«Me da miedo que mi hijo se haga español».
¿Cómo crecen los chinos en España?

Xue Qian tiene problemas para disimular su timidez. La culpa es de su cara plana y redonda, que se enciende como un ascua cada vez que se ve empujado a tomar la palabra. Tiene doce años y vive aún en el limbo de la preadolescencia. Mientras algunos compañeros de pupitre salen al patio pensando en tirar de la goma del sujetador de las niñas, él se entretiene en su mundo interior, donde conviven un puñado de superhéroes japoneses y los amigos que dejó en China, a quienes echa mucho de menos. Hace dos años, antes de abandonar Qingtian, hizo un pacto con ellos. «Les prometí que volvería a verles cada poco tiempo y ellos me prometieron que se acordarían de mí. Tenemos ese trato».

Qian ha aprendido español en tan solo dos cursos, los que lleva matriculado en el colegio Marcelo Usera, un centro público de Madrid en el que más o menos el 90 por ciento de los alumnos son hijos de extranjeros y alrededor del 65 por ciento no tienen pasaporte español. Cada vez que suena el timbre, las escaleras se transforman en un caótico anuncio de Benetton: una tromba de niños de todas las razas, tamaños y colores, atropellándose por los peldaños, empujándose y tirándose del pelo, entre risas y chillidos.

En medio del barullo étnico, Xue Qian no está en minoría: entre un 15 y un 20 por ciento de los alumnos matriculados son chinos. Con todo, él echa de menos su país y cuenta los días que faltan hasta las vacaciones de verano, cuando regresará a la casa de sus abuelos, a China. Allí, lejos de su madre y su padre, transcurrieron sus primeros diez años de vida. Creció en una pequeña granja, rodeado de patos, perros y gallinas. Muchas noches le dejaban quedarse jugando en la calle hasta la hora de irse a dormir.

En España su vida es muy diferente. Aquí se aburre, sobre todo fuera del colegio. Sus padres están todo el día trabajando en el bazar y él deshoja las tardes en el almacén o encerrado en la cocina de casa, cargado de responsabilidades impropias de su edad, cuidando a sus dos hermanas pequeñas y haciendo los deberes.

Cuando cae la noche, el pequeño apartamento donde vive Xue Qian se llena de gente. En oleadas, van llegando sus padres, sus tíos, una prima, un primo… Todos se desploman sobre los colchones, agotados. Después se apaga la luz y él y sus hermanos tienen que guardar silencio absoluto para no molestar a los mayores.

La escuela es lo que menos le preocupa. Como el resto de sus compañeros chinos, una vez aprendido el idioma, no ha tenido ningún problema en seguir las clases. De hecho, algunas asignaturas, como las matemáticas, son especialmente fáciles. Casi todos los problemas que le plantean en la pizarra, él aprendió a resolverlos antes de marcharse de China, donde el temario avanza mucho más deprisa que en España.

Xue Qian relata su vida en frases breves y directas, con respuestas concretas y sin rodeos. Y cuando entiende que la reunión ha acabado, pide permiso con la mirada para marcharse. El director del centro, Fernando Jaesuria, espera a que el niño salga del despacho para retomar la conversación.

Como te decía, estos niños chinos en general son muy buenos estudiantes. Sobre todo las chicas. Los cuadernos los tienen siempre limpitos y muy ordenados. Dibujan muy bien y en matemáticas son especiales. Resuelven los problemas antes de que se los explique el profesor. Si entienden el enunciado, lo hacen automáticamente. No sé cómo lo consiguen ni cuál es el mecanismo. Desde luego no tienen el desfase curricular de otros inmigrantes. También son muy disciplinados. Les cuesta mucho aprender el idioma, mucho más que al resto, eso sí. Y les gusta estar mucho entre ellos, aislados, sobre todo cuando llegan con más de diez años.

Pese a provenir en su mayoría de ambientes rurales y clases sociales bajas, los hijos de los inmigrantes chinos no plantean problemas en las escuelas españolas. Los que fracasan lo hacen en silencio, lastrados por la barrera idiomática y cultural, por el desarraigo, o por la propia actitud de sus padres, que a menudo no tienen demasiado tiempo que dedicarles, los dejan solos todas las tardes o les obligan a trabajar en las tiendas[1]. «Incluso aquellos que parecen desatendidos, tienen mucha disciplina. Se ve que son muy estrictos en casa».

Las pocas quejas que expone el director Jaesuria con su alumnado asiático van encaminadas a los padres.

A algunos los traen sucios, con la misma ropa día tras día o con el pijama por debajo. Les deben de decir a los niños que no cuenten nada porque no son espontáneos, no se fían y casi nunca se abren, ni explican lo que se hace en casa. A las reuniones de padres pocos acuden y no podemos comunicarnos porque no saben español. Hay chinos más integrados y con más dinero, pero esos no quieren saber nada de la educación pública y llevan a sus hijos a colegios privados buenos, a Pozuelo y sitios así, donde pagan hasta seiscientos o setecientos euros al mes. A esos no los vemos por aquí.

A Juana Giménez, profesora de enlace del colegio, le llama mucho la atención lo parcos en gestos cariñosos que son sus alumnos orientales y la aversión que muestran al contacto físico.

En los juegos o los bailes, les da mucha vergüenza tocarse con otros niños. Se nota que no están acostumbrados. Yo les pregunto si sus madres les dan besos y siempre me dicen que no.

Sucede que los hijos de los inmigrantes chinos reciben en casa una educación muy diferente a la que se imparte en las escuelas españolas, un choque cultural que va de lo anecdótico a lo esencial y del que se lleva tiempo hablando en países occidentales con comunidades chinas más asentadas. En Estados Unidos, el debate se convirtió incluso en best seller en 2011, cuando Amy Chua, una abogada chino-americana graduada en Yale y casada con un judío, narró su experiencia como madre, exponiendo las diferencias entre la educación china y la occidental. En su libro Himno de batalla de la mamá tigre, dice cosas como estas: «Cuando los padres occidentales creen que están siendo estrictos con sus hijos, ni siquiera se acercan a las madres chinas».

Un estudiante americano con un notable, o incluso con un aprobado, es premiado. Si un estudiante chino saca un notable, algo que podría no ocurrir nunca, en su casa habrá primero un grito, después una explosión de lágrimas. Inmediatamente, la madre china, devastada, cogerá cientos de ejercicios y trabajará con su hijo incansablemente hasta que esté preparado para el sobresaliente.

Aquí (en Estados Unidos) están preocupados por la «psique» de sus niños. Los chinos no. Ellos prefieren entrenarlos en ser más fuertes, no en la fragilidad, y por ello se comportan de manera diferente.

El libro, que narra algunas prácticas educativas que rayan en la tortura, desató una fuerte polémica que salpicó las dos orillas del Atlántico a principios de 2011, un escándalo que se le escapó de las manos a la propia autora, como ella misma me explicó. La comunidad pedagógica estadounidense reaccionó dividida. En los debates, los defensores del modelo educativo oriental hablaban de resultados y expedientes académicos, destacando que la asiática es la comunidad que más prospera y mejores notas saca en el melting pot. Un informe del Pew Research Center sobre las minorías asiáticas en Estados Unidos publicado en junio de 2012[2] concluía lo siguiente:

En una economía que, cada vez más, se apoya en trabajadores altamente cualificados, los asiáticos son los mejor educados, los que más dinero ganan y los que más rápido crecen en el país.

El capítulo reservado a los chinos recogía cifras aún más contundentes. Reflejaba, por ejemplo, que un 51 por ciento de los chino-americanos mayores de veinticinco años tienen un título universitario, porcentaje muy superior a la media (28 por ciento). También se situaban por encima en ingresos brutos por trabajador, superando los cincuenta mil dólares anuales, un 20 por ciento más que el estadounidense medio. No solo ocurre en Estados Unidos. Los centros educativos chinos, surcoreanos y japoneses escalan peldaños en las clasificaciones año tras año, encabezando ya muchos rankings de ciencias y matemáticas[3].

Los detractores del modelo educativo asiático anteponen otros datos y razonamientos, como la alta tasa de suicidios entre adolescentes[4], que en China es la primera causa de defunción entre los 15 y los treinta y cuatro años, o sus problemas para desarrollar la creatividad y las habilidades sociales.

También es cierto que la experiencia que narra Amy Chua se enmarca en un entorno elitista y muy diferente al de los hijos de los inmigrantes de Zhejiang que se desloman de sol a sol en tiendecillas, restaurantes y bazares en España. Durante las primeras oleadas, de hecho, muchos de ellos empujaron a sus hijos a aprender el negocio familiar en lugar de «perder el tiempo» en las escuelas. Con todo, el caso de la «madre tigre» ilustra esa vía del sacrificio, de la repetición, la obediencia y la represión de las «debilidades emocionales» sobre las que se sustenta todavía hoy la educación infantil en China, a pesar de que la sociedad está cambiando a una velocidad pasmosa y de que cualquier generalización es arriesgada en el país más poblado del mundo.

En Pekín encontré algunos ejemplos extremos, como el de Tian Tian, un niño de once años al que sus padres habían convertido en un autómata somnoliento e infeliz, sometiéndolo a cuatro horas de clases particulares cada día después de la escuela, más otras cuatro en casa haciendo deberes. Los fines de semana participaba en aulas de refuerzo y clases de idiomas con profesores nativos, quedándole menos de cuatro horas libres en total. El pequeño, que se encerraba en el servicio para descansar cuando veía la oportunidad, confesó a su profesora de inglés que el mejor momento del día llegaba a la hora de irse a dormir, cuando por fin se acurrucaba en solitario sin que nadie le persiguiera imponiéndole obligaciones lectivas.

Wang Jintang, un prestigioso pedagogo chino con quien pasé una tarde tomando té y hablando de ello, opina que el fondo de la cuestión radica en las «prioridades vitales» que establecen una y otra cultura.

En los países orientales hay mucha gente y por lo tanto mucha competencia. La educación y la disciplina lo son todo. Nuestra mentalidad considera que lo más importante no es la felicidad inmediata o la alegría diaria o espontánea, sino el proyecto a largo plazo que solo genera satisfacción cuando hay éxito, que mejora el nivel de vida, aumenta la reputación y la riqueza familiar. El descanso y el ocio hay que ganárselo. Por eso la jubilación es la edad dorada de los chinos, cuando nos permitimos, por fin, dedicarnos a lo que nos apetece.

Desde que llegó a España con cinco años, procedente de Wenzhou, Ma Haikan ha sido educada entre dos culturas. En casa, la rígida disciplina china. Fuera, la sociedad española, con su amor por lo espontáneo, sus horarios flexibles y su laxo sistema educativo. La conozco en el instituto Pío Baroja de Usera, el que más alumnos chinos escolariza de todo Madrid. Tiene dieciséis años y un buen expediente académico. Viste un jersey claro y unos vaqueros, y se sienta cruzando las piernas, muy recatada. Su único símbolo de rebeldía adolescente son unas mechas rubias. Su historia familiar no tiene nada de especial: sus padres regentaron durante años la típica bodega de frutos secos y, con el tiempo, consiguieron ahorrar para abrir una tienda de ropa.

Mis padres quieren que estudie en la universidad y me presionan para que saque buenas notas porque dicen que la vida en la tienda es dura. Pero si no saco buenas notas, me han dicho que tengo que dedicarme a llevar mi propia tienda. Yo eso no quiero hacerlo.

Sus profesores la consideran un ejemplo de integración, ya que Haikan tiene más amigas españolas que chinas en el instituto. Parece una chica responsable.

Por las noches no salgo nunca. Bueno, a veces voy al parque antes de cenar. Mis padres no me dejarían nunca ir a un bar, ni a un botellón, pero es que a mí tampoco me gusta, es una pérdida de tiempo, no tengo curiosidad por ir.

El director del instituto, José Antonio Martínez, confirma la impresión. Los ciento treinta alumnos de familias chinas matriculados en el centro no dan problemas, y cuando salvan el obstáculo del idioma se convierten en chavales tranquilos y buenos estudiantes.

El único gran impedimento al escolarizarlos es que muchos vienen sin saber español y nadie nos pone traductores. Tiene que ser una tortura para ellos estar sentados en clase seis horas sin entender nada. Pero no son problemáticos. Al revés, son cariñosos. Tienen un enorme respeto por los profesores, a diferencia de los españoles. Y sacan buenas notas. En matemáticas son muy buenos.

En el Pío Baroja, los alumnos extranjeros suponen más del 50 por ciento en secundaria, un desafío para el profesorado.

Hemos tenido muchos problemas, de todo tipo. Hace unos años lo peor eran las bandas de latinos, que llegaron a amenazar de manera grave a los profesores. Era una situación muy difícil. Con los niños chinos nunca ha pasado algo así.

Para hablar de integración nos desplazamos hasta otro de los institutos del barrio, el Pradolongo, situado a unas manzanas de distancia del Pío Baroja y donde trabaja Paloma Álvarez, una orientadora que había sido mencionada en entrevistas previas por sus esfuerzos en acercarse a la comunidad china.

No dan problemas en clase, pero es complicado evitar que formen un gueto. Aun cuando conocen el idioma, siguen siendo muy gregarios, sobre todo las chicas. Son muy solidarios entre ellos y nunca olvidan que tienen que ayudarse entre sí. Los padres actúan de manera parecida en las reuniones. Suelen tener una voz unitaria y adoptan estructuras jerárquicas en las que hay uno que actúa claramente como el jefe, el que más dinero tiene, el más instalado o el líder de la comunidad, no lo sé.

Sus habilidades como estudiantes también los diferencia del resto.

El nivel académico de los alumnos chinos suele ser alto, especialmente en matemáticas y ciencias. Suelen preferir estudios relacionados con la economía, las empresas y el dinero. Y les cuesta mucho más estudiar asignaturas como ética, filosofía o lengua. Las abstracciones no les gustan, no las entienden bien. Son mucho más concretos y pragmáticos que nosotros. Cuando la conversación sale de lo concreto, ellos desconectan. Con asuntos como la política, por ejemplo, muestran un desinterés absoluto. A algunos hay que explicarles qué es la derecha y la izquierda y les cuesta entenderlo.

Las conclusiones son parecidas a las obtenidas en países occidentales con comunidades chinas más antiguas, donde se constata que la capacidad de los alumnos asiáticos para aprobar exámenes está por encima de la media, especialmente en asignaturas relacionadas con la ciencia y la economía. En Estados Unidos, algunas universidades[5] han empezado a establecer cuotas raciales o a poner barreras de acceso para evitar que el porcentaje de alumnos asiáticos siga creciendo. Exactamente lo contrario que se hace con otras minorías, como afroamericanos o latinos.

De El Cairo a Los Ángeles, de Belgrado a Buenos Aires, de Sudáfrica a Nueva York, las comunidades chinas suelen establecerse y crecer de espaldas a las sociedades de acogida, una actitud que puede llegar a mantenerse de generación en generación. En las últimas décadas, cientos de estudios han intentado darle una explicación a su falta de interés por integrarse plenamente en la vida del país en el que se enraízan, mucho más acusada que la de otros grupos[6]. Por encima incluso de los rasgos físicos, el aislamiento parece determinado por la reticencia a ceder parcelas de su fortísima identidad cultural. Para que se produzca la asimilación, resulta necesaria una cierta ruptura con la identidad previa, algo que las familias chinas tratan de evitar por todos los medios.

China pertenece, además, al reducidísimo club de países que nunca fueron colonizados por una potencia occidental, más allá de las pequeñas concesiones extranjeras en la costa. Su tradicional aislamiento les ha llevado a desarrollar su civilización al margen, generando diferencias culturales e idiomáticas tan profundas que pueden resultar insalvables no solo para el inmigrante chino instalado en Europa, sino también para el expatriado europeo trasladado a China.

Los inmigrantes chinos en España no son una excepción[7] y disponen de varias herramientas para lograr mantener sus raíces a miles de kilómetros de casa. La más importante de todas es seguramente internet, que les permite mantenerse sumergidos en su cultura, independientemente de dónde se encuentren. También cuentan con el apoyo de su embajada y asociaciones chinas. Estas organizan, entre otras cosas, actividades extraescolares en las que no solo se enseña a comunicarse en mandarín, sino también a comportarse y a «sentirse» chinos[8]: a trabajar la postura de la espalda, a perfeccionar la disciplina, a saludar a los maestros y mimetizar reverencias hacia los símbolos y liturgias de su patria y su gobierno. En estas aulas, las maestras repiten mensajes que los niños repiten en voz alta.

—Además de la ciudad de Pekín y la plaza de Tiananmen, ¿qué más querremos ver cuando vayamos a China?

—¡El alzamiento de la bandera!

—¡Muy bien! ¿Y cómo tenemos que comportarnos durante la ceremonia del alzamiento de la bandera? ¿De pie de cualquier manera, o solemnes y respetuosos? ¡Muy respetuosos! Fijaos en la foto (señalando unos soldados retratados en el libro de texto). Están emocionados en señal de respeto al espíritu nacional.

La arenga finaliza con un saludo militar. «¡Firmes!»[9].

Escenas como esta se repiten todos los fines de semana en decenas de puntos de toda la geografía española. Desde los años noventa, aulas, locales comerciales, iglesias, garajes e incluso casas particulares, se han convertido en escuelas los sábados y los domingos. Los hijos de los inmigrantes participan allí de una vida académica paralela, financiada casi siempre por las asociaciones y en la que adquieren una enorme importancia detalles de la educación confuciana a los que sus profesores españoles no les prestan atención. Algunos niños se rebelan contra ello en diferentes etapas de su vida. Pero la mayoría, con el tiempo, acaban abrazando su identidad china y agradeciendo los esfuerzos que hicieron sus padres por transmitírsela.

La sinóloga Gladys Nieto encontró un ejemplo que subraya esta idea de «educar en la pertenencia a una identidad que supera barreras temporales o geográficas» en un libro de texto utilizado en una de estas escuelas en Barcelona. «La piel amarilla, el cabello y los ojos negros son símbolos legados por nuestros antepasados. Cualquiera que sea el lugar, cualquiera que sea el tiempo que haya pasado, eres siempre descendiente del pueblo chino», puede leerse en el enunciado de un ejercicio.

El amor a la bandera y a los símbolos nacionales son sentimientos que también se fomentan en estos centros, donde se suelen utilizar libros de texto diseñados expresamente por editoriales dependientes del gobierno[10], bajo supervisión de las instituciones encargadas de coordinar a la diáspora. De los huaqiao, o chinos de ultramar, se espera no solo amor incondicional a la patria, sino también una aportación decisiva a su grandeza.

La identidad china acaba imponiéndose también a la hora de formar un hogar. Por una combinación de presiones familiares, afinidades culturales y cuestiones prácticas, la mayoría de los chinos escogen una pareja de su país, incluso de su propio pueblo. A Daniel Ye su madre empezó a sugerírselo a los veintiún años, días después de que este joven llegado a España en plena adolescencia se emancipara, abandonara el negocio de sus padres y abriera el suyo propio. Además de compañía y cariño, necesitaba alguien que le ayudara a llevar la tienda de alimentación, en un pueblo de la periferia de Madrid.

Cuando vives fuera es difícil encontrar una novia, así que mi madre empezó a buscarme una el año pasado. Un familiar lejano, que es de Qingtian como nosotros, nos dijo que un amigo suyo tenía una hija de mi edad que tampoco encontraba pareja. De pequeño, cuando estaba en China, me enfadaba si mi madre me decía que me iba a casar con la hija de algún amigo, pero aquí en España me siento muy solo y me aburro mucho, así que accedí.

Daniel Ye nos reveló que por fin tenía fecha para casarse con la que hoy es su novia, después de un año viéndose cada fin de semana. Cuando le preguntamos si estaba enamorado, le entró una risa nerviosa.

La chica no es muy guapa, pero es muy amable y considerada. Trabaja de camarera. Nunca había conocido una mujer tan simpática conmigo, especialmente porque nos entendemos bien entre nosotros. La primera vez que hablé con ella fue en Q-zone (una especie de Facebook chino) y estuvimos chateando mucho tiempo.

El muchacho, que estudia español en sus escasos ratos libres, asegura que nunca se ha planteado buscar una novia que no sea china.

Hay demasiadas diferencias para entenderse con una española. Su forma de vida, sus costumbres, su manera de hablar y comportarse… Es muy distinto. A mí, siempre que sea china, me da igual en que región haya nacido, pero como mis padres preferían una de Qingtian, hemos tenido que buscarla a través de sus amistades. He tenido suerte de encontrarla aquí. De lo contrario, habría tenido que ir a China a buscarla y eso puede ser un problema, como le pasó a un amigo mío.

Su amigo tiene veinticinco años, se llama Shu Wandga y en Rumanía le conocen como Ioam Shu. Es titular de un currículum romántico desastroso y de un pequeño restaurante chino en Bucarest, donde da trabajo a otros cuatro compatriotas. En una entrevista por chat, se lamentó de dos cosas, en este orden: lo mal que va su negocio y su mala suerte con las mujeres.

No encuentro a nadie. Entro al restaurante a las nueve de la mañana y salgo a las diez de la noche. Casi todo el tiempo lo paso en la cocina y no puedo conocer mujeres dentro del restaurante porque los camareros chinos son hombres y yo no hablo ni una palabra del idioma local. Además, a mí las chicas europeas no me gustan y mi familia nunca aceptaría una esposa que no sea china. Opciones, tengo pocas.

Shu Wanda ha cultivado un tono pesimista para hablar de un asunto que, reconoce, lo tiene angustiado. Su sueño es encontrar una chica de su pueblo, de Qingtian, para poder entenderse con ella en el dialecto local y compartir sus desvelos sin incómodas traducciones.

Mis padres también quieren eso y me están ayudando a buscar candidatas. Han preguntando a muchos parientes. Desde que abrí el restaurante he ido tres veces a China a buscar novia, pero al final las cosas no salen bien. La última vez estuve chateando con una chica medio año. Era guapa, nos caíamos bien y nuestras familias estaban de acuerdo, pero luego la conocí en Qingtian y decidimos que no estábamos bien como novios, no éramos compatibles. Cuando vaya este verano al pueblo cenaré con otra chica que me va a presentar mi madre. ¿Qué espero? No creo que vaya a salir bien. No tengo suerte con las chicas.

Jorge Li va dejando un rastro a perfume por las calles de Usera. Su pelo, cuidadosamente engominado, brilla bajo el sol con la misma intensidad que sus zapatos de piel, de punteras alargadas. Camina y refunfuña. Su jefe le ha pedido que me acompañe para facilitarme la entrada a la casa de una familia que desconfía de los españoles. De camino, va respondiendo con manifiesto desinterés a mis preguntas. Hasta que, de pronto, se le ocurre algo que le ilumina la cara y que me propone con un tono de voz infantil. «Si quieres hablar en tu libro de un chino gay, me puedes entrevistar a mí».

A Jorge me lo habían presentado apenas una hora antes en las oficinas de Bafre, una inmobiliaria de Madrid especializada en las exigencias del cliente chino. Fue precisamente el dueño de la empresa, Ángel Fang, quien insistió en que conociera a su recepcionista para que entendiera lo que, según su propio criterio, es un ejemplo de chino bien integrado en la cultura española.

Algunos de los que han crecido aquí acaban teniendo mentalidad española, como Jorge. Quieren un trabajo fijo para no tener que preocuparse más, que les paguen su sueldo a final de mes y el resto del tiempo a pasárselo bien, comprarse ropa y salir por ahí. No tiene planes de prosperar y hacer negocios. Es como la mayoría de los españoles.

La homosexualidad, todavía un fuerte tabú en casi toda China, parece encajar, a ojos de Ángel Fang, entre esas debilidades españolas que, a su juicio, reblandecen la voluntad y distraen de las obligaciones familiares.

Prefiero no contratar españoles. De cada veinte días laborales, vienen dieciocho. No tienen tanta disposición al trabajo como los chinos y se quejan mucho. Antes podía encontrarle un sentido pero ahora con la crisis no entiendo por qué no quieren trabajar. Están demasiado acomodados. Es igual que pasa con los sindicatos, con el paro y esas cosas. Los chinos eso no lo entendemos. El chino cuando deja un trabajo coge otro y ya está. No valoramos la prestación de desempleo porque sabemos que nunca vamos a estar sin trabajar. Nuestra cultura admira la riqueza y la prosperidad. Siempre hay trabajo que hacer para el que quiere hacerlo.

Ángel Fang llegó en 1984 a España, cuando tenía nueve años. Se educó en nuestro país, aunque también cursó estudios en Gran Bretaña y Estados Unidos. Tras su infancia, solo ha pasado cortos periodos en su país natal. Pero su mentalidad, como asegura él con orgullo, es «muy china».

Eso es una ventaja en España. Yo con diez años ya iba con mi padre a todos lados, aprendiendo cómo hacer las cosas, cómo ganar dinero. Mis amigos del colegio se quedaban en casa jugando con muñecos o en el ordenador.

Su familia procede de Wenzhou y el impulso negociante corre por sus venas. En los años ochenta, su padre trabajaba en la ópera local. En cuanto se abrió la mano a la iniciativa privada montó una de las primeras salas de baile, un pequeño cine y el primer karaoke de Zhejiang.

Ganó mucho dinero y se vino a España por miedo a que los comunistas se lo quitaran. Eran inicios de los noventa y teníamos trescientos mil dólares para invertir, que era mucho dinero entonces. El problema es que no hablábamos el idioma, no conocíamos gente y nos engañaban. Mi padre entendió que no había mucho negocio aquí y se volvió a China, pero nos dejó a mi madre y a mí en España para aprender el idioma y buscar oportunidades. Nuestro momento llegó cuando empezó el boom de la exportación. En 2003 teníamos un Todo a 100 de quinientos metros cuadrados y facturábamos unos cinco mil euros al día.

El caso de la familia Fang es de manual. Tras hacer fortuna con la exportación de mercancía a Europa, apostaron por el ladrillo. «Una mujer de mi familia construyó unas cincuenta mil viviendas en China e invertimos en el proyecto lo que habíamos ganado en España. Ahora que la burbuja de la construcción es grande también allí, estamos buscando otro sitio en el que meter el dinero».

Su padre, instalado en China, lleva ya algunos años orquestando su enésima diversificación. Entre otras cosas, se ha metido en el sector de la producción audiovisual en Pekín y tantea hacer alguna inversión al respecto en Europa, incluso en España. Mientras, ha dejado a Ángel a cargo de sus últimos negocios en España: la inmobiliaria Bafre y un fondo de inversión.

La inmobiliaria funciona a pesar de la crisis. Los chinos siguen comprando. Bueno, creo que ahora compran más que antes porque los precios han bajado. A las familias chinas no les gusta pedir préstamos grandes para comprarse casas. Antes de comprar ahorran entre el 60 y el 80 por ciento del valor. Ahora, con la caída de los precios, muchos de los que estaban esperando alcanzar la suma, ya pueden comprar. Sus negocios van peor, claro, pero siguen ahorrando y pueden comprar.

Bafre también ofrece «gangas inmobiliarias» en España a los cerca de un millón[11] de empresarios que han conseguido hacerse ricos a costa del «milagro económico» que ha protagonizado su país en los últimos treinta años. Muchos, ante las incertidumbres que plantea la economía y la política china tras la primera fase de enriquecimiento, tratan por todos los medios de sacar el dinero del país y están abiertos a estudiar cualquier inversión que suene medianamente sólida[12]. «Son una minoría de mis clientes por ahora, pero podemos hacerlo crecer porque realmente el interés de los chinos ricos por invertir fuera de China es enorme».

En las oficinas de Bafre trabajan ocho comerciales chinos y dos españoles. La más veterana es María José Romo, directora comercial. Tiene sesenta y dos años y una dilatada experiencia en el sector. Su entusiasmo ante la manera de entender los negocios de la comunidad china no tiene límites.

Esto es una maravilla, impresionante. Yo estoy encantada, no había visto en mi vida una cosa así. Solo te digo que antes la gente desconfiaba de los chinos y ahora les buscan para hacer negocios. Es que esta gente tiene una manera de hacer las cosas mucho más efectiva que la nuestra. Trabajan mucho y duermen poco. Aquí, si hay una mudanza todos nos arremangamos, hasta el director. Y así la empresa se ahorra el servicio de mudanzas.

El despacho de la siguiente visita se encuentra en el mismo edificio que alberga el cuartel general de Bafre, en un bloque de oficinas de Usera plagado de letreros en mandarín. Nos abre la puerta Lucía, nombre falso bajo el que prefiere proteger su identidad una empresaria que, como Ángel, representa a esa segunda generación de inmigrantes crecidos en España «con mentalidad china». El enérgico apretón de manos indica ya un aplomo desmesurado para una chica de veinticinco años. La sospecha cobra forma minutos después en su despacho. Lucía se expresa con exactitud y cadencia ejecutiva. Atractiva, elegante, bien maquillada y muy segura de sí misma, tiene las ideas claras y se revuelve en su butaca con desagrado cada vez que tocamos un tema que no le gusta.

No duermo bien por las noches porque tengo muchas preocupaciones. La hipoteca, el coche, el alquiler, la crisis, pagar las nóminas de mis empleados. Trabajo desde las siete de la mañana hasta las doce de la noche. Los fines de semana también echo horas. Cuando los españoles me preguntan por qué los chinos ganan dinero y crecen, les explico esto. Mis compañeros de colegio españoles se dedican a salir de fiesta, a beber, a pasárselo bien. Nosotros trabajamos y trabajamos, dedicamos menos tiempo a irnos de copas y a tomar café con los amigos. Nos ponemos a trabajar, a sacar adelante sueños y proyectos mientras vosotros os divertís.

Lucía llegó a España cuando era una niña y siempre se ha sentido distinta a sus compañeros de clase y de barrio. No estudió una carrera, pero al acabar el instituto se puso a trabajar y montó su propia gestoría, especializada en clientes chinos. Tiene dos trabajadores españoles y cuatro chinos a su cargo en la oficina. Además, es propietaria de tres tiendas de bisutería, repartidas en centros comerciales de Madrid.

Las ventas han caído un 70 por ciento con la crisis, pero seguimos aguantando. Los chinos mantenemos los negocios, pero no hay nada de ilegal detrás. Nos hacen más inspecciones que a los negocios de los árabes y los latinoamericanos, pero es porque nosotros siempre pagamos las multas y somos más solventes y más serios.

Las motivaciones para sacrificar su juventud, admite, son la autosuperación y la ambición material.

Quiero sentirme satisfecha. Me marco retos. Antes de los treinta años quiero abrir una residencia de ancianos de lujo en China. Aquí he visto lo bien que se trata a los ancianos en las residencias. Quiero llevar esa idea a mi país y contribuir a que la gente de allí pase mejor sus últimos años de vida. Me parece una meta muy bonita. Mientras tanto, me gusta tener buena ropa, una buena casa, un buen coche. Esas son mis metas.

En el ámbito personal, Lucía está saliendo con un chico chino y dice no haberse sentido nunca atraída por un español. «Nunca. No me gustan. La mentalidad es muy diferente. No me entendería bien porque sus prioridades en la vida son otras».

En los más de trescientos cincuenta testimonios de inmigrantes chinos recopilados para este libro, me encontré a menudo una actitud parecida. Casi siempre que pedía una opinión sobre España y los españoles, encontraba reacciones similares, con mayor o menor virulencia, dependiendo del interlocutor, de su franqueza y del contexto.

Los españoles son alegres pero se pasan un mes de vacaciones cada año. Los chinos no podemos pasar tanto tiempo sin hacer nada. La gente se pregunta por qué China crece tan rápido y España está tan mal. La respuesta es que los chinos trabajamos mucho más duro.

España es un país bonito y la gente es educada, pero no se trabaja bien. Todo el día con cafecitos y cervecitas y saliendo por ahí. Los fines de semana está todo el mundo divirtiéndose hasta muy tarde. Por eso todo el dinero que hay es porque vienen turistas y porque Europa es un continente rico y ayuda. Antes de vivir aquí viví en Austria y allí es diferente. Allí son más serios.

Los españoles trabajan diez meses y ganan catorce pagas. Los chinos trabajamos doce meses y a veces no ganamos nada. Nos merecemos cada céntimo que nos llevamos a casa. Por eso prosperamos y los españoles no.

Los españoles son vagos y no trabajan duro, mientras que los chinos son diligentes. Esto de la Operación Emperador es una manera de combatir la competencia de los negocios chinos. Siempre que un gobierno se siente en problemas la paga con los chinos porque son los que más prosperan. España tiene muchos problemas de desempleo, por eso nos atacan.

A mi tienda vienen chicos y chicas borrachos todas las noches, a reírse de nosotros que trabajamos. ¿Por qué sus padres les permiten eso? ¿No es normal que el país tenga crisis y problemas con gente joven así de loca? Solo quieren divertirse. Por eso mis hijos irán a China a estudiar o trabajar cuando terminen el colegio aquí. Tengo miedo a que se acaben convirtiendo en españoles.

A pesar de todo, en el último sondeo serio que se ha realizado al respecto, publicado en enero de 2007[13], los inmigrantes chinos decían tener una imagen muy positiva sobre España y los españoles. Un 84 por ciento de los encuestados aseguraba que volvería a elegir nuestro país como destino para emigrar, y al comparar la calidad de vida y los valores dominantes en sus respectivas sociedades, la mayoría daba una puntuación notablemente más alta a España que a China. Es cierto que las preguntas fueron realizadas antes de la crisis y que las cosas se han deteriorado mucho desde entonces. Con todo, da la sensación de que en muchos de los testimonios más críticos contra España y los españoles el resentimiento forma parte de la ecuación. Las pequeñas humillaciones cotidianas desgastan mucho más de lo que se puede llegar a imaginar quien no las ha sufrido de cerca. Burlas, gestos de condescendencia, incluso desprecios involuntarios, van minando poco a poco la relación.

Es un hecho que los chinos hacemos gracia en España. A la gente le da por reírse cuando hay un chino, haga lo que haga. Es algo que nunca he llegado a entender. Con los negros y los moros eso no pasa. Solo con los chinos. No sé si es que «Humor Amarillo» ha hecho estragos o cuál es el problema, pero es realmente cansado y a veces te hace sentir como un payaso.

Xiao Wei hizo esta reflexión en una interminable conversación de sobremesa en Pekín, una charla relajada y sincera, algo inverosímil en el prudentísimo y cerrado código social chino, especialmente entre dos personas que acaban de conocerse. La manera de relacionarse de este chico de veintiséis años, crecido en un pueblecito de Galicia (Vilagarcía de Arousa), demuestra su grado de integración. Al poco tiempo de nacer, sus padres emigraron a Europa por cauces ilegales y lo dejaron con los abuelos. Con ellos aprendió a andar, hablar y escribir.

Tenía siete años cuando mi padre vino a Qingtian a recogerme. Yo apenas le conocía y me tuvo que engañar, me dijo que íbamos a Pekín de viaje y que después volvíamos. El abuelo nos acompañó casi hasta la escalerilla del avión porque no me quería separar de él. Estuve todo el viaje llorando. Me acuerdo que una azafata me trajo un peluche para consolarme. Cuando llegué a Vilagarcía de Arousa estuve muchos días sin querer hablar con nadie. Luego me llevaron al colegio. No sabía nada de español, pero ni siquiera recuerdo la sensación de no entender a mis compañeros. Supongo que lo fui aprendiendo sin darme cuenta.

Sus padres regentaban el único restaurante chino del pueblo y Xiao Wei pronto se convirtió en un niño más en una localidad de unos treinta y cinco mil habitantes donde apenas había extranjeros. Al revés que otros hijos de inmigrantes chinos que van a caer a escuelas donde están rodeados de compatriotas, él no tuvo más remedio que hacer amigos españoles e integrarse en la cultura local.

Pronto me convertí en uno más, hasta tal punto que mi madre me decía que me habían lavado el cerebro los españoles. Yo quería salir de noche, comer chuletones, esas cosas. Durante toda la adolescencia me sentía totalmente español y ocultaba que era chino. Me daba un poco de vergüenza. A veces lo pasaba mal. Me costaba entender la mentalidad de mis padres. Por ejemplo, me cabreaba cuando tenía que ayudar en el restaurante un fin de semana y mi madre aceptaba clientes a las doce de la noche. ¡Trabajar dos horas más y tener sueño el día siguiente por veinte euros! ¿Por qué?

Otro ejemplo es cuando mi madre quería hacer alguna trampa con los papeles, las licencias, etcétera. Todas esas gestiones las llevaba yo porque ellos no saben bien español. Me enfadaba mucho porque pensaba que las normas son las normas y hay que cumplirlas. Y ella me decía que yo era un cabeza cuadrada, que aunque algo esté prohibido no significa que no se pueda hacer.

A los dieciocho años, Xiao Wei se fue a estudiar Economía a Santiago de Compostela y fue allí donde empezó a sentirse diferente. Entre sus nuevos compañeros eran más frecuentes las bromas, algunas de mal gusto, sobre sus rasgos y su pronunciación. Se dio cuenta de que su raza era un equipaje del que nunca se podría deshacer.

Desde entonces empezó a incrementar mi «chinismo». Poco a poco dejé de avergonzarme y empecé a enorgullecerme de ser chino. Además, China cada vez es más importante y la gente ya no te trata siempre mal por ser chino. Ahora noto más respeto. Sigo teniendo encontronazos con mi madre, claro. Por ejemplo, ella dice que me tengo que casar porque hemos ido a muchas bodas y ya ha llegado la hora de recuperar todo el dinero que hemos ido regalando. Yo le digo que si me caso es porque me gusta una chica y estoy seguro de lo que hago.

Al acabar la carrera, agobiado por el panorama de la crisis, Xiao Wei viajó a Pekín para mejorar su mandarín y empezar una carrera profesional. Años atrás renunció al pasaporte chino para conseguir la nacionalidad española y ahora tiene problemas con los papeles. Como tantos occidentales en busca de una oportunidad en China, se ve obligado a trabajar en negro y pagar a una agencia para que le renueve un visado de negocios tan irregular como los que utilizaron en España sus padres veintitantos años atrás.

Tiene gracia. Mis padres fueron a España como ilegales. Yo ahora soy español y tengo que vivir casi como un ilegal en China. La verdad es que en España podría encontrar trabajo fácilmente, pero en negocios chinos, como camarero, peluquero o cosas así. Para trabajar de eso me quedo con mis padres y me dedico al restaurante. Quizá lo acabe haciendo pero antes quiero intentar encontrar algo que me realice más.

Las cosas no son fáciles ni siquiera en Pekín. Xiao Wei salta de encargo en encargo, casi siempre como freelance, y gana lo justo para sobrevivir en una capital asfixiante, donde los precios aumentan más deprisa que los salarios. Cuando nos conocimos estaba traduciendo del chino al gallego las instrucciones de un programa informático.

Lo mejor de esta etapa es que he encontrado novia. Es una china crecida en Europa, como yo, así que nos entendemos perfectamente. La conocí en un curso de perfeccionamiento de mandarín aquí en Pekín. Es de una familia que viene de cerca de mi pueblo, en China, y que emigró a Italia. Ella está en la misma situación que yo, intentando establecerse aquí. Mi madre está muy contenta. Lo único que no le gusta es que hablamos entre nosotros en español.