Mil maneras de entrar en Xibanya.
Parientes, patos y cabezas de serpiente

¿CÓMO LLEGAN LOS CHINOS?

La historia de la primera gran oleada de chinos hacia España empieza en un circo, entre las cenizas de la Guerra Civil española. El 12 de abril de 1941, el diario ABC informaba de un «exótico espectáculo oriental» con «ejercicios impresionantes», poniendo como ejemplo a un acróbata que, «colgado del pelo, se columpia y zarandea, mientras sostiene a dos compañeros con los pies y da más vueltas que un molinillo». El periodista estaba hablando de una de las primeras representaciones en España del Circo Zhejiang, grupo itinerante dirigido por el qingtianés Chen Tse-Ping y semilla de un árbol migratorio que solo germinó cuatro décadas después.

En realidad, su aventura había comenzado años atrás. El joven Tse-Ping pertenecía a una acomodada estirpe de oficiales del Ejército Imperial que en 1922 lo envió a estudiar a Europa. A los pocos meses de instalarse, el dinero para pagar sus gastos dejó de llegar. Según supo después, los Chen habían caído en desgracia durante el proceso de desintegración del viejo régimen, que se derrumbaba aparatosamente bajo el acoso de las ideas republicanas. Mientras en China el drama familiar se iba agravando, Tse-Ping vivía en una constante excitación, ajeno a la situación. Provenía de un mundo casi feudal y estaba descubriendo una Europa en la que empezaban los «años locos» y la euforia despreocupada de entreguerras. Se puso a trabajar en una fábrica parisina, que no tardó en abandonar para enrolarse en un grupo de compatriotas que se ganaban la vida como artistas circenses, viajando de un país a otro. Allí aprendió que tenía varios talentos por explotar fuera de los libros. Por ejemplo, una notable habilidad para los juegos malabares y una precisión sorprendente lanzando cuchillos. Su nombre se imprimió en letras grandes en el cartel del circo y, como parte de la «troupe», empezó a viajar por el continente. Se entrenó con los platos, los sables, las sombrillas y otras artes de la antiquísima tradición circense china. En sus ratos libres redactaba largas cartas repletas de detalles sobre su nueva vida, folios que llegaban comidos por la humedad hasta China y que servían de anzuelo en el que quedaron atrapados dos de sus hermanos y algunos primos de Qingtian. En los meses siguientes, todos se reunieron en Alemania con él para montar su propio espectáculo itinerante. Siguieron viajando por Europa hasta que, en las postrimerías de la Guerra Civil, desembarcaron en Portugal y fundaron el Circo Zhejiang.

En 1941, medio planeta, incluida su China natal, se consumía en las llamas de la Segunda Guerra Mundial. Acosado por una policía cada vez más agresiva, el Circo Zhejiang abandonó Portugal y encontró refugio en la España de la posguerra. Los primeros años fueron duros y estuvieron marcados por un accidente terrible, un episodio que Tse-Ping tardaría años en sacudirse de su reputación. Su primera esposa, Charlotte Wilsenfaher, una atractiva bailarina que conoció en Alemania y con la que había tenido una hija, sufrió una herida mientras participaba en uno de los espectáculos de cuchillos. A los pocos meses murió, desatando todo tipo de rumores y habladurías. El luto, en todo caso, no duró mucho. En 1944, Tse-Ping contrajo matrimonio de nuevo. Esta vez con una exuberante bailarina madrileña con la que había hecho pareja en el Circo Price, donde volvió a atreverse a ejecutar el número de los cuchillos. La muchacha se llamaba Manuela Fernández Pérez y era mucho más joven que él. Años después, en la residencia de ancianos, ella misma recordaba su romance en una entrevista[1] con Juan José Montijano, un profesor de la Universidad de Granada que documentó el romance en un libro de ochocientas páginas.

Cuando vi a ese hombre con ese cuerpo bailando los doce platillos y haciendo juegos orientales me volví loca. Me encantaba cómo besaba. Aunque al principio no me fijé mucho, acabé enamorándome de él.

Manuela estaba decidida a convertirse en supervedet y acuñó un nombre artístico valiéndose del apellido de su marido. Nacía Manolita Chen y bajo su marca se fue configurando en los años venideros uno de los espectáculos más originales y populares de la revista teatral española, un espectáculo de variedades que se copió después infinitas veces y acabó convertido en género: el Teatro Chino. Combinando acrobacias, exotismo y picardía, jugando al perro y el gato con la censura y dejándose arrastrar por el carisma y las largas piernas de Manolita, consiguieron hacerse famosos en toda la geografía española. En su Trilogía de Madrid, Francisco Umbral los describía así.

Manolita Chen era una española teñida que se había casado con un chino viejo y menudo que era algo así como un zapatero de portal de Hong Kong. En el Teatro Chino de Manolita Chen había atracciones; maricones, sarasas, pederastas, travestis modernos, ilusionistas, graciosos, cómicos y conjuntos que era lo que más aplaudía el personal.

Entre las muchas sorpresas que albergaba su carpa hubo algunas que llegaron incluso a oídos de obispos. Una de ellas es la que protagonizaba Nicomedes Expósito, un enano conocido como El Ni.

Era célebre por estar dotado de un apendículo sexual que rozaba la elefantiasis, aunque, a diferencia de los que poseen este padecimiento, el miembro de este enano mantenía una firmeza y un desafío a la ley de la gravedad verdaderamente excepcionales. Tal era su consistencia, que el «Ni» lo solía introducir en el orificio de la mesa del prestidigitador y, ayudándose con las manitas y piececitos, daba vueltas sobre el eje carnal como un poseso. Los espectadores aplaudían y gritaban, y más de cinco señoras llegaron a desmayarse en cierta ocasión[2].

El éxito del Teatro Chino fue apabullante y la caravana con la que viajaban de feria en feria se alargaba, llegando a contar con varios camiones en los que se transportaba lo necesario para el mantenimiento y los números de los más de cien artistas que participaban en cada representación. Tse-Ping se mantenía siempre entre bastidores, vestido con un traje impecable, contando billetes y ocupándose de que cuadraran las cuentas. Quienes le conocieron lo recuerdan como un hombre discreto, amable, culto y de una inteligencia prodigiosa que iluminaba su castellano imperfecto. Su hija Mari Paz Chen lo describía así: «Mi padre era un ser luchador, ya que solamente vivía para su negocio y para la gente que lo componía[3]».

Durante las dos primeras décadas que pasó en España, los rasgos de Chen Tse-Ping y sus parientes resultaban totalmente exóticos. Prueba de ello son las dificultades que enfrentó el productor Sam Bronston para encontrar extras asiáticos con los que hacer posible el rodaje de 55 días en Pekín, rodada en 1963 en las afueras de Madrid. El protagonista de la cinta, Charlton Heston, explicaba años después que hubo que buscarlos por toda Europa, de modo que «durante el resto del verano no se pudo encontrar una comida china decente en ninguna capital del continente. Todos estaban luchando para Bronston en la rebelión bóxer».

El Teatro Chino cerró finalmente en 1986 y su fundador murió once años después, a los noventa y cuatro años, en brazos de su Manolita. Al funeral, celebrado en el cementerio de la Almudena, acudieron cientos de personajes de la farándula española. También presentaron sus respetos cientos de representantes de la pujante comunidad china en España, para quienes «Chen, el del circo» era una auténtica institución. Aunque nunca más volvió a China, Tse-Ping mantuvo siempre lazos afectivos y económicos con su Zhejiang natal. Donó grandes cantidades de dinero y dio trabajo a varios paisanos, entre ellos un hermano suyo, conocido como «Tío Ling» o el «Hombre de los Cacahuetes». Su papel consistía en montar la iluminación de las carpas y organizar la venta de chucherías y tentempiés entre el público. El Tío Ling había dejado un hijo en China y en 1974, cuando las normas para salir del país empezaron a flexibilizarse[4], intentó traérselo a España. Echando mano de dinero y de contactos, la gestión prosperó.

Según los registros[5], aquel muchacho, Chen Diguang, fue el primer ciudadano de la República Popular China que emigró directamente a España. Licenciado en veterinaria y con ciertas inquietudes empresariales, aspiraba a algo diferente que la vida de artista nómada que le ofrecía su tío. Se le ocurrió abrir un restaurante en el que sus paisanos, cada vez más numerosos, pudieran reunirse. Si a otros les había funcionado en Italia y Holanda, ¿por qué en España no iba a salir bien? Además, los taiwaneses[6] regentaban ya varios locales de comida china e incluso habían conseguido atraer a una creciente clientela local, despertando la curiosidad sobre todo entre la gente más joven. Decidido a aprender el negocio, Chen Diguang buscó trabajo tras los fogones de un local de Madrid, propiedad de una familia taiwanesa. Pasados unos meses, se despidió de sus jefes y se fue a ver a su tío, a quien recuerda haber dicho algo como esto:

La gente de Qingtian es mucho más trabajadora que los taiwaneses. Si lo intentamos, podemos batirles o, como poco, nos quedaríamos con una parte de su mercado[7].

El argumento fue definitivo. Sin ser consciente de estar inaugurando toda una ruta migratoria, Chen Tse-Ping accedió a financiar el restaurante Gran Muralla[8], que abrió sus puertas en 1975, convirtiéndose en el primero de una larga serie de locales en los que no solo se inventó y extendió una forma de cocinar, sino también que se tendió un puente privilegiado entre Qingtian y España. Por su pretil, y valiéndose de las viejas rutas abiertas siglos antes entre Zhejiang y Europa, habrían de llegar la mayor parte de esos nuevos y laboriosos inmigrantes que empezaron a hacerse cada vez más presentes en las calles de nuestro país.

Llego tarde a la cita y Chen Yuguang me espera practicando caligrafía china en una mesa apartada del restaurante Mirasol, un moderno local de Madrid propiedad de su sobrino Sergio Chen. Sin levantar la vista del papel, el anciano perfecciona el siguiente trazo, deslizando suavemente el pincel en amplios círculos. Tiene setenta y un años y su lento y delicado movimiento de muñeca transmite serenidad y autocontrol. A lo largo de la entrevista, solo interrumpirá su actividad para contestar algunas preguntas importantes o para dejar claro algún dato, asegurándose de que lo he entendido todo bien.

Chen Yuguang es primo de Chen Diguang. Aunque apenas comprende el español, lleva en España desde 1979. Fue uno de los primeros cocineros del restaurante Gran Muralla pero su memoria no almacena una gran variedad de recuerdos sobre aquellos años. Desde el mismo día en que llegó, dice, no hizo otra cosa que trabajar. Pasados un par de años, con el dinero ahorrado y pidiendo dinero prestado al resto de la familia, abrió su propio restaurante.

Lo mismo que hice yo lo hicieron muchos otros. Y así es como se fueron expandiendo los restaurantes chinos aquí. Llegaban nuevos cocineros de China, aprendían los platos que mejor funcionaban en España y después abrían su propio local en otro sitio, gracias al apoyo de toda la comunidad y, sobre todo, gracias al apoyo de Chen Diguang. Él no veía la competencia como una amenaza, al revés, creía que entre todos contribuían a hacer popular su comida. Su nombre se hizo famoso en Qingtian y empezó a venir gente a pedirle consejos para abrir nuevos restaurantes en otras ciudades españolas e incluso en otros países. Chen Diguang ofrecía sus recetas, asesoraba sobre decoración, decía cómo gestionar el restaurante, cómo emigrar. Y a veces también prestaba dinero.

Los restaurantes creados a imagen del Gran Muralla se multiplicaron vertiginosamente. Una manera gráfica de imaginarse el proceso es pensando en la mitosis de las células: de cada nuevo restaurante salían dos, de esos dos salían cuatro, esos cuatro se transformaban en ocho… En pocos años la red se extendió por toda la geografía y miles de qingtianeses encontraron una oportunidad para emigrar. Primero llegaron familiares cercanos, después parientes lejanos, más tarde amigos y finalmente paisanos de quienes los dueños del negocio apenas habían oído hablar. En aquella primera época la mayoría entraron de forma clandestina, a menudo cubriendo enormes distancias en tren, utilizando pasaportes falsos, e incluso atravesando fronteras a pie. Los papeles terminaban arreglándose después con ofertas de trabajo y reagrupaciones familiares. Quienes fueron testigo de aquella primera oleada insisten en que los qingtianeses ya instalados en España ayudaban a sus paisanos sin esperar nada a cambio. La prioridad era sacar a sus familiares de China y hacerse con los servicios de camareros y cocineros de confianza. Gente que, sabían, iba a trabajar duro, se comportaría de manera leal y no traería problemas.

El signo de los tiempos, además, era propicio. España se las prometía felices, abría los brazos al mundo y se convertía por primera vez en receptor neto de inmigración. Por razones tanto culturales como de estructura económica, los controles eran mucho más laxos que en otros países europeos. Las regularizaciones eran frecuentes y la voz se fue extendiendo[9]. El proceso quedó marcado también por la fortuita coincidencia en el tiempo de dos transiciones distintas, la propiciada por la muerte de Franco en España y por la de Mao Zedong[10] en China. Ambos dictadores fallecieron de causas naturales con tan solo diez meses de diferencia[11], lo que motivó un periodo de aperturas tanto en origen como en destino que facilitó enormemente el tránsito de aquellos que decidían emigrar.

Los Chen se extendieron con rapidez y su presencia sigue siendo aún hoy destacada. Según el censo español de 2012, aproximadamente uno de cada diez chinos residentes en España se apellidan así y están repartidos por las cincuenta provincias españolas, algo desmesurado incluso para un nombre familiar tan común como este[12]. Pero no solo han sido pioneros de la ruta migratoria, sino que también inauguraron una tendencia gastronómica. Las recetas adaptadas al paladar español y a los ingredientes que podían conseguir en los mercados locales se convirtieron, en pocos años, en una suerte de «cocina china estándar», hasta el punto de que la mayoría de los españoles confunden sus invenciones con la variada y mucho más elaborada comida tradicional china.

Durante la entrevista, Chen Yuguang se refiere a la aportación de su familia como «el menú de los cien platos». En él se incluyen todas esas recetas baratas, fáciles de preparar y apreciadas por el gusto local, tales como el pollo con almendras, la «familia feliz», los rollitos de primavera[13], el arroz tres delicias o la ternera en salsa de ostras. Platos como estos formaban la base de un menú que poco a poco se iba enriqueciendo con la experimentación de cada cual; fórmulas que, si resultaban exitosas, pronto copiarían los demás. La mayoría de estas recetas son variaciones de especialidades que se preparan en determinadas regiones de China. Otras tienen una genealogía más enrevesada: son versiones de guisos previamente adaptados en países con tradición inmigrante china, como Holanda o Estados Unidos.

Con las aperturas comerciales, el bambú, las setas, la salsa de soja y otros ingredientes y salsas empezaron a llegar, congelados o deshidratados, directamente desde China. Algunos de estos productos, como los rollitos de primavera y el polvo de salsa agridulce, se envasaron durante décadas en fábricas especializadas en abastecer el mercado europeo, como la Huashun Yingke de Tianjin. Uno de los ingredientes más importados, que hoy sigue llegando por sacos, es el glutamato sódico, un potenciador de sabor artificial omnipresente en Asia y muy utilizado en los restaurantes chinos de Europa.

Desde que era niño, Sergio Chen, el sobrino de Chen Yuguang, ha oído hablar de todo ello en casa.

Uno de los ejemplos que recuerdo es el de la ensalada china. Muchos españoles pedían una «ensaladita» al venir al restaurante, pero en la cocina china no hay ensaladas crudas, ni se consumen verduras sin cocinar, así que a alguien se le ocurrió hacer una ensalada como las españolas pero con salsas que parecieran chinas. Otro ejemplo es el pollo con almendras, que es una manera de utilizar un ingrediente abundante y barato en España para hacer un plato que parece chino. Otras veces lo que se hace es, simplemente, seguir indicaciones genéricas. Por ejemplo, a los españoles les gustan mucho las cosas fritas, por eso se buscaba freírlo todo.

El anciano interrumpe a su sobrino, levanta la vista y rememora con satisfacción los buenos tiempos.

En diez años se había cumplido el pronóstico de Chen Diguang y los qingtianeses, trabajando más, habíamos acabado con la competencia taiwanesa.

Los taiwaneses que regentaban restaurantes en los años setenta tienen su propia versión al respecto. Por una parte, aseguran, los qingtianeses se especializaron en una comida poco elaborada, que abarataron aún más bajando la calidad de los ingredientes. Además, se autoimponían jornadas de trabajo extenuantes y estaban dispuestos a cualquier sacrificio para mantener a flote el local. Mientras que ellos, con un nivel sociocultural superior y más posibilidades laborales, pronto quedaron en minoría y perdieron la iniciativa.

Sea como sea, el «modelo Chen» triunfó e incluso alcanzó dimensiones internacionales, ya que los inmigrantes de Qingtian y de otros condados de Zhejiang tienen familiares repartidos por toda Europa. La movilidad laboral[14], las frecuentes visitas a parientes y los viajes de negocios contribuyeron a homogeneizar sus negocios en el Viejo Continente. A la postre, y de forma espontánea, los restaurantes chinos han funcionado con la misma lógica comercial de las multinacionales de comida rápida, como franquicias de la misma cadena: idénticas sillas, calcada banda sonora, la misma cascada en movimiento cayendo por la pared, los farolillos rojos de papel, los muebles lacados, el reloj de dígitos rojos… El mismo local se encuentra en un pueblo de Extremadura y en una perpendicular a la Vía del Corso en Roma; en el barrio Gótico de Barcelona y en el barrio austrohúngaro de Belgrado. Su oferta resulta tan común para los europeos como sorprendente para los turistas y estudiantes chinos que visitan Europa. Al leer la carta, ellos no encuentran comida china, sino un extraño popurrí de dudosa calidad. Su sensación debe ser similar a la que siente un italiano en Pizza Hut.

Se ha hecho tarde. El anciano Chen Yuguang bosteza, limpia sus pinceles, tapa el frasco de tinta y se despide amablemente. Su sobrino Sergio Chen accede a quedarse un rato más, mientras yo busco en el menú las recetas ideadas por sus parientes. Siguen ahí, dominando la carta. Me toman nota y en pocos minutos aparece sobre la mesa una enorme bandeja de pollo con almendras, arroz frito y unos rollitos de primavera crujientes bañados en salsa agridulce. El camarero que sirve la mesa se queda a charlar unos minutos. Lleva siete años en Madrid y habla perfectamente español. No es de Qingtian sino de Fujian, una región situada más al sur.

La gente de Qingtian no trabajan ya como camareros. Ellos, como fueron los primeros, prosperaron antes y ahora tienen otras oportunidades. Y las cosas ya no son como hace tiempo. Por ejemplo, a mí este trabajo no me lo buscaron parientes, sino que lo encontré en los anuncios de un periódico chino, en internet.

No solo la fórmula laboral, sino el modelo entero inventado por Chen Diguang pierde terreno ante los nuevos flujos de inmigración y los restauradores chinos de segunda generación, quienes han sabido evolucionar ofreciendo cosas nuevas: bufetes de comida «asiática» que incorporan platos japoneses, tailandeses y vietnamitas, restaurantes especializados en cocina al wok[15], parrillas, incluso fusiones entre comida asiática y española. Suelen ser locales mejor decorados y no tan baratos como antaño. Su evolución es una muestra más de la flexibilidad, adaptación al medio y capacidad para captar las transformaciones del mercado. La propia familia Chen asume hoy sin traumatismos el fin de un ciclo y busca nuevas oportunidades de negocio. Durante la cena, Sergio me explica que Chen Diguang, que llegó a tener quince restaurantes en Madrid, ha traspasado ya todos menos uno. Sus hijos volvieron a China y se dedican a la inversión inmobiliaria, un negocio con el que esperan multiplicar el patrimonio familiar.

Pago la cuenta y Sergio se ofrece a acercarme hasta el centro de Madrid en su flamante Mercedes recién encerado. Por el camino confiesa que las cosas no le van demasiado bien desde que estalló la crisis. A él, que se escolarizó en España pero nunca solicitó el pasaporte español para no tener que deshacerse del chino, le gustaría ahora volver a su país natal, donde cree que hoy por hoy hay más oportunidades para todo aquel que tenga capital para invertir. Su mayor obstáculo son sus tres hijas, que nacieron en España y a las que le costará convencer.

En los últimos años lo he intentado con una tienda de fotos, otra de Todo a 100, un restaurante japonés… Pero no funciona nada, en España está todo parado. Para los que no tienen nada, sigue habiendo más oportunidades aquí que en China porque toda la familia puede trabajar muy duro y salir adelante sin gastar nada. Pero yo llevo treinta años y mi familia no puede hacer esos sacrificios, así que quizá volvamos a China. Siempre de un lado para otro. ¿Qué otra cosa podemos hacer?

Nunca se ha publicado en papel, pero el relato de Tian Li lo han leído decenas de miles de personas. Como tantos otros best seller chinos, solo está disponible en internet. La industria editorial del país comunista, sometida a la censura, no suele mancharse las manos con descarnadas descripciones de injusticias sociales como las que se suceden en las páginas de Ilegal en Europa. Y tampoco es que el autor tenga muchas ganas de convertirse en un personaje público, entre otras cosas porque los crímenes que relata podrían costarle la cárcel. Resguardado bajo un seudónimo, retrata en primera persona el lado más salvaje de la inmigración clandestina, sobre todo las rutas que se utilizaron durante las primeras oleadas. Una parte transcurre en España y, cómo no, muchos de sus protagonistas proceden de Qingtian. También los hay de otras latitudes. En realidad, lo que todos tienen en común, sin excepciones, es la condición de emigrantes sin recursos. Se trata de aquellos que, carentes de una red de parientes o amigos que les ayuden a salir de China, caen en manos de grupos organizados, y a menudo se convierten en víctimas.

Basándose en su experiencia, Tian Lin estima que uno de cada tres no consiguen alcanzar su destino porque son capturados, deportados o mueren por el camino. Otros llegan, pero al desembarcar y tras entender las condiciones reales del trato se arrepienten de haberlo firmado. En la jerga del gremio se les llama «patos» y su suerte depende de diversos factores: del frío, de la policía de aduana, de la habilidad para nadar, del calzado y, sobre todo, de la honestidad y habilidad de los «cabeza de serpiente», guías contratados por organizaciones ilegales que les acompañan en viajes inverosímiles en los que a menudo recorren distancias enormes y cruzan fronteras a pie. De entre todos los inmigrantes chinos, los patos constituyen la minoría más silenciosa, la que más rehúye las preguntas sobre su pasado.

Aunque procura no retratarse demasiado en las páginas del libro, el propio Tian Li tiene su propia historia de inmigrante ilegal. Nacido en el norte del país, llegó a Europa en tren por la ruta siberiana[16]. Desde China pasó a Mongolia, aprovechando un permiso especial para comerciantes. Después recorrió toda Rusia y acabó instalándose en Praga, ciudad escogida estratégicamente para montar la base de su propia red de tráfico de personas. Le ayudaron mucho los contactos de su padre, un alto funcionario retirado. Durante aquellos años asumió varios papeles dentro de la «industria», incluido el de cabeza de serpiente. Conoció a cientos de patos y a otros traficantes como él. Pasado algún tiempo, decidió dejarlo todo y describir su experiencia.

El testimonio del qingtianés Lin Haiguang es uno de los más estremecedores del libro. Procedente de una familia represaliada tras la revolución maoísta[17] e hijo de un tallador de piedras jabonosas, a principios de los años noventa decidió vender todas sus posesiones, abandonar a su mujer y marcharse a Europa contratando una red de inmigración ilegal. El grupo con el que partió estaba formado por siete adultos y un bebé que viajaba en brazos de la madre, una muchacha de veinticuatro años llamada Chi Xiaohui. La primera etapa la cubrieron en tren hasta la región de Yunnan, al sur del China. A partir de allí atravesaron ilegalmente dos fronteras: la de Birmania primero y la de Tailandia poco después. En este país permanecieron doce días, encerrados en un piso situado cerca de uno de los muchos barrios rojos de Bangkok. Esperaron el tiempo necesario para procurarse documentos falsos y un visado con el que viajar a Albania, algo relativamente fácil de conseguir sobornando a los funcionarios del consulado. Durante las dos semanas de espera, las chicas accedieron a prostituirse para cubrir una parte de la deuda contraída. Chi Xiaohui fue la única que se negó y no salió del escondite. Pasó la mayor parte del tiempo atendiendo a su hijo y charlando con Lin Haiguang.

Con los nuevos documentos en mano fueron trasladados en avión hasta la capital albanesa, Tirana. En el aeropuerto les esperaba una furgoneta que los condujo hasta la costa. Al otro lado del Adriático, en Italia, brillaba el sueño europeo. Faltaba solo un último tramo, el más corto y complicado de todos. Y para cubrirlo sin percances habían contratado los servicios de un traficante albanés que disponía de una lancha y de una ruta de navegación segura hasta Bari. A medianoche, antes de embarcar, repartieron condones para proteger del agua el dinero, los documentos y otras pertenencias importantes. Como último requisito, el cabeza de serpiente exigió encargarse del bebé, ya que temía que su llanto pudiese arruinar la operación. Chi Xiaohui no tuvo más remedio que acceder.

Llevaban horas deslizándose sobre unas aguas tranquilas, avanzando en silencio hacia la costa italiana, cuando se vieron sorprendidos por unas luces procedentes de la playa. Habían sido detectados por la policía costera y tenían que arrojarse al mar. «¡Nadad hasta la costa!», les ordenaron.

Chi Xiaohui apenas sabía mantenerse a flote y le dio un tirón en el muslo a los pocos minutos de caer al agua. Se habría ahogado si Lin no la hubiese ayudado a llegar hasta una roca. Esperaron allí dos días, agazapados, temerosos de ser descubiertos por las patrullas italianas que recorrían la playa y a las que oían a la distancia. Durante ese tiempo Lin consiguió cazar dos cangrejos y pudieron comer algo. Su mayor problema ahora era la sed. Como remedio desesperado, Chi Xiaohui compartió la leche materna de sus propios pechos, hasta que al anochecer del segundo día vieron acercarse la barquichuela de un anciano pescador italiano. El viejo les trajo agua y comida, y a cambio de doscientos dólares los llevó de madrugada hasta Fasano.

Lo primero que hicieron al llegar fue llamar al número de teléfono de emergencia que los cabeza de serpiente les habían hecho memorizar antes de salir. Respondieron de inmediato y les pidieron un poco de paciencia. Pasaron varias horas antes de que vinieran a buscarles. Al parecer, la policía italiana había cazado a dos de los patos que naufragaron con ellos. La prensa local hablaba esos días de una lancha llena de chinos, de los cuales, se creía, la mayoría seguían perdidos en el mar.

Pasado el susto, el viaje continuó hasta Milán, donde a Chi Xiaohui le devolvieron a su bebé y donde les hicieron aguardar nuevamente en el trastero de un restaurante chino utilizado como tapadera. Varios días después los trasladaron a Francia a través de la frontera. Chi Xiaohui había llegado a su destino final y Lin estaba a las puertas del suyo, de España. En París la joven afrontó dos certezas terribles. Su marido, quien supuestamente llevaba un tiempo esperándola en un restaurante chino de la capital francesa, había muerto varios meses atrás. Según le dijeron, se había perdido cerca de Khabarovsk, en plena ruta siberiana. La segunda era si cabe todavía peor: algo no iba bien con su bebé. Desde la travesía en lancha había perdido su expresividad. No lloraba, no sonreía, ni respondía a ningún estímulo. La mujer creía que los cabeza de serpiente lo habían sedado o golpeado para mantenerlo callado durante el viaje. A cambio de una nueva vida en Europa había perdido a su marido, la salud de su hijo y una considerable suma de dinero que todavía tenía que devolver.

A Lin las cosas le fueron algo mejor en España, donde trabajó en un restaurante chino durante un año y tramitó los papeles con la ayuda de sus jefes. Sus planes eran quedarse allí hasta reunir dinero suficiente para montar su propio local, pero recibió una llamada inesperada. Un viejo amigo de Qingtian se había instalado en Praga y necesitaba a alguien de confianza para su nuevo negocio. Le ofrecía ser cabeza de serpiente. «Puedes ganar más de un millón de dólares al año», le prometió.

La red estaba bien articulada y su trabajo se limitaría a acompañar a los patos en la última parte del viaje, atravesando la frontera desde Checoslovaquia hasta Alemania, así como a cobrar en territorio europeo.

La entrevista entre Tian Li y Lin Haiguang que reproduce el libro tiene lugar muchos años después de esa llamada telefónica. Para entonces, Lin Haiguang se había trasladado a París, donde seguía dedicándose a ayudar a ciudadanos chinos a instalarse en Europa, aunque se había especializado en altos funcionarios o empresarios que querían huir de China para evitar problemas legales o para sacar grandes capitales[18].

¿Qué pienso de mi pasado? Que el tráfico de patos es horrible. Si te encargas de pocos patos no da mucho dinero, pero si te encargas de muchos, es fácil que te atrapen. Tanto la policía china como la extranjera están muy atentas. Es agotador, peligroso y no demasiado lucrativo.

Además de la posibilidad de acabar en prisión, los cabezas de serpiente que entrevistó Tian Li se quejaron de tener que asumir otro riesgo: que los patos desaparezcan sin dejar rastro una vez alcanzado el destino. Para evitarlo, suelen utilizarse sistemas de pago por adelantado, depósitos en una cuenta y garantías familiares.

Algunos [cabezas de serpiente] se preocupan innecesariamente, porque la verdad es que si el pato se obstina en no pagar, a veces basta con mandar a su familia un paquete certificado con un dedo y una nota pidiendo que reconozcan la huella dactilar. Tras hacer eso, no tardarán en mandar el dinero.

Marisol Wang y sus tres amigas representan a una generación posterior. Rondan todas los cuarenta y cinco años y las entrevistamos en una cafetería de Qingtian llamada Huang Ma (Real Madrid) durante sus vacaciones de verano en China. A la hora de pedir, la mitad de ellas prefieren café y las otras el clásico té chino. La más joven, con la piel bronceada e hidratada, lleva un vestido de lunares rojos y unos pendientes de aros plateados. Cuentan que llegaron a España en los noventa, en pleno boom y que su primer negocio no fue un restaurante, sino un bazar, una de las famosas tiendas Todo a 100. Hablan un español inteligible aunque plagado de errores gramaticales, lo que no impide que hilen frases con velocidad e ingenio, echando mano de refranes y expresiones hechas. La conversación fluye amigablemente, resaltando entre risas las muchas diferencias entre la forma de ser de los españoles y los chinos. Todas coinciden en sentirse totalmente integradas en Barcelona, donde trabajan y donde educan a sus hijos, que a estas alturas hablan mejor catalán que chino.

El entorno en el que las cuatro mujeres emigraron a España y aprendieron a hacer negocios era ya muy diferente al que conocieron los primeros Chen. Empezando por la manera de salir de China. La filantropía inicial con que los pioneros trajeron a sus parientes se fue difuminando a medida que crecía la competencia en España y los lazos de parentesco o amistad se iban haciendo más débiles. El interés por emigrar explotó abruptamente, fomentado por las historias de éxito de quienes volvían, a veces condimentadas o directamente inventadas para ganar prestigio social.

El ánimo de lucro empezó a desplazar a la solidaridad y el favor se transformó en negocio. Todo el proceso, desde los contactos iniciales hasta las ofertas de trabajo, sucumbió poco a poco a una política de precios. O lo que es lo mismo: muchos empresarios chinos en España empezaron a exigir dinero o años de trabajo gratuito a aquellos compatriotas que aspiraban al «sueño europeo». Un contrato de trabajo en un negocio español, requisito para emigrar de manera legal, se pagaba por encima de los quince mil euros. La cifra es aproximada y ha variado a lo largo del tiempo con notables altibajos, dependiendo también del grado de relación personal[19]. Cada trato era distinto y a menudo el «paquete» incluía el billete de avión, las horas de trabajo de un gestor que planificaba el asentamiento, el alojamiento y la comida. Varios de los propietarios de restaurantes y bazares que entrevistamos admitieron haber ganado cifras significativas de dinero metiendo paisanos en España entre finales de los noventa y 2007. La mayoría de las personas a las que «ayudaron» eran familiares lejanos, conocidos o amigos de amigos. Según sus testimonios, y dependiendo mucho de los ingresos declarados a Hacienda así como de la ambición y audacia de cada cual, cada restaurante pudo regularizar a entre tres y ocho nuevos inmigrantes en una década, lo que equivale a un ingreso bruto de entre treinta y ciento veinticinco mil euros. Se trata de una inyección de liquidez considerable que puede transformar un negocio aparentemente ruinoso en una actividad rentable.

La conversación entra en terreno delicado, pero Marisol y sus amigas no pierden la naturalidad. Admiten que cobrar es una práctica común, algo que en su opinión es tan legítimo como normal.

Es lógico. Nada raro. Tú le das una oportunidad a alguien y es normal pedirle dinero a cambio. Tú le contratas en tu tienda, le traes a España y le ayudas a conseguir un permiso de trabajo. A cambio, él paga dinero. Es un servicio, que además cuesta porque hay que pagar muchas cosas, como el abogado. Y nadie viaja obligado porque el trato es voluntario. No es ilegal. Además, ya da igual, porque ahora con la crisis no se puede hacer. España ya no acepta trabajadores de fuera.

Durante esta etapa, sobre todo en los años noventa, era frecuente que el emigrante eligiera entre desembolsar el dinero por adelantado o endeudarse con el propietario del negocio. El adeudo podía saldarse después en un régimen de «servidumbre». Es decir, trabajando gratis, a veces más de dos años. En el mejor de los casos el trato se formalizaba de cara a las autoridades laborales españolas con un contrato cuyos términos después no se cumplían: el trabajador nunca percibía ni reclamaba su nómina, al menos hasta que no terminara de pagar la deuda.

La picaresca, por supuesto, entró pronto en la ecuación. Pero no fueron solo los comerciantes chinos asentados en España quienes encontraron un negocio en las ansias de emigrar de sus compatriotas. También se beneficiaron muchos españoles, «socios» que guiaron el tráfico por el laberinto legal, mostrando el camino y firmando cartas de invitación, ofertas de trabajo falsas e incluso registrando empresas fantasma sin más razón de ser que la de justificar la contratación de inmigrantes. La irregularidad llegaría a sofisticarse a tal punto que algunas asesorías y gestorías de medio pelo hicieron de ello su principal ocupación. Decenas acabaron intervenidas por la policía cuando el volumen de la trampa hacía sonar alguna alarma en la administración.

Resulta imposible cuantificar la frecuencia con la que se produjeron y se producen irregularidades en el proceso de inmigración. Para cubrir el vacío, dejamos que hable una fuente fiable del Ministerio del Interior con muchos años de experiencia y por cuyas manos han pasado cientos de expedientes de ciudadanos chinos.

Como ocurre con cualquier nacionalidad, sería injusto trasmitir la sensación de que todos los chinos que viven en España se colaron a través de redes de delincuencia o fueron víctimas de la codicia de quienes llegaron antes que ellos. Sí es cierto que el fenómeno existe y hasta donde hemos podido averiguar, fue bastante común.

El endurecimiento de la legislación y de los controles a partir del año 2000, y sobre todo, de la crisis económica, pusieron freno a la mayoría de estas prácticas. En particular, entrar con un visado de trabajo a España es cada vez más difícil desde 2009. Aun en las profesiones más especializadas y cualificadas las contrataciones de extranjeros se aprueban con cuentagotas desde el Ministerio de Trabajo, donde la prioridad absoluta es combatir las cifras del paro nacional[20]. Algo similar, si bien menos drástico, ha ocurrido con los expedientes de reagrupación familiar, cuyos requisitos son cada vez más exigentes y más lenta la tramitación.

A medida que iba acumulando explicaciones oficiales y argumentaciones de empresarios ya establecidos, el interrogante se iba haciendo más y más amplio. ¿Cómo entran los nuevos inmigrantes chinos que, aun a pesar de la crisis, deciden instalarse en nuestro país?

Una pequeña Suzuki blanca aparca cada mañana más o menos a la misma hora frente al consulado español de Pekín, en el céntrico barrio de Sanlitun. La puerta trasera de la furgoneta se abre y en el interior comienza una ceremonia rutinaria: armar la mesa plegable, conectar el ordenador, la impresora, el fax, apilar los formularios y las pegatinas promocionales. En un par de minutos el vehículo se ha convertido en una ventanilla de atención al cliente. El servicio que ofrece esta oficina móvil está dirigido a las decenas de chinos que al otro lado de la calle hacen cola para conseguir un visado con el que viajar a España. La mayoría de ellos por turismo, para estudiar o hacer negocios. Otros con la idea de quedarse.

Una señora corpulenta se baja de la furgoneta y recorre la fila promocionando su experiencia, sus consejos y su arsenal de formularios y certificados útiles para agilizar los trámites. «¿Alguien necesita ayuda? Si quieren hacer todo más rápido y seguro, podemos serles útiles».

En la cola se encuentra Kang, mi intérprete, quien busca a la mujer con la mirada y le hace un gesto para que se acerque. Está muy entrenada en hacerse pasar por quien no es, en crear personajes para obtener información. Imitando un acento de las provincias del norte, le hace entender que necesita un servicio diferente al que se puede conseguir en una agencia de viajes normal. No es necesario dar demasiadas explicaciones.

«Llamad a este número y preguntad exactamente por lo que estáis buscando porque todo se puede arreglar», aconseja la señora, tendiendo con las manos callosas una tarjeta decorada con las banderas de varios países en la que destacan un único nombre, Liu Hui, y un número de teléfono móvil.

De vuelta en nuestra oficina, Kang calienta la voz mientras inventamos una historia creíble con la que no levantar demasiadas sospechas. Una vez que está todo decidido, marcamos el número que aparece en la tarjeta. Al otro lado del auricular, la respuesta no se hace esperar.

Liu: ¿Hola?

Kang: ¿Puedo hablar con el señor Liu Hui?

Liu: Soy yo.

Kang: Señor Liu, me gustaría viajar a España y no sé cómo conseguir el visado. Necesito ir porque mi novio se marchó hace seis meses con un dinero que habíamos ahorrado y no he vuelto a saber nada de él. Quiero reunirme con él y ver qué ha ocurrido.

Liu: Nosotros te podemos ayudar. ¿España dices? El coste total sería de cien mil yuanes (más de diez mil euros), incluido el billete de avión. Tienes que traer un pasaporte válido, dos fotos, una copia del carnet de identidad y un permiso de residencia. Tardamos un mes en tramitarlo y luego te llevamos a España. Los papeles que conseguimos son todos buenos, así que no hay riesgos.

Kang: ¿Cuánto me puedo quedar en España con este visado?

Liu: Es un visado de tres meses, pero si quieres puedes pasar más tiempo, no pasa nada. Te puedes quedar allí el tiempo que quieras.

Kang: ¿Puedo quedarme a vivir allí?

Liu: Sí, no te preocupes, es común hacerlo, es ilegal pero no pasa nada. Antes de nada tienes que traerme el dinero. Son diez mil por adelantado, para tramitar el visado. Después has de pagar la mitad del total antes de subirte al avión. Y una vez que estés en España, pagas el resto.

En una mañana de trabajo ya habíamos dado con una manera de emigrar a España de manera ilegal. A juzgar por la sencillez del enlace, se trata de un negocio más o menos transparente y tolerado. Por si acaso, para atar algún cabo suelto y sacar algún detalle más, Kang volvió a telefonear una semana después. El señor Liu descolgó de nuevo con ansiedad, incapaz de acordarse de la conversación anterior. Según dijo, recibe demasiadas llamadas de gente preguntando por las mismas cosas.

Kang: Señor Liu, lo he pensado y creo que es mejor que viaje a España como estudiante para ir más segura. ¿No?

Liu: Bueno, en tu situación, te digo que lo mejor es que consigamos un visado de turista. El visado de estudiante es una cosa mucho más complicada. Mira, por diez mil yuanes añadidos al precio fijo (cien mil) podemos meterte en un grupo de turistas organizado para que vayas más tranquila y no tengas ningún problema. Alguien te acompañará todo el tiempo, así nos aseguramos de que no pasa nada. Una vez en España, te sacamos del grupo y te acompañamos a donde vayas.

Kang: ¿Y me podéis buscar un trabajo en España si no encuentro a mi novio?

Liu: Eso no podemos hacerlo. En España ahora no podemos encontrarte trabajo. Es muy difícil ahora. El alojamiento y el trabajo corren de tu cuenta. Si quieres un trabajo, ahora te lo podemos encontrar en Austria, por ejemplo, pero en España ya no tenemos ese servicio.

¿Así de sencillo? Parece que sí. Ocurre en toda Europa, donde las fronteras se han hecho increíblemente porosas por los acuerdos comunitarios y donde los principales países receptores de inmigrantes llevan años relajando las normas de entrada a los ciudadanos con pasaporte chino. Hoy por hoy, el gigante asiático es el mercado con más potencial para el turismo internacional[21], así como el mayor emisor de estudiantes universitarios al extranjero[22] y un socio imprescindible para hacer negocios y buscar inversiones en el mundo global. La Unión Europea trata de adecuarse a los nuevos tiempos y España no es una excepción. Por ende, al mismo ritmo al que aumenta el peso de China en el panorama internacional, nuestro Viejo Mundo y en particular España se hacen progresivamente menos atractivos para los emigrantes chinos. Así, al poner todo sobre la balanza, la mayoría de los gobiernos llegan a la misma conclusión: si abrimos un poco las fronteras entrarán más inmigrantes, sí, pero también más turistas y hombres de negocios.

Desde el Ministerio del Interior se esfuerzan por controlar en la medida de lo posible los flujos de inmigración ilegal, y varias de las fuentes consultadas se quejaron de las crecientes dificultades que enfrentan para hacer su trabajo. En el otro lado de la balanza, aquellos funcionarios y empresarios interesados en promover el turismo y los intercambios culturales protestan exactamente por lo contrario, por las muchas trabas que se les ponen a quienes simplemente buscan hacer turismo o viajes de negocios en España. Poco a poco, parece estar imponiéndose este último criterio. Así, mientras que en 2010 el consulado de Pekín denegó un 6 por ciento de las solicitudes, en 2012 la cifra había caído a poco más del 2 por ciento[23], un porcentaje en sintonía al del resto de los grandes países de la Unión Europea. Está ganando terreno el siguiente razonamiento: aquel que quiere emigrar, si se empeña, acaba encontrando la forma de hacerlo, por ejemplo a través de otro país del espacio Schengen[24] o mediante arriesgadas rutas clandestinas. Sin embargo, el turista chino no duda en cambiar el destino de sus vacaciones si se le ponen trabas o se siente humillado con tortuosos procesos burocráticos, como a menudo sucede.

El entonces cónsul español en Pekín, Miguel Bauzá More, me recibió durante la primavera de 2011 en su despacho para hablar de todo ello. La conversación comenzó haciendo notar dos cosas. La primera, que China es un país «tremendamente creativo», en referencia a la cantidad de trucos y falsificaciones que dificultan su trabajo de criba. La segunda reflejaba una pequeña frustración profesional. No hay manera, me dijo Bauzá, de saber si los filtros que pone su oficina están funcionando para frenar la inmigración ilegal china, ya que el consulado no recibe retorno alguno: ni informes, ni resúmenes estadísticos que contabilicen cuántos «sin papeles» fueron descubiertos en territorio español y cómo llegaron hasta allí.

Los «filtros» de los que hablaba Bauzá son muchos y diversos. Desde llamadas telefónicas rutinarias para verificar que los papeles son auténticos hasta una exhaustiva revisión de la documentación para determinar si hay alguna incoherencia que levante sospechas. En el caso de los turistas, por ejemplo, se les exige demostrar lazos que les aten a China, principalmente ingresos y propiedades. Lo más sencillo es conseguir un visado para viajar en grupo, en viajes organizados por agencias a las que el consulado otorga licencias especiales y que se responsabilizan por traer de vuelta a sus clientes, bajo amenaza de multa o suspensión. Entre otras cosas, tienen que pasar un control a la vuelta del viaje, mediante citas personales o presentando el pasaporte con el sello de entrada. Con todo, algunos nunca vuelven. Quien lo busca, acaba encontrando la manera de escaparse. Y el pasaporte sellado a la vuelta tampoco es una garantía definitiva. En el país de las falsificaciones, el sencillo timbre de goma que acredita la salida de España no supone una gran dificultad.

Con los visados que dan derecho a estancias más prolongadas, como los de reagrupación familiar[25] o los de trabajo, las evidencias que puede exigir el consulado son más complicadas de falsear. Se puede llegar a solicitar una prueba de ADN, por ejemplo, si hay sospechas sobre una relación de paternidad. «Si tengo la más mínima duda, lo deniego, por supuesto», concluye el cónsul.

Combinados, todos los factores detallados hasta aquí están transformando el modus operandi de la inmigración ilegal. Hoy en día, más que gestionar complicadas redes de tráfico humano o crear empresas falsas para hacer contratos de trabajo, de lo que se encargan los «conseguidores», las bandas organizadas, los cabezas de serpiente y otros agentes clandestinos es de reunir la documentación necesaria, a menudo falsificada, para obtener un visado de turismo o de negocios. A veces, redondean su oferta proveyendo al que emigra de un acompañante o buscándole un enlace en el país de destino que le ayude a instalarse, a encontrar casa y trabajo.

Es un trabajo relativamente sencillo en China, un país en el que existe un mercado de falsificación de documentos perfectamente accesible para cualquier persona que disponga de un teléfono, una conexión a internet y un poco de sentido común. Pagando lo suficiente es posible falsificar cualquier cosa, incluso hacerse con copias originales que acrediten hechos falsos. Se trata de una industria que ofrece una amplia gama de calidades y precios, moviendo millones de euros y corrompiendo mecánicamente a miles de funcionarios en todo el país.

Grabados en las paredes, en los suelos, en las barandillas, en las marquesinas, en las puertas de los retretes públicos y en prácticamente cualquier espacio aprovechable, las ciudades chinas están tatuadas de arriba abajo con pintadas que no tienen nada que ver con nuestros ociosos grafitis. No son una moda, sino números de teléfono móvil que ofrecen servicios ilegales. En estas páginas amarillas al aire libre lo que más abunda son los falsificadores y los «conseguidores» de documentos. En los últimos años, y como sucede con otras industrias, el negocio se está trasladando a internet, un medio más barato, anónimo y seguro. En las tripas de la red china prolifera un auténtico supermercado de falsificaciones. ¿Quiere una carta de recomendación? ¿Necesita un certificado de habitabilidad? ¿Le hace falta un título de propiedad?

Para demostrar lo fácil que es acreditar hechos falsos, buscamos el modo más rápido de hacernos con un certificado de nacimiento en el que dijese que Kang, convertida durante la investigación en una hija de campesinos del norte de China, tenía menos de veinticuatro años. De paso, cambiamos su lugar de nacimiento por alguna provincia del interior del país menos sospechosa ante los ojos de los burócratas consulares, ya que no hay muchos inmigrantes chinos en España procedentes de allí. Buscamos en una «agencia on line» publicitada en una web[26], donde nos pusieron en contacto con un tal Guo Ming Liang, que nos atendió a través de un chat de QQ[27]. Sin demasiados preámbulos, Mr Liang nos ofreció un certificado de nacimiento a medida, sellado y firmado por un hospital y un centro de maternidad de la provincia de Henan.

Podemos hacerlo con varios hospitales, vosotros elegís. Pagáis cuando veáis el certificado, para que no haya ningún engaño. El precio son tres mil quinientos yuanes y no se negocia. Es caro porque tenemos que dar dinero a los médicos para que firmen y para que incluyan el registro en los archivos del hospital, así nos aseguramos de que nunca más tendréis problemas. Una vez conseguido el certificado, es como si la persona hubiera nacido allí y en esa fecha. A efectos legales queda registrado así, de modo que aunque alguien pidiese una comprobación en el hospital, no tendríais problemas. Podemos cambiar todos los datos, incluso atribuirle otros padres a la persona en cuestión. Lo hacemos a menudo con bebés. Mira, te estoy mandando un ejemplo por el chat para que veas que son documentos auténticos.

Para terminar de convencernos, marcamos un último objetivo: conseguir un certificado de matrimonio para Kang en el que diga que lleva dos años casada con un supuesto residente chino en España, algo que le ayudaría a solicitar un visado de reagrupación familiar. Tras una breve búsqueda en internet y un par de consultas por chat encontramos la Agencia de Documentos Hong Yang, que ofrece una enorme variedad de falsificaciones, desde licencias de conducir hasta diplomas laborales. El texto promocional de su página web[28], escrito con la grandilocuencia de una campaña publicitaria de los años sesenta y con decenas de errores sintácticos, supera cualquier intento de parodia.

Entregándonos con sacrificado esmero a nuestro trabajo, llevamos años falsificando certificados. Tenemos experiencia y mucha habilidad, de modo que podemos fabricar cualquier documento. Desde nuestra fundación en el año 2000, nuestra responsabilidad social y nuestra infatigable experimentación en la industria de los certificados falsos, nos ha llevado a desarrollar un negocio por todo el país. Gracias a ello, nos hemos ganado la confianza de nuestros clientes. (…) Mientras desarrollamos nuestro negocio, realizamos todos los esfuerzos tecnológicos para hacer más y mejores documentos falsos y para mejorar su resistencia ante todo tipo de exámenes oculares y técnicos.

El contacto se establece nuevamente por chat en cuestión de minutos. Y las gestiones y el tono de la conversación obedecen una vez más al guión de cualquier práctica comercial de rutina.

Necesito fotos, el nombre de los dos miembros del matrimonio, la dirección y el número del DNI. En dos días te lo enviamos a casa. El precio es cinco mil ochocientos yuanes por dos copias. Es imposible que lo descubran porque somos muy profesionales. Si quieres puedes pagarnos cuando recibas el certificado, como garantía.

Hay que aclarar que solo una minoría de los chinos que acuden a falsificar documentos están pensando en emigrar. La mayoría buscan una coartada ventajosa para moverse por el complicado laberinto de su burocracia o por su ultracompetitivo mundo educativo y laboral. Los conseguidores de visados simplemente se sirven de la industria de la falsificación para engordar su negocio.

Como en cualquier actividad ilegal, los grupos que gestionan estos tránsitos ilegales siguen rigiéndose por leyes que no encajan exactamente con la libre competencia de un mercado abierto. Se sospecha que existe, por ejemplo, un reparto zonal de sus «oficinas móviles» frente a los consulados de diferentes países del primer mundo. Y cuando alguien incumple alguna de las normas no escritas puede haber represalias violentas. Un diplomático europeo que trabaja en la zona de embajadas y pasea diariamente frente al consulado de España me narró cómo una mañana irrumpieron de improviso un grupo de matones y apalearon con barras de hierro a los conseguidores que ese día ofrecían sus servicios en la cola del consulado español. Aunque se trata de una de las zonas más vigiladas de Pekín, repleta de cámaras y policía, la paliza se alargó durante varios minutos con total impunidad.

Tampoco han desaparecido del todo los antiguos métodos para emigrar de manera ilegal, más comunes durante la primera oleada. Diversas fuentes policiales confirmaron que se siguen topando con pasaportes falsificados o robados a ciudadanos de países con más facilidades para entrar en Europa, tales como Japón, Corea del Sur, Singapur, Taiwán o Hong Kong. También se utiliza residualmente la técnica de enviar por correo desde España hasta China, el pasaporte de un compatriota con permiso de residencia legal. Una vez que llega el documento, se estampa la salida con un sello de goma falsificado y otra persona diferente vuelve a utilizarlo para entrar. Aunque los policías de frontera están cada vez más entrenados para diferenciar rostros extranjeros, aún resulta bastante sencillo hacer pasar a un chino por otro ante los ojos de un agente español. Esta última técnica tiene muchas variantes: la venta y posterior manipulación de permisos de residencia y pasaportes de inmigrantes que regresaron a China y que no piensan volver, e incluso el «alquiler» de documentos legales durante un periodo determinado de tiempo.

De tanto en tanto, las autoridades europeas coordinan operaciones que logran demostrar la existencia de tramas organizadas. Algunas de estas intervenciones nunca llegan a hacerse públicas, como la bautizada Measurable, que siguió la pista de varios pasaportes falsos enviados desde España al Reino Unido. Lo que encontraron al final del camino fue decenas de chinos utilizando pequeños aeropuertos españoles (como Bilbao, Málaga o Mallorca) para viajar a Inglaterra con pasaportes japoneses falsificados.

A la postre, hay mil maneras de entrar en Xibanya (España, en chino) así como en casi todos los rincones del mundo globalizado, y quien se empeñe en hacerlo lo conseguirá. No obstante, es un flujo menguante que cada vez mira menos hacia la Unión Europa. El radar de la emigración económica china se va orientando, poco a poco, hacia horizontes más prósperos tales como Australia, Brasil, Nueva Zelanda o Singapur. En definitiva, hacia las nuevas tierras de oportunidades.