CAPÍTULO CATORCE

DOS días después, se envió un mensajero hacia Ciudad Imperial con todos los informes sobre lo sucedido, con las declaraciones de los imputados y los testigos. La contestación del Emperador no se hizo esperar y pasaron menos de dos semanas hasta que llegó el mensajero con la respuesta: no podía haber perdón para los traidores. En una misiva aparte, el heredero al trono y padre de Rura le hacía saber al Gobernador que tomaría como un favor personal que la vida de su hija fuera respetada, pues a pesar de todo seguía siendo una princesa y sangre de su sangre.

Kayen sonrió cuando leyó el edicto que aprobaba su divorcio de la princesa, considerando el hecho que había enviado a un asesino para que acabase con su vida como un motivo de peso para concedérselo.

Era libre, por fin. Kisha y él podrían casarse.

La sonrisa murió en sus labios cuando recordó a Yhil. La traición de Rura era menos dolorosa por lo esperada que había sido, pero que su senescal, un guerrero con el que había luchado codo con codo durante tanto tiempo hubiese intentado asesinarlo... esa la tenía clavada en el corazón.

Caminó por palacio hasta llegar a los aposentos de la princesa. Dejando de lado la gravedad del asunto, se moría de ganas de ver su cara cuando le dijese lo que la esperaba. Saltaría como una harpía. No le extrañaría que intentase matarlo con sus propias manos. Iba a ser muy divertido.

Entró sin anunciarse ni llamar a la puerta. Rura estaba sentada en un butacón al lado del ventanal por el que entraba la suave brisa matutina, leyendo un libro. Alzó la mirada cuando oyó el ruido de la puerta al cerrarse y cuando vio que era él, su mirada se endureció.

—¿Cuándo piensas dejarme salir de aquí?—preguntó con voz airada.

—Pronto, querida—contestó Kayen haciendo énfasis en el sarcasmo de llamarla querida—. En realidad, vengo a anunciarte que dentro de dos días iniciarás un viaje muy interesante.

Rura se levantó, la esperanza pintada en su rostro.

—¡Lo sabía! Mi padre quiere que regrese a Capital Imperial—exclamó triunfante.

—Todo lo contrario, Rura. Tu imperial padre me ha dado carta blanca para castigarte como a mí me parezca oportuno.

Rura palideció.

—No me lo creo.

Kayen se rio entre dientes disfrutando con la situación, pero controló el entusiasmo que sentía ante lo que se avecinaba. Sacó la misiva que había llegado hacía sólo un rato y se la mostró. Cuando Rura hizo ademán de cogerla, él la quitó de su alcance, chistando con la lengua.

—Las manos quietas, Rura. Te permito leerla aunque no tengo por qué hacerlo, pero ni en broma voy a dejar que pongas tus manos en ella. Este papel rubricado por tu padre se convertirá en el escudo que protegerá mi espalda si el querido heredero imperial decide olvidar que no se opuso a tu castigo.

Rura lo miró con furia, pero asintió con la cabeza. A medida que iba leyendo, su rostro se iba volviendo más y más pálido. Al fin, se dejó caer en el butacón completamente vencida. Estaba en manos de la misericordia de Kayen, y temía que no iba a ser mucha la que le otorgase después del infierno en que había convertido su vida desde el mismo día de su matrimonio.

—¿Qué vas a hacer conmigo?—preguntó, manteniendo el mentón alzado y aparentando una confianza que no sentía.

—Ya te lo advertí el mismo día que conociste a Kisha. Podría haber perdonado tu traición y haber sido indulgente, pero la azotaste en cuanto tuviste la oportunidad, y todo porque yo había demostrado un interés especial en ella.

—¡Eso no es cierto!—negó con rotundidad—. ¡Yo no la toqué! Si ella me ha acusado de algo así, ¡miente!

—Kisha no te ha acusado de nada, Rura. Ella tiene mucha más dignidad que tu, por muy princesa que seas.

La princesa bufó, ofendida ante aquella afirmación, pero no contestó. Se limitó a mirarlo con la altanería que la caracterizaba, esperando su sentencia.

—Voy a enviarte al monasterio de las Entregadas—. Cortó la exclamación de protesta de Rura con un grosero gesto de la mano—. Y da gracias que no te encierro en la mazmorra más profunda de palacio, o peor aún, que no te regalo a un tratante de esclavos para que haga una fortuna contigo. Podría hacerlo, Rura, recuerda que tengo el beneplácito de tu padre mientras no ordene ejecutarte. No es necesario que hagas el equipaje; las Entregadas te proporcionarán todo lo que vas a necesitar.

La dejó allí y se fue sin esperar su estallido de furia. Salió con una ancha sonrisa que le llegaba de oreja a oreja que se borró cuando pensó en la siguiente visita que tenía que hacer.

Cuando entró en la mazmorra, Yhil se puso en pie. Llevaba la misma ropa que el día que había sido apresado, y estaba sucio y macilento, pero en su mirada no había ningún atisbo de arrepentimiento.

Kayen tuvo ganas de volver a golpearlo. No entendía su traición y la rabia que sentía lo impulsaba a sacudirlo con los puños hasta quitar de su cara esa maldita media sonrisa socarrona.

—Cuánto honor—dijo con sarcasmo cuando vio que el visitante era Kayen—. ¿Ya ha llegado el permiso de palacio para cortarme la cabeza? No me imaginaba que vendrías hasta aquí para decírmelo personalmente, pero supongo que no puedes evitar venir a regodearte con mi sentencia de muerte.

—Eres un idiota—. La seriedad de su mirada y la voz cargada de ira y dolor de Kayen enmudeció a Yhil—. Y puedes abandonar ese estoicismo con el que te has vestido para escuchar tu sentencia de muerte, porque ésta no se va a producir.

Yhil palideció y Kayen pudo ver en su mirada el miedo.

—No puedes venderme como esclavo—exclamó apretando los dientes—. Mi familia no lo permitirá.

—Tu familia ha renegado de ti por orden del Emperador. Tengo carta blanca para hacer lo que me dé la gana contigo y con Rura. Pero puedes dar gracias a las veces que me has servido con honor en batalla, porque ese tampoco es tu destino. Serás exiliado, Yhil. Te acompañaré junto a una numerosa escolta armada hasta la frontera con Iandul, y allí serás abandonado con una bolsa de comida y un odre de agua. Tendrás prohibido volver a pisar tierra Imperial bajo sentencia de muerte.

Yhil se rio sin ganas y se dejó caer sobre el catre de la mazmorra, quedándose allí sentado con la cabeza apoyada en las manos.

—Eso es peor que una sentencia de muerte.

—Seguirás vivo, y tendrás una oportunidad. No hagas que me arrepienta de haber sido magnánimo.

—¿Magnánimo?—preguntó con un timbre irónico en la voz—. ¿Dejarme a merced de las amazonas es magnánimo? Eres mucho más cruel de lo que esperaba.

—Eras mi mano derecha, Yhil. Confiaba en ti con todo, hasta con mi vida. Y me traicionaste. Da gracias que no te mantenga aquí confinado para el resto de tu vida, sometido a tortura, porque eso es lo que te mereces.

Yhil no contestó y Kayen iba a marcharse, pero titubeó y lo miró de nuevo.

—¿No preguntas por Rura? ¿No te interesa qué va a pasarle a ella?

El antiguo senescal se encogió de hombros.

—Es tu esposa. No vas a hacerle nada.

—Ya no. La he repudiado y tengo permiso del Emperador para divorciarme de ella.

—Entonces ha conseguido lo que quería, librarse de ti. ¿No lo encuentras muy gracioso? Ella volverá a Ciudad Imperial y yo...

—No va a volver allí. Será enviada con las hermanas Entregadas.

Entonces Yhil hizo algo que Kayen no se esperaba: empezó a reír a carcajadas.

Salió de allí con la risa de Yhil clavada en la mente y sin preguntarle por qué lo había traicionado. Realmente ya no tenía importancia.

Fue a buscar a Kisha a los aposentos que le había asignado, fuera del harén y muy cerca de su propio dormitorio. Hubiera preferido tenerla con él y compartir el mismo aposento, pero comprendía que Kisha necesitaría su propio espacio, por lo menos hasta que se convirtiera en su esposa.

Entró y un enjambre de mujeres que revoloteaban alrededor de Kisha se quedaron inmóviles, mirándolo con evidente fastidio. Kisha estaba allí, en medio de esa multitud femenina, con un montón de telas esparcidas por los diferentes divanes y sofás que ocupaban toda la estancia. Cuando se dio cuenta del silencio que se apoderó de la habitación, se giró y lo vio allí de pie, en el umbral de la puerta, mirándola con adoración. Sonrió y despidió a todas las muchachas, que se fueron caminando deprisa y soltando risitas nerviosas.

—¿Qué es todo este barullo?—preguntó Kayen cerrando la puerta cuando la última muchacha se había ido.

—Estoy eligiendo las telas para el vestido de novia—contestó ella con una sonrisa caminando hacia él. Kayen abrió los brazos y la recibió, apretándola contra su pecho. La besó en el pelo y aspiró el aroma que emanaba de ella, a flores y verano.

—No quiero que escatimes en gastos—le dijo—. Ordenaré que vengan los comerciantes con sus mejores telas para que puedas escoger.

—No es necesario—contestó Kisha levantando el rostro para poder mirarlo—. No necesito tantos lujos y seguro que encontraré algo entre todas estas.

Kayen le acarició el rostro con el dorso de la mano, bebiendo de la belleza de su mujer. La luz del sol incidía sobre su pelo haciendo que sus cabellos parecieran hilos de oro trenzados.

—Nada de eso. Quiero lo mejor para ti, y lo tendrás.

—Me mimas demasiado.

—Te lo mereces.

Ella negó con la cabeza, sonriendo.

—Me convertiré en una mujer caprichosa y malcriada como...—calló y se mordió el labio, dándose cuenta de la inconveniencia de lo que iba a decir.

—Rura—terminó él por ella—. Tú jamás serás como ella. Tu corazón es demasiado bueno.

—No soy perfecta, Kayen—dijo con seriedad.

—Lo eres para mí, Kisha.

Sonrió, curvando los labios de aquella manera tan carnal que volvía loca a Kisha, y bajó el rostro para besarla. Introdujo la lengua en su boca con la respiración entrecortada y Kisha le respondió con la misma pasión.

Kayen la alzó agarrándola por el trasero y ella se apresuró a rodearle las caderas con las piernas, aprovechando para frotarse contra su erección mientras él la agarraba con fuerza por el trasero. Gimieron y ella le echó los brazos al cuello y se aferró a su cabeza para impedir que se apartara.

Kayen caminó a ciegas hasta el diván mas cercano, sobre el que cayeron medio desmadejados, él debajo y ella encima, y se echaron a reír al ver que el montón de telas que había allí caían a su alrededor, esparciéndose por el suelo.

—Tengo que estar dentro de ti—susurró sensualmente Kayen mientras tiraba de la ropa para quitársela—. No puedo esperar más.

Kisha le ayudó a desembarazarse de toda la ropa, y los pezones se le endurecieron al quedar al descubierto bajo la intensa mirada de Kayen. Él empezó a acariciarlos, atormentando las puntas endurecidas con los pulgares.

—Chúpalos, por favor—suplicó Kisha con un gemido.

—Aún no.

—Pero me duelen...

—Mejor—susurró mientras los pulgares se volvían más exigentes.

Él era malo, malo y sexy, y la torturaba dulcemente haciéndola gemir de placer.

Kayen la cogió por la cintura y la obligó a desplazarse hacia arriba, hasta que se quedó sentada encima de su cara, y su lengua se disparó y empezó a lamerla. Ella tembló y él la cogió con firmeza para evitar que las trémulas piernas de Kisha fallaran y cayera.

—¡Oh, Dioses!—exclamó. Tenía los pezones dolorosamente duros—. ¡Oh, sí!

Kisha montó el rostro de Kayen como si fuera un semental, aplastando su excitado centro contra la boca exigente. Él gimió contra la vagina, chupando el clítoris y abriéndola con urgencia. Ronroneó de gusto y placer, empezando a devorarla con más afán y más dureza, hasta que el nudo de tensión en el estómago de Kisha se rompió y estalló en un orgasmo glorioso que la hizo gritar.

Kayen gruñó mientras lamía sus jugos, apretando las suaves nalgas con sus callosas manos. Las dedos de Kisha se aferraron al diván mientras sus caderas se retorcían, forzando a su coño para que se quedara lo más cerca posible de la boca de él. Los jadeos aumentaron hasta que se corrió de nuevo, incapaz de detener el intenso clímax.

Cuando terminó de correrse, el cuerpo de Kisha se había convertido en una masa gelatinosa incapaz de moverse por sí misma. Se apartó del rostro de Kayen y se derrumbó sobre su regazo, a horcajadas una vez más.

Kayen se rio y le acarició el pelo.

—¿Vas a dejarme así, cariño?

Ella alzó el rostro para mirarlo con una sonrisa traviesa iluminándole el rostro y pasó las manos sobre el musculoso pecho.

—Eres tan hermoso—susurró con adoración—. Tan varonil y espléndido...

—Quítame las calzas—sugirió con voz ronca. Ella obedeció y él se levantó un poco del diván, lo justo para permitirle a Kisha sacarle los pantalones y bajarlos por el firme trasero hasta las rodillas. La polla gruesa y rígida quedó libre, y el pecho le subió y bajó al mismo ritmo que su entrecortada respiración. No perdió más tiempo: cogió el pene y lo puso en la entrada de su coño.

—Eso es, Kisha—gruñó Kayen—. Siéntate sobre él.

Le acarició las nalgas, atrayéndola mas cerca.

—Ponla en tu interior, cariño. Tengo que follarte ya.

Sosteniendo el pene con la mano, utilizó la otra para separar los labios de su vagina y se deslizó sobre la polla, empalándose a sí misma mientras un gemido se escapaba de la boca.

—¡Dioses!—exclamó Kayen echando la cabeza hacia atrás—. Me vuelve loco lo estrecha que eres.

—Tú eres enorme—jadeó ella—, y eso me vuelve loca a mí.

Kisha colocó las palmas sobre el pecho de Kayen, apoyándose allí, y comenzó a montarlo. Los pechos se sacudían mientras cogía el ritmo, con los pezones firmes con tanta excitación. La lengua de Kayen no se hizo esperar y se enroscó alrededor de ellos, devorándolos con la ardiente boca. Ella gimió cuando finalmente él chupó y su instinto la llevó a montarlo más rápido.

—Eres mía—gruñó liberando el pezón—. Toda mía.

Lo montó más rápido, con la sensación de su polla tan malditamente buena en su interior. Quería correrse, pero lo evitó porque no creía poder soportar otro orgasmo tan pronto.

—Más fuerte—gruñó Kayen—. Fóllame más fuerte.

Se deleitó en su deseo, los rubios cabellos rebotando mientras lo follaba, sin querer que ese momento llegara al fin.

—Mi dulce Kisha—dijo él rechinando los dientes—. Toda mía.

Aquella declaración de posesividad fue su perdición. Había sido dicha con tanto sentimiento, como si ella fuese el mundo para él, lo más importante, lo único valioso. Se dejó caer sobre su pene dos veces más, y en la tercera gritó y se corrió tan fuerte y con tanta violencia que creyó que iba a desmayarse.

Él la agarró bruscamente por las caderas y golpeó dentro de ella cerrando los ojos mientras todo su cuerpo se tensaba y empezaba a correrse, acompañándola en su liberación. El caliente esperma la llenó, y ella lo montó con rudeza, ordeñando la polla y sacándole todo lo que tenía para darle.

—Eres tan bella—dijo Kayen con voz ronca—. Tan perfecta...

Kisha se derrumbó sobre el pecho de Kayen con la energía totalmente agotada. Tres orgasmos en media hora podían hacerle eso a una mujer.

Kayen la besó con ternura en el pelo, maravillándose una vez más de la mujer que sostenía entre sus brazos. Era tan inocente e ingenua, y al mismo tiempo tan tentadora y sexual... Era todo lo que quería, todo lo que necesitaba. Y era suya, para siempre.