturesco, la organización había montado una red de lavanderías en China. Tenían casi mil pequeños locales en los que, junto al dinero, blanqueaban camisas, calcetines, calzoncillos…

Once meses más tarde de nuestra entrevista, el inspector Gómez volvía a ser protagonista en otra operación, aunque esta vez de una manera muy distinta: fue uno de los arrestados en la Operación Emperador. Enseguida fue puesto en libertad, sin fianza ni medidas cautelares, tras un interrogatorio de poco más de veinte minutos en el que se le acusaba de cohecho por haber mediado presuntamente a favor de imputados en la trama, en colaboración con un sargento de la Guardia Civil. Cuando leí su nombre en la lista de imputados tuve que frotarme los ojos, ya que Gómez había pasado meses hablando en los medios de comunicación sobre «mafias chinas[9]», aportando multitud de detalles que meses después estaban saliendo a luz en las filtraciones de la investigación. El juicio tendrá que aclarar su implicación y muchas otras cosas más. Por ejemplo, deberá explicar a qué se dedicaba exactamente la salvaje «banda de Shandong» de Hai Bo.

Hai Bo era el presunto líder de la «mafieta» más sangrienta de todas, a la que las filtraciones del caso atribuían el trabajo más sucio: agresiones, extorsiones, prostitución, tráfico de drogas y un sistema de préstamos informales con intereses desproporcionados, destinados a captar a los inmigrantes más desesperados de la comunidad. Yo ya había oído hablar de él: mencionándolo con diferentes apodos, la policía me había contado detalles escalofriantes de su forma de llevar los negocios. Por ejemplo, su tarifario para ajustar cuentas o presionar a morosos. Las palizas con apuñalamiento en las piernas ascendían a tres mil euros, con un plus de dos mil por algo más serio, como un corte en el abdomen. Apenas sin excepciones, solo operaban contra compatriotas, manteniendo un perfil bajo fuera de la comunidad y evitando llamar la atención de policía y autoridades.

Son especialmente crueles con los secuestros y los robos. Por ejemplo, siguen al dueño de un restaurante cuando ha cerrado, lo abordan y se llevan la recaudación del día. De la violencia se encargan chavales jóvenes, pero están organizados alrededor de gente adulta, de unos cuarenta años, que conocen mejor el país y tienen buenos contactos en la comunidad, a quienes a veces ofrecen sus servicios. La mayoría de los matones que se manchan las manos no son de Qingtian ni de Zhejiang, sino de provincias más al norte, de la nueva ola de inmigrantes chinos. Son más grandes y más agresivos. La peor banda es la de Shandong, esos son muy brutos, los peores.

Para dimensionar la magnitud de la red criminal destapada por la Operación Emperador, faltan aún muchos cabos por atar. Uno de los más importantes consiste en determinar el grado de conexión entre los delitos económicos de Gao Ping (las trampas en el proceso de importación) y la violencia y delincuencia común practicada por Hai Bo, a quien algunos medios de comunicación llegaron a definir en los días que siguieron a la operación como «el guardaespaldas de Gao Ping[10]». Lo que los relatos periodísticos presentaron como una relación de subordinación, dentro de la comunidad se describe de una manera muy diferente[11]. «Según las informaciones policiales (que nos han dado), los únicos crímenes que se imputa a los chinos detenidos son tres: crimen organizado, lavado de dinero y evasión de impuestos, pero no los otros trece que describen los medios españoles», llegó a afirmar en una rueda de prensa con medios de su país el consejero de la embajada china en Madrid, Dong Yuzhong.

Otras fuentes admiten que Gao Ping y Hai Bo colaboraban habitualmente en el envío de dinero a China, sobre todo cuando se recurría a las prácticas más rudimentarias, y aseguran que no existía una relación de subordinación ni formaban parte de una misma organización cerrada, de una red mafiosa con «capos» y «sicarios» como las de las películas.

La gente de Hai Bo sacaba el dinero de Cobo Calleja en coche y ahí es donde estaban coordinadas las dos partes, los dos criminales. No se puede descartar que algún empresario de Cobo Calleja utilizase también a la banda de Hai Bo para cobrar una deuda que no le pagaban o cosas así.

La última descripción encaja bien con las investigaciones realizadas en otros países europeos donde se ha estudiado más el fenómeno y en los que algunos empresarios se sirven de estas «mafietas» para enviar dinero a China, cobrar deudas, conseguir prostitutas y drogas para sus fiestas o dar una lección a un rival. En países como Italia[12] o Francia, por ejemplo, la delincuencia organizada en pequeñas bandas está muy extendida dentro del colectivo chino entre las segundas y terceras generaciones, a menudo chavales desarraigados, sin una identidad muy clara y provenientes de familias desestructuradas por las fatigosas particularidades de la vida de inmigrante. De hecho, una de las principales motivaciones de las familias que optan por que sus hijos crezcan o se eduquen largos periodos de tiempo en China es alejarlos de estas malas compañías.

Los cuerpos encargados de investigarlos en España se quejan de las muchas dificultades que les suponen las organizaciones criminales chinas. La primera barrera, la idiomática y cultural, no se salva ni siquiera con traductores chinos, ya que muchos inmigrantes utilizan dialectos como el qingtianés, imposibles de comprender para el resto de compatriotas. Los únicos en condiciones de entenderlo son sus paisanos, generalmente reacios a colaborar por razones obvias.

Además, calculamos que se denuncia un 10 por ciento de los crímenes que se cometen dentro de la comunidad y casi siempre que nos llaman es porque necesitan el parte para cobrar el seguro. Solo algunos empresarios que están ya establecidos en España empiezan a denunciar a menudo, sobre todo los asuntos más graves, como los secuestros.

Una cosa es la dificultad para infiltrarse y encontrar traductores y otra el halo de misterio y las metáforas cinematográficas con las que a menudo se habla de ello. Los detalles de la Operación Emperador contribuyen más bien a tumbar el mito de las herméticas sociedades secretas que practican antiguos ritos esotéricos y actúan sin establecer contacto con la sociedad local. De hecho, de los ochenta detenidos al inicio de la operación había cincuenta y cinco chinos, diecisiete españoles y ocho de otros países, sin contar a los cerca de doscientos empresarios[13] españoles que habrían estado lavando dinero gracias a las redes de la organización. Resulta que esta «sociedad totalmente impenetrable», como fue descrita en muchas crónicas periodísticas redactadas como novelas de espías, mantenía en realidad toda una amplia red de conexiones con la población local. Algo que, además, ha sido una constante en el modo de operar de la criminalidad china en España, que se ha valido de abogados, gestores, empresarios y funcionarios para regularizar inmigrantes, defraudar impuestos y blanquear dinero.

El de víctima es, además, el papel que juegan la mayoría de los comerciantes chinos en España. Su fama de manejar dinero en metálico los ha puesto en el punto de mira no solo de las «mafietas» formadas por sus paisanos, sino también de los atracadores de toda condición y raza. Ocurre en España y en casi todo el mundo, donde inmigrantes y turistas asiáticos se han convertido en frecuentes víctimas de robos y asaltos.

Me lo explicó por teléfono David Martín, una de las pocas fuentes policiales a las que no le importó que sus testimonios se citaran con nombre y apellido. Cuando lo entrevisté, pertenecía a una brigada especial y única en España, creada por la policía local de Fuenlabrada bajo asesoramiento de una ONG estadounidense. Su misión era atender a las comunidades inmigrantes, intentando contribuir también a su integración.

Los pequeños comercios chinos, por ejemplo, son víctimas frecuentes. Está de moda robarles. A veces lo hacen menores, por diversión. Y en ocasiones los chinos se toman la justicia por su mano y se produce un problema serio. Hemos tenido casos en los que han pegado cuatro cachetazos a los niños que pillaban robando o les han encerrado en un almacén. Luego sus padres denuncian a los chinos y se cuentan todo tipo de historias exageradas.

Una de las principales quejas que tienen los comerciantes chinos es la falta de severidad de la policía española frente al crimen común. Dicen que denunciar no tiene ninguna utilidad, que no merece la pena, ya que los agentes no toman medidas contra los asaltantes y solo contribuyen a complicar las cosas con papeleos, citaciones y molestias. Luis encaja dicha queja en su discurso sobre las «mafietas» que operan en Usera.

En Qingtian si alguien roba una tienda a la luz del día, los comerciantes se unen y le dan una paliza. Y si viene la policía, lo arresta, le dan una segunda paliza y no vuelve a pasar. En España no podemos hacer eso. Si le damos una paliza al ladrón nos detienen a nosotros. La policía protege al ladrón y nunca le pasa nada. Yo eso no lo entiendo. Yo creo que las «mafias» se utilizan también para eso, para poner un poco de orden.

No es nada nuevo. Las apuestas han sido siempre la gran debilidad de los chinos. Los historiadores han encontrado referencias a los juegos de azar en el albor de la civilización, durante la dinastía Xia (2000 al 1500 a. C.). Desde entonces, los sucesivos imperios, incluido el comunista, han intentado ponerle freno a una obsesión que se ha llevado por delante patrimonios familiares, institucionales e incluso reinos. Burócratas y poderosos han sido a menudo los mejores clientes de las mesas de mayong, de las timbas de dados y cartas, y de cualquier actividad susceptible a ser aliñada apostando dinero. Cuando no han podido hacerlo abiertamente, los chinos se las han arreglado para seguir jugando de manera clandestina. Un vicio arraigado que, por supuesto, les ha acompañado en sus aventuras en el extranjero.

El restaurante Tang es famoso por preparar las mejores recetas de pescado al estilo Wenzhou de todo Usera. Menos conocida es la otra gran especialidad de la casa: las partidas de mayong y cartas que se celebran en una sala contigua al comedor, a la que se accede como en las películas de James Bond, empujando un mueble bar que gira sobre unas bisagras ocultas. Las botellas tintinean cada vez que se abre paso un nuevo invitado. A simple vista, las cifras que se manejan sobre el tapete no son abultadas y las precauciones parecen más bien tics del pasado. A día de hoy, ni siquiera en China hay que esconderse tanto para echar una partida. Las apuestas siguen estando prohibidas, pero la policía hace la vista gorda a menudo. En las calurosas noches de verano, en las callejuelas del viejo Pekín no es difícil asomarse a una de estas timbas ilegales. Al ser descubiertos, los jugadores sonríen con timidez, pero nadie siente la urgencia de recoger las cartas o los billetes. Algo parecido pasa en España, donde la policía solo interviene atraída por otros delitos, cuando el número de ceros de las apuestas se dispara o cuando se quejan con insistencia los vecinos. Esto último es lo que ocurrió en 2008 en un local de la calle Puebla de Madrid. Las vecinas del inmueble desplegaron una sábana con un enorme escrito desde uno de los balcones del edificio. El cartel, que casi parecía un anuncio, señalaba con una flecha la existencia de un «casino chino» que funcionaba veinticuatro horas al día. Atraída por las cámaras de Telemadrid, la policía acudió y precintó el local donde apostaban un grupo de amigos, recriminando al dueño su actitud en riguroso directo televisivo. Según se dijo, lo que más molestaba a las vecinas eran, en este orden, los ruidos y el olor a comida.

La del juego es una de las pocas industrias de ocio con la que los empresarios españoles han conseguido atraer a los inmigrantes chinos. En Usera abundan las casas de apuestas deportivas y los salones de máquinas tragaperras, ruletas electrónicas y otros inventos destinados a exprimir los ahorros. Chinos son también los mejores clientes de los casinos españoles, donde en 2012 se calculaba que acaparaban entre el 20 y el 40 por ciento de la clientela[14]. El de Aranjuez, el más grande de Europa, tiene un servicio de autobús especial que hace varias veces el trayecto entre el centro de Madrid y su mesa de blackjack. En la puerta, los rasgos chinos equivalen a no tener que pagar la entrada. Una promoción que las azafatas del local, al ser interrogadas, insisten en matizar. «No es porque sean chinos, sino porque son clientes habituales y tienen un trato especial».

Son mayoría en casi todas las mesas, excepto en las partidas de cartas. Y al igual que sucede en Macao o en los casinos estadounidenses, tienen su propia manera de jugar. Por ejemplo, rara vez beben alcohol y casi nunca acuden en grandes grupos. Apostar no es una fiesta. Al contrario, resulta frecuente verlos solos y con la mirada fija en las mesas. Sin gesticular ni hacer ruido. Como si su suerte dependiera de la concentración con la que clavan la mirada en el eje de la ruleta o en las manos del crupier.

Las pérdidas de los inmigrantes chinos en los casinos españoles pueden llegar a ser dolorosas, sobre todo teniendo en cuenta el esfuerzo y la dedicación con la que el dinero se amasó en talleres, restaurantes y tiendas. Casi todas las familias conocen un caso más o menos cercano y se trata de un tema de conversación recurrente, del que se habla entre cuchicheos y con excitación. Con exageraciones incluidas.

«Ese perdió casi un millón de euros. A sus hermanos y a él les gustaba mucho apostar. Entre todos han perdido más de cinco millones. Pero no digas que te lo he dicho yo». «El primo de mi mujer arruinó a su padre. Dicen que perdió todos los millones de la tienda». «Yo también he perdido mucho. Una vez cinco mil euros de un tirón. No pasa nada. Me divierte».

Uno de los aparcacoches de Aranjuez, un señor gallego que ronda los sesenta años y lleva mucho tiempo trabajando en el sector, asegura que desde que estalló la crisis al menos el 80 por ciento de los clientes que visitan el casino son chinos. «Sin ellos esto habría muerto. Hay algunos que vienen todos los días. La más conocida aquí es una mujer, que puede pasarse hasta catorce horas seguidas. Ayer mismo se gastó seiscientos euros».

Jesús, un excroupier del casino de Torrelodones, me explicó que los chinos suelen jugar entre ellos, evitando normalmente a los españoles. También me aseguró que existe un sistema de préstamos y usura, algo que los «fisonomistas» (los encargados de «fichar» a los clientes en los casinos) han detectado más de una vez.

Hacen chanchullos raros. Siempre está la misma gente. Se les deja hacer porque al casino le da igual de dónde venga el dinero. Cuanto más se gasten, mejor. A mí cuando trabajaba me caían poco simpáticos porque nunca dejan propina, ni un puto duro. Nunca. Pero hay que cuidarlos y en algunos casinos obligan al personal a estudiar algo de chino para hacerles la pelota.

Excepto en los casinos de Macao, la excolonia portuguesa pegada a Hong Kong, las máquinas tragaperras no existen en China. Con todo, a los recién llegados a España no les coge por sorpresa. Han oído hablar de ello, ya que es uno de los temas de conversación que más excita su curiosidad. A algunos les produce una fascinación similar a la que debía sentir un español de los años sesenta en el París del destape. Lo anhelado, lo clandestino, lo prohibido, se presenta en España con total naturalidad, con reclamos comerciales y como parte del decorado cotidiano. El culto que acaban desarrollando en torno a estas máquinas, la cantidad de horas que se pasan delante, ha servido de inspiración para muchas leyendas urbanas. Al chino que acude al bar con bolsas de plástico llenas de monedas se le atribuye una habilidad especial para «leer» las combinaciones o interpretar los sonidos de las máquinas: para «reventarlas» y recaudar todos los premios. Sucede que muchos prefieren apostar después de comprobar que la máquina lleva horas sin soltar nada, cuando consideran que está «caliente», ya que los programadores conceden un número determinado de premios en relación con el total de apuestas. Es decir: cuanta más gente juegue, más probabilidades hay de que toque. No hay más. Independientemente de su nacionalidad, algunos jugadores se pasan la vida buscando un truco o una explicación estadística, una fórmula mágica con la que ganarle por fin la batalla al azar. No es astucia ni una vía rápida para hacerse rico, sino un síntoma más de ludopatía.

Contrastada en el espacio y el tiempo, la proverbial afición china a los juegos de azar ha ocupado incluso al mundo académico. Valiéndose de herramientas estadísticas y grandes dosis de sociología de bulto, se han elaborado auténticas teorías al respecto. Una de las más completas es la de Desmond Lam, un profesor de marketing de la Universidad de Macao que ha documentado en un libro[15] la historia de las apuestas en China y las supersticiones que perviven en torno al fenómeno del juego, intentando desentrañar los mecanismos mentales que explican la avidez del jugador oriental. Una de las observaciones más llamativas[16], respaldada con estimaciones de índices de riesgo y rentabilidad, es la comparación entre la manera de apostar y de invertir de quienes se han enriquecido con el «milagro económico» en los últimos treinta años. La conclusión es que inversión y apuesta guardan mucho en común, revitalizándose en épocas de expansión, en tierras de oportunidades y momentos de optimismo. Una descripción que se ajusta bastante bien a la China del siglo XXI. Tentados por el sueño del triunfo, por el anhelo de una vida mejor que llevan tres décadas anidando, miles de chinos están dispuestos a arriesgarlo todo a una mano, ya sea un proyecto empresarial sujeto con alfileres, la importación de contenedores de mercancía sin declarar o una mesa de blackjack. A menudo, con nefastas consecuencias.

El fracaso, la debilidad o la miseria son vergüenzas que la mayoría de las familias chinas tratan de ocultar. Por eso los problemas de su yerno, Xiao He, son el último tema que le gustaría sacar delante de un extranjero a Chen Fenghua, la anciana que dejamos calentándose con los fogones de su húmedo apartamento de Qingtian. Se trata de un asunto grave, que deja en segundo plano sus otras preocupaciones: las escaseces materiales, el desapego que a veces muestra su nieta o la gotera del salón. Se lo ha preguntado infinidad de veces. ¿Cuánto dinero habrá gastado ese golfo en timbas de cartas, en karaokes, en prostitutas, en ropa y en casinos? Es imposible saberlo. Los vicios empezaron a manifestarse al poco de la boda, cuando Xiao He y su esposa regresaron de Sichuán, donde habían intentado abrir un negocio que no cuajó. Mientras la familia entera maquinaba una salida para la joven pareja, quien debería tirar del carro se pasaba las noches en la calle, apostando y bebiendo con amigos de la infancia, buscando una manera de dar el pelotazo sin tener que volver a pasar por las estrechez y decepciones que vivió en Sichuán. Chen Fenghua no puede evitar sentirse culpable. ¿Por qué emparejó a su hija con alguien así? ¿Cómo no se dio cuenta? Se consuela pensando que nadie lo pudo prever. Al fin y al cabo, la familia de Xiao He y la suya estaban ya conectadas por otras parentelas. El matrimonio convenía a todos y resultaba fácil de arreglar. Además, parecieron congeniar bien. Tanto que, unas semanas después de que los presentaran, dieron luz verde a la boda.

La familia intentó alejar a Xiao He de las debilidades cultivadas en Qingtian mandándolo al extranjero, siguiendo el camino que habían abierto el resto de los hijos de Chen Fenghua. Consiguieron colocarlo en Holanda a través de un cabeza de serpiente que le hizo un precio especial, menos de trece mil euros por un combinado que incluía viaje y permiso de residencia. La hija de Chen Fenghua se arrodilló ante familiares y amigos hasta reunir la mitad del dinero. El resto, prometió la pareja, lo pagarían una vez que Xiao He empezara a trabajar.

El cabeza de serpiente resultó ser menos resolutivo de lo que les habían dicho. Cambió los planes sobre la marcha y, en lugar de entrar a Holanda en avión y con visado de turista, Xiao He fue embarcado en una travesía de siete meses por Siberia y varios países de Europa del Este, cubriendo enormes distancias a pie y alimentándose de guisos sin sabor a base de patata y col. En el viaje, junto a la frágil voluntad de sacrificio del joven esposo, se desgastaron también los cuatro pares de zapatos que le habían regalado para que no tuviera que comprar calzado en Europa, donde tenía entendido que los precios podían ser incluso diez veces más altos que en casa. Con las suelas desgastadas y sin el permiso de residencia prometido, finalmente llegó a Holanda. Nada más instalarse, el cabeza de serpiente le reclamó con urgencia el resto del dinero. Por teléfono, incluso amenazó con matar a Xiao He si la familia no terminaba de pagar la deuda.

Hubo que recurrir de nuevo a la familia y a los amigos para reunir el resto. Xiao He, sinceramente agradecido, se puso a trabajar en Rotterdam inmediatamente en el restaurante de unos parientes. Lo intentó con empeño durante unos meses, pero tardó poco en desmotivarse y volver a las andadas, a gastarse lo que ganaba en apuestas en lugar de devolver la deuda que había contraído su familia. Su esposa, que apenas había tenido tiempo de convivir con él, empezó a convencerse de que era un «huesos débiles[17]», un vago redomado. Sus parientes en Holanda debieron pensar algo parecido y lo echaron a patadas del restaurante. Xiao He viajó entonces a Francia y se instaló allí, donde en 2012 aún malvivía con trabajos irregulares, reincidiendo en las apuestas y habiendo pasado varias veces por comisaría. Según su esposa, en los más de diez años que lleva en el extranjero no ha mandado a casa más de cuatro mil euros. Cansada de esperar, en 2008 decidió emigrar y abrirse paso por sí misma. Contrayendo una deuda parecida a la de su marido, llegó a Italia en avión, donde tenía apalabrado un trabajo en un restaurante. La cosa no era tan fácil como le habían dicho y mientras sus parientes me narraban la historia sorbiendo un té con limón frente a un arroyo de Qingtian, ella llevaba tres meses pasando frío en el trastero de una tienda en una ciudad polaca. La triste moraleja es que, al final, el esposo escogido con calculadora por su familia la había arrastrado a una situación desesperada.

Las leyendas urbanas a veces circulan en dirección contraria y enraízan incluso entre gentes bien integradas que hablan perfecto español. «En España dan muchos papeles para los inmigrantes. Varios amigos míos los consiguieron cuando se casaron los príncipes. ¿Recuerdas? Para celebrar la boda del príncipe y “la Leti” dieron papeles para todos». La distancia que separa ambas culturas se mantiene incluso allí donde los recién llegados no tienen más remedio que entrar en contacto directo con la población local. Sucede, por ejemplo, en la Autoescuela Pekín, donde cientos de chinos han conseguido el permiso de conducir. Abierta en 1999, ha adaptado su pedagogía a las necesidades de los alumnos chinos, muchos de los cuales no hablan ni leen en español. Los profesores salvan dicho obstáculo traduciendo el temario al mandarín y después se pasan meses ensayando trucos mnemotécnicos que permiten identificar las repuestas correctas sin entender una sola palabra.

La clave es memorizar todo. Las respuestas son tipo test, así que les explicamos cómo recordar las primeras palabras de las preguntas y las primeras palabras de la respuesta correcta. Es un proceso muy laborioso, tienen que estudiar mucho.

La memoria china, adiestrada en el aprendizaje de miles de caracteres, está más ejercitada que la occidental, lo que constituye una ventaja para pasar el examen de conducir. Aun así, resulta fatigoso. Uno de los alumnos de la Autoescuela Pekín, un chico que llegó a España hace dos años procedente de Fujian, lleva una hora frente a los ordenadores de la entrada, respondiendo tests incansablemente y equivocándose en casi todos los intentos. «Yo he conducido en China y creo que conducir aquí es más fácil. Hay más orden. He parado de trabajar para poder sacar el carnet, por eso no puedo perder el tiempo. Estudio más de ocho horas todos los días. Sé que algunos chinos han hecho trucos, pero ahora es más difícil. Ahora vigilan».

Para evitar el calvario de tener que memorizar letras y textos que no entienden, algunos recurren a triquiñuelas. Una de las más comunes era pagar a un compatriota para ser suplantado en el examen, aprovechando que todos los rostros y nombres asiáticos son parecidos a los ojos de un occidental. Algo cada vez más difícil ya que, tras descubrir los primeros casos, los examinadores han redoblado los controles.

Entre quienes se sacaron el carnet de conducir sin entender una palabra de español se cuentan buena parte de los taxistas chinos. Pasan totalmente desapercibidos, pero están en casi todas las grandes ciudades españolas, tienen tarjetas de visita e incluso se anuncian en internet y en cuartillas publicitarias que se reparten en restaurantes y tiendas de alimentación. Por supuesto, su trabajo es clandestino: no está regulado, no emite facturas ni cotiza en ningún sitio. Sus tarifas son mucho más baratas que las de los taxis legales y su servicio es exclusivo para connacionales. Uno de estos taxistas, Yan, me llevó una noche de Leganés a Tirso de Molina por veinte euros y me confesó que llevaba casi diez años trabajando de lo mismo en Madrid, asociado con otros amigos y sin haber enfrentado nunca un problema legal. Aunque estuvimos parte del trayecto hablando de ello, no logró entender qué tenía de malo su actividad. «¿Por qué vamos a pagar impuestos y pedir permisos si es un servicio que solo hacemos entre nosotros? ¿Qué les importa eso a los españoles?».

Con muchas excepciones y numerosos matices, hay un tópico que sigue siendo bastante cierto: la comunidad china ha sido capaz de vivir de espaldas al país de acogida. Las organizaciones de vecinos de Usera, algunas de ellas muy activas, llevan años observándolo. En la Asociación Barrio Zofio admiten que los chinos son la única comunidad inmigrante con la que nunca han conseguido romper el hielo.

Cuesta muchísimo que se asocien. Son gente que no te necesita para nada. Resuelven ellos sus problemas. Con la segunda y la tercera generación las cosas esperemos que vayan cambiando, que se vaya notando. Y queremos trazar líneas de trabajo con ellos, pero es complicado. Por ejemplo, hacen deporte, juegan al baloncesto, pero su equipo es solo de chinos.

La distancia se agranda a causa de recelos y molestias concretas. Los vecinos de Usera, por ejemplo, se movilizaron en el pasado para acabar con pensiones de camas calientes y talleres clandestinos.

Molestaban porque el telefonillo siempre estaba sonando, porque la ducha está corriendo a todas horas, hay mucha gente y se cocina todo el tiempo. O porque se oyen las máquinas de coser sin parar todos los días. Algunos tienen instaladas cocinas industriales en las viviendas y eso tiene su peligro, porque pueden pegar un petardazo. Esas costumbres dificultan la convivencia aunque las quejas solo saltan cuando hay algún problema serio, como cuando hay un incendio o hace años cuando hubo una hemorragia grave y la policía descubrió clínicas clandestinas donde se practicaba medicina china y se hacían abortos ilegales.

En los últimos años, algunos vecinos han empezado a manifestar un sentimiento nuevo que no habían experimentado antes con las comunidades inmigrantes: el resentimiento y la envidia.

Algunos tienen ya mucho dinero, van con buenos coches, se comportan como nuevos ricos y miran por encima del hombro. Su prepotencia no le gusta a nadie y menos en épocas difíciles. Esto genera otro tipo de problemas.

La tendencia a vivir relativamente aislados de la sociedad que los recibe es una de las constantes de la diáspora china[18] en todo el mundo, incluso a la hora de acceder a subsidios o servicios sociales gratuitos, de los que hacen menos uso que la población local y otras comunidades inmigrantes. Las estadísticas del hospital 12 de Octubre de Madrid, corregidas por edades para evitar distorsiones, demuestran que la población asiática es, con diferencia, la que menos acude a urgencias y a la consulta[19]. Uno de los médicos de cabecera del centro, el doctor César Pérez, me explicó que los pacientes chinos destacan por su estoicismo.

Vienen cuando realmente les pasa algo gordo. Yo creo que tienen un umbral de tolerancia al dolor muy alto. Cuando vienen a urgencias es porque les duele de verdad. Es lo opuesto a otras comunidades, como los latinoamericanos.

Según su experiencia y los datos del hospital, una de las principales patologías de la comunidad china son las estomacales, muy relacionadas con el estrés y la dieta. «Otra cosa que nos encontramos es que recurren a la medicina tradicional china antes de venir al hospital. A veces tienen cuadros agravados, o distorsionados, por las hierbas o medicinas que toman».

El doctor Francisco Gómez, del centro de salud de Usera, me insistió en que en el trato personal son pacientes ejemplares. «El único problema que tenemos a veces es de comunicación, pero son muy puntuales y ordenados, hacen lo que les dices. Otras comunidades son mucho peores».

El cuadro lo cierra una de las farmacéuticas del barrio, Rosa María López, quien confirma que muchos de sus clientes chinos hacen lo posible por no tener que ir al médico.

Vienen sin receta a pedir medicamentos e insisten mucho. Tienen esa manía de no ir al médico. También piden muchas medicinas relacionadas con problemas digestivos. Antes de venir, buscan por internet lo que necesitan. Una de las cosas que más compran es fórmula para bebés, para enviarla a China.

Junto a la barrera del idioma, al desconocimiento de la cultura local y la desconfianza, hay un último factor importante que mantiene a los chinos alejados de hospitales, asociaciones de vecinos, bibliotecas (en Usera hay centro cultural con libros en chino), etcétera. Se trata del tiempo. Su estilo de vida, organizado alrededor de extenuantes jornadas de trabajo, no deja un minuto libre para el resto. ¿Quién dispone de una mañana entera para ir al médico?

Desfilaron cuatro coches cargados con coronas de flores, otros catorce Mercedes con crespones negros y decenas de autos de todos colores y formas. Después, dos autobuses llenos. En fila india. El espectáculo paralizó momentáneamente la M-30 madrileña. La comitiva del funeral de la señora Ye Yangcui contribuyó a bloquear el tráfico ya de por sí congestionado aquel viernes de junio de 2004[20] y el espectáculo resultó tan aparatoso, tan sorprendente, que acudieron varios periodistas a cubrirlo. El velatorio duró tres días, durante los que presentaron sus respetos cientos de personas llegadas de toda Europa, e incluso de China. La anciana, fallecida a los setenta y seis años, pertenecía a uno de los clanes pioneros y, además de un capital empresarial, atesoraba un patrimonio de afectos y respeto. Solo en flores, quienes acudieron a despedirla gastaron más de cincuenta mil euros. Por no hablar del alquiler de la sala (la más lujosa del tanatorio), la suntuosidad del féretro, la riqueza de las indumentarias oficiales o la organización del evento, durante el que se repartieron miles de botellines de agua y se habilitó un ropero para los españoles que no acudieran vestidos según la tradición china. Finalmente, y ya en el cementerio, la señora Ye fue enterrada junto a una cesta de frutas y una bolsa de viaje con pertenencias que le podrían ser de utilidad en la otra vida, incluidas sus joyas.

Cuando mueren en nuestro país, los chinos no acaban despedazados en la cazuela de ningún restaurante, sino que siguen el mismo camino que el resto, el que acaba bajo tierra o en una urna depositada en el nicho de un cementerio. Algunos, tras ser incinerados, son repatriados a su país y reposan en su tierra natal. Los muertos no se comen ni se esconden en el almacén para reutilizar sus documentos. Es más, en la cultura campesina china, el culto a los ancestros es una obligación tan capital que hay quien se arruina despidiendo a sus mayores, para cuyos funerales contratan incluso plañideras, suministradas por agencias de actores especializadas en el ramo. El peor insulto en mandarín, el que conduce necesariamente a la pelea, dice así: «Malditas las dieciocho generaciones de tu familia[21]». Vista desde China, nuestra leyenda urbana recuerda más a una expresión cuya semántica conecta mejor con la vida a orillas del Mediterráneo que con la antropofagia de remotas tribus selváticas. Cuando los chinos dicen chilaozu, (que se traduce literalmente como «el clan que se come a los ancianos»)[22] está haciendo referencia a los jóvenes que viven hasta edades avanzadas con sus padres para no tener que afrontar las incomodidades y desafíos de la independencia. Se «comen» a los ancianos porque se funden sus ahorros. Como sucede en España.

Con argumentos demográficos resulta aún más sencillo desmentir el bulo. Según el padrón de 2011, de los 142 639 chinos censados, un 76,5 por ciento están entre los veinte y los cincuenta años, edades productivas y con una tasa de mortalidad muy baja. En el otro extremo de la pirámide, solo el 1,5% tiene más de sesenta y cuatro años. ¿Cómo se explica esto? Por dos motivos. Primero porque al jubilarse la mayoría regresan a su país, buscando un descanso merecido tras años de duras fatigas y cargando a sus espaldas la responsabilidad de sus hijos. Por las aldeas de Zhejiang, de hecho, es fácil encontrar jubilados entregados a la vida contemplativa después de su aventura europea. Lo hacen «como la hoja del árbol vuelve a la raíz», cumpliendo la recomendación del proverbio. Por otro lado, quienes emigraron a España no han tenido tiempo de envejecer demasiado, ya que las mayores oleadas se han producido en las últimas tres décadas y tuvieron como protagonistas a gente muy joven. Incluso entre los primeros en llegar es difícil encontrar a alguien mayor de sesenta años.

Para dar carpetazo al mito, visité cementerios en varias ciudades españolas. Encontré tumbas de la familia Chen, Zhang, Yu… generalmente bien cuidadas y adornadas con flores frescas o de plástico. Los chinos presentan los respetos a sus ancestros al menos una vez al año, en una de las fiestas más importantes de su calendario: el día de la limpieza de las tumbas, que se celebra en primavera. También contacté a la Empresa Mixta de Servicios Funerarios del distrito sur de Madrid. Al otro lado de la línea, uno de sus empleados, Emiliano, se mostraba un tanto irritado por las preguntas.

¿Que si hay funerales chinos? Por supuesto que sí. Se mueren igual que todo el mundo. ¿Que si pasan cosas extrañas? No creo. Es más, yo los definiría como educados y correctos. ¿Que si lloran a sus muertos? Hombre pues claro, como todos los demás. ¿Que si vienen muchos juntos? Bueno, a veces sí, aunque no es nada comparados con los gitanos. No sé qué quieres que te diga.