CAPÍTULO ONCE
OTRO día agotador, pensó Kayen mientras los esclavos se ocupaban de montar la tienda donde iba a dormir. Llevaba más de una semana de viaje alejándose de Kisha, y era aquello, más que la falta de comodidades, lo que lo tenía inquieto. Las comodidades nunca habían sido una prioridad para él, acostumbrado a dormir en cualquier sitio desde muy pequeño.
Los años que vivió junto a Dayan en la cloaca de Zaraih le enseñó que tener una manta era un lujo, y el tiempo pasado en el templo de Garúh, y después en campaña con el ejército como otro peón de infantería más, hizo que supiera apreciar cada momento de confort que la vida le ofrecía, pero que no debía acostumbrarse a ello porque terminaban más rápido de lo que duraban.
No, no era su cama caliente lo que echaba de menos, sino el cuerpo de una esclava que le había sorbido el seso y quitado el aliento.
Se sentó al lado del fuego después de comprobar que su caballo era bien atendido, una rutina que no había variado con los años. Aún era de día y cerca corría un arroyo. Se sentía sucio e incómodo. Casi se rio de sí mismo. Eso sí había cambiado. Antes podía estar días enteros si lavarse, aguantando su propio hedor, duros días de batallas y escaramuzas interminables. Pero ahora... el solo hecho de saberse sudoroso lo ponía incómodo. Evidentemente se estaba ablandando.
Se levantó y avisó a su escudero de a dónde iba a ir. Caminó decidido alejándose del campamento hasta que llegó al arroyo. Se quitó toda la ropa, dejando las armas sobre una roca cerca de la orilla para tenerlas a mano. Dudaba que ningún bandido se atreviera a acercarse tan cerca de un campamento de soldados, pero el mundo estaba lleno de locos y no estaba de más asegurarse tener bien cerca su espada por si acaso.
Se metió en el arroyo. El agua estaba caliente a consecuencia del fuerte calor que había y le sentó bien a su cansado cuerpo. Se estiró, apoyando la espalda contra la roca y se quedó allí quieto un rato, mirando el cielo, que era del mismo color que los ojos de Kisha...
Pensar en ella lo excitó, naturalmente. Empezó a frotarse el cuerpo imaginando que eran las manos de Kisha las que lo lavaban. Nunca se habían metido juntos en los baños, algo que iba a remediar en cuanto regresara.
Envolvió los dedos alrededor de su grueso pene y cerró los ojos mientras trabajaba su polla de la base hacia la punta y de regreso. Sí, podía sentir su miembro hundirse profundamente dentro de la vagina de Kisha, y mientras la follara en la piscina ella dejaría caer su cabeza hacia atrás, y su dorado cabello se extendería hasta el trasero mientras gritaría pidiéndole más, más rápido, más duro... Pero primero se burlaría de sus pezones, lamiéndolos lentamente, saboreando el sabor dulce de aquella mujer hasta que sus sentidos estuviesen saturados. Y después la apoyaría contra la pared de la piscina, con sus piernas bien enrolladas en su cintura, y la besaría de la misma manera que quería follarla, duro, rápido, agresivo y salvaje, y al mismo tiempo su polla entraría y saldría de su vagina. La oiría gemir y gritar, suplicar; le arañaría la espalda y rogaría, oh, sí, cómo rogaría por llegar al orgasmo, y cuando éste llegara él la sostendría, la acunaría y le regalaría un camino de suaves besos por el cuello mientras se derramaba dentro de ella.
El cuerpo de Kayen se estremeció cuando se corrió, a duras penas conteniendo un gruñido. Continuó ordeñando su polla mientras el semen se derramaba bajo el agua y seguía imaginando los gritos de placer de Kisha, y ella le entregaría el alma, porque era suya, le pertenecía y jamás permitiría que le pasase nada malo.
Media hora más tarde, relajado por el baño y el orgasmo, regresó al campamento. Su tienda ya estaba montada y entró en ella. Se disponía a cenar acompañado de Faron cuando llegó un mensajero, agotado, y exigió entregarle el mensaje en persona.
Dos horas después, una sombra cruzó el campamento en dirección a la tienda de Kayen. Se dirigió a la parte de atrás y rasgó suavemente la tela sin hacer ningún ruido. En la mano llevaba una daga con el filo dentado, de las que desgarran la carne al ser extraídas. Vestía como los soldados, pero se había quitado las protecciones metálicas para poder ser más silencioso al moverse.
Entró lentamente, oculto en las sombras de la noche. Caminó agachado, directo hacia la cama de campaña. Ninguna luz iluminaba el lugar, sólo el leve resplandor de la fogata que había en el exterior, que llegaba amortiguado atravesando la lona de la tienda.
El hombre sobre la cama se removió en su sueño, inquieto, como si un sexto sentido intentara alertarlo del peligro que corría. El intruso se quedó inmóvil, clavado en el lugar, esperando que el otro se tranquilizara y volviera a quedarse quieto. Cuando esto ocurrió, el extraño siguió acercándose hasta llegar a la cama. Alzó la daga, dispuesto a clavarla en la garganta, cuando la supuesta indefensa víctima saltó de la cama justo a tiempo. La daga se clavó en la almohada y un grito de frustración salió de la gaznate del asesino, que volvió a levantar el arma y saltó por encima del jergón; pero una figura que se había mantenido en las sombras hasta aquel momento, salió decidida y propinó un buen golpe en la cabeza al intruso, que cayó inconsciente sobre el que iba a ser su víctima.
Faron, que era quién había estado aparentando estar dormido en la cama, se lo quitó de encima de un empujón y se levantó del suelo. Dio las gracias al oficial que había permanecido escondido cubriéndole las espaldas mientras él se hacía pasar por Kayen y lo despidió. Lo que iba a hacer, no necesitaba de testigos.
Hacía dos horas que Kayen cabalgaba a toda prisa de regreso a Kargul.
La primera reacción que tuvo al leer el mensaje de Dayan, fue precipitarse a coger su caballo y cabalgar hacia palacio, pero Faron mantuvo la sangre fría y la cabeza en su sitio: nadie podía ser testigo de la marcha de Kayen, y debían apresar al asesino enviado por Yhil.
Kayen se vistió con las ropas del mensajero, incluida la máscara que le tapaba el rostro para evitar el polvo del camino, dejó a Faron para que se ocupara de preparar la trampa para el asesino y se fue del campamento montado en uno de los rápidos animales que usaban el cuerpo de mensajeros, sin que las palabras de Dayan abandonaran su mente.
¿Traición? ¿Yhil? De su querida esposa se esperaba cualquier cosa, pero ¿Yhil? Hacía años que servía a sus órdenes, y había sido un oficial honorable que había demostrado su valentía en el campo de batalla más de una vez. ¿Y por qué Kisha estaba en peligro?
El miedo a perderla atenazó su garganta y espoleó al caballo para que fuera aún más rápido. No faltaba mucho para la primera casa de postas, y podría cambian de montura y seguir viaje sin parar. Así lo haría, utilizando las cabalgaduras del correo imperial, hasta llegar a Kargul y descubrir qué estaba pasando en su casa.
No podía perder a Kisha. Evocó sus labios rosados, tan jugosos y dulces, y la forma en que lo besaban. La suave forma de su rostro, y la manera en que el dorado pelo le caía sobre los hombros, o se desparramaba sobre la almohada cuando le hacía el amor. Los tiernos gemidos que salían por su boca mientras él la acariciaba. Las duras puntas que coronaban sus pechos, y cómo se arrugaban y endurecían todavía más cuando él las lamía. El aroma a verano que siempre la acompañaba. Su risa, fresca como un amanecer. O la forma en que lo miraba a los ojos, sin miedo, entregándole el alma con cada suspiro.
No podía perderla. El mundo no podía perder a una mujer que a pesar de su condición de esclava, esperaba lo mejor de los demás. Una mujer que se ganaba a los demás con risas y amabilidad. Una mujer que cuando lo miraba no veía al guerrero, ni al Gobernador, sino al hombre que había detrás, y había conseguido leerle el alma como si estuviera allí dentro con él.
Eso era. Kisha era su alma. Su vida. Su aliento.
No podía perderla, porque sin ella no era nada.
Cabalgó y cabalgó. Cambió de montura una y otra vez a lo largo del camino. El día reemplazó a la noche, y la noche al día. Le dolía el cuerpo por el esfuerzo, las piernas estaban agarrotadas y los calambres le subían por los muslos hasta las ingles.
La vida en palacio te ha ablandado, pensó, pero ni siquiera consideró la idea de parar durante unas horas para descansar. Comió sobre el caballo como pudo, un trozo de pan seco y otro de queso que llevaba en las alforjas, y bebió del odre que colgaba de la silla, pero no se detuvo ni un solo instante excepto en las postas para cambiar de animal.
Pasó como una exhalación por el camino imperial, cruzando campos sembrados, bosques frondosos, aldeas con habitantes que se quedaban mirando a aquel hombre con cara de loco que atravesaba el pueblo de forma irreflexiva y al galope, sin tener en cuenta a las personas que estaban en la calle y que tenían que apartarse de su paso con rapidez para no ser atropelladas.
Dos días, con sus noches, fue lo que tardó en divisar de nuevo las murallas de Kargul, y con cada minuto que pasaba, su corazón estaba más oprimido por el miedo a lo que se iba a encontrar. El sol empezaba a asomarse por el horizonte y se preguntó si aquel día sería el primero de muchos en que viviría con dicha, o sería el inicio de su particular descenso a los infiernos. ¿Llegaba a tiempo? Si Yhil o Rura le habían hecho daño a Kisha, lo pagarían con la vida y el Emperador podría irse al infierno con Harún y sus demonios. Porque sin Kisha, lo único que daría sentido a su vida sería la venganza.
Hacía cuatro días que el mensajero había salido de Kargul y Dayan rezaba para que Kayen no tardase mucho más en llegar. La ciudad se había convertido en un auténtico caos en la que aún no había habido víctimas gracias al férreo control que ejercía sobre sus tropas.
Se habían registrado todas las casas de la ciudad, desde la más humilde choza hasta el más encumbrado palacio, y afortunadamente no se había encontrado ni rastro de Kisha. Yhil estaba desesperado y lo miraba con desconfianza. Algo en su interior le decía que sospechaba de él, por eso no se había acercado más al refugio donde Kisha, Erinni y Wari estaban escondidas, ni tenía noticias sobre el estado de salud de la esclava. Suponía que estaba bien, ya que en caso contrario Wari se lo habría hecho saber.
Cuando un rato antes el senescal insinuó la posibilidad que la traición hubiese venido de dentro de palacio, Dayan se ofendió visiblemente, gritando imprecaciones y avalando la honestidad de todos sus hombres, que habían llegado con ellos como ejército invasor y que nada tenían que ganar con la muerte de Kayen, desviando la atención hacia Sarouh, el capitán de los eunucos, con acusaciones falsas e imprecisas. Se inició una discusión desagradable en la que se cruzaron amenazas y recriminaciones por ambas partes, y poco les faltó para llegar a las manos.
Dayan sabía que su actuación había sido convincente y emotiva, pero también estaba convencido que Yhil seguía desconfiando de él porque era el único que podía tener algún interés en ayudar a Kisha, dado que el supuesto cómplice que la había ayudado a escapar y matado en el proceso a los dos eunucos de guardia, no existía, y sólo Yhil y el verdadero culpable (Dayan) lo sabían.
Fue hasta sus aposentos y se preparó para acostarse. Pasaron las horas y fue incapaz de dormirse. Necesitaba ir hasta el almacén para asegurarse que las mujeres estaban bien y a salvo. ¿Tendrían suficiente comida y agua? ¿Las heridas de Kisha estarían curando bien? Cuando el rostro de la hechicera se le apareció entre las sombras de la habitación haciéndole hervir la sangre, se la quitó de la cabeza. No era a ella a quién necesitaba ver. De ninguna manera. Debía asegurarse que Kisha estaba a salvo, nada más. Se lo debía a Kayen.
Se levantó en un arrebato, se puso las calzas y las botas, y salió. Caminó por el palacio y salió a los jardines, dirigiéndose hacia la zona de los almacenes. Intentó hacer que paseaba por si acaso había ojos observando, deteniéndose de vez en cuando, mirando hacia el estrellado cielo, y girando la cabeza disimuladamente para observar a su alrededor.
No detectó a nadie siguiéndolo, así que se decidió y entró en el almacén, encendió uno de los candiles y fue directo hacia la pequeña habitación en la parte posterior.
Estaban las tres durmiendo, acurrucadas unas contra otras sobre los cojines. El rostro de Dayan se suavizó cuando miró el rostro de Erinni, y el corazón le dio un vuelco.
Cerró la puerta con suavidad para no despertarlas. Kisha parecía dormir tranquila y estaba recuperando su buen aspecto. Dio dos pasos alejándose de la puerta, cuando una figura salió de las sombras.
—Así que es aquí donde la has escondido.
La voz de Yhil hizo que Dayan se quedara helado. ¡Maldita sea! Sabía que no debería haber venido. ¡Estúpido, estúpido!
—No sé de qué estás hablando, Yhil.
La risa sardónica provocó un escalofrío en Dayan. Buscó su espada y con una maldición se dio cuenta que había salido sin ella.
—Sabía que habías sido tú. No sé cómo la esclava se puso en contacto contigo, pero cuando se escapó... no me cupo ninguna duda. Sólo era cuestión de tiempo que me llevaras hasta ella.
—Y ahora, ¿qué vas a hacer? Porque no voy a permitir que la encierres de nuevo y la maltrates.
Yhil pareció verdaderamente sorprendido por aquellas palabras.
—¿Maltratarla? Sólo la encerré, Dayan, nada más.
—Pues ya me dirás quién fue el que le pegó tal paliza que casi la mata. Cuando la saqué de la mazmorra estaba ardiendo de fiebre, y tenía marcas por toda la espalda.
Yhil tensó la mandíbula, visiblemente contrariado.
—Esa zorra de Rura, no podía estarse quieta...—susurró—. Y ahora, ¿qué propones que haga, Dayan? Porque no puedo dejarte ir.
—Que no seas estúpido, eso es lo que te propongo. Lárgate ahora que aún estás a tiempo, antes que Kayen regrese.
—Kayen no regresará.
Ambos se quedaron en silencio durante unos segundos, Dayan intentando evaluar la sinceridad de tal afirmación, Yhil pretendiendo aparentar seguridad en lo que decía. Quizá aún no estaba todo perdido. Podía ser que el asesino hubiera tenido éxito. Lo único que tenía que hacer para salvarse, era matar a Dayan y a Kisha.
La puerta que daba al antiguo almacén de las especias se abrió y Erinni salió.
—¿Dayan? ¿Qué..?
Se calló cuando vio que éste no estaba solo. Dayan maldijo e Yhil miró a la sanadora, evaluándola con una sonrisa traviesa.
—Vaya, vaya...
—Basta, Yhil. Vete o entrégate.
El aludido soltó una carcajada.
—No veo que lleves tu espada—dijo con sarcasmo—pero yo sí.
Sacó su arma y atacó a Dayan. Éste lo esquivó a duras penas. Erinni gritó y se metió de nuevo en el almacén de especias, cerrando la puerta. Dayan se lanzó sobre Yhil cuando éste trastabilló y ambos cayeron rodando al suelo. Forcejearon y se lanzaron golpes. Dayan logró arrebatarle la espada, que salió lanzada lejos, y rodeó el cuello de Yhil con las manos, apretando. El senescal intentó librarse pero Dayan era demasiado fuerte, así que se jugó el todo por el todo, dejó de forcejear y buscó desesperadamente la daga que tenía escondida debajo de la túnica. La sacó y la se la clavó a Dayan en el costado.
Dayan gritó y soltó su agarre, intentando apartarse de Yhil, pero éste sacó la daga haciendo que Dayan gritara de nuevo. Lo empujó y rodaron otra vez, quedando Yhil encima. Alzó la daga para clavarla de nuevo y Dayan se aferró con ambas manos a la muñeca del senescal para impedírselo. Estaba perdiendo mucha sangre y se debilitaba a marchas forzadas.
De repente se oyó un estruendo, muchos pares de botas resonaron en el almacén y agarraron a Yhil, separándolo de Dayan. Lo último que éste vio antes de perder la conciencia, fue el rostro de Kayen mirándolo con pesadumbre.