CAPÍTULO DOS

A los pocos segundos que el Gobernador había abandonado el dormitorio, una joven esclava llamada Wari, casi una niña, vino a buscarla. Era una muchacha de unos once años, con piel aceitunada y sedoso pelo negro. Tenía unos vivarachos ojos castaños muy expresivos que brillaban excitados por la alegría.

La llevó hasta el harén donde debería permanecer hasta que fuera llamada de nuevo, pasando por innumerables pasillos con suelos de mármol blanco veteado en rojo y negro, con paredes adornadas con paneles de madera negra y roja, con elaborados dibujos grabados en oro y plata. Todos tenían amplios ventanales abiertos con cortinas que ondeaban a causa de la brisa refrescante que traía el aroma de los jardines que rodeaban el palacio.

Wari habló durante todo el trayecto. Le contó cosas del palacio y respondió a las preguntas que Kisha le hizo. Cuando no sabía algo se encogía de hombros de forma despreocupada y reía al admitir su ignorancia. Era una niña desenvuelta y divertida que había permanecido toda su vida entre aquellas paredes, y que conocía al dedillo los rincones y recovecos de aquella gran estructura que era el palacio del gobernador.

El palacio estaba orientado al oeste y aislado de la ciudad por una muralla que lo rodeaba. En el edificio principal, que era donde estaban en ese momento, estaban las dependencias del gobernador y su oficiales, tanto civiles como militares, y de sus familias. Estaba separado del resto del complejo por una muralla más pequeña que la exterior, y rodeado por un conjunto de jardines divididos por muros y setos; algunos eran públicos y cualquiera que visitara palacio podía acceder a ellos; otros eran privados, como el que pertenecía al harén. Al este estaban las caballerizas y los barracones de los guardias de palacio, y al norte y al sur se diseminaban las casas que correspondían a los trabajadores libres, funcionarios o sirvientes de alto rango como el Ama del harén o el mayordomo, y que vivían allí durante todo el año. Los esclavos dormían en los dos grandes dormitorios que había en la parte trasera de la primera planta (uno para hombres, otro para mujeres), encima de los grandes almacenes en los que se conservaba todo el avituallamiento necesario para que un palacio funcionara correctamente.

La primera y segunda planta del lado norte estaban ocupadas por el harén en su mayor parte, y por los aposentos privados del Gobernador. En el lado sur estaban las de los funcionarios y capitanes de alto rango, y toda la zona central eran las salas oficiales: el salón de audiencias donde el gobernador hacía justicia, los despachos y las salas de reuniones.

En el harén conoció a otras esclavas que, como ella, pertenecían al Gobernador. Las había de todos los lugares, desde las fuertes guerreras cobrizas de Iandul, con sus pieles oscuras y mirada salvaje, hasta las dóciles muchachas que provenían de Farndar, con sus delicadas extremidades, el pelo rojizo y la piel salpicada de graciosas pecas.

Algunas la recibieron con amabilidad, otras con evidente hostilidad pues veían en su belleza e instrucción (todas sabían que provenía del templo de Sharí) una evidente amenaza para su posición en el harén.

Su actitud amable y amistosa atrajo a casi todas como las moscas a la miel, y empezaron a hablar y a hacerle preguntas sobre el santuario de Sharí, pues era un lugar del que se contaban muchas historias pero todo lo que pasaba tras las puertas, era un verdadero enigma del que sólo las Sacerdotisas, Sirvientas y novicias, sabían la realidad.

Kisha se limitó a contar aquellas cosas que sí podía. No habló de los ritos iniciáticos, ni de los entrenamientos con esclavos, ni de los aceites y pociones que fabricaban y que ayudaban a los hombres a alcanzar el placer.

Sin darse cuenta llegó la hora de la comida, y los eunucos llegaron trayendo enormes bandejas llenas de manjares deliciosos. Kisha comió con frugalidad, tal y como le habían enseñado en el templo, pues una mujer que comía con avidez no era nada femenina. Después, el Ama del harén la llamó y la llevó para prepararla para la noche que se avecinaba.

Aquella noche perdería la virginidad a manos de su dueño, el Gobernador, un hombre que con sólo sus manos ya la había llevado a cimas inalcanzables. Se estremecía de pasión al pensar en qué sería capaz de hacer con aquella enorme polla que había tenido en la boca, enterrada profundamente en su coño.

La bañaron y perfumaron de nuevo, untándola con aceites. Después, una de las esclavas que la atendían empezó a chuparle los pezones con fruición hasta que los puso duros como guijarros. La respiración de Kisha se aceleró y los jugos corrieron por sus muslos, empapándola. Cuando estuvo preparada, el Ama ordenó a la esclava que se apartara con un gesto de la mano y le colocó en los pezones enhiestos unas pinzas doradas, unidas por una cadena. Del centro de la misma caía otra que se arremolinó a sus pies, y el Ama procedió a pasarlo entre las piernas, rozándole el clítoris con los eslabones, y entre las nalgas, hasta cerrarla con un clic en el torques que le rodeaba el cuello.

—No debes quitártelo—la informó—hasta que su excelencia te lo ordene.

Kisha asintió con la cabeza, obediente, y cuando el Ama le indicó que la siguiera de vuelta al harén, donde esperaría la llamada del Gobernador, la siguió. Caminó por los mismos pasillos por los que ahora entraba la tenue luz del atardecer. Ya se habían empezado a encender las antorchas que iluminarían el palacio durante toda la noche.

Con cada paso que daba la cadena rozaba su sexo y su ano, y tiraba levemente de las pinzas que le aprisionaban los pezones, provocando en ella una excitación contante que se convertía en un río de jugos que emanaban de su vagina excitada.

—Recuerda que no debes correrte. Sólo su excelencia puede darte permiso para hacerlo—. La voz del Ama parecía llegar de muy lejos y Kisha tuvo que hacer un esfuerzo para atender sus palabras—. En el harén estáis vigiladas, y su excelencia siempre se entera cuando una de vosotras rompe esta norma. Si lo haces, serás castigada con severidad.

—Ama, los castigos... ¿son muy duros?—se atrevió a preguntar con un hilo de voz. El Ama sonrió.

—Algunas veces. Otras son muy placenteros. Depende de cuál sea la afrenta. ¿Wari aún no te ha informado?

—No, Ama.

—Pues ordénale que lo haga ahora. Wari es tu servidora personal, está para obedecer todas tus órdenes y cubrir todas tus necesidades. Ella puede entrar y salir del harén sin problemas, pues aún no ha tenido su primera menstruación. Cualquier cosa que necesites, pídeselo a ella.

—Sí, Ama. Gracias.

Cuando entró en el harén, Kisha buscó con la mirada a Wari. La encontró asomada a una de las amplias ventanas, admirando el atardecer.

—Wari, el Ama me ha dicho que tienes que decirme las reglas del harén.

—¿Ahora mismo, mi señora?—preguntó la niña con evidente fastidio.

—Debo saberlas para no quebrantarlas, Wari.

—Muy bien, señora—. Se movieron hasta unos cojines de seda y se sentaron allí—. La primera es que las esclavas nunca deben abandonar el harén solas, ni siquiera para ir a los jardines privados—empezó a enumerar la niña—. Para ir al jardín, deben ir un mínimo de dos, y deben estar acompañadas por uno de los guardias eunucos. Sólo pueden abandonar el harén cuando han sido llamadas por el Gobernador, y nunca deben deambular solas por el palacio. Los guardias eunucos se encargarán de escoltarlas hacia los aposentos a los que deben dirigirse. Las esclavas siempre harán lo que el Gobernador les ordene, sin protestar ni ofrecer resistencia. Si el Gobernador te entrega como regalo a uno de sus guardias, es tu obligación complacerlo en todo lo que éste te pida, como si fuera el mismo Gobernador. Ninguna de las esclavas del harén tiene permiso para provocarse un orgasmo a sí misma, a no ser que el Gobernador le haya dado permiso previamente. Todas las esclavas deben estar limpias, perfumadas y correctamente afeitadas en sus partes más íntimas, preparadas por si son llamadas en cualquier momento. Cuando una de las esclavas esté en esos días mensuales que toda mujer tiene, debe comunicarlo inmediatamente a la Ama, que la acompañará a unas dependencias con más privacidad, donde pasará esos días sin que nadie la moleste.

Wari siguió enumerando las reglas. La mayoría se podían unificar en dos: nunca salir del harén si no eres llamada, y siempre obedecer al Gobernador. Realmente, la vida no iba a ser muy distinta de la que había llevado hasta aquel momento, pues las novicias de Sharí también vivían confinadas en el templo y jamás salían solas.

—Pero sobre todo, lo que debes tener en cuenta es no enfadar nunca a la esposa del Gobernador—terminó Wari en tono solemne—. Es una princesa, hija ilegítima del heredero del Emperador, y aunque no sea una Princesa Real sabe muy bien el poder que ostenta. El Gobernador le consiente todos sus caprichos aunque no visite su alcoba con asiduidad porque tenerla como esposa le confiere un rango dentro de la Corte Real que de otra manera no habría conseguido nunca, sobre todo teniendo en cuenta sus orígenes plebeyos.

A Kisha no le preocupaba demasiado la princesa. No tenía ninguna intención de ofenderla de ninguna manera. Era una esclava y tenía muy claro cuál era su lugar ahora.

—¿El harén es muy grande?—preguntó Kisha queriendo cambiar de tema.

—¿Se refiere al edificio, señora? ¿O a las esclavas que hay?

—Al edificio. Desde fuera parece muy grande, pero no he visto más que estas dependencias y los baños.

—Hay muchas más, señora. Está la sala de juegos, la de masajes, el dormitorio, la de espectáculos...

—¿Espectáculos?—pregunto Kisha extrañada.

—Sí, señora. A veces, la inmensa magnanimidad del Gobernador nos consiente ver alguna compañía errante de teatro y malabaristas. Hay un pequeño escenario, y nosotras nos ponemos detrás de los tabiques de madera que hay alrededor y miramos a través de las pequeñas ventanas que sólo permiten que asomemos los ojos.

—Nunca he asistido a una obra de teatro. Será interesante poder hacerlo.

—¡Oh! Es algo que estoy segura que le gustará, señora. Es como ver cobrar vida a los personajes de un libro. ¿Le gustaría hacer un recorrido por todas las salas para verlas, señora?

—Me encantaría, pero ahora no es conveniente. El Gobernador puede llamarme en cualquier momento.

Wari asintió con la cabeza.

—Eso es cierto, señora. Lo haremos mañana si le parece.

—A mí me parece estupendo.

—¿Necesita algo más, señora?

—No, muchas gracias. Puedes seguir observando el atardecer.

La niña se fue dando saltitos hacia la ventana de nuevo, y se asomó con sus ojos brillantes devorando toda la belleza que se abría ante ella.

La sala común del harén era enorme. La pared que daba al exterior estaba ocupada por grandes ventanales por los que entraba la luz, y la brisa que llegaba desde las lejanas montañas Tapher refrescaba el acalorado ambiente. Había divanes, otomanas, sofás, canapés y almohadones por todas las salas, en distintas formas y colores, pero todos suaves y nada estridentes, en tonalidades cálidas que inducían a la languidez. Sus compañeras estaban diseminadas en distintos grupitos: algunas hablaban, otras jugaban a cartas, otras más solitarias leían... había cuatro que estaban en una esquina de la estancia muy concentradas practicando con sus instrumentos musicales, y la melodía fluía apaciblemente llenando la atmósfera.

La cena llegó, y Kisha comió algo de queso y fruta mientras veía a sus compañeras saborear las carnes asadas y el pescado. Tenía el estómago encogido de ansiedad por lo que iba a ocurrir en un rato. Toda su vida se había preparado para esto, y ahora tenía miedo de no estar a la altura. Sus instructoras le habían dicho que la primera vez era la peor, que esa penetración era dolorosa porque la mujer tenía en su interior algo llamado himen que el hombre rompía con su pene. Para las mujeres que eran entregadas en matrimonio aquello era el seguro que no habían sido tocadas por hombre alguno y que, por lo tanto, aún permanecían puras. Para las mujeres como ella, las Servidoras de Sharí, era un premio para entregar al hombre que más pagase.

Para ella era el regalo que entregaría al Gobernador a cambio de su magnanimidad, y si lo complacía, el primer paso para que fuese indulgente con los impuestos que los ciudadanos de Romir debían entregarle. Si fallaba, podía enfurecerse y exigir un pago más alto. Teniendo en cuenta que las cosechas habían sido escasas eso arruinaría a la ciudad y mataría de hambre a los habitantes en el invierno por venir, cuando la comida escasearía si la mayor parte del grano había sido enviado a los silos de Kargul.

La vida de muchos niños dependían de ella, y eso la ponía nerviosa y mantenía su estómago cerrado.

Después de cenar, se lavó los dientes y perfumó el aliento masticando hojas de albahaca. Cuando terminó se sentó en el alféizar de una de las ventanas, ahora ya cerradas para evitar que el viento frío de la noche penetrara en el palacio, y observó la luna a través de los cristales mientras esperaba que vinieran a buscarla.

No tardaron mucho en hacerlo, y Kisha se vio escoltada por dos enormes eunucos caminando por los pasillos con sólo el torques y la cadena por vestido.

Entró en los aposentos del Gobernador ya muy excitada. El movimiento de sus muslos al andar hacían que la cadena rozara con reiteración el clítoris, lo que le enviaba punzadas eléctricas de deseo hacia los pezones que, atrapados en las pinzas, pulsaban impertinentes.

El Gobernador la esperaba de pie mirando hacia el exterior a través del ventanal. Tenía una mano apoyada en la cortina carmesí y la otra en su cintura. Aún estaba con la misma ropa que le había visto por la mañana, las calzas verdes embutidas en las botas brillantes, pero no ya no llevaba el fajín alrededor de la cintura.

Cuando la puerta se cerró tras ella, él se giró y la miró con ojos apreciativos. La recorrió de arriba a abajo y sonrió elevando con brevedad los labios.

—No puedo esperar a estar en tu interior—le dijo con esa voz ronca que ya empezaba a conocer—. Entraré tan profundo que jamás olvidarás tu primera vez.

El deseo recorrió todo su cuerpo y le erizó la piel.

—Ven aquí.

El calmado tono de la orden la hizo vibrar y su coño, ya sobreexcitado, palpitó y el ardor entre sus muslos alcanzó nuevas cotas. Caminó hacia donde estaba él esperándola con la mano extendida, y la cogió con renuencia. Estaba algo asustada, pero no iba a permitir que él lo notara.

El gobernador tiró de ella con suavidad hasta que sus cuerpos estuvieron tan juntos que entre ellos no podía pasar ni un fugaz pensamiento. Él curvó la mano sobre su trasero y con la yema de los dedos empezó a acariciar con suavidad la ranura entre las nalgas. Una nueva oleada de estremecimientos la atravesó. Por detrás la mano en sus posaderas, y por delante, la increíble erección que se clavaba en su estómago desnudo.

El Gobernador siguió acariciando la hendidura entre las nalgas, ahora con más fuerza, profundizando un poco más, y Kisha jadeó cuando una oscura emoción le recorrió la columna, arqueándose contra su erección y frotándola con su vientre inconscientemente.

—Buena chica—le susurró en el oído, provocando nuevos escalofríos. La otra mano del Gobernador, que se había mantenido inactiva hasta aquel momento, subió hasta apoderarse de un pecho. Empezó a jugar con el pezón atrapado, y ella volvió a gemir.

—Arrodíllate y quítame las botas.

La orden convirtió el sordo dolor de su entrepierna en un latido. Quería obedecer, mucho. Un crepitante calor la recorrió de pies a cabeza. La sangre bramó a través de su sistema, hinchando el clítoris. Sintió que la humedad encharcaba sus pliegues más íntimos, amenazando con rebosar. El aroma picante y masculino del Gobernador destruía cualquier pensamiento racional. Todas las partes de su cuerpo clamaban por sus caricias.

Se puso de rodillas y él se sentó en el diván que había al lado del ventanal. Levantó una pierna, y ella tiró de la bota hasta conseguir sacarla. Después hizo lo mismo con la otra.

Durante todo el rato pudo sentir los ojos del Gobernador posados en ella, pendientes de todos sus movimientos. Ella era consciente de él de una manera que se escapaba a su comprensión, pero que le aceleraba el corazón de una manera tempestuosa. Cuando él se levantó, Kisha le desanudó las calzas y tiró de ellas hasta conseguir sacárselas por los pies. Levantó la mirada y lo vio observándola con los ojos oscurecidos por el deseo.

—Levántate.

Otra orden, y con cada una que él daba, ella se excitaba más y más. Kisha se levantó y la boca del Gobernador cubrió la suya con un beso arrollador. La devoró, la consumió, la poseyó. Kisha se abrió para él, aceptando la estocada hambrienta de su lengua que sabía a especias mientras se arrojaba a una demoledora danza de seducción. Las rodillas se le aflojaron y tuvo que agarrarse a esos poderosos bíceps para evitar caer. La pasión era a la vez picante y dulce, y tan dura como el acero con el que fabricaban sus armas los soldados del Imperio. Era única y embriagadora como el vino especiado. Kisha gimió y él devoró el sonido con avaricia.

El Gobernador bajó las manos hasta las caderas de Kisha y las asió con fuerza, pegándola contra su erección. La acomodó en el lugar adecuado y ella sintió que su ansiedad crecía. La apretó de nuevo contra él obligando a Kisha a levantar la pierna para rodearle la cintura, abriendo su cuerpo para él en una ofrenda silenciosa.

Él aceptó de inmediato, cogiéndole el muslo y aferrándolo sobre su cadera, consiguiendo el roce perfecto con su clítoris. Kisha alargó los brazos y posó las manos tentativamente sobre los hombros desnudos y duros del Gobernador, intentando resistir a pesar de la agobiante urgencia que sentía.

Él continuó devorándole la boca, enroscando su lengua con la de ella. No dejó sin atender ninguna parte de la boca de Kisha, y la saboreó a conciencia. Cuando apartó su boca de la de ella, Kisha se agarró a él en señal de protesta. Él le apartó los brazos y le lanzó una mirada de advertencia.

—Esto ya no te hace falta—dijo y desenganchó la cadena del torques, dejando que cayera al suelo con un leve tintineo—. Pero las pinzas no las quitaremos... aún.

Cogió la cadena que caía por delante y dio un leve tirón de ella. Las pinzas se apretaron y Kisha dejó ir un jadeo de dolor. Cuando el Gobernador empezó a caminar en dirección a la cama tirando de ella, Kisha le siguió.

—Arriba—ordenó. Kisha se subió a la cama gateando mientras él aún sostenía la cadena en su mano—. Boca arriba y las manos por encima de la cabeza.

Cuando lo hubo obedecido, el Gobernador utilizó la cadena que aún estaba unida a las pinzas para atarle las manos al cabezal de la cama y después, le quitó las pinzas.

Por primera vez en su vida, Kisha pudo sentir realmente que sus pezones se llenaban de sangre, hinchándose. El Gobernador alivió el dolor con una ardiente succión de las cimas de sus pechos, primero con la lengua caliente y después con tiernos mordiscos que la hicieron jadear y tirar de la cadena que inmovilizaba sus manos.

—Muy bonitos. Deberían estar así siempre, tiernos, rosados, erguidos, esperando con ansiedad que los acaricie.

La ronca voz sensual del Gobernador rompió el silencio mientras cerraba los dedos sobre ellos con la dureza necesaria para hacerla contener el aliento. Después los retorció, haciendo que Kisha gritara mientras la humedad anegaba su vagina como un torrente.

El Gobernador se puso sobre ella, abriéndole las piernas con sus rodillas.

—¿Estás resbaladiza y ardiente por mí?

—Sí, excelencia.

La voz le tembló al responder a la pregunta y él sonrió, con el rostro tan cerca del suyo que pudo olerle el aliento a albahaca.

—Ábrete más de piernas, esclava.

Esclava. Era una palabra fea pero que en labios de él se convertía en una dulce caricia. Ella obedeció y levantó las rodillas para darle el máximo acceso.

El Gobernador arrastró los dedos entre los húmedos pliegues, jugueteando con el clítoris y expandiendo la humedad con los dedos.

—¿Tienes ganas de correrte, esclava?

—Sss... sí, excelencia, si eso os place.

—Te han adiestrado bien, esclava. Me complaces. Pero aún no tienes permiso para hacerlo.

La respiración de Kisha se aceleró mientras el Gobernador seguía acariciándola hasta convertirla en una masa gimiente y temblorosa, suplicando silenciosamente porque él la llenara, para que la aliviara de esa cruel necesidad que había generado en ella. Jugó con ella, llevándola más y más alto hasta que se sintió mareada y delirante, capaz de hacer cualquier cosa con tal que él le permitiera correrse.

—Por favor, excelencia—gimoteó.

—¿Por favor qué, esclava? ¿Quieres que te folle?

—Sí, excelencia, si eso os complace.

Él sonrió y deslizó dos dedos sobre el clítoris, frotándolo con suavidad, dibujando unos tortuosos círculos alrededor del nudo. Kisha pensaba que su deseo no podía aumentar más, pero se equivocó. Cada aliento era un jadeo. El aire entraba y salía con rapidez de sus pulmones y los latidos de su corazón ahogaban todo excepto la necesidad de sentirle enterrado profundo en su interior. Y de repente, la sensación del pene indagando en su entrada, grueso y preparado, la sorprendió.

Él entró despacio, aguantándose la urgencia por poseerla porque ella era virgen y no quería que su primera vez fuese un recuerdo doloroso. La penetró lentamente, tensando la mandíbula mientras el sudor perlaba su frente.

Los tiernos tejidos de la vagina protestaron al principio, incapaces de acomodar su grosor, y Kisha gritó.

—Relájate. Ábrete para mí, esclava.

Lo dijo con una voz tan tierna, que Kisha se sorprendió. Lo miró a los ojos y en ellos no vio al guerrero temible, ni al Gobernador implacable, sino a un tierno amante preocupado por su bienestar. Eso la derritió.

Se esforzó por relajar los músculos, y él empezó a empujar lentamente, atravesándola como si fuese mantequilla caliente, despertando todas las terminaciones nerviosas que se encontró por el camino hasta que llegó a la barrera que la declaraba como virgen y pura. Kisha cerró los ojos.

—Mírame.

Kisha lo obedeció de inmediato, espoleada por la orden imperiosa, y él se enterró de golpe hasta la empuñadura, sorprendiéndola, y se quedó quieto durante unos instantes.

El dolor se desvaneció, y Kisha pudo jurar que sentía cada centímetro, cada vena de su polla rozarle la carne tan repentinamente sensible.

El Gobernador le proporcionó un placer atormentador en cada lenta estocada, y cada roce del glande en su interior la hacía arder de necesidad.

—Eres tan dulce... Puedes correrte, esclava.

Kisha se dejó ir y el orgasmo la barrió como una tormenta de arena, rápido, fuerte y distinto a cualquier cosa que hubiera experimentado antes. Quiso gritar su nombre pero no sabía cómo se llamaba, así que sólo pudo emitir un grito monosilábico que reverberó en los aposentos.

Con el grito de Kisha resonando en sus oídos, el Gobernador se sumergió en el sedoso paraíso de su vagina una y otra vez, más rápido, más fuerte, hasta que perdió el control y el orgasmo se apoderó de él. La explosión se originó en el vientre y se extendió por su polla, lanzándolo más allá del borde de la cordura.