Patria, trabajo y familia.
¿Cómo prosperan los comercios chinos?

Conduciendo por la avenida del Museo, a las afueras de Leganés, se suceden almacenes, recintos vallados y carteles con anuncios de maquinaria y repuestos. También hay tres pagodas doradas de estilo tailandés que por el día parecen de plástico barato. De noche, iluminadas, aparecen como un espejismo surrealista en medio de la soledad del polígono industrial. Bajo sus ostentosos techos se aloja el restaurante chino más grande de Europa: dos mil quinientos metros cuadrados, dieciocho salas, karaokes con ducha, ocho cuartos de baño, decenas de trabajadores uniformados, palmeras de plástico de dos metros, escaleras mecánicas, budas de piedra… Y un club privado en el ático con mesas de ping-pong, billar, masajistas y camareras escotadas. El nombre está bien escogido: Shangri-la, ese valle paradisiaco que solo existía en las páginas de Horizontes perdidos (la novela de James Hilton) hasta que en 2001 las autoridades chinas decidieron aprovechar la popularidad del topónimo ficticio para montar una atracción turística de cartón piedra rebautizando el condado de Zhongdian, al sur del Himalaya. El Shangri-la de Leganés es también un fabuloso reclamo artificial que además se ha convertido en uno de los centros de gravedad de la comunidad china de Madrid. En sus salas se celebran casamientos, reuniones, banquetes y otros eventos que suelen empezar tarde, a veces incluso a medianoche. Es la única manera de asegurarse de que la celebración no interfiera con las largas jornadas de trabajo y los negocios intempestivos.

Esta noche se casan Xing y Tan, su boda se anuncia con un enorme corazón rosa y un cartel rojo a la entrada del restaurante. Sobre las mesas esperan ya los entrantes, una combinación llamativa de delicias chinas y jamón ibérico, botellas de Chivas Regal y licor de arroz. Un pariente del novio recibe a los invitados en la entrada y se encarga de recoger los regalos: idénticos sobres rojos con dinero en metálico que solo varían de grosor. El señor anota cuidadosamente en un cuaderno la suma que ha aportado cada invitado. A cambio, les alarga unas cajetillas de tabaco.

Los banquetes de bodas son el mejor escenario para entender cómo funcionan los mecanismos sociales y las ceremonias alrededor de las que prosperan las comunidades chinas. Se trata de un entramado de tradiciones que se adaptan a los tiempos y al país de acogida y que giran, simplificándolo mucho, en torno a tres conceptos capitales. El (los ritos, costumbres y su moralidad), el mianzi (la «cara» o prestigio que se incrementa o se pierde por las acciones cotidianas dentro de la comunidad) y el guanxi (la red de amistades estrechas, relaciones e intereses que conforman el patrimonio social de cada persona y cada familia). Digamos que, cumpliendo las obligaciones del , prosperando y colaborando con el resto de la comunidad, se van sumando y fortaleciendo el guanxi, los contactos y amistades que unen a veces tanto como los lazos familiares. Y así, mejorando las relaciones sociales y haciéndose ver, se va adquiriendo «cara», mianzi, popularidad, prestigio y respetabilidad frente al conjunto de la comunidad. En realidad, se trata de mecanismos que, de una manera u otra, están presentes también en las culturas occidentales, aunque su delimitación no esté tan clara ni tan jerarquizada como en la cosmogonía china.

El invitado que me ha traído a la boda, un joven comerciante chino que llegó a España con cuatro años y que se hace llamar Nino, me advierte de que la pareja que se casa hoy tiene poco dinero, poco prestigio y, en consecuencia, poco mianzi y poco guanxi.

Ya te lo dije antes. Esta boda es pequeña y cutre. No llegan a cien invitados y no son gente importante. No creo que haya mucho dinero en los sobres y pocos se quedarán hasta tarde celebrando. Él llegó a España hace cinco años y aún trabaja como cocinero. Creo que quiere abrir un negocio, pero me han dicho que tiene también algún problema de deuda. Yo he venido porque es un primo de mi mujer y no tenía más remedio, que si no…

A lo largo de la noche, Nino insistirá en subrayar, cuchicheando, la falta de clase de los invitados, el poco glamour de los vestidos, la ausencia de efectos especiales, el escaso caché del animador y la pobre variedad del menú. Para contrastar sus críticas, e ilustrarme sobre la opulencia de las «buenas bodas», me muestra en su iPhone fotos de otras ceremonias, incluida la suya. «Mira esta. También fue aquí en Shangri-la, pero mira la diferencia de la decoración, no es nada igual. Estas son bodas de gente rica, rica. Él millonario, ella millonaria. Bien considerados».

Lo único que le gusta a Nino es la novia, que luce radiante en su vestido entallado. «Muy guapa ¿verdad? Tiene buen cuerpo. El vestido chino tradicional es rojo, pero ahora en China muchas se ponen de blanco, como aquí. A esta le queda muy bien».

En el complejo juego de las relaciones chinas, las listas de invitados a bodas y ceremonias importantes son un auténtico ejercicio de ingeniería social y cálculo económico.

El cubierto se paga aquí a cien euros para el menú más barato, como el que sirven hoy. A partir de esa cifra se gana dinero con los regalos. El regalo mínimo para no quedar mal son trescientos euros. Luego hay quien paga más, claro. Un amigo normal paga quinientos, un amigo íntimo paga mil y los hermanos y parientes cercanos a partir de dos mil. Esta boda es de poca clase y no ganarán mucho. Se le van a quedar incluso sillas vacías, va a «perder cara».

Los cálculos, que se realizan meses antes de organizar el banquete, son complicados. Hay que decidir a quién conviene llamar, intentando adivinar si aceptará la invitación, qué potencial y recorrido tiene la relación, qué efecto tendrá entre el resto de invitados y cuánto dinero se espera que acabe regalando, entre otras muchas cosas.

Hay muchas normas, es muy difícil. Por ejemplo, hay que regalar más de lo que te regalaron a ti. Por eso, una vez que te casas, las bodas de los demás son un gasto muy grande, una obligación. Hay que estar seguro de a quién estás invitando. Si invitas a muchos puede convertirse en una carga en el futuro. Si invitas a pocos, te puedes quedar corto. Yo creo que los españoles lo hacéis parecido, pero no lo pensáis tanto.

Como siempre que se trata de comparar a españoles y chinos, el tema de conversación divierte a Nino y a lo largo de la cena van apareciendo nuevos ejemplos.

Pon que invitas a alguien que tiene tres hijos en edad de casarse. Si no son relaciones importantes, puede ser un problema, mejor no convidarlos, porque luego ellos te invitarán a sus bodas y no tendrás más remedio que ir y pagar. Pero por otro lado, una boda sin gente te hace perder cara, así que los que llevan poco tiempo y no son populares o no tienen amigos acaban invitando a gente que casi no conocen, o a chavales sin dinero que no tienen nada que hacer. También hay que entender que alguien con mucho prestigio no puede ir a la boda de cualquiera. Si es importante, solo acude a reuniones de gente importante o de familiares cercanos. La verdad es que estas cosas en China son muy complicadas. No se entiende si no eres chino.

Por desapasionadas y materialistas que puedan parecernos, las relaciones que se van trenzando en torno a dichos códigos cumplen una función. Por ejemplo, propician un delicado entramado en el que están a la orden del día préstamos a interés cero, una cierta solidaridad comunitaria y el intercambio constante de favores. Así, muchas de las tiendas de alimentación, los restaurantes, los bazares y los pequeños negocios abiertos en España en los últimos años han sido financiados con los regalos de una boda o con préstamos conseguidos gracias a la fuerza del guanxi. Una familia respetada, que cumple sus obligaciones sociales y trabaja duro, tiene mucho más fácil el acceso a dinero y ayuda. Por supuesto, si el negocio va bien y triunfa, no solo tendrá que devolver la deuda y agradecerlo de por vida, sino que probablemente pasará a formar parte de una red que a su vez da apoyo a los nuevos recién llegados que pretenden abrirse camino. Esta arquitectura social funciona y tiene infinidad de aplicaciones prácticas. Una de ellas es que, cuando un empresario importador bien establecido ayuda a un paisano a abrir un bazar, se está asegurando de paso un nuevo distribuidor para sus productos.

El modelo, mucho mejor engranado entre los chinos de Zhejiang que entre los llegados en oleadas migratorias posteriores, aglutina, genera sentimiento de pertenencia y mantiene controlados a los miembros de la comunidad. Y además de tejer una sólida red de intereses y clientelismos, da ciertas ventajas a la hora de hacer negocios. Por ejemplo, los comerciantes chinos no son tan dependientes del crédito bancario, ya que se puede recurrir a préstamos de familiares y amigos. Estos ofrecen una línea de financiación informal pero a menudo más ventajosa que la del banco, con mejores condiciones para el prestatario y similares garantías para el prestamista. Las familias suelen llevar la devolución de las deudas contraídas como una carga ineludible y hacen cualquier esfuerzo por pagarlas. El estigma social de quien no devuelve lo que debe pesa de por vida y afecta a toda la familia. Un influyente empresario chino instalado en Madrid me lo explicaba así:

Tenemos algo como una lista negra. Si entras ahí ya no puedes hacer más negocios. Por eso en una operación es preferible perder dinero que perder la confianza de la comunidad, del resto. Si pierdes el prestigio, lo pierdes todo y tu familia sufre. Te conviertes en una vergüenza. Si adeudas mucho dinero, puede ser incluso peligroso para tu vida, lo puedes pagar muy caro.

Las barreras culturales van cayendo según avanza el banquete, que concluye con la clásica tarta, las gamberradas y gritos de quienes han bebido demasiado y el ofrecimiento entre los más jóvenes de proseguir con la fiesta en un karaoke hasta las tantas. También revolotean en el ambiente, entre cuchicheos, los informes definitivos sobre la ceremonia. La conclusión es unánime: ha sido un fracaso.

Esta ha sido una boda mala y yo creo que no van a sacar más de treinta mil euros. No sé si es suficiente para pagar la deuda que tienen y abrir una tienda. Quizá con otro préstamo… Mira, para los que ya tienen algo de dinero las bodas son un gasto muy gordo, porque se trata de demostrar prestigio y que la gente respete y admire más. Pero para los que están empezando, como estos, es una manera de conseguir dinero en mano y un empujón para abrir un negocio. Los españoles a veces no entienden cómo es posible que alguien que estaba trabajando hasta hace nada en un almacén pague el traspaso de una tienda de la noche a la mañana. Pero es porque los chinos nos ayudamos mucho, nos hacemos regalos, nos prestamos dinero y somos muy solidarios y muy generosos entre nosotros.

A Lou Zhijun, un humilde cocinero de Pekín, acaban de diagnosticarle una enfermedad terminal. Primero quedará inválido y pocos meses después morirá. Suenan tambores y un arpa china. ¿Qué hará con sus tres hijas adoptivas? ¿Quién les dará de comer cuando él fallezca?

«Dos chicles de menta y cóbrame esto, por favor». La clienta, la primera en media hora de una calurosa tarde de agosto en Chamberí (Madrid), devuelve a la realidad a Susana Zheng, aún conmovida por el lacrimógeno giro que acaba de dar su culebrón preferido. Con la mirada fija en la pantalla del ordenador y sin abrir la boca, alarga una mano para recoger el dinero y saca el cambio de debajo del mostrador con la otra. Las telenovelas, nos explica después, no le gustaban mucho cuando era joven, pero desde que pasa una media de diez horas al día sentada en la silla de su tienda, se han convertido en su principal distracción. Con la última, Padre adoptivo, ha desarrollado una auténtica adicción. Se conmueve tanto con las desgracias de Lou Zhijun que ha llegado a descuidar su negocio, algo que no le había pasado en toda su vida.

Susana llegó a España hace quince años procedente de Qingtian. Su historia es la típica: trabajó durante un tiempo en el bazar de unos familiares y después se trajo a su marido y a sus hijos mediante la reagrupación familiar. No tardaron mucho en reunir dinero y regularizar su situación. Después pidieron un préstamo y se quedaron con una tienda de ultramarinos que parientes suyos querían traspasar. Les propusieron un buen precio y la zona, dice, es inmejorable. Desde el primer día tuvieron clientela, lo que les permitió sacudirse la deuda en un tiempo récord. A partir de ahí empezaron a ahorrar más o menos la mitad de lo que ganaban, lo suficiente para pagar el piso en el que duermen y el coche de alta gama con el que se mueven por la ciudad. Viven sin lujos, sin salir a cenar y apenas sin vacaciones. A China regresan cada dos o tres años y por separado para no tener que cerrar la tienda. Cuando van, se llevan todo el dinero acumulado y pasan una semana o dos de banquete en banquete, visitando familiares. «Hay que llevarles mucho dinero y regalos, a veces sale muy caro. No se disfruta tanto».

La tienda funciona como cualquier otra: por la mañana vienen los proveedores con la mercancía fresca. De los productos menos comunes se abastecen en el supermercado DIA situado justo enfrente y luego los revenden un poco más caros. Los últimos años han ido incorporando en sus estanterías golosinas e ingredientes típicamente chinos, como salsas y congelados, de los que se proveen en los almacenes del sur de Madrid. Lo que más se vende, con diferencia, son las bebidas frías, pan fresco y chucherías.

Nunca han contratado a nadie para que les ayude a llevar un negocio esclavo que abre muy temprano y cierra pasada la medianoche, sin descanso dominical ni vacaciones. Los fines de semana el horario se alarga hasta la una o las dos de la madrugada, ya que siempre acude alguien a comprar alcohol, refrescos y comida. Sus hijos, un niño y una niña que se llevan tan solo un año de diferencia, ayudan casi a diario al salir de la escuela. Los sábados y domingos los pasan casi enteros en la tienda. Su mesa para hacer los deberes es una esquina del mostrador, de modo que entre los cuadernos y libros aparecen a menudo etiquetas con precios y migas de pan. La mayor, de diez años, tiene nacionalidad española y una madurez precoz, amplificada por una mirada seria y unas gafas redondas. Es la que mejor habla español de la familia y la que se encarga de traducir los documentos y conversaciones que sus padres no entienden.

Ella se lleva muy bien con los clientes. Es una chica muy lista y va bien en el colegio. Queremos que vaya a la universidad y que no tenga que trabajar como nosotros en una tienda. Nos ayuda mucho porque habla muy bien español. Incluso hace los pedidos difíciles.

La policía nunca les ha puesto problemas. Susana dice que tienen los papeles de la tienda en regla y que los niños están aleccionados para decir que no están trabajando, sino haciendo compañía a sus padres. Algunas noches, especialmente durante los fines de semana, acuden otros parientes, más que nada para hacer bulto y evitar robos y agresiones de borrachos.

Algunos españoles son muy pesados. Piden descuento siempre, entran con perros a comprar y por la noche hay chavales que han bebido y nos insultan. A veces intentan robar alguna tontería. Yo creo que lo hacen por diversión, no por necesidad.

Años atrás les sucedió algo más grave: atracaron de madrugada. Los ladrones rompieron la luna y se llevaron la mejor mercancía. Como no dispone de un seguro al que reclamarle el dinero, el marido de Susana decidió no llamar a la policía. «¿Para qué?».

En lugar de ello instaló una reja gruesa que hoy protege la puerta y las ventanas del local. La creciente inseguridad de las calles madrileñas tiene escandalizada a la familia Zheng, pero ese no es su principal miedo. Lo que más temen es que aparezca otro comerciante chino en el barrio y les obligue a entrar en una espiral de competición destructiva.

La crisis está poniendo las cosas difíciles y este negocio, aunque ha perdido, todavía funciona. Hay muchos chinos que podrían conformarse con la mitad. Espero que no vengan por aquí.

Los temores son fundados. A la hora de competir, los pequeños comerciantes de Zhejiang son capaces de cualquier cosa. Como ejemplo, Susana me explicó la historia de unos amigos suyos que en 2008 perdieron su negocio a manos de una pareja más joven que abrió una tienda de Todo a 100 al otro lado de la calle.

Se enteraron de que el hijo mayor de nuestros amigos había perdido mucho dinero jugando y tenía una deuda. Aprovecharon esa debilidad para hacerles competencia. Era gente con ahorros y empezaron a bajar los precios, incluso por debajo de costos. No tenían hijos ni deuda y trabajaban sin parar. Al final, nuestros amigos no pudieron más y tuvieron que cerrar. En unos meses les habían hundido y se quedaron con la clientela.

En otras ocasiones son los propios empleados quienes, una vez aprendido el negocio, se lanzan a competir con su antiguo jefe. Por no hablar de los traspasos, una operación delicada que hay que llevar con la mayor discreción posible.

Si quieres traspasar, es mejor que nadie lo sepa y que te busques a un pariente o un amigo de confianza. Porque si la gente se da cuenta, incluso si se enteran tus propios empleados, corres peligro de perderlo todo. Si pones un anuncio puede venir otra familia china a preguntar, y cuando se han informado de tu situación y de cómo te funciona el negocio, te abren una tienda delante. Ellos saben que quieres traspasar y que no durarás mucho, de modo que eres fácil de batir. Al final es como quedarse el traslado, pero sin pagar nada.

El carácter reservado y la desconfianza forman parte de esa mentalidad de trabajo constante por la supervivencia, propia de una sociedad campesina y gobernada durante siglos con despotismo, que generación tras generación ha luchado por un plato de arroz diario.

Es mejor no contar nada, es mejor que no se sepa cuánto ganas, cómo lo ganas, dónde compras. Si no tienes una posición de fuerza, es preferible que no sepan nada de ti, sobre todo si estás ganando dinero.

La falta de límites y escrúpulos a la hora de competir suele despertar recelos incluso entre compatriotas provenientes de otras regiones y estratos sociales de China. Shaojie, una traductora nacida en Pekín que trabajó durante meses en una tienda de Todo a 100 en Salamanca para pagarse los estudios universitarios, recuerda su vida de dependienta como una experiencia desagradable. «No es un ambiente armonioso. Hay mucha presión para ganar dinero y solo piensan en eso, en trabajar y hacer más negocio. La competencia es muy dura entre ellos. Creo que los chinos que emigran se acaban volviendo más crueles y más competitivos».

Su forma de entender los negocios incluye otras prácticas que escandalizan en España, pero que son plenamente frecuentes en China y en otros países en desarrollo. Entre ellas destaca el escaso respeto por la propiedad intelectual, un concepto que tardó décadas en cobrar forma en Europa y Estados Unidos y que todavía hoy se encuentra en pañales en muchas latitudes. Al respecto circulan cientos de anécdotas. En el distrito centro de Madrid abrió una tienda llamada «Zaira», anunciada en un enorme cartel en el que la «i» era prácticamente invisible. Lo que para el juez que dictó sentencia (obligando al propietario a cambiar el nombre) resultaba un penoso intento de plagiar la marca española más internacional, para el comerciante, en este caso de Fujian, se trataba de una ingeniosa manera de darse publicidad gratis, una práctica relativamente común en China.

Entre las preocupaciones de Susana Zheng destaca una de fecha más reciente: la crisis.

Leemos que algo en la economía va muy mal y en el barrio van cerrando muchos negocios. Nosotros lo notamos, aunque todavía ganamos suficiente porque tenemos muchos clientes amigos, que conocemos desde hace años y vienen siempre. Todo está empeorando, de modo que pensamos a menudo en volvernos a China.

Desde que llegaron, los Zheng tienen claro que algún día se marcharán. Su entero círculo social está formado por paisanos de Qingtian y el retorno es un tema de conversación recurrente. Cuando se reúnen a cenar y, en fechas señaladas, los hombres beben y acaban fabulando sobre cómo será la vida cuando se retiren a descansar al pueblo. Algunos, con la crisis, le han puesto ya fecha a la partida. Otros, como Susana, están dispuestos a seguir sacrificándose hasta que sus hijos tengan edad de hacer su propia vida, o al menos de ingresar en la universidad.

Nuestros hijos sí, pero nosotros no tenemos raíces en España. Bueno, muchos clientes españoles son amigos, pero no quedamos con ellos, los vemos solo aquí. La verdad es que queremos irnos en cuanto podamos. La vida aquí no es lo que deseamos. De España nos gusta la gente, que normalmente es simpática, y el nivel de la seguridad social. Pero estamos aquí solo para ganar dinero.

En España hay ya decenas de miles de familias chinas que salen adelante como los Zheng y la proliferación de sus pequeños negocios ha generado un ruido mediático que dificulta la compresión del fenómeno. Según un reportaje emitido en Antena 3 en 2011, «más de la mitad de los comercios de nuestro país pertenecen a chinos[1]». Poco después, el diario ABC publicaba que «el 60 por ciento de los nuevos comercios que abrieron en 2011 eran chinos[2]». Ambos medios citaban un «informe de la consultora Nielsen» del que se hicieron eco muchos otros diarios nacionales, radios y cadenas de televisión durante 2011. Más que dimensionar el «fenómeno chino», el dato ilustra la penosa situación que atraviesan los medios de comunicación españoles. Desde el departamento de comunicación de Nielsen me enviaron por correo electrónico las cifras exactas de su censo de negocios y tiendas chinas, el «estudio» que teóricamente inspiró esa infinidad de «interpretaciones libres». Lo que refleja el documento es que en España el 13,5 por ciento de los establecimientos de alimentación de menos de ciento veinte metros cuadrados están en manos de «asiáticos», una categoría que incluye otras comunidades comercialmente muy activas, como los pakistaníes instalados en Cataluña. En Madrid y Barcelona, el 70 y el 58,5 por ciento, respectivamente, de estas pequeñas tiendecillas de comestibles están regentadas por extranjeros, pero el porcentaje abarca también las bodegas hispanoamericanas, las fruterías marroquíes, etcétera. Finalmente, las estadísticas de Nielsen indican que los negocios «asiáticos» están muy concentrados por áreas, la mayoría en la zona metropolitana de Madrid (59,1 por ciento) y Barcelona (32,8 por ciento).

Exageraciones mediáticas aparte, es cierto que la comunidad parece haberse expandido durante la crisis. En 2007, los chinos dados de alta como autónomos en la Seguridad Social eran alrededor de veinte mil. En junio de 2012 casi se habían duplicado, superados los treinta y ocho mil. Teniendo en cuenta que la mayoría de los que llevan un tiempo en España tienen montados al menos dos negocios a su nombre (algunos de ellos para parientes o amigos que aún no tienen la residencia permanente), algunas consultoras calculan que sus negocios en España podrían ser muchos más, del orden de sesenta mil. Incluso en las fases más duras de la recesión, cuando echaban la persiana unos cien comercios al día, ellos consiguieron aumentar su afiliación a un ritmo de casi el 10 por ciento anual. También se convirtieron en uno de los colectivos menos afectados por el paro[3] y cerca de noventa mil de ellos seguían cotizando a la Seguridad Social en 2012. Y contrario a lo que ocurre con el resto de grupos inmigrantes, no parecen estar abandonando España, al menos en grandes cantidades[4]. En algunas comunidades, como Madrid, incluso ha aumentado su presencia[5]. A pesar de estas cifras de bulto, sus negocios han quedado tan expuestos a la caída del consumo como los del resto de comerciantes. De hecho, los círculos de negocios chinos aseguran que las ventas han disminuido entre un 20 y un 40 por ciento en cuatro años, lo que ha obligado a muchas empresas a deshacerse de personal.

Entonces ¿por qué continúan creciendo? ¿Cuál es su secreto? Las razones son variadas y complejas. En primer lugar, la mayoría de ellos no depende del crédito bancario, sino de préstamos familiares o comunitarios, una red de financiación que se ha demostrado más eficaz y flexible en momentos de crisis. Quienes prestaron dinero a amigos, familiares o socios pueden reclamarlo, pero no amenazan con embargos ni tienen mecanismos legales para acorralar a los deudores. La solidaridad comunitaria, además, sigue funcionando y muchas familias en apuros están aguantando el chaparrón gracias al dinero que recibe de parientes instalados en España, en otros países europeos e incluso en China. La tasa de ahorro privado china[6], una de las más altas del mundo, ofrece un margen de maniobra del que no disponen los comerciantes españoles.

Las ventajas no solo son operativas, sino también culturales. Las familias chinas que acaban de abrir una tienda están dispuestas a conformarse con unos márgenes de beneficio y un estilo de vida que pocos españoles soportarían. Después de años deslomándose para tener su propio negocio, no están dispuestos a renunciar y protegen su proyecto a cualquier precio. Algunos han decidido quitar la calefacción en invierno y el aire acondicionado en verano, otros han regresado a dormir en los trasteros de las tiendas para ahorrar los gastos de alquiler y han renunciado a los pocos caprichos que se permitían, como viajar a China cada dos o tres años a visitar a su familia. Marcados por su origen y por la falta de alternativas, mantienen tal capacidad de sacrificio que en Europa se olvidó hace décadas.

Esto explica que sus negocios no quiebren a la misma velocidad que el resto, pero no termina de aclarar por qué se siguen expandiendo, entrando incluso en sectores donde antes de la crisis no estaban presentes. El motivo lo sintetizó bien Pablo Wu, un joven de veintisiete años que acababa de empezar a regentar un pequeño bar de barrio en el distrito centro de Madrid cuando lo entrevisté. Me contó su historia mientras hablaba con un empresario más experimentado que él sobre cómo rentabilizar el negocio ofreciendo un menú barato de mediodía y ampliando la carta.

Yo llevaba ahorrando muchos años para montar mi negocio e irme del restaurante en el que trabajaba. Calculaba que necesitaba dos años más para asumir el traspaso de un bar pero los precios han bajado tanto que ya no tengo que esperar. Además, mi jefe ganaba mucho menos dinero que antes y me decía que yo era una carga y que tendría que despedirme si las cosas seguían así. Por ahora gano lo justo para comer y sé que con la crisis será muy difícil que vaya mejor, pero también ha sido más barato quedarse con el negocio. De todos modos, ¿cuál es la alternativa? Yo no puedo volverme a China ahora después de todo el esfuerzo y dinero que ha invertido mi familia en esto.

Los inmigrantes chinos que como Pablo Wu empezaron a reunir dinero para abrir un negocio antes de la crisis siguen empeñados en hacerlo. Lo que se está produciendo es, simplemente, una aceleración del proceso. Por dos motivos: la disponibilidad y buen precio de alquileres y traspasos, y la creciente fragilidad de los trabajos asalariados. En definitiva, han reaccionado de una manera opuesta a la de muchos propietarios españoles para quienes, con la crisis, el sacrificio de ponerse al frente de un comercio ha dejado de merecer la pena. De nuevo, el caso de Pablo Wu es significativo.

El dueño que tenía el bar es un señor que llevaba toda la vida aquí. Yo lo conozco de antes porque venía a tomar café. Es un hombre mayor y tiene dos hijos que no saben cómo llevar el negocio y tampoco quieren. Decía que ganaba menos dinero que antes y que no le merecía la pena. Me dijo que con el traspaso, los ahorros y la pensión que le queda puede jubilarse sin problemas y sale ganando.

Alquilar el local o traspasar el negocio a una familia china se ha convertido en el sueño de muchos pequeños comerciantes en tiempos de crisis. En la ecuación se juntan el derrotismo (español) de ver cómo las cosas van a peor y el entusiasmo (chino) de quien aspira a ver su sueño hecho realidad.

Para muchas jóvenes parejas chinas que se han lanzado a la aventura no habrá recompensa. De hecho, algunos de los que conocí ya habían perdido su inversión en 2012 y habían regresado a su país con la carga de las deudas a cuestas. Otros muchos decían estar con el agua al cuello, sin margen para seguir recortando gastos. Es más, si la situación económica sigue deteriorándose, o no mejora, lo lógico es que el número de comercios chinos tienda a estabilizarse, incluso a disminuir. Por un lado, las trabas burocráticas para establecerse de manera legal son cada vez mayores. Por otro, España ha dejado de sonar a tierra de oportunidades y se asocia con mayor frecuencia a noticias alarmantes de bancarrota y desempleo que se repiten en todos los medios de comunicación chinos. Finalmente, el «efecto llamada» languidece: los inmigrantes que han amasado un dinero en nuestro país están buscado cómo diversificar su capital y muchas familias instaladas, como la de Susana Zheng, se plantean en serio la posibilidad de adelantar su retorno a China.

A fuerza de trabajo, riesgo y sacrificios, muchos están sacando adelante sus comercios en actividades cada vez más variadas. En dos años me encontré cientos de casos. Por ejemplo, el de la familia que regentaba un bar de barrio a las afueras de Zaragoza y cuya hija mayor, de dieciséis años, se valía de un diccionario, descuadernado por el uso, para entender las peticiones de los clientes. «¿Carajillo? ¿Qué es “carajillo”?», se preguntaba angustiada mientras hacía revolotear las páginas.

O la pareja que llevaba una frutería en Sant Boi, cerca del aeropuerto de El Prat, donde tenía contratados dos inmigrantes: un ecuatoriano y otro pakistaní.

Solo puedo pagar seiscientos u ochocientos euros al mes y los chinos que quieren trabajar por ese dinero no tienen papeles y no hablan español, así que cojo gente de Pakistán o de Ecuador. El problema es que me duran poco y siempre acaban marchándose.

O al muchacho de veintitrés años que acababa de hacerse con una tienda de ropa de pésima calidad en el centro de Guadalajara. «No ha venido nadie en todo el día a comprar. Quizá por la crisis, pero tengo que pagar la deuda y esta tienda creo que no funciona. Estoy preocupado». O a la familia que llevaba diez años a cargo de un bazar en Vitoria y hablaba en español con una mezcla de acento chino y cadencia vasca. O al dueño de un pequeño restaurante chino en Murcia, o al de un salón de manicura en Madrid, o al de…

La diversificación comenzó cuando se saturaron los primeros «monocultivos», las actividades a las que todas las familias chinas se dedicaron en una fase inicial, fundamentalmente restaurantes y bazares. Aunque los pioneros no aprendieran en la universidad lo que es un estudio de mercado, identificaron rápidamente la rentabilidad potencial de la gastronomía china en España. Muchos qingtianeses, por ejemplo, se guiaron por la idea de que el «menú de los cien platos» solo tiene sentido ofrecerlo en poblaciones de más de cinco mil habitantes. Los márgenes se han estirado mucho desde entonces y hoy los rollitos de primavera se sirven incluso en pueblos de menos de tres mil habitantes, perdidos en mitad de Castilla.

La saturación les obligó a ampliar horizontes, a buscar otros nichos en los que convertir en dinero sus ganas de trabajar duro. Entraron en negocios que comparten las mismas características: se rentabilizan con muchas horas de trabajo, son fáciles de gestionar, no necesitan inversiones fuertes y empiezan a dar dinero desde el primer día. En muchas ciudades, como Madrid, prosperaron así las pequeñas tiendas de alimentación, una actividad arrinconada por el auge de las grandes superficies que los comerciantes españoles habían ido abandonando. En una última fase se ha entrado también en actividades típicamente españolas como bares de tapas y mesones. Entre medias fueron probando suerte con fruterías, papelerías de barrio, peluquerías, ferreterías y un largo etcétera. Quienes han vivido este proceso de diversificación indican que los lazos y la experiencia de la comunidad entera han sido también fundamentales para encontrar y desarrollar nuevas estrategias de éxito. Zhuomin Ma, un inmigrante, hoy anciano, que llegó de Qintiang hace décadas y que se ha convertido en el principal cronista de la comunidad china, está convencido de que sus compatriotas actuaron de manera parecida a una multinacional.

Los qingtianeses estamos en contacto entre nosotros. En fechas señaladas regresamos al pueblo y hablamos de negocios. Uno cuenta que en Italia funcionan mejor los restaurantes japoneses, otro dice que en Francia están de moda las lavanderías para estudiantes, un tercero habla de su experiencia en Holanda. Y como España va siempre a remolque del resto de Europa, las tendencias nuevas se abren paso muy fácilmente. Los empresarios chinos han traído cosas que estaban funcionando bien en otros países. Por su red de parientes y sus lazos con otros países europeos, han estado más internacionalizados que los propios españoles.

Treinta años después de encender los farolillos rojos de sus primeros restaurantes, resulta complicado encontrar un sector o un lugar en el que no hayan probado ya suerte. Su tasa de movilidad es apabullante, la más alta de todas las comunidades inmigrantes. Solo en 2008, alrededor de un 20 por ciento cambiaron de ciudad[7]. Entre los españoles, solo un 2,8 por ciento lo hicieron en ese mismo año. Su empuje les ha llevado a instalarse en los lugares más insospechados.

Corría el año 2010 cuando los vecinos de Los Navalmorales escucharon por primera vez que estaban a punto de desembarcar «los chinos». En unas horas los comerciantes del pueblo lograron lo imposible: ponerse todos de acuerdo. Formando un frente común, se plantaron ante el ayuntamiento e hicieron un boicot. Tere, dueña de Regalos Tere, temía por la viabilidad de su tienda. Pili, propietaria de la papelería, también. El alcalde prometió intentar cortarles las alas a «los chinos». Se informó de las opciones que tenía y repasó, uno a uno, los requisitos necesarios para abrir un negocio. Después el ayuntamiento se encargó de exigir la documentación, hasta el último detalle estipulado por ley. No sirvió de nada: «los chinos» tenían todo en orden y ninguna normativa permite parar una actividad por motivos de nacionalidad o etnia.

Las obras empezaron en verano. Una mañana llegó un camión repleto de albañiles chinos, que se pusieron a trabajar inmediatamente en turnos extenuantes, desde las ocho de la mañana hasta medianoche. Sin descanso. En poco más de un mes convirtieron un viejo taller de costura en el típico bazar de pasillos abigarrados con cualquier mercancía imaginable: desde herramientas hasta ropa, pasando por disfraces, jaulas para animales, utensilios de cocina, regalos, juguetes, cuadernos, lámparas… Mientras duraron, los progresos de la obra fueron seguidos de cerca y comentados con pasión por los parroquianos del bar Las Ruedas, entre caña y caña de cerveza. Algunos lo recuerdan con detalle.

No había Dios que viese nada. Estaba todo lleno de polvo blanco. Eran veinte chinos lo menos, con mascarillas y gafas de sol. Comían allí y todo. Lo hacían todo al revés. Por ejemplo, montaron las estanterías antes de hacer la obra.

Durante un tiempo, los comerciantes de Los Navalmorales mantuvieron la guardia alta: presionando al alcalde para que «los chinos» cumplieran los horarios y las normas. Con el paso de las horas y los días, la preocupación se mitigó y «los chinos» entraron a formar parte del folclore del pueblo. Los comerciantes se fueron resignando y, para el resto, los recién llegados supusieron una contribución importante para el anecdotario y los rumores del pueblo. Sorprende, por ejemplo, que «los chinos» vayan a la piscina en verano «como el resto», que no pongan la calefacción ni en lo más duro del invierno, que los hombres dejen en las máquinas tragaperras el dinero que no gastan en otras cosas, que tengan toda la tienda llena de cámaras de vigilancia y que coman tanto arroz y tanto pollo. «Pero perro no deben de comer porque el pueblo sigue lleno. No ha desaparecido ninguno que sepamos».

Otro de los juicios más repetidos es que venden «de todo, pero no vale para nada y además es caro». Aunque luego resulta que cada familia esconde en su casa al menos un par de productos del bazar. También se sospecha que una de las chinas podría ser enana, ya que «es demasiado bajita incluso para ser china». En otro de los bares del pueblo, El Pelón, con las cervezas y cubatas de antes de cenar, las anécdotas vuelan de lado a lado de la barra.

El otro día iba por la carretera y veo a un señor con un vaquero negro que hace cosas raras con los brazos. Creía que estaba borracho y frené para ayudarle. ¡Y resulta que era un chino corriendo!

Este pueblo de la provincia de Toledo, con 2730 habitantes censados y a cuarenta kilómetros de Talavera de la Reina, es un buen ejemplo de cómo la inmigración china ha llegado hasta los últimos rincones del país. Buscando nuevos horizontes y mercados, han penetrado con su «modelo» de manera más efectiva que cualquier multinacional, haciéndose un lugar incluso en un entorno rural y cerrado como Los Navalmorales, que se dedica a lo mismo desde hace siglos: la ganadería, la agricultura, el mazapán artesanal y, sobre todo, la oliva y el aceite. Y no es un ejemplo aislado, ni mucho menos. A pocos kilómetros se encuentra Los Navalucillos, de 2599 habitantes, donde una familia china también ha logrado asentarse a pesar de la resistencia inicial.

La conquista del entorno rural es, de hecho, una de las últimas fronteras de la inmigración china. Empezó cuando las grandes ciudades comenzaron a saturarse de tiendas de alimentación, bazares y restaurantes. Al ver que era cada vez más difícil encontrar un espacio, «los chinos» optaron por expandirse hacia los pueblos. Amantes de las clasificaciones y las cifras, aseguran que solo se necesitan dos requisitos para garantizar la viabilidad: que el pueblo tenga más de dos mil habitantes y que no hayan llegado otros chinos antes que ellos. Algunos decidieron su destino buscando en internet listados con todos los pueblos de España, clasificados según su población.

Detrás de «los chinos» de Los Navalmorales hay una familia procedente, cómo no, de Qingtian. Después de veinte años, el matrimonio se maneja más o menos en castellano y prefiere utilizar sus nombres españoles: Ana y Juan. Viven con sus tres hijos y el abuelo, cuya función principal es vigilar que los clientes no roben, persiguiéndolos por los pasillos. Mientras su marido visita proveedores y busca nuevos productos, Ana se queda al frente de la tienda.

Teníamos una tienda de frutos secos en Talavera de la Reina, pero no iba bien. El barrio era malo y robaban. Además yo tengo asma y el ambiente de allí me sentaba mal. Por eso buscamos un pueblo. Optamos por este porque vimos muchos chalets y un supermercado DIA grande al que venía mucha gente. Pensamos que montando la tienda enfrente del DIA nunca faltarían clientes.

La inversión no es poca. Pagan en torno a dos mil quinientos euros por dos locales grandes (tienda y almacén) y un piso pequeño donde viven todos juntos. Disponen de dos empleados, ambos chinos, uno fijo y otro que «solo acude cuando hay mucho trabajo». Para entender las necesidades del pueblo, acuden a menudo a «espiar» lo que se vende en los comercios tradicionales. También se dejan caer por ferias y mercados de temporada, fijándose incluso en los aperos que se utilizan en las labores del campo para después buscarlos en los catálogos de sus distribuidores chinos.

En otro de los bares del pueblo, el Avenida, a la hora del vermú, un grupo de jornaleros entra en la conversación, adoptando otra actitud que siempre aparece, antes o después, cuando se toca el tema.

Son más listos que nosotros y no se cansan de trabajar. Los rumanos roban, ellos no. Quizá tienen sus mafias, pero tontos no son, ni dan duros a pesetas. Pero también les estamos dejando hacer lo que les da la gana y nos van a asfixiar.

China y los chinos han inspirado varios dichos y refranes españoles. No hay un consenso entre los historiadores acerca de cómo se originaron todos ellos, pero algunas explicaciones se han extendido y se suelen dar por válidas. Así, por ejemplo, cuando decimos «naranjas de la China» se lo debemos a unos antepasados escépticos, que no creían posible que una naranja pudiera llegar desde tan lejos. Compartimos con franceses y griegos la idea de que algo que «suena a chino» es extremadamente ininteligible. Mientras que «trabajar como un chino» y ser «engañado como un chino» tiene que ver, seguramente, con la vida de los culíes empleados para sustituir la mano de obra esclava en las colonias. En Cuba hay quien asegura que esta última expresión apareció precisamente en las Antillas[8] y hacía referencia a aquellos chinos que se embarcaron para trabajar en los cultivos de caña y de café, con la promesa de hacerse ricos y de volver a su país en pocos años cargados de oro. Les engañaron «como a chinos», ya que una quinta parte de ellos morían durante la travesía y el resto terminaban sus días con los huesos desgastados, igual de pobres que siempre y lejos de su familia. Más difícil de rastrear es la expresión «te ha tocado la china», pero hay quien asegura[9] que se acuñó también en Cuba, en la primera mitad del siglo XX, cuando empezaron a llegar, procedentes de California, comerciantes asiáticos con suficiente dinero para poner en marcha pequeños negocios. Su primer «monocultivo» fueron las lavanderías y planchas de carbón, de suerte que los nativos que se dedicaban a dicho negocio rezaban por no ver doblar la esquina a una familia china con intenciones de instalarse. Al que le «tocaba la china» estaba condenado a la ruina y lo más sensato que podía hacer era cambiar de oficio.

Avanzamos en el tiempo y regresamos al otro lado del Atlántico, a la España de la crisis. Tiendas abiertas quince horas al día, seis o siete días a la semana, que no cierran a la hora de comer y en las que se puede encontrar cualquier producto imaginable. Lo que para muchos consumidores españoles es una bendición, para miles de pequeños comerciantes es la puntilla definitiva. Al afrontar el tema, las asociaciones de comercio de las grandes ciudades, de Madrid, Valencia o Barcelona, echan mano de un discurso políticamente correcto. Hay que viajar a las pequeñas provincias para oír sin eufemismos lo que piensan quienes están viendo cómo se hunde el negocio familiar mientras prosperan las tiendas chinas.

La presidenta de la Asociación de Comerciantes de Guadalajara, Rosa María Alonso, nos recibe en su tienda de moda y complementos, situada en una perpendicular a la calle Virgen del Amparo, uno de los ejes comerciales de la ciudad. Durante los mejores años de la economía española resultaba complicado encontrar en esta zona un local libre. Los escaparates, que antes se renovaban con cierta frecuencia, ya solo se cambian para colocar carteles de «liquidación» y «traspaso». La crisis se ha llevado por delante a muchos, ahogados por la falta de crédito y de clientela. Entre los que sobreviven, la mayoría están con el agua al cuello. Y aunque los negocios chinos no son inmunes del todo, resisten mucho mejor que el resto.

A los pocos segundos de sacar el tema, Rosa María deja claro su punto de vista. «Competir con los chinos es imposible y nos están matando». Después dibuja un panorama fundamentado en lo que ve cada día y aliñado por su imaginación.

Algunos cumplen horarios, otros no. El problema es que tienen gente trabajando solo por comida. No les pagan. Son esclavos. En esta calle hay uno que tiene ocho chicas trabajando y viviendo en el mismo piso. Los chinos nos van a absorber a todos en dos días. Tienen un jefe que viene en BMW, que supongo que es el dueño. Él no sé a qué se dedica, pero otros llevan sus negocios. Los tenemos aquí, vemos todos los días que hacen cosas raras. Son grandes fabricantes de porquería. Hemos luchado mucho por mejorar el comercio y ahora estamos volviendo a la situación de hace veinte años. Exigimos protección de las autoridades.

Como la mayoría de los comerciantes, Rosa María se da cuenta de que los inmigrantes chinos no son el único problema. Los grandes centros comerciales abiertos en las afueras de la ciudad son, por el contrario, los que atraen a la mayoría de la clientela que ellos han perdido. En realidad, si los chinos sufren la crisis menos que el resto es porque han encontrado una manera de sobrevivir al acoso de las grandes superficies: con productos muy baratos, horarios de apertura extendidos y poniendo a trabajar a toda la familia, a menudo incumpliendo la normativa. «Hacen competencia desleal. Tienen muchas ventajas respecto a nosotros».

La conversación nos conduce a una afirmación tan inquietante como extendida: los chinos no pagan impuestos gracias a un misterioso convenio, un acuerdo que les exime de tal responsabilidad. ¿Es esto cierto? La idea, escuchada en bares, despachos, oficinas, aeropuertos, en la cola del supermercado, e incluso en sedes diplomáticas, es una de esas leyendas urbanas que solo pueden atribuirse a una comunidad cuyo halo de misterio cementa cualquier acusación. Y, a fuerza de repetirse, ha arraigado en la sociedad española. Lo cierto es que el Ministerio de Hacienda, el de Exteriores, el del Interior, incluso los cuerpos de policía, desmienten que haya ventaja fiscal alguna para los chinos. Para terminar de convencernos, fuimos en busca de un documento palpable con el cual demostrar que es falso. La encontramos en el despacho de Javier Junquera, socio de Orient Consulting, una de las mayores consultoras de Madrid especializadas en clientela china.

En estas carpetas están sus declaraciones. El que tenga dudas sobre su autenticidad que vaya a Hacienda y pida sus expedientes. Nosotros hacemos la declaración de cientos de empresas de chinos. Digo empresas de chinos y no empresas chinas porque no lo son. Son empresas españolas gestionadas por inmigrantes chinos, porque así están dadas de alta, todo domiciliado en España. Es como cualquier otra empresa. No hay nada diferente. La verdad, no hay mucho más que decir al respecto.

La ley no está de su parte y, excepto corruptelas puntuales, los inspectores que se encargan de velar por ella tampoco. Más bien lo contrario: la sensación es que a los inmigrantes chinos se les exige y vigila con un poco más de celo que al resto. Otra cosa es que muchos consigan burlar los controles, evadan impuestos y se salten la normativa vigente. A veces por desconocimiento de las normas. Otras, por su forma de entender los negocios. Junquera, que los conoce desde hace tiempo, no hace esfuerzos por ocultarlo.

No entienden la obsesión por las normas que tenemos aquí. Hay que insistirles, ir detrás de ellos para que paguen licencias, para que coloquen los carteles que se les piden y respeten las normas. A veces se arriesgan por no gastarse los cuatro duros que cuesta un extintor, por ejemplo. O porque no quieren perder tiempo en lo que para ellos son tonterías.

Diferentes fuentes policiales coincidieron, sin excepción, en que los negocios regentados por chinos cometen infracciones con más frecuencia que los españoles, una impresión que se consolidó después de varias operaciones lanzadas en 2012 durante las que se detectaron ingentes cantidades de facturación en negro.

Definitivamente, son muy tramposos. Nos encontramos constantemente casos de faltas. ¿Por ejemplo? Gente que acaba de comprarse un chalet de cinco millones de euros y que no da de alta a los trabajadores y evade todos los impuestos que puede. Son muy mentirosos y se inventan un montón de historias para justificarse, pero facturan un montón en negro y no cumplen.

Los comerciantes de Zhejiang llevan siglos acostumbrados a burlar la autoridad y a estirar la ley para salir adelante con sus negocios. Y quizá España no es el mejor sitio para que fortalezcan su civismo y se convenzan de los beneficios de una sociedad donde todos pagan religiosamente sus impuestos. Probablemente podrían aprenderlo en Alemania o en Suecia, pero difícilmente en el país de la Unión Europea que más billetes de quinientos euros acumula, con una economía sumergida que supone el 20 por ciento del PIB[10], donde miles de inmigrantes ilegales encontraron trabajo en los años de vacas gordas y en el que empresas que cotizan en bolsa mantienen ejércitos de becarios que renuevan contrato tras contrato por salarios que son la mitad del sueldo mínimo interprofesional. Tampoco hay datos disponibles para juzgar si los chinos evaden por encima o por debajo de la media y lo más que se puede aportar al debate son las impresiones y opiniones de quienes les abren expedientes.

Mi impresión es que aquí evade el que puede y en eso la cultura china no es tan diferente a la nuestra. Lo que pasa es que los chinos quizá lo tienen más fácil. Lo que quiero decir es que es más difícil pillarlos. Primero porque sus redes de financiación son informales, por los préstamos familiares en lugar de bancos. Segundo porque son empresas familiares donde todo queda en casa. Y tercero porque el rastro es más complicado de seguir.

Desde la perspectiva de las ciencias sociales, expertos como Gladys Nieto, profesora de la Universidad Autónoma, relacionan la relajación de las normas propia de los pueblos mediterráneos con el hecho de que las dos principales comunidades inmigrantes chinas de Europa se encuentren en Italia y España, en ese orden. «En España y en Italia ha habido más regularizaciones, es más fácil trabajar sin papeles y la economía sumergida está mucho más extendida. Yo creo que son factores que explican también su asentamiento».

Otros testimonios reafirman esa impresión. Algunos inmigrantes chinos, en un arrebato de orgullo cuando sienten que les miran por encima del hombro, insisten en que no acudieron a España por la riqueza del país, el sol, las tapas y el fútbol, sino porque en países «más serios» y «modernos» como Alemania, Francia, Austria o Suiza les resultaba complicado instalarse.

En el caso de los horarios y de las costumbres laborales, la policía también confirma que los negocios chinos infringen las normas más a menudo que el resto. Y, aunque ha mejorado mucho en los últimos años y las altas a la Seguridad Social se han multiplicado, siguen saltándose los horarios establecidos, ponen a trabajar a sus hijos menores y dejan parientes y amigos a cargo del negocio durante días, sin un contrato de trabajo ni un papel de por medio. Quienes disponen de varios empleados a veces colocan de cara al público a los trabajadores contratados y mantienen al resto en la sombra.

Hemos encontrado casos en los que tienen dos contratos y los presentan alternativamente para justificar a cuatro trabajadores. Como no es fácil distinguir entre un chino y otro, a veces nos engañan y nos creemos que es el mismo. A su favor hay que decir que cuando son sancionados, casi siempre pagan la multa. Son precavidos y creo que con el tiempo están mejorando. Normalmente, los que llevan más años intentan entrar en el sistema.

Una de las secciones más consultadas de los diarios chinos que se editan en España son los anuncios por palabras. A pesar de la crisis, en ellos se pueden encontrar todavía bastantes ofertas de trabajo. Llamando a decenas de estos números, encontramos algunas constantes. La primera: todos los empleadores exigen papeles de residencia en regla y permiso de trabajo, alegando que la policía es cada vez más estricta y admitiendo que con la crisis pueden permitirse el lujo de elegir. La segunda: los sueldos no son inferiores a los de las empresas españolas. Un bazar de Barajas ofrecía setecientos cincuenta euros al mes, alojamiento en piso compartido y comida por seis días de trabajo a la semana. Mientras, una tienda de Pamplona estaba dispuesta a pagar hasta mil cien euros por atender clientes en horario comercial y ayudar en el almacén. En varios restaurantes situados en Fuenlabrada, Barcelona y Zaragoza nos ofrecieron entre novecientos y mil cuatrocientos euros por diez horas de trabajo, comidas y cenas incluidas, para los puestos de camarero y cocinero, dependiendo del nivel de español y la habilidad en la cocina. Uno de ellos incluía también alojamiento en piso compartido descontando ciento cincuenta euros del sueldo. Nadie nos ofreció trabajar en negro. Una última constante es que todos los propietarios consultados se negaron en redondo a contratar españoles, aunque se declarasen capaces de hablar chino. Algunos, como la propietaria de un restaurante de Barcelona, lo hicieron con una sinceridad sorprendente.

No, no, no queremos contratar españoles. Lo hemos probado en el pasado y los extranjeros son problemáticos y se quejan mucho. Están unos meses y se van. Siempre preferimos chinos porque si tenemos un problema nos entendemos mejor con ellos. Con los españoles siempre hay problemas que no se resuelven fácilmente. Se ponen enfermos y no vienen a trabajar, o se cansan. Lo siento, pero nada de españoles.

El suegro de Susana Zheng pasa casi todas las tardes sentado en la penumbra, en la trastienda del negocio de su hijo. Está en España porque no le queda más remedio, pero no se siente cómodo fuera de China y menos en una gran ciudad como Madrid, tan alejado de las montañas verdes de Qingtian y rodeado de cosas que no entiende. Por ejemplo, se morirá sin terminar de comprender para qué sirve un banco. Entregar los ahorros de toda la vida a cambio de un trozo de papel le parece una auténtica locura. ¿Aval? ¿Ley? ¿Garantías? ¿Y por qué fiarse? El anciano creció en un mundo en el que incluso las instituciones y los hombres más respetables podían desaparecer o ser aplastados de la noche a la mañana. A su juicio, el único sitio medianamente seguro en el que ocultar los billetes es la lámpara, el falso techo, el colchón o las baldosas de la terraza. Su hijo lo ve ya de otra manera y ha convertido en anécdota la actitud de su padre.

Mi padre nunca se fió de los bancos en China, así que tampoco de los bancos españoles. Cuando entraba allí no entendía nada de lo que le decían, ni podía leer su propia cartilla. Tenía una cuenta abierta por obligación, para los trámites de la tienda, pero nuestros ahorros nunca estaban ahí. Los campesinos chinos prefieren tener el dinero en mano.

La naturalidad con la que manejan dinero en efectivo es algo que suele llamar la atención y levantar sospechas, en ocasiones fundadas. Quienes llevan tiempo haciendo tratos con inmigrantes chinos atesoran unas cuantas anécdotas al respecto. Hay quien al recibir un maletín con fajos de billetes de quinientos euros se sintió en una película de Scorsese. O quien corrió a casa abrazado a una mochila a reventar de billetes encartados. Y quien admite haber dado un respingo al echar un vistazo dentro de una bolsa de basura con la que le saldaron la deuda de un traspaso. Fardos de diez mil euros en billetes de cien o de quinientos, casi siempre sujetados con gomas o envueltos en papel. La policía de los barrios donde viven las principales comunidades chinas también alimenta su propio anecdotario.

Hubo un accidente entre un conductor chino y otro español. El español nos llamó y cuando llegamos nos enteramos de que el chino no tenía seguro a terceros. En cambio, llevaba un enorme fajo de billetes. Quería pagar allí mismo y no entendía que nosotros exigiésemos una póliza. Estaba desconcertado. ¿Para qué seguir discutiendo si podía pagar en efectivo e inmediatamente?

El manejo de efectivo es uno de los tópicos menos fabulados sobre la comunidad china, aunque las cosas están cambiando. Las nuevas generaciones utilizan los bancos más que sus padres y muchas sucursales en toda España han empezado a contratar personal capaz de comunicarse en mandarín para atraerlos. Uno de estos empleados de banca, chino de segunda generación, me aseguró que en las entidades españolas el cliente asiático ha ganado fama de modélico.

Son muy puntuales y cumplidores, devuelven siempre y con rapidez lo que deben. El índice de morosidad es bajísimo. De hecho, en algunas sucursales el pasaporte chino es una ventaja a la hora de pedir un crédito. En mi sucursal tenemos mil cuatrocientos clientes chinos, la mayoría jóvenes.

Más que una adaptación a las costumbres españolas, este cambio de mentalidad es un reflejo de lo que está pasando en su país de origen, donde cada vez más familias disponen de una cuenta bancaria, algo que ni siquiera era posible para la mayoría en los años setenta. En 2011 estaban ya bancarizados un 64 por ciento de los chinos mayores de quince años, un porcentaje inferior a la media europea pero que supera el de países como Rumanía. Llevados en volandas por el auge económico, los bancos del gigante asiático están en plena expansión. No solo en su país, sino en todo el mundo. El primero en llegar a España fue el Industrial and Commercial Bank of China (ICBC), el más grande del mundo[11]. Se estrenó con una oficina en pleno Paseo de Recoletos de Madrid, abierta en enero de 2011, en la que una de las apuestas estrella era, precisamente, atraer a los inmigrantes chinos instalados en España ofreciendo atención en mandarín, ventajas para operar con China y facilidades para mover el dinero entre un país y otro.

Barreras culturales aparte, algunos comerciantes y empresarios tienen motivos para no pasar por el banco. El primero está relacionado con la propia arquitectura de su economía comunitaria, engrasada con préstamos informales y familiares, deudas que se saldan con años de trabajo y trueques financieros. Actividades, todas ellas, en las que el rastro de la contabilidad puede resultar un engorro innecesario.

Son los propios asesores los que les recomiendan que no utilicen demasiado los bancos para así evitar problemas. Un caso claro son los préstamos familiares. En una semana se pueden recibir doscientos mil euros de cuatro parientes diferentes. Si se hiciera a través de un banco serían transferencias de cincuenta mil euros cada una. ¿Cómo justificas eso? Puede ser un problema.

Otros chinos tienen motivos más turbios para mantenerse al margen de los bancos españoles y aún más de Hacienda. Quienes les asesoran admiten que trabajan a menudo sin facturas, generando grandes cantidades de dinero negro. En el proceso de importación, por ejemplo, es relativamente común fraccionar dos pagos: uno con factura, en el que se declara lo mismo que a la aduana, y otro en negro, donde se liquida el resto, un porcentaje bajo cuerda para ahorrarse el IVA y los aranceles correspondientes.

Las escenas de inmigrantes asiáticos con el cuerpo forrado de billetes de quinientos euros son recurrentes en las aduanas de los aeropuertos españoles. Se trata de burlar una ley que prohíbe entrar o salir de la Unión Europea con más de 9999 euros en efectivo para evitar la huida de capital sin pasar por caja. Este trasiego de billetes, que se llevaba años investigando, quedó al descubierto en octubre de 2012 durante la famosa Operación Emperador. Las dimensiones de la trama superaron las expectativas más alarmistas. Se calcula que la organización había conseguido sacar de España más de mil millones de euros en cuatro años, una cifra equiparable al presupuesto anual de la Justicia española[12]. Una buena parte del dinero salía en coches y furgonetas, donde escondían los fajos de billetes en los depósitos de gasolina e incluso en el maletero. Una vez fuera de España, llegaban a los puertos de países como Portugal e Italia y desde allí se embarcaban en contenedores rumbo a China. El primer hilo del que tiró la policía para desmadejar la trama deja en evidencia la mentalidad de muchos infractores. Fue un empresario chino quien acudió a comisaría para denunciar que le habían robado un camión en el que, según acabó reconociendo, transportaba varios millones de euros en metálico que se dirigían al puerto de Barcelona.

Trasladar los ahorros a China es una actividad que no siempre se lleva a cabo a través del crimen organizado. De hecho, es tan común que algunas familias planifican su calendario anual y sus vacaciones en torno a ello. Según una encuesta realizada en Madrid por la organización remesas.org, los chinos son la comunidad inmigrante con más propensión a enviar dinero a su país y una de las que mejor se organiza, realizando pocas transacciones al año pero de grandes cantidades. El 14 por ciento de los interrogados no tuvieron problemas en admitir que utilizan «mecanismos informales», como acarrear el dinero personalmente o mediante amigos. El resto aseguraron decantarse por las transferencias bancarias en lugar de confiar en las empresas especializadas en remesas, como MoneyGram, a las que suelen recurrir masivamente otros colectivos. China es, de hecho, el primer destino de remesas del mundo.

Volar con dinero encima, a menudo más del permitido, es tan común que los trabajadores de las agencias de viajes chinas instaladas en España tienen prohibido revelar los nombres de sus clientes o los detalles de sus reservas. Cuando se realizan por teléfono, los vendedores saben que cualquier discreción es poca y evitan pronunciar nombres propios en presencia de otras personas. Lo que se trata de evitar con tanto secretismo es que el resto de la comunidad se entere de quién está a punto de emprender un viaje de vuelta a casa. «Si se sabe que estás organizando un viaje a China, es más probable que te roben, ya que la mayoría preparamos cantidades de efectivo antes de marcharnos. El chivatazo lo puede dar cualquiera, por ejemplo un competidor. Además, al ocultar el viaje evitamos que familiares, amigos o conocidos nos den dinero para llevárselo a sus parientes. Eso puede ser un problema, a una prima mía le robaron diez mil euros que le dio una amiga suya para llevar a China y tuvo que poner la mitad de su dinero».

Con la esperanza de evitar robos y problemas con las autoridades, en algunos países europeos la comunidad china ha llegado a crear auténticos bancos informales. Aunque existen muchos rumores, no se ha podido demostrar la existencia de ninguno en España. Sí se pudo documentar con detalle en Milán, donde en 2005 la Guarda di Finanza encontró doscientos veinte mil euros en contante y casi mil cartillas de clientes hechas a mano en una caja de ahorros irregular que, según cálculos policiales, estaba moviendo al año decenas de millones de euros[13].

El viaje en metálico tampoco concluye cuando el dinero entra en China, ya que el yuan no está en el mercado de divisas y existen restricciones. Tanto extranjeros como nacionales tienen prohibido cambiar más de cincuenta mil dólares al año. Cuando se trata de cifras asumibles, el problema se solventa repartiendo la cantidad entre familiares y amigos. Pero si hay de por medio más de cuatro ceros, puede ser necesario recurrir a prácticas más sofisticadas. Por ejemplo, convirtiendo el efectivo en inversiones de capital, utilizando negocios tapadera para blanquearlo o tirando de contactos en la administración o el sector bancario, algo que no resulta complicado en un país que presenta un elevadísimo índice de corrupción según Transparencia Internacional[14]. Son prácticas a las que también acuden, de manera periódica, los empresarios extranjeros, que sufren las mismas limitaciones en el cambio de divisas. Un español instalado en Pekín me lo describía así:

La primera vez fui a una sede del Banco de China con una persona que me dijeron que era de total confianza. Allí rellené una orden de transferencia desde mi cuenta hasta la suya. Antes de firmar el papel, me llevaron a un apartado y me dieron un maletín con el equivalente en yuanes, menos la comisión. Y una vez que di mi conformidad, me pidieron que firmase la transferencia y me marché. Volví a mi oficina con el maletín cargado de dinero y casi se me sale el corazón por la boca.

Aún hay otra manera de enviar el dinero sin tener que pasar por la taquilla de Hacienda o el registro de los bancos: el llamado «dinero volador». Es un tipo de transferencia informal que se utiliza en muchos otros países (los árabes, por ejemplo, lo llaman hawala) aunque los historiadores creen que su origen se encuentra en las comunidades chinas establecidas en el sudeste asiático. Se trata de algo tan sencillo como pagar en euros en España y recibir el dinero en yuanes en China. Para ello hace falta un intermediario que tenga suficiente dinero en ambos países para encargarse de ello y que esté dispuesto a arriesgarlo a cambio de una comisión. Una vez más, no hay garantías legales ni nada firmado. Durante las investigaciones de la Operación Emperador se demostró que cerca de doscientos evasores españoles, algunos de perfil empresarial muy alto[15], estaban participando y beneficiándose de las rutas del «dinero volador». La organización criminal china les ofrecía dinero en efectivo, o les liquidaba facturas ficticias, a cambio de un ingreso en una cuenta china desde un paraíso fiscal. Todos salían ganando, excepto la Hacienda española.

Aunque las excepciones son muchas, existen tres motivaciones principales por las que los empresarios chinos deciden sacar su dinero de España y enviarlo a China. Para los importadores que cometen fraude en las aduanas es la única manera de pagar a los fabricantes de la mercancía que han introducido irregularmente en Europa. También lo necesitan quienes proyectan su futuro y su jubilación en su tierra natal, adonde la mayoría tienen planeado volver algún día. Finalmente, muchos entienden que las oportunidades de inversión en sectores como el inmobiliario son mucho más atractivas en un país que lleva tres décadas creciendo en torno al 10 por ciento anual que en Europa.

Tras comentar todos los casos, el marido de Susana Zheng reconoce que él tampoco ha utilizado demasiado los bancos españoles, aunque su mentalidad y sus motivos sean sensiblemente diferentes a los de su padre.

Los primeros años ahorré para abrir mi tienda, luego llegaron muchos gastos y tuve que pagar deudas. Cuando empecé a ahorrar, había oportunidad de invertir comprando un piso en Qingtian. Luego he ido entrando en otros negocios, cosas muy pequeñas pero con rentabilidades que ningún banco me va a dar en España. Así que al final en Madrid tengo lo justo para manejarme el día a día. Los bancos españoles yo no los he usado mucho.

A You Zhou se le humedecen los ojos cuando recuerda la escena. Visualiza el cadáver de su padre, colgado de una viga en el almacén del restaurante. Además de cargar con el peso de la tragedia, este chaval de diecinueve años y su madre tuvieron que asumir una deuda que ronda el millón de euros. El muchacho, que quería ser abogado, renunció a ir a la universidad, y justo después del funeral se puso al frente del negocio familiar, un wok localizado en Esplugues de Llobregat en el que por menos de diez euros se puede comer hasta reventar, escogiendo entre decenas de platos. La calidad de los guisos, fritos y salteados no es mala. Se ofrecen en bandejas de metal en un salón diáfano, con los muebles recién estrenados y donde trabajan varios cocineros y camareros que visten un uniforme impoluto y planchado. Lo que no hay es demasiados clientes. No ha ayudado la publicidad que recibió el local en abril de 2011, cuando la familia You se convirtió en protagonista de todas las secciones de sucesos de Cataluña.

Los problemas empezaron un año antes. El padre de You Zhou pidió un préstamo a varios parientes instalados en Brasil y Europa del Este para montar un restaurante. Escogieron un local comercial en un edificio recién construido, un espacio donde los vecinos tenían entendido que iba a inaugurarse un concesionario de coches de alta gama. Cuando supieron que en lugar de autos deportivos se venderían rollitos de primavera, se les vino el mundo abajo. Un restaurante chino como fachada del inmueble, pensaron, hundiría los precios, ya de por sí maltratados por los vaivenes de la crisis. Hicieron todo lo posible por detenerlo, a pesar de que las obras ya estaban avanzadas. El ayuntamiento empezó a exigir papeles y a poner pegas, con una tenacidad que nunca antes habían visto los parientes y amigos de la familia, acostumbrados a abrir tiendas y restaurantes por todo el mundo desde hacía años. Ante tantas trabas, la apertura se retrasó varios meses más de lo previsto y, una vez inaugurado, les hicieron cerrar otras dos veces. Primero denunciando malos olores. Semanas después, alegando que se habían instalado los nuevos sistemas antihumo sin el permiso de la comunidad de vecinos. En total, el negocio se pasó más de un año parado.

El padre de You Zhou decidió quitarse la vida a los cuarenta y siete años, asfixiado por las incesantes trabas burocráticas y el rechazo de los vecinos, angustiado por el peso de la deuda y las presiones para devolverlo y pensando que nunca conseguiría sacar adelante su negocio y a su familia. En respuesta, varias asociaciones de chinos en Cataluña montaron una manifestación a las puertas del edificio, acusando de racismo al ayuntamiento y a los vecinos. Una protesta que tuvo un amplio eco mediático.

En una mesa del restaurante, inclinado sobre un vaso de agua, You Zhou me relató a trompicones su versión de los hechos.

El ayuntamiento hizo las pruebas y no había ningún olor. El informe decía que los olores más fuertes procedían del patio interior, de las cocinas de los pisos de la gente, no del restaurante. Los vecinos simplemente no querían un restaurante chino aquí. En el edificio hay dos personas que trabajan en el ayuntamiento y nos han hecho la vida imposible desde dentro. Incluso después del suicidio de mi padre han seguido denunciando. De todos modos, lo que queremos ahora es seguir adelante, olvidarlo y cumplir el sueño del restaurante. No queremos más problemas, solo que nos dejen trabajar de una vez. No tenemos ninguna intención de irnos, ni de enfrentarnos con nadie. Queremos trabajar.

El caso de Esplugues lleva hasta un extremo dramático las características de los pequeños negocios chinos: montados sobre préstamos, remolcados por toda la familia y protegidos a cualquier precio, con un fanatismo casi religioso. Poniendo su prosperidad material por delante incluso de las desgracias familiares.