Europa cabe en una aldea china.
¿De dónde vienen los chinos?
Los recuerdos de la señora Chen Fenghua se remontan a pocos días después de la muerte de su madre. Se ve a sí misma en la aldea, despidiéndose de sus tres hermanas pequeñas, una por una. La primera, apenas un bebé, es dada en adopción a una familia de la que nunca más volverá a oír hablar. La segunda, la más bonita, se marcha con un comerciante, un hombre de recursos comprometido a casarse con ella y darle un techo en calidad de «novia infante», una figura propia de la antigua China. A la tercera no hay más remedio que abandonarla en un orfanato. Con la distancia de los años, Chen Fenghua cree que su padre hizo lo correcto. La tradición oriental considera a las niñas una carga improductiva, una boca que alimentar y una dote que sufragar. Criar a cuatro en solitario era más de lo que cualquier hombre podría haber soportado. El abandono, además, resultaba perfectamente legítimo: según una vieja costumbre, si la esposa fallece, el marido puede deshacerse de todas las niñas menores de cinco años a su cargo. Chen Fenghua era la mayor, había cumplido ya seis, de modo que pudo quedarse en la casa familiar, prácticamente vacía. La tranquilidad duró poco. Japón se había lanzado a la conquista de China y las tropas invasoras se acercaban al condado. Quienes podían permitírselo escapaban al interior del país. Pero su familia, muy pobre y aún aturdida por la pérdida, seguía en la casa familiar cuando empezaron a retumbar en la noche las botas de los soldados del Sol Naciente. Abrazada a las mujeres que quedaban en la aldea, la pequeña de los Cheng contenía la respiración al otro lado de la puerta, esperando a que una patada la tirase abajo. Las vecinas llevaban días hablando de lo que estaba a punto de ocurrir: los diablos japoneses las violarían, las matarían y las quemarían a todas.
Pero eso nunca llegó a ocurrir. Han pasado más de setenta años desde entonces y la anciana accede a reconstruir su vida sin terminar de entender por qué puede interesarle a un extranjero. Al fin y al cabo, no tiene nada de especial. Fue como la de otras tantas mujeres de Qingtian, doblegadas por la miseria, el hambre y los excesos políticos. Durante su infancia, de la aldea se llegaba a la ciudad andando en viajes que duraban días enteros y de los que se acababa mareado de cansancio. Los zapatos eran de trapo, la ropa se hilaba a mano y nunca bastaba para combatir el frío. Durante semanas no se comía otra cosa que una sopa aguada, enriquecida a base de boniatos secos. La anciana mantiene en su despensa los ingredientes necesarios para preparar el caldo. Ahora que todo el mundo puede comer arroz diariamente y carne a menudo, los boniatos se han convertido en una receta para purificar las tripas. Chen Fenghua los cocina de vez en cuando a petición de sus hijos y sus nietas. En un cuenco de porcelana sirve el caldo humeante y nos lo hace probar con una mueca divertida. Ella no come. Preferiría prescindir de los boniatos, dice, durante el resto de su vida.
Los fogones en los que prepara la cena están cubiertos por una espesa capa de grasa y hollín. A falta de una campana, el humo de los platos salteados en el wok se escapa por una de las grietas de la pared. No hace demasiado frío, pero cala los huesos y agrava los problemas de reuma de la señora Chen Fenghua. Las paredes pierden trozos de cal y la humedad dibuja manchas negras en las que ha agarrado el musgo. Las puertas, desvencijadas y con los tablones arpados, encajan penosamente en sus vanos. A la anciana, que solo ha conocido tiempos peores, la vivienda le resulta más que digna. En general, y a excepción de algún disgusto que le dan sus hijos, se considera satisfecha con su vida. Su espalda soporta bien las cargas cotidianas, aliviadas por comodidades modernas como el agua corriente, las estufas eléctricas y, sobre todo, por el dinero que le envían desde Europa. Y aunque su marido murió hace diez años, no se siente sola, ya que por la casa pasan periódicamente hijos, nietos y otros parientes de visita. Siempre que vienen, los huéspedes se sientan en las sillas de madera de la cocina y esperan impacientes a que Chen Fenghua se afane sobre las sartenes. El congelador contiene una reserva de raviolis, pasta de judías y varias salsas, por si acaso. Su progenie, repartida por el mundo, acostumbra a anunciar sus visitas a casa con poca antelación y la anciana tiene dificultades para recordar todos los viajes y negocios de sus hijos. El menor de ellos vive en España, su hija en Polonia, su yerno en Francia, mientras que los nietos están repartidos por todos lados, incluso en Brasil e Italia. El árbol genealógico, que tardamos casi una hora en plasmar en una hoja de cuaderno, parece el organigrama de una empresa globalizada.
El lugar del que se marcharon los hijos de Chen Fenghua, el condado de Qingtian, ocupa una zona montañosa cubierta por la niebla y surcada por cientos de ríos y arroyos, en la provincia oriental de Zhejiang, al sur de Shanghái. A lo largo de los siglos las aldeas han ido brotando aquí como lo hace la hierba entre las grietas del asfalto de una vieja carretera: aprovechando cada espacio de terreno edificable, a menudo apretadas entre ríos, montes verdes y terrazas que sostienen huertos inverosímiles, algunos de apenas un metro de ancho. Gran parte de los trescientos cincuenta mil habitantes del condado están dispersados por las montañas, y a menudo las construcciones se levantan sobre riscos. La escasez de zonas fértiles y las incontrolables riadas que arruinan las cosechas han forjado el carácter de gentes acostumbradas a las hambrunas y a otras desgracias que durante siglos les han obligado a huir y a buscarse el sustento en otras latitudes. Como en todo el este de China, la superpoblación fuerza a aprovechar cada centímetro de tierra para el asentamiento o el cultivo. El resultado es una maraña de carreteras sinuosas por las que se accede a decenas de pueblos idénticos, separados unos de otros por apenas unos metros. La anciana nos acompaña en un pequeño autobús por uno de estos caminos asfaltados hasta llegar a la casa de su consuegro, Shu Tingzhu. El último tramo lo cubrimos a pie por un puente de cemento y dándole la espalda a un pequeño complejo industrial que surge sobre un arrozal abandonado. Los vecinos aseguran que el paraje se ha transformado por completo en cuestión de quince años. Ya no es necesario cruzar el río a nado, o flotando sobre un tronco o un neumático, como antes. Otros cambios no son tan positivos. Por ejemplo, ha dejado de ser seguro utilizar el agua para lavarse, beber o cocinar. Unos espumarajos verdes burbujean ahora en los rápidos y muchas madres incluso han prohibido a sus hijos bañarse en el río. El anciano Tingzhu lo contempla con desprecio.
Está sucio y además las fábricas se han parado porque tuvieron problemas. Producían ropa y zapatos, pero no sé mucho más porque no trabaja mucha gente de la zona. Creo que los obreros vienen de fuera. Aquí los jóvenes prefieren irse al extranjero porque se gana más dinero.
En la vieja casa familiar de los Shu, una construcción primitiva de madera y piedra, todavía se conservan aperos de labranza, además de muebles con siglos de antigüedad, apuntalados y remendados decenas de veces y maltratados por la carcoma. La cocina sigue funcionando sobre un fogón de barro cocido que se calienta con leña. Las paredes han empezado a resquebrajarse, pero aún se sostienen. En realidad, solo tendrán que aguantar en pie pocos años más: el tiempo que tarde en morir la anciana hermana del señor Tingzhu, la única inquilina del inmueble. El resto se han ido poco a poco: unos han viajado al extranjero para no volver y otros se han trasladado unos cuantos metros al este, a un palacete de cemento y paredes alicatadas, con relieves de cisnes labrados en las ventanas. Construirlo costó una cifra exorbitante según los estándares de la China rural: cuatrocientos mil yuanes, dinero que fue enviado íntegramente desde Europa. No era cuestión de escatimar en la nueva casa familiar, a la que probablemente acaben regresando todos los varones de la familia Shu algún día. Su hija mayor ya lo hizo en 2010, después de once años fuera, seis en un pueblecito austriaco y cinco en Madrid.
El abuelo Shu pasa los días fumando en el porche, convencido de que se merece un descanso. Fue militar de bajo rango durante sesenta años. Entró en el Ejército de Liberación Popular en 1949, en pleno proceso revolucionario, después de unas inundaciones que arrasaron su casa y sus cultivos. En sus años de servicio pasó hambre a menudo, convenció a los tozudos campesinos de la zona de realizar una reforma agraria y se convirtió primero en verdugo y después en víctima de las purgas maoístas. También ayudó a construir una presa en la que casi se deja la vida, vio cómo su pueblo se quemaba en un incendio y se retiró con una pensión miserable. Ahora bebe agua mineral y fuma cigarrillos caros, a dieciocho yuanes el paquete. En las estanterías almacena cosméticos y productos traídos directamente de Portugal y España, algunos fuera del alcance de los campesinos chinos, como las toallitas húmedas y los pañales que usan los niños que corretean por la casa. Son sus nietos, que alborotan en el patio con los juguetes que les regalaron sus padres la última vez que vinieron a verlos, hace más de medio año.
En Qingtian casi todos los ancianos han visto marcharse a parte de su prole al extranjero. En el caso de Tingzhu, son tres los hijos que viven fuera.
A los dos mayores les cogió tarde la posibilidad de irse, por eso nunca salieron de China. Es una suerte porque de ese modo siempre habrá alguien aquí para cuidarnos a mí y a mi mujer. No estaremos solos nunca.
Tingzhu explica el fenómeno migratorio de una manera sencilla.
En vuestros países la moneda vale más. Puedes ganar dinero allí y, al cambiarlo a yuanes chinos, te dan mucho. Por eso la gente se va. Es un buen negocio. El problema es que mientras estás en Europa los precios son mucho más altos. Por eso mis hijos han sufrido tanto y por eso se quieren volver. Allí han llegado a vivir peor que cuando estaban en China. Por mi experiencia puedo decir que el 20 por ciento de los jóvenes que se fueron han vuelto ricos, un 50 por ciento han regresado con dinero suficiente para vivir bien y el restante 30 por ciento siguen siendo tan pobres como cuando se fueron. En general, creo que merece la pena arriesgarse.
Dejamos atrás la aldea de Tingzhu en una furgoneta colectiva, abriéndonos paso entre la niebla por una preciosa carretera de montaña recién asfaltada. En el camino todavía resisten viejos puentes de piedra y caseríos de tejas lacadas. Son cada vez menos y la mayoría crujen, abandonados. La vieja China se desvanece, dejando paso a construcciones de cemento, bloques de viviendas y grandes edificios públicos. Al acercarnos a la aldea de Fongshan, el tráfico se detiene momentáneamente. Un grupo de ancianos atraviesa la carretera acarreando cuatro enormes troncos de bambú, que servirán para apuntalar una obra. Un joven a bordo de un lujoso BMW, impaciente, hace sonar el claxon pidiendo el paso. Los ancianos sonríen y se apresuran. Es día festivo y en todas las calles de la aldea hay coches caros aparcados, pertenecientes a chinos que viven en el extranjero y que han venido a visitar a sus ancianos padres. En Fongshan solo quedan ancianos y niños. Es una de las primeras aldeas desde donde la gente empezó a emigrar a Europa. De los más de diez mil habitantes censados, apenas hay cuarenta personas entre los quince y los treinta y cinco años. Se les considera incapaces, vagos, cobardes, o las tres cosas, por no haber querido o no haber sabido salir del valle, donde apenas hay oportunidades. Una de las rezagadas es Chen Gunxiao, de veinticinco años, a quien encontramos en el mostrador de una de las diecisiete tiendecillas del pueblo en la que se ofrecen ollas, menaje de cocina, grifos, piezas de ferretería y alimentos empaquetados. Con una cálida sonrisa, la muchacha saluda en español y explica sus motivos en mandarín.
Todas mis hermanas viven en España y yo he intentado irme desde que tenía dieciocho años, incluso he estudiado español, pero no consigo los papeles. Mi antiguo novio se fue a Madrid hace mucho y ya no podía esperarme más, así que nos separamos. Ahora ya es tarde para ir a Europa. Aquí en Fongshan no hay futuro y el que se queda está condenado a ser pobre para siempre porque no hay industria ni comercio. No hay nada.
Gunxiao ha tirado la toalla. Según sus cálculos, si no se dispone de ahorros hacen falta al menos cinco años para empezar a prosperar en España. La alternativa que ella y su nuevo novio barajan es trabajar duro en la tienda familiar durante tres años más y, con el dinero ahorrado, intentarlo en Brasil, uno de los nuevos destinos de moda para los más aventureros del condado.
He oído que Brasil es inseguro y hay muchos robos, pero al menos tenemos una opción. Si nos quedamos en China no podremos salir de Fongshan porque en las grandes ciudades chinas no hay trabajo de calidad para gente de pueblo. Mi novio tiene una carrera pero no le dan un salario con el que podamos instalarnos en la ciudad, pagar alquiler y todo eso. Se ahorra más en la tienda.
Entre las estrechas callejuelas de la aldea y el cauce del río aún quedan estanques donde los ancianos crían a los famosos Ou Jiang Cai Li, unos peces naranja y alargados que nadan también en las charcas del arroz. Muchos aún cultivan la tierra, se encargan de las reparaciones, comercian, e incluso ejercen de artesanos en polvorientos talleres donde se talla la piedra, una actividad con siglos de tradición en Qingtian y a la que se le atribuye un papel protagonista en la historia de la emigración hacia Europa. A sus cincuenta y un años, Qiu Xiao Bei no aparta la vista de un enorme bloque de piedra jabonosa que lleva toda la mañana trabajando con un escarpelo y un punzón. El tallado consiste en darle forma a una bola enorme alrededor de la cual se reclinan las cabezas de varios leones. Bajo su toldo trabajan cinco hombres y dos mujeres, todos de más de cincuenta años. Cada uno tarda aproximadamente tres meses en terminar un tallado de más de un metro de alto destinado a decorar la entrada de una casa o un patio. Después venden las piezas a intermediarios y propietarios de negocios de artesanía por unos diez mil yuanes. Empeñándose sin descanso, reúnen algo de dinero con el que ayudar a sus hijos en su aventura europea. El hijo del señor Qiu, por ejemplo, se fue hace dos años y su padre pagó los doscientos mil yuanes necesarios para costear el arreglo de los papeles y el viaje.
Él llevaba mucho tiempo ahorrando, así que se pudo ir limpio, sin deuda. No tardará en empezar a ganar dinero y mandarlo. Mientras se instala, su madre y yo trabajamos duro para apoyarlo y sostener sus esfuerzos. La mayoría de la gente aquí ha hecho lo mismo que mi hijo. Ahora tenemos que trabajar duro para él, pero pronto podremos retirarnos a descansar y disfrutar de los mejores años de la vida cómodamente.
La señora Ye Bao Wu, una de sus compañeras, no para de reírse con mis preguntas, a las que responde mientras introduce con cuidado el punzón en el centro de una enorme flor de piedra de la que ha ido extrayendo esquirlas para formar una retícula en relieve.
El primero que se fue a Europa vivía en esa casa de allí, pero ya está muerto. Desde que él se marchó hemos visto ir y venir a muchos jóvenes. La mayoría vuelven con más dinero, compran coches, construyen casas. Cuando vienen, traen de regalo vinos, tabaco y, claro, euros. Al llegar les molesta lo sucia que está la aldea y nos regañan para que limpiemos más las casas, sobre todo si van a dejar aquí a sus hijos. Allí en España e Italia las casas están más limpias y por eso vienen con más higiene y con costumbres nuevas, como no tirar basura a la calle. También aprenden cosas malas. Los que llevan más tiempo nunca invitan a sus amigos y cada uno tiene que pagarse lo suyo. Eso es muy feo.
La conversaciones se repiten una y otra vez en torno a los mismos temas. La vida en Qingtian gira alrededor de la emigración y está salpicada de anécdotas sobre lejanos países europeos, algo totalmente infrecuente en el entorno rural chino. ¿Cómo ha anidado esta obsesión en un pueblo perdido en las neblinosas montañas de Zhejiang?
La historia de la emigración qingtianesa hacia Europa tiene raíces históricas y cuenta con varios mitos fundacionales. El primero de ellos tiene origen en una remota cantera situada a pocos kilómetros de los talleres de Fongshan. Allí los campesinos descubrieron, hace siglos, que bajo la piel de sus montes se escondía algo de extraordinario valor que les permitiría suplir la falta de tierras y recursos. Con el tiempo, la extracción y talla de piedras volcánicas se convirtió en la principal fuente de riqueza de estas aldeas miserables y aisladas, donde el arroz se acababa medio año después de la cosecha y adonde los emisarios imperiales solo acudían a cobrar tributos. Se fueron formando artesanos que aprendieron a trabajar vetas multicolores, de textura jabonosa, con las que representar formas mitológicas, dioses, espíritus, héroes, tigres y cualquier capricho del punzón.
Cargados con pesados fardos, a menudo desplazándose a pie y vestidos con harapos, los qingtianeses recorrían las aldeas y ciudades circundantes con sus pequeñas esculturas y sellos de piedra, que llegaron a alcanzar una cierta fama en la región. Estos buhoneros añadieron después en las maletas otras mercancías menos pesadas, como trapos, zapatillas e incluso alimentos secos. Una mañana, a finales del siglo XIX, al artesano Chen Yuan Feng tuvo la idea de alejarse un poco más. Viajaría al monte sagrado de la isla de Putuo a ofrecer sus tallas a peregrinos y turistas. Según un relato que sus vecinos escucharon después decenas de veces, el transporte y el ascenso al santuario le costó no pocas fatigas. Los esfuerzos quedaron recompensados a las pocas horas de instalar su tenderete. Lo que más le impactó fue la generosidad con la que le pagaron unos hombres blancos que hablaban lenguas extrañas y que seguramente procedían de las cercanas concesiones europeas[1]. Quizá de la perla de Oriente, de Shanghái.
La leyenda dice que la historia de Chen Yuan voló de boca en boca en los villorrios de Qingtian y llegó a oídos de un grupo de hombres de mundo, que habían estado trabajando y comerciando «al sur de las nubes», en la región de Yunnan. Habían entendido que, igual que los extranjeros entraban libremente a China, ellos podrían salir y viajar. ¿Por qué no llevar las piedras allí donde hay millones de hombres blancos? La ruta comercial se abrió paso trabajosamente, y antes de finales de siglo los primeros vendedores de Qingtian ya se habían instalado en Europa. Algunos se embarcaron en la Indochina francesa, otros en la concesión británica de Cantón y hubo quien recorrió durante meses las peligrosas extensiones siberianas, hasta llegar a Europa Occidental. Se repartieron por Holanda, Italia y Francia. Con el tiempo un puñado de estos artesanos hicieron fortuna reconvirtiéndose en comerciantes. A principios del siglo XX regentaban tiendas especializadas en artículos elaborados a partir de piedras jabonosas en las principales ciudades chinas y en Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Italia y Países Bajos. En lugares como Turín, Ámsterdam o Marsella llegaron a convertirse en personajes influyentes, con esposas locales y comercios en el centro de la ciudad. Otros, con menos suerte, aprendieron a sobrevivir en las calles, enrolándose como marineros, ofreciéndose para cualquier tipo de labor manual o buscando trabajo en los negocios de sus compatriotas. De aquellos años son también los primeros restaurantes chinos. En algún momento hubo de freírse la primera empanadilla china en suelo europeo.
Se estaba incubando una ruta migratoria que florecería durante décadas y se extendería por todo el continente, creando un puente inverosímil entre Europa y Qingtian. «Allí donde hay costa, hay chinos», dice un viejo proverbio del país. Y es cierto, como también lo es que son los pioneros quienes abren la ruta, arrastran a sus parientes y amigos, y después narran sus aventuras, exagerando las oportunidades de ultramar y volviendo a casa con mejores vestidos y grandes fortunas.
La pequeña comunidad qingtianesa instalada en Europa recibió un accidentado espaldarazo durante la Primera Guerra Mundial. En 1916, en las casas de té de decenas de ciudades chinas aparecieron ofertas de trabajo diferentes a las habituales. La paga era buena; las condiciones, algo menos. Se trataba, sencillamente, de trabajar en una guerra. Las potencias aliadas habían firmado un acuerdo con el gobierno republicano chino para emplear mano de obra barata. Los ejércitos de Francia, Gran Bretaña y Rusia recurrían así a los llamados «culies», campesinos del gigante asiático utilizados por todo el mundo para empresas tan arduas como la construcción del ferrocarril en Estados Unidos. Era legendaria su capacidad de sacrificio y su adaptación a salarios miserables, que los hacían casi tan rentables, o más, que la mano de obra esclava. En cuatro años, desde París y Londres se reclutaron cerca de ciento cincuenta mil chinos, a quienes se ofreció a cambio un grueso abrigo de algodón, pantalones de invierno, cinco monedas de plata, un salario semanal y el juramento de que no tendrían que empuñar armas ni que sus vidas se pondrían en peligro en el frente. Más de dos mil llegaron desde el condado de Qingtian, donde las autoridades animaron a la población a alistarse para escapar de las hambrunas y penurias provocadas por una serie de inundaciones.
Los culies vivieron la guerra en campos de trabajo desde los cuales partían escuadrones que cavaban trincheras, llevaban municiones al frente, acarreaban soldados heridos a la enfermería y participaban en la logística de las batallas, en la producción de armas o alimentos bajo ley marcial y economía de guerra. El gobierno francés, presionado por los sindicatos, ofreció mejores condiciones económicas que el británico, incluso un día libre semanal y la oportunidad de celebrar los festejos chinos. Lo que se incumplió sistemáticamente fue la promesa de no poner sus vidas en riesgo, y al menos dos mil perecieron en las batallas o a causa de enfermedades infecciosas. La prensa de la época los veía como «niños grandes, que independientemente de su edad real tienen todos el carácter de niños de diez años[2]». Algunos de esos «niños» protagonizaron protestas violentas que fueron reprimidas a tiros.
Al acabar la guerra y empezar la reconstrucción de Europa, entre 1920 y 1922, la mayoría de los culies fueron repatriados a China con su pequeño botín. Otros, una minoría, decidieron quedarse, sobre todo en Francia, donde en agradecimiento a los servicios prestados se les dio la oportunidad de establecerse. Entre ellos se encontraban cientos de qingtianeses, que contaban con el apoyo de sus paisanos radicados allí en la oleada anterior. ¿Para qué regresar a China? En su condado las cosas iban de mal en peor, de hecho, el éxodo se incrementó en 1929, cuando una sequía bíblica arruinó las cosechas de Qingtian y provocó una nueva migración hacia Europa. Se cree que en aquellos años, buscando oportunidades por todo el continente, los primeros inmigrantes chinos cruzaban los Pirineos y empezaban a dejarse ver en las calles de las grandes ciudades españolas.
La narración, plena de referencias a sus propias familias, me la van desgranando en su modesto despacho los profesores Chenmeng Lin y Yanzou Ping. Durante años, estos ancianos de Qingtian se han ocupado de reconstruir y dar un sentido a la historia de la emigración local. Su relato, sospechan los historiadores europeos[3], es mitad reconstrucción histórica, mitad leyenda ambientada en la tradición oral. Se trata, en todo caso, de una investigación ambiciosa, ampliamente financiada y respaldada por la Asociación de Qingtianeses regresados del Extranjero, una organización de filiación gubernamental que realiza encuentros intercontinentales, celebra congresos y que incluso ha inaugurado su propio museo en el que se exponen fotografías y objetos donados por aquellos que hicieron fortuna o que lograron hacerse un sitio en las sociedades receptoras. En las vitrinas se ven artesanías africanas, latinoamericanas, carteles de béisbol estadounidense, reproducciones de la Torre Eiffel, del coliseo de Roma y, por supuesto, toros y muletas, banderas de España, cuadros de la Sagrada Familia e incluso un balón del FC Barcelona. En el gran mapa de la entrada se despliega el último registro oficial de qingtianeses en el extranjero, fechado en 2006, y cuyas cifras, nos aseguran, son muy inferiores a las actuales[4]. El panel muestra que el país con más presencia es precisamente España (treinta y seis mil registrados), seguido de Italia (treinta y cinco mil) y Francia (doce mil). La lista abarca decenas de naciones en los cuatro rincones del planeta, de Angola a Brasil, de Tailandia a Finlandia, de Australia a Canadá. Frente al museo, a lado de la estación de trenes, se sitúa la plaza más grande del pueblo, dedicada también a quienes emigraron. Junto a los símbolos de la China comunista, en mástiles de varios metros de altura, ondean las banderas de cientos de países, asociaciones y gremios de emigrantes chinos en medio mundo. Una de las que más se repite es la española. Y tampoco faltan la senyera catalana y una ikurriña izada en honor a los chinos que buscaron fortuna en el País Vasco.
Aunque no hay un censo exacto, se suele aceptar como válida la idea de que alrededor del 70 por ciento de los chinos que viven en España proceden de Qingtiang[5]. A partir de los años noventa nuestro país se convirtió en el destino preferido por las muchas oportunidades de negocio y, sobre todo, por la laxitud de las leyes de inmigración, las frecuentes regularizaciones y la falta de controles. Decenas de familias se trasladaron entonces a España desde otros países europeos y posteriormente empezaron a traer a sus parientes, amigos y paisanos. Los ancianos profesores han intentado seguir el rastro de las primeras oleadas.
Desde los años cincuenta hasta finales de los setenta, China estaba tan cerrada como Corea del Norte hoy. Apenas nadie salía del país y quienes lo hacían iban a través de Hong Kong y acababan en Asia o en países anglosajones. Después China empezó a abrirse y en unos años cayó el muro de Berlín, de modo que muchos viajaron hasta Europa Occidental desde los países del Este, que tenían un régimen de visados muy tolerante. Por ejemplo, en pocos meses, unos veinte mil qingtianeses desembarcaron en Hungría. Se puede hablar de éxodo, sí. Miles de personas hicieron las maletas, aprovechando lazos familiares en Europa. Pronto España e Italia se convirtieron en destinos famosos para los qingtianeses porque aceptaban mucha inmigración y era fácil empezar como clandestino y acabar con los papeles en regla. Los jóvenes se marchaban por tierra, mar y aire.
Las autoridades de Qingtian dan una enorme importancia a su comunidad emigrante, e intentan tutelar y aprovechar los flujos. Zhou Feng, presidente de la Organización de Chinos Regresados del Extranjero, nos acompaña en nuestras entrevistas oficiales. Es un hombre joven, de espaldas anchas y mirada limpia. Su teléfono no para de sonar. Está ocupado, pero le interesa que se conozca la historia de su condado. Y, por qué negarlo, también le interesa saber con quiénes hablamos y qué nos van contando. El control de la información es una actividad que las autoridades chinas realizan de manera rutinaria y con una cierta naturalidad. Zhou no tiene ningún problema en admitir que desde el gobierno han apoyado e impulsado abiertamente la emigración desde el principio por motivos fundamentalmente económicos.
El hecho de que la gente salga al extranjero a hacer fortuna es bueno para todos. Por un lado alivia la presión demográfica aquí y por otro proporciona remesas. Sin los flujos migratorios, es obvio que Qingtian nunca habría despegado como lo ha hecho. Quienes han querido irse al extranjero han contado con apoyo. Incluso hemos financiado clases de idiomas y centros de formación profesional donde se enseñan las profesiones más demandadas en Europa. Si quieres ir a verlo, yo te llevo.
«La, le, li, lo, lu». «La, le, li, lo, lu». Los trece alumnos de Liu Xufen repiten en voz alta los fonemas escritos sobre un viejo pizarrón. «Ma, me, mi, mo, mu». «Ma, me, mi, mo, mu». La profesora, una enérgica mujer de treinta y cuatro años, da el tono y remarca la pronunciación. El método educativo chino, basado en la repetición, consigue que los alumnos se familiaricen con los sonidos del español y repasen el alfabeto latino. Poco más. La misma profesora no es capaz de construir más de dos frases seguidas. Se avergüenza al explicarnos que la entrevista tendrá que desarrollarse en mandarín porque no entiende bien las preguntas.
Aunque no lo domino, me encanta tu idioma, por eso soy profesora. Para mí es un placer enseñarlo. Creo que no es una lengua difícil para ellos. Lo pueden aprender y luego mejorarlo cuando se vayan a vivir a España, hablando con españoles. Muchos de mis exalumnos lo hablan mejor que yo cuando vuelven de vacaciones. Aquí adquieren un nivel muy básico, para ser capaces de pronunciar lo que leen, y un vocabulario mínimo, orientado a los trabajos que van a desempeñar.
Se refiere a palabras como «menú», «barato», «arroz» o «euro», indispensables para un primer trabajo en España. Todos los alumnos, sin excepción, están esperando sus documentos para emigrar. En esa situación se encuentran, por ejemplo, Yu Hairong y su hija de ocho años, quienes aguardan a reunirse con su marido, un cocinero de Madrid. O la joven Wang Xiaofei, de veintidós años, que está esperando los papeles para emigrar a Barcelona, donde sus padres la colocarán en una tienda de ropa. Algunos, como Wenzuo Lei, de dieciocho años, han dejado sus estudios y se empeñan exclusivamente en preparar su nueva vida. «La verdad, no estoy preocupado, pero echaré de menos a mis amigos».
En la escuela de idiomas de Qingtian, financiada por el municipio, se enseñan las lenguas más útiles para emigrar, como español, italiano o francés. Las tarifas están subvencionadas: ochocientos yuanes por cincuenta horas. Independientemente del aula, los alumnos cuentan historias parecidas. Excepto en las clases de inglés. De darlas se encarga el profesor «Black» Xiao Ming, un joven de veintiún años y el único de la plantilla que ha estudiado en el extranjero, concretamente en Oregón, Estados Unidos.
Mis alumnos no quieren emigrar, sino emprender una carrera profesional en China. Yo mismo intentaré quedarme, aunque, si en cinco años no encuentro un buen salario, quizá me marche fuera, adonde pueda.
Las estadísticas de la escuela ofrecen alguna pista más sobre cómo está evolucionando el panorama social del condado y, por extensión, de toda China. Desde que comenzó la crisis, los alumnos de español han pasado de ser más de trescientos en 2008 a menos de veinticinco en 2011. En ese mismo periodo, la clase de Xiao Ming no ha hecho más que crecer. Tras indicarle el dato, el director de la Escuela Laboral de Qingtian confirma una tendencia que se ha convertido en tópico en las conversaciones de los habitantes de Qingtian.
Muchos chinos prefieren quedarse en China y para eso el inglés es más útil. Saben que en Europa hay cada vez menos oportunidades para ellos y que en las grandes ciudades de China hay cada vez más.
Antes de despedirse me pide opinión sobre un proyecto al que le está dando vueltas. Asesorado por chinos que emigraron a Barcelona hace décadas, pretende montar un taller de verano para niños europeos e hijos de chinos emigrados que quieran aprender o mejorar su nivel de mandarín. La academia nació para formar inmigrantes y ahora se está planteando traer estudiantes europeos de intercambio. Una metáfora más de hacia dónde se mueve el mundo.
Pese a los esfuerzos de la profesora Liu, la mayoría de los chinos que emigran a Europa lo hacen sin saber pronunciar más que una decena de palabras en el idioma local. Para la mayoría es más importante aprender los rudimentos de la profesión que van a desempeñar allí, o al menos conseguir una certificación que lo acredite, requisito imprescindible para obtener el visado de trabajo. De eso se encargan en el Instituto de Formación de Qingtian. Aunque en sus aulas se enseña una decena de profesiones, los cursos estrella son cocina, costura, contabilidad y educación infantil. El primero abre las puertas a quienes pretenden trabajar en un restaurante chino. El segundo facilita las cosas para entrar en un taller de confección. El tercero pude ser útil a la hora de abrir un negocio propio. El cuarto sirve para encontrar empleo cuidando a los hijos de quienes deciden dejar atrás a su prole al emigrar.
El vicepresidente de la escuela, Hong Gui Ping, también ha percibido un cambio en la mentalidad de sus alumnos.
En el pasado, todos los que estudiaban cocina se iban fuera. Pero ahora se están abriendo tantos restaurantes de calidad en China que tenemos alumnos que se quedan en el país y buscan trabajo en grandes hoteles. Si un estudiante se esfuerza mucho es porque se va a quedar en China, porque piensa que no va a conseguir el visado y, en consecuencia, tiene que convertirse en un cocinero excelente para encontrar un buen trabajo. Los que se marchan a Europa no necesitan aprender demasiado porque la comida que se hace allí es más fácil.
Para quienes deciden emigrar lo más importante es el diploma, certificación que facilita mucho el trámite en los consulados europeos. Pregunto por la dificultad de los cursos y Hong me alarga un documento sellado y firmado por las autoridades locales, con la fotografía del estudiante.
Este es el certificado que necesitan. Normalmente tardan dos años en conseguirlo, pero si tienen prisa por irse, podemos dárselo después de un curso intensivo de tres meses. Queremos ayudarles, ya que muchas embajadas, como la española o la italiana, lo exigen para otorgar los papeles.
La emigración y las remesas que genera constituyen la principal industria de Qingtian y las autoridades se preocupan por ajustar el sistema educativo a esta realidad. Los cursos están subvencionados y no se paga más de mil trescientos yuanes por semestre. Además, muchos alumnos disponen de becas, como Zhan Xiao Ying, una muchacha de diecisiete años, estudiante de costura.
Como soy una chica, me gustaría crear ropa bonita, así que el curso lo hago porque me gusta, pero también porque lo necesito para conseguir los papeles. Mi familia tiene tres negocios en Italia, imagino que me pondrán a trabajar en una tienda de ropa.
Zhan hará lo que le ordene su familia. Al igual que Yan Xin Hong, también de diecisiete años, un chico atlético y resuelto, con las ideas muy claras para un muchacho de su edad.
La mayoría de mis parientes viven en el extranjero. En Italia tienen restaurantes, así que no me faltará trabajo si me quiero ir. Voy a intentar quedarme a trabajar en China, para ser cocinero de cinco estrellas. Pero si no se puede, mis padres me enviarán a Milán. ¿Mi sueño? Abrir mi propio restaurante algún día. Ya sea en China o en Europa, quiero ser dueño de mi propio negocio.
Historias como las de Zhan o Yan son cada vez menos frecuentes en Qingtian y el entorno de Zhejiang. Muchos de quienes emigran ahora hacia Europa proceden de la llamada «segunda ola migratoria». Son hombres y mujeres de las regiones más castigadas por el cierre de las industrias pesadas estatales en los años ochenta y noventa, durante las aceleradas reformas capitalistas. En China se les conoce como dongbeiren (gentes del noreste) y por sus venas circula sangre mongola y manchú. Sus compatriotas del sur los describen como holgazanes, violentos y menos hábiles para los negocios. Ellos, más corpulentos y directos que el resto de los chinos, se enorgullecen de su carácter noble, valiente y sin dobleces.
El corazón de Qingtian está en Hecheng, un lugar que se ha transformado por completo en los últimos tiempos hasta perder cualquier parecido con la apacible aldea entre montañas que fue durante siglos. Hoy, los vecinos prefieren llamarlo «Little Hong Kong», una metáfora que habla de la altura de los rascacielos, los muchos karaokes y casas de masajes, los restaurantes pretenciosos con nombres europeos y los puentes iluminados, tendidos sobre el río Ou. En la carretera comarcal un cartel anuncia la inminente llegada del tren de alta velocidad. Los cambios son vertiginosos. Hasta mediados de los años setenta por aquí ni siquiera pasaba el tren regular y el río se cruzaba en barcazas de madera. Ahora el skyline llega incluso a las ciudades de tamaño medio de la región. La población de Hecheng no supera los cincuenta mil habitantes, de los cuales una buena parte vive dispersada entre la vieja barriada junto al río y las urbanizaciones de lujo que señorean en lo alto de las montañas, por las que jardineros y guardas se mueven en coches eléctricos idénticos a los usados en los campos de golf. En el centro del pueblo la majestuosa altura de algunos edificios no está justificada por motivos urbanísticos. Es, más bien, una exhibición de riqueza. La arteria principal, una calle comercial de insólito glamour para la China rural, fue diseñada por un arquitecto estadounidense afincado en Pekín. Entre otros muchos comercios destacan las tiendas de ropa y electrónica, las fruterías y una joyería especializada en la venta de oro, donde una pantalla anuncia en tiempo real la cotización internacional de diferentes metales preciosos. Puerta con puerta se encuentra una sucursal de banco en cuya entrada se forma a menudo un mercado negro de divisas en el que se negocian yuanes y euros a un tipo de cambio preferencial.
Las alturas que alcanza Hecheng están directamente relacionadas, por supuesto, con la emigración. En la cafetería del hotel Kai Yuan, de cuatro estrellas, un grupo de empresarios toman café con leche y un té a media tarde. El más anciano tiene aparcado frente a la puerta un Mercedes de más de cien mil euros. Dos de las nuevas torres levantadas al otro lado del río las ha pagado él. Sus negocios están ahora diversificados entre China y España, pero los primeros millones los amasó en Fuenlabrada con dos restaurantes que ahora regentan sus hijos y un almacén de productos de importación. Es un hombre aparentemente sencillo, vestido con pantalones de tela y una camiseta. Su aspecto contrasta con la sala, un espacio de techos altos, sobrecargado de tonos dorados y en el que suena un piano que ameniza el ambiente con música clásica. Lo que no hay es pianista. Las notas se reproducen de manera automática con un extraño artilugio que percute las cuerdas, al tiempo que ilumina bombillas de colores. A la mesa se sientan también los primos David y Carlos Lan, a quienes acompañan dos preciosas jovencitas, Yen Yen y Xiao Ting, apenas adolescentes, a las que conocieron dos días atrás. Ninguno de los dos primos supera los veinticinco años, pero ya tienen suficiente dinero para pagar los cerca de cien euros que cuesta una habitación por noche y aún les sobra para apoteósicas farras nocturnas. A David le conocen bien en el hotel. Pasa largas temporadas alojado aquí, según explica él mismo en perfecto español, idioma que entienden cientos de personas en Qingtian, a tal punto que muchos carteles públicos están traducidos al castellano además de al inglés.
Ahora vivo entre España y Qingtian. Cuando vengo me quedo en el hotel porque es más cómodo que en casas de parientes y aquí no tenemos una residencia bien acondicionada para mí. Crecí en España, pero vengo cada dos meses para buscar oportunidades de negocio. En España tenemos tiendas de ropa e importación, pero las cosas están cada vez más difíciles y con mi familia queremos invertir en China. El problema es que en Qingtian ya está todo hecho, saturado, es muy difícil hacer negocios.
La vida nocturna de Hecheng es frenética para tratarse de una aldea perdida en la china rural. A ello contribuyen cientos de chicas guapas llegadas desde otras provincias del país. Muchos de quienes hicieron fortuna en el extranjero prefieren divertirse en su pueblo que en cualquier otro lugar. Acompañados por nuestros anfitriones más jóvenes, abandonamos el hotel y nos dirigimos a una de las discotecas del pueblo. Un DJ con el pelo pintado de colores pincha música tecno china y occidental a un volumen atronador. En la penumbra, entre enormes tuercas de colores y plataformas de metal, bailan decenas de adolescentes que visten a la moda japonesa y coreana. Flequillos izados, gomina, escotes, minifaldas rosa, pantalones ajustados, volantes, cadenas de metal, chapas. Mi traductora local, Pam, está completamente desorientada y no sabe cómo comportarse. Es la primera vez que entra en este lugar. Aquí, me explica, vienen sobre todo adolescentes, hijos de emigrantes, la clase alta del condado. Los más atrevidos se toman de la mano de su pareja, embriagados y aparentemente ajenos a los esfuerzos que han tenido que hacer sus padres en Europa para sacar adelante los negocios familiares. Los clubes de baile no son una novedad en Pekín, Shanghái, Shenzhen y el resto de metrópolis chinas. Bares algo menos aparentes también son comunes en las ciudades del interior del país. Pero el desenfreno resulta inaudito en el entorno rural de los condados de la China campesina, hasta el punto de despertar la curiosidad. Un hombre con pantalones cortos y calcetines blancos se asoma a la pista de baile con su hija de cinco años, que levanta los brazos imitando a un grupito de chicas que agitan el pelo al ritmo de la música. El señor se encoge de hombros y se justifica, asegurando que ha sido la niña quien le ha pedido entrar. Aturdido por las luces, no bebe nada y tampoco sabe muy bien dónde ubicarse. A los diez minutos se despide y se va.
Es ya más de medianoche y nos sentamos a comer algo en el mercado nocturno más famoso del lugar, cuyos puestecillos de comida y bebida no cierran hasta bien entrada la madrugada. La docena de ostras cuesta menos de tres euros y se publicitan con un cartelito en el que se prometen efectos afrodisíacos a los hombres y una piel más bonita a las mujeres. Cuando llegan, humeantes, sobre la mesa hay ya platos de calamares picantes, pinchitos de carne, verduras, maíz hervido y decenas de guisos más. Mientras roe unos huesos de pollo, a Yen Yen, la chica emparejada con David Lan, se le antoja un chupachups. Él ordena un bote entero, un incómodo recipiente de plástico con más de cien caramelos con el que cargará toda la noche el único miembro del grupo que nunca ha salido de Qingtian. Le llaman Pangzhai, un chico espabilado y voluntarioso que sabe hacerse útil gracias a sus contactos y a un interminable repertorio de bromas, bailes y bravuconadas. Demuestra sus dotes de bufón horas después. Con un paraguas, y dejando al descubierto su oronda panza, improvisa un espectáculo desternillante en una sala de karaoke, persiguiendo a las azafatas e intentando colar la mano por debajo de sus diminutas minifaldas. Las chicas, las camareras y los huéspedes no paran de reír. Cuando llega la hora de irse a casa, David insiste en pagar la cuenta de todos. «No es mucho. Normalmente gastamos más».
Al contrario que en Europa, donde hemos adaptado el concepto a una forma occidental de entender la vida social y el ocio, los verdaderos karaokes, los asiáticos, están distribuidos tras un mostrador a lo largo de corredores que dan paso a salas privadas de diferentes tamaños. En ellas se juntan grupos de lo más heterogéneo con la excusa de entonar sus canciones preferidas, comer algo y, por supuesto, beber alcohol. Mientras en unas salas se desgañitan familias enteras, con los nietos berreando alguna canción infantil, en otras lo hacen melosamente parejas de enamorados o se pasan el micrófono matrimonios de mediana edad. Las combinaciones abarcan todo el espectro generacional y social. En muchos de estos locales, es cierto, existe la posibilidad de requerir la presencia de camareras y chicas de compañía para pasar el rato. Algunas de ellas están abiertas a entablar una relación más íntima. Pero los karaokes son mucho más que una tapadera de cierto tipo de prostitución. Los chinos, como casi todos los asiáticos, prefieren mantener sus fiestas en la intimidad, hecho que da lugar a frecuentes errores de interpretación. En Qingtian se hizo tristemente famoso un documental de investigación emitido por la cadena española Antena 3 en el que se hablaba de las salas privadas de los karaokes como lugares pensados para los negocios sucios y la trata de blancas. Como todos sus amigos, David Lang lo vio y se indignó: «Ese detalle de los karaokes demuestra que quienes lo hicieron no saben nada de nosotros ni de nuestras costumbres».
De una manera parecida a lo que nosotros hacemos con los karaokes asiáticos, los chinos que viven en Europa también reproducen, adaptándolas, algunas de nuestras costumbres más arraigadas. Cuando vuelven a casa, muchos qintianeses traen consigo una versión de Europa que quizá solo existe en su cabeza, algo que cobra forma en las calles de Hecheng. El restaurante Lafite, por ejemplo, tiene en la entrada un caballo de piedra negra de varios metros con una lámpara sobre la crin. Por una escalera rococó se accede a salones con mullidas butacas de piel y terciopelo, adornados con copias de cuadros franceses y extraños candelabros de araña. El menú ofrece jamón ibérico y salami italiano[6], que se sirve sobre una cama de lechuga. La extensa carta de vinos contiene una abundante selección de caldos españoles y en la portada del menú sonríe un chef francés cuya foto, admite la camarera, han sacado de internet. La sección de pizzas es especialmente larga y se puede elegir entre la «masa italiana» y la «americana», pero ambas vienen acompañadas de ketchup. Lo más caro son las delicatesen típicas de la cocina china: aleta de tiburón, nido de pájaro y el abulón[7]. La mayoría de los comensales, como casi todo el que puede permitírselo en Qingtian, fuma cigarrillos traídos directamente desde España e Italia. Se venden en los estancos y no les falta el sello de las aduanas europeas.
El Lafite es uno de los restaurantes más lujosos, pero no el único. Hay muchos otros locales así en Qingtian. Algunos con nombres como Real Madrid o Barcelona. Ye Xiao Lan es uno de los muchos empresarios chinos que atiende esta demanda. La decoración de su local, el bar Weina, está a caballo entre la enoteca y el bar de tapas, recubierto de madera, con barra española, un castillo por escudo y todo tipo de tintos franceses, italianos y españoles de gama alta. Entre los mejores compradores de vinos europeos se cuentan los altos funcionarios del Partido y los grandes hombres de negocios[8]. Ye Xiao Lan nos lo explica, dándole una profunda calada a un habano que sujeta entre dos dientes de oro.
No sé si será verdad, pero dicen que hay unas ochenta tiendas donde comprar productos ibéricos en el condado. El tinto nos gusta mucho, también el chorizo y el jamón. Esos son los productos más famosos de España en Qingtian. Estamos empezando y facturamos cientos de miles de euros. Algunos jóvenes aquí ya no desayunan con el porridge de arroz, sino con el café con leche o el capuccino. A algunas cosas se han acostumbrado estando allí. A otras no.
La ruta por el «Qingtian europeo» nos lleva hasta el supermercado más lujoso del pueblo, situado en un subterráneo al que se accede rodeando una plaza que durante las noches de verano se anima con grupos de jubilados bailando. La selección de productos importados que ofrece el local no es fácil de encontrar fuera de las grandes metrópolis asiáticas: vinos de toda Europa, botellas de aceite de oliva, productos de higiene personal occidentales y japoneses. Una encargada asegura, orgullosa, que en ningún otro sitio de toda la provincia venden tantas marcas extranjeras de leche como en Qingtian. También los precios son diferentes a los del resto de aldeas del país y no solo los de los productos importados. Con el progreso se ha disparado la inflación, acercándose ya a la de las grandes y prósperas ciudades de la costa, como Shanghái o Hangzhou, especialmente en lo referente al ladrillo, donde los empresarios y ahorradores chinos han hecho las mismas cuentas que hicimos en España hasta que estalló la burbuja. En una inmobiliaria del centro preguntamos cuánto cuesta instalarse en el centro de Hecheng. Por un apartamento de ciento veinte metros cuadrados en una urbanización llamada Ciudad Europea piden más de dos millones de yuanes (unos doscientos cincuenta mil euros[9]). Una casa en las urbanizaciones de arquitectura kitsch situadas en las montañas superan los doce millones de yuanes (millón y medio de euros). Si nos alejamos unos cuantos kilómetros de «Little Hong Kong», el metro cuadrado se reduce a menos de una décima parte.
Allí, en las afueras, es donde se encuentra el camastro en el que duerme cada noche un hombre de piel más oscura que la mayoría de los qingtianeses. Nos habla mientras recoge su puestecillo ambulante de mascotas en una esquina entre la avenida comercial y un angosto callejón. Ordena decenas de tortugas de diferentes tamaños, periquitos, peces de colores, conejos recién nacidos y ratoncillos de campo que se revuelven en jaulas, bidones y cubetas de plástico. Él los vigila acuclillado, adoptando la clásica postura de descanso asiática. Se llama Dai Zhaoyin y es un emigrante sin permiso de trabajo ni residencia, aunque nunca haya salido de su país. Proviene de la provincia de Anhui, una de las más pobres y donde la escasez de tierras y agua potable convierte la supervivencia de cientos de miles de campesinos en una carrera de fondo.
Más de doscientos cincuenta millones de personas se encuentran en China en una situación parecida: trabajando lejos de sus hogares, en las zonas más prósperas, donde son tratados como «sin papeles» por las autoridades locales[10]. Zhaoyin es perfectamente consciente de su condición de víctima. Hasta que se torció, esperaba disfrutar de una vida austera pero tranquila. Estudió electrónica en la capital de su provincia (Hefei), se casó y empezó a trabajar en una empresa estatal. Los problemas surgieron cuando su mujer quedó embarazada por segunda vez. La joven pareja decidió seguir adelante sin abortar, a pesar de la ley del hijo único, una compleja legislación que limita la natalidad para luchar contra la superpoblación y que sigue aplicándose de manera estricta en la mayoría de las ciudades. El resultado de su decisión fue desastroso: además de tener que pagar una multa monstruosa, perdió su trabajo.
Pasé años muy duros, sin saber qué hacer. Mi mujer tiene parientes en una ciudad cercana a Qingtian y había oído que en este lugar hay mucho dinero, traído por los que emigraron a Europa, de modo que decidí venir aquí. El resto de mi familia se quedó en Anhui.
Dai tiene la mirada sincera, el rostro curtido, el pelo ensortijado y una complexión fibrosa. Sus dedos, negros y gordos como morcillas, delatan su condición. Después de unas semanas buscando trabajo por las calles de Qingtian, Dai intentó dar el salto a España o Italia, pero pronto descubrió que no se lo podía permitir. Quienes ayudan a tramitar los papeles le pedían demasiado dinero. Por ser forastero le reclaman una suma mayor a la habitual.
Al final renuncié y pensé que vender animales podría darme dinero rápidamente porque no se necesitan muchos ahorros para empezar. Mi familia lo necesita para que los niños puedan seguir estudiando. Gano unos dos mil yuanes al mes y les mando a ellos casi todo. Yo apenas gasto lo necesario para comer. He renunciado a vivir para mí.
Su condición es paradójica. Como las chicas de las salas de masajes y karaokes o los conductores de triciclos de pedal que transportan pasajeros por la ciudad, Dai ha emigrado a la tierra de los emigrantes. De hecho, y a pesar de que casi la mitad de los qingtianeses ha salido de manera permanente o temporal, la población del condado sigue creciendo[11]. Desde el año 2000 lo ha hecho un 7 por ciento. No solo por la relativamente alta tasa de natalidad, sino también por los trabajadores llegados de otros pueblos y ciudades. La mayoría de ellos, como Zhaoyin, aseguran no estar demasiado a gusto y retratan a los qingtianeses como «nuevos ricos» que no demuestran comprensión con quienes vienen a buscarse la vida.
Se ríen mucho de mí porque hablo con acento de Anhui y porque no conozco el idioma local. Se ríen, e incluso me han abofeteado porque dicen que soy torpe, o porque no tengo rango. Aquí estoy considerado lo peor de la sociedad. Los jóvenes de Qingtian alguna vez nos han golpeado. Hay peleas contra los que venimos de fuera, pero nosotros no podemos defendernos, ya que las consecuencias serían peores. Dejamos que nos peguen, o nos callamos. Cuando mis hijos terminen de estudiar intentaré reunir algo de dinero para ir a Europa, o quizá me vuelva a Anhui, depende de lo que crea que es mejor para mi familia. Lo que tengo claro es que aquí no me voy a quedar. Odio este sitio. No me gusta Qingtian.
Feng Yi Fei tiene dieciséis meses y está desconsolado. Lo primero que hizo al llegar, hace dos días, fue lanzarse a los brazos de una cuidadora. Y desde entonces no se ha querido soltar. La mujer ya no sabe qué hacer: le susurra canciones al oído y lo acuna con paciencia, tratando de evitar que rompa a llorar. Los pedagogos del centro aseguran que tardará algún tiempo en superar el trauma antes de poder incorporarse a las clases y convertirse en uno más. Lo hará. Al fin y al cabo, la mayoría de sus compañeros han pasado por esto. Es cuestión de tiempo. Hace tan solo tres días que sus padres se despidieron de él, dejándolo interno en la guardería Angels Kindergarten, un centro privado, limpio, luminoso y bien preparado, localizado en una de las urbanizaciones de estilo europeo a las faldas de una montaña, en las afueras de la ciudad.
Les pasa a todos igual. El ambiente es completamente nuevo, sobre todo para los que llegan de Europa. Pero en unas semanas se les pasa y se les olvida. Transcurrido un tiempo, son los padres quienes están peor. Intentamos ayudarlos con informes semanales y grabando las aulas y dormitorios 24 horas con webcams para que puedan ver cómo crecen y aprenden sus hijos en todo momento.
Quien habla es Zhu Weifen, presidenta y propietaria de este jardín de infancia que sigue el método italiano Montessori y donde la mayoría de los niños son hijos de inmigrantes. «De los ciento veinte que tenemos, solo dieciocho duermen aquí. El resto pasa todo el día, pero por la noche se van con familiares, normalmente los abuelos».
A Angels Kindergarten solo asisten los hijos de quienes se pueden permitir pagar el precio, unos diecisiete mil ochocientos yuanes al año por niño. Las instalaciones son inmejorables: aulas diáfanas, equipadas con todo tipo de material didáctico y cuatro salas de juegos vigiladas día y noche por las veinticuatro personas que trabajan para la señora Zhu. También dispone de dos patios con columpios y toboganes, así como una habitación con diminutas literas de madera para hacer la siesta. Los baños comunitarios están construidos a medida preescolar; y los cepillos de dientes preparados y numerados en vasitos de plástico frente a los espejos. En realidad, el pequeño Feng Yi Fei es un privilegiado. La mayoría de los niños de su edad tienen que conformarse con una plaza en las masificadas guarderías estatales, o en las de aldeas donde viven sus parientes, en las que a menudo no les prestan demasiada atención. Como muchas zonas rurales del país, Qingtian está llena de niños sin padres, que han sido dejados con los abuelos, en internados e incluso con familias de alquiler, prácticas habituales entre los emigrantes chinos. No solo aquellos que viven en el extranjero, sino también los que se marchan del campo para buscar un futuro mejor en las zonas más prósperas del país.
Desde una perspectiva europea, la idea de separarse de los hijos durante meses, incluso años, puede parecer una aberración. Pero el pragmatismo chino lo considera un mal menor. Al fin y al cabo, siempre estarán rodeados por los abuelos o tíos y distancias y fronteras no son un obstáculo insalvable para una familia extensa. Sus miembros pueden pasar temporadas en un país u otro, separados, educándose, trabajando o haciendo negocios, sin que ello debilite los lazos familiares. Para la señora Zhu, que también es madre, es algo normal.
Algunos padres no pueden mantener a sus hijos en Europa porque se pasan el día trabajando y no pueden pagar una niñera. Por supuesto que sufren, como sufriría cualquier padre, pero prefieren dejarlos aquí antes que tenerlos desatendidos. También los hay con suficiente dinero para llevárselos consigo, pero que no quieren que sus hijos crezcan como si fueran europeos. No quieren que olviden su idioma, su cultura y sus raíces. Para que aprendan bien chino tienen que crecer aquí. Cuando alcanzan una edad, y si la familia decide establecerse en España, entonces se les manda allí.
Muchos padres creen que es mejor permanecer separados unos años que perder la unidad cultural y familiar. Las anécdotas sobre niños que «piensan como extranjeros» alcanzan dimensiones de leyenda urbana en todo el condado de Qingtian. Chascarrillos que vuelan de boca en boca y que ponen los pelos de punta a la gente de aquí. Una de las más repetidas es la de una adolescente de Madrid a la que su madre pidió que empezara a trabajar por las tardes en la tienda familiar. En lugar de obedecer sin rechistar, la niña preguntó que cuánto iban a pagarle, provocándole un ataque de histeria a la madre y una riña que por poco acaba en el hospital. Mucho peor, coinciden los vecinos, es el caso de otra muchacha que entró por la puerta tomada de la mano de su novio español. Sin importarle que su madre estuviera al otro lado del mostrador, la desvergonzada le plantó un beso en la boca. Son casos inconcebibles y escandalosos que pocos padres chinos están dispuestos a tolerar, dice la señora Zhu. «Es normal que los padres tengan miedo a perder a sus hijos, a que se conviertan en españoles si los crían allí».
Para ser exactos, la señora Zhu no dirige una guardería sino tres. Su currículum ayuda a entender cómo la emigración ha modificado la estructura social y económica de todo el condado. La inversión inicial del negocio provino precisamente de España, de las tiendas de Todo a 100 y los almacenes de ropa que su hermano abrió en Barcelona y Madrid, con los que reunió unos buenos ahorros. Ella prefirió estudiar, renunció a emigrar, y cuando llegó el momento pidió el dinero prestado. Al acabar pedagogía, esta mujer metódica y disciplinada se puso manos a la obra y ya tiene mucho más dinero del que podía soñar, dirigiendo una actividad con más proyección de futuro que la de muchos de los que se fueron a Europa. Conduce un BMW, se peina con gomina y se desenvuelve como una ejecutiva de la gran ciudad. Sin haber salido nunca de China, su vida también ha sido transformada por la emigración.
Antes de despedirse, la señora Zhu me invita a comer el domingo para presentarme a algunas amigas que, tras emigrar a Europa, han vuelto a Qingtian. La cita tiene lugar en un lujoso restaurante que reproduce la arquitectura de una vieja casa tradicional: madera lacada de rojo y un patio interior cuajado de farolillos. La maleza se retuerce entre las montañas y se enreda a orillas de arroyos de agua fresca. En el brumoso horizonte, las únicas tierras cultivadas que se distinguen son las terrazas de un arrozal. Después de unas cuantas maniobras en el parking, madame Ling tira del freno de mano de su Mercedes deportivo y se retoca el peinado mirándose en el espejo retrovisor. Tiene ya cincuenta y seis años, pero conserva una figura estilizada que agita nerviosamente al caminar con sus tacones de doce centímetros. Se ha entallado un vestido de raso amarillo encendido, combinado con un enorme lazo azul claro, un bolso de Loewe y una finísima cadena de oro. Detrás de la espesa capa de maquillaje se esconde una mirada curiosa e inteligente.
En un salón privado, alrededor de una amplia mesa de madera, van tomando asiento madame Ling, la señora Zhu y otras tres amigas, además del hermano de una de ellas, profesor de ajedrez, el único que nunca ha salido de China. Las mujeres visten de marca, conducen coches de gama alta y, a la hora de pagar, desenfundan carteras abultadas por tarjetas de crédito y billetes de cien yuanes. Entre todas manejan el vocabulario básico de cuatro idiomas europeos, además de, por supuesto, mandarín y el dialecto local, el quingtianés. Como en cualquier banquete chino, piden más platos de los que seremos capaces de comer y se recrean sorbiendo la sopa, masticando los huesos de pollo, o descabezando gambas sin ninguna afectación. Las cinco mujeres hablan sin parar. El profesor se limita a mirarme y sonreír. Al acabar, me invita a un cigarrillo en el patio del local. «No les gusta que fumemos dentro», se disculpa, moviendo la cabeza con resignación.
La escena, me dicen, se repite casi cada domingo. Estas cinco mujeres, todas mayores de cuarenta y cinco años, han decidido disfrutar de la vida después de muchos años de privaciones y sacrificios en el extranjero. Por supuesto, siguen ocupándose de sus negocios, pero se acabaron los días de ahorrar cada euro que caía en sus manos. Cuando estaban en Europa no salían casi nunca a comer fuera ni se arreglaban tanto. ¿Para qué? Allí habían ido a trabajar. Nadie se iba a fijar en lo que llevaba puesto la dependienta del bazar de la esquina o la propietaria de la peluquería del callejón. Pero ahora que han vuelto a su pueblo natal las cosas cambian. Aquí en Qingtian son grandes damas, mujeres que gracias a su astucia, talento y trabajo duro han reunido pequeñas fortunas. La mayoría de ellas han pasado décadas en el extranjero, pero su mundo siempre ha sido este. De alguna manera, su cabeza nunca se ha marchado de aquí, del lugar que sus familias han habitado durante siglos, donde las vieron crecer y donde todavía las reconocen por la calle. Es en Qingtian, en definitiva, donde a ellas les merece la pena vestir bien. El resto del mundo es una oportunidad de hacer dinero que han sabido aprovechar. Sin más.
Madame Ling es la que más ganas tiene de hablar. Lo hace con tanta pasión que sus amigas se ven obligadas a interrumpirla, agarrándola del brazo para tomar la palabra. Tiene mucho que contar. Sus recuerdos empiezan en una opulenta casa familiar de la que fue expulsada siendo una niña, cuando falleció su padre. «Mi madre era la tercera esposa y nos echaron. Yo era todavía una niña cuando nos vimos arrastradas a la pobreza más absoluta. Después de haber vivido como privilegiadas, nadie quería hacerse cargo de nosotras».
Al llegar a la adolescencia, y sin oportunidades para estudiar, se vio obligada a trabajar primero en una fábrica y después en un comercio por salarios que no alcanzaban para comer. «Como todos, yo soñaba con algo mejor».
Había oído que al otro lado del océano era fácil prosperar. Y por primera vez no resultaba imposible viajar. China empezaba a relajar las regulaciones sobre pasaportes. De hecho, su hermana se acababa de instalar en Francia gracias a sus suegros que llevaban tiempo allí. Fue ella quien le propuso por teléfono un viaje arriesgado, carísimo e ilegal, organizado a través de una pequeña mafia francesa en París.
Sin pensarlo demasiado, miss Ling dijo que sí. Reunió treinta mil yuanes, una auténtica fortuna entonces, tirando de préstamos familiares y viajó en tren a Shanghái. De ahí en avión a Surinam, haciendo escala en dos aeropuertos cuyos nombres olvidó y no recuerda.
La verdad es que no sé si volé por el este o por el oeste, pero cuando llegué estaba rodeada de negros. No había visto nunca gente tan grande ni que oliese tan mal. La comida era asquerosa, no entendía lo que decían y los mosquitos eran enormes. Tenía miedo a contraer una enfermedad. Me pasaba el día llorando y no podía dormir. Quería volver a China, pero ya había pagado por el viaje, endeudándome tanto que nunca conseguiría reunir el dinero suficiente para pagar.
En Surinam la espera se prolongó durante días hasta que la embarcaron de madrugada en una patera que la condujo a las costas de Guyana francesa junto a otras inmigrantes ilegales. Recuerda que las olas eran altas, que se marearon y al llegar a tierra que no podían tenerse en pie. Pero lo más peligroso estaba por llegar. Había que cruzar en camioneta un control de policía. Una de sus compañeras se camufló como copiloto, fingiendo ser la esposa del conductor. A otra la ataron al techo del vehículo. A ella, que era la más joven, le tocó viajar en el maletero. Por suerte, nadie lo abrió.
Al tiempo que desgrana su vida, miss Ling va picando con apetito en las decenas de manjares disponibles en la mesa giratoria, invitando a probar las deliciosas tiras de carne con boniato, las empanadillas de arroz y la sopa amarga. El aire acondicionado no funciona bien y la camarera tiene que acudir varias veces a disculparse. El calor y la cerveza ingerida en incontables brindis empiezan a hacer mella cuando la señora Ling habla con detalle de los años de ahorro y privaciones en la excolonia francesa. Trabajó, sin días de descanso, jornadas de quince horas para otras familias chinas, hasta que consiguió pagar su deuda, reunir algunos ahorros y regularizar su situación. Cuando su estatus era ya lo suficientemente bueno como para buscar un hombre, se fijó en un joven apuesto menor que ella. Con él emprendió el siguiente paso al que aspiran todos los inmigrantes de Qingtian: montar un negocio propio. A partir de aquí la narración se alarga durante más de una hora, en la que miss Ling pasa de las violentas revueltas de Guyana a un taller de costura en islas Reunión, con una escala en Bosnia y varias infidelidades matrimoniales que le rompieron el corazón. «Hasta que mi madre se puso enferma y regresé a China de visita. Nada más llegar me di cuenta de que las oportunidades de negocio que había buscado por el mundo estaban ahora aquí. Y decidí regresar».
Espera que su último negocio sea el definitivo: una compañía de reciclaje y control de contaminación. Las cuentas por ahora cuadran e incluso tiene tiempo para coger vacaciones y viajar por el mundo. Entre sus destinos preferidos, dice, se encuentran España y Nueva Zelanda. «Ir de turismo sí me gusta. Ya no me hace falta viajar en el maletero», bromea, desatando una carcajada general.
En la mesa, sobre el mantel, se acumulan los restos del festín. Huesos, cartílagos, conchas vacías y pegotes de arroz. Los invitados tienen asuntos urgentes que atender y se van despidiendo uno por uno. Madame Ling mira el reloj con expresión de sorpresa y se marcha a toda prisa en su Mercedes. Todavía tiene que atender una cita con el peluquero, una reunión de negocios y una cena en Hi Dollars, otro de los restaurantes de moda del centro de Hecheng.
Los maniquís son enormes, de casi dos metros de altura, y sostienen las espadas con una mueca amenazante. Uno de ellos, de piel negra, luce una espesa barba y unos ojos mal pintados que le dan un aspecto aún más extraño. Como en tantos otros templos budistas chinos, los inmortales vigilan la puerta dentro de una vitrina de cristal. Xi Xi los observa con desconfianza, agarrada a la manga de su tía abuela, la anciana Chen Fenghua. La niña, de nueve años, pronto se reunirá con sus padres en España. Es un viaje importante para ella, que nunca ha salido de Qingtian, así que sus parientes han organizado una excursión al centro espiritual del condado, a Zheng Yin, situado en la cima de una colina y al que muchos emigrantes chinos acuden antes de partir. El edificio conserva la antigua estructura, pero tanto el patio como los pabellones han sido renovados en los últimos años gracias a las donaciones de quienes hicieron fortuna en Europa. Hay dos inmortales recién estrenados, dos «dioses de la puerta», en cuya pintura aún se refleja la luz del sol. La cuidadora del recinto se esfuerza en quitarle el polvo a las vitrinas de vez en cuando. La visita de Xi Xi dura menos de diez minutos y la ceremonia no sigue un patrón concreto ni requiere una emotividad especial. Los dioses chinos no parecen demasiado exigentes con la liturgia. Además, hay que regresar a casa cuanto antes para terminar de preparar la maleta.