CAPÍTULO OCHO
HACÍA casi una semana que Kayen se había marchado y Kisha lo echaba profundamente de menos. Su ánimo, siempre alegre y decidido, se había convertido en un quiebro melancólico que la llevaba a vagar en silencio por las dependencias del harén. Pasaba horas asomada a los ventanales, observando los jardines que se extendían hasta las murallas de palacio.
Nada la hacía sonreír, ni siquiera los intentos de Wari, que acudía a ella con los últimos chismes y se los narraba con gran expresividad, agitando los brazos para dar más énfasis a sus palabras.
Las horas diurnas las pasaba con una congoja que le cerraba la garganta, y durante la noche lloraba aferrada a la almohada que se había traído del dormitorio de Kayen. Enterraba la nariz y aspiraba el aroma que aún permanecía allí, y si cerraba los ojos, durante unos instantes podía imaginarse que él estaba a su lado.
Pero no era así.
Nunca se había sentido de esta manera, tan desesperada por la ausencia de otra persona. Supuso que cuando llegó al templo para quedarse debió sentirse así también por la pérdida de sus padres, pero era tan pequeña entonces que el recuerdo había huido de su memoria.
Las entrañas se le oprimían y su imaginativa mente evocaba los mil peligros que se encontraría durante su viaje. De nada servía que se dijese que lo acompañaban más de cien soldados fieros y diestros con la espada, dispuestos a defender a su señor si hacía falta; daba igual que supiera que Kayen era un guerrero poderoso que había demostrado en multitud de batallas que era capaz de cuidar de sí mismo y salir victorioso de cualquier enfrentamiento: cuando cerraba los ojos y se dormía, se despertaba con la inquietante sensación que él estaba en peligro y la impotencia de no poder hacer nada la estaba consumiendo.
La tercera noche después de su marcha, Kisha no lo soportó. Pensar en Kayen hacía que las llamas de la pasión se encendieran en sus pechos, en el vientre y entre los muslos. Casi pudo sentir las grandes manos apretando sus caderas, la boca sensual en su piel, la lengua buscando sus pezones en círculos lentos y muy perezosos. Intentó sacárselo de la mente porque estaba excitándose y estaba prohibido darse placer a una misma en el harén, el Ama se lo había dejado claro el primer día, pero no pudo resistir la tentación. Necesitaba tanto tenerle allí a su lado, pero él se estaba alejando.
Antes de darse cuenta de lo que hacía, se deshizo del camisón y sus pechos se derramaron en las palmas de sus manos. Cerró los ojos y estiró y retorció sus pezones, imaginando las manos bronceadas de Kayen contra la palidez de sus senos. Moviendo las manos hacia abajo por su vientre, deslizó los dedos por su coño sintiendo la humedad, y se le escapó un gemido.
La imagen del musculoso cuerpo de Kayen era claro en su recuerdo mientras se acariciaba el clítoris. Como disfrutaba dejándose resbalar hacia abajo por el cuerpo de él y envolver los labios en torno a su pene erecto mientras sus manos, cerradas en puños, se aferraban al rubio cabello. El grito ronco que lanzaba cuando se corría, y el gusto de su semen cuando llenaba su boca.
Se le aceleró la respiración mientras imaginaba la boca de Kayen en su clítoris, y su lengua lamiéndola, mientras ella le apretaba la cabeza con las rodillas, entre los muslos. Y tan pronto como ella se corriera, él la tomaría, empujando profundamente en su interior follándola más y más duro hasta que gritara otro orgasmo.
La tensión creció en su interior hasta que explotó tan intensamente que lloró, mientras su cuerpo se estremecía en oleadas de placer.
Aquella noche pudo dormir, pero ahora, casi una semana después que se fuera, ni siquiera la excitación de masturbarse conseguía dejarla relajada. Se sentía vacía, porque aquello era una burda imitación de lo que realmente necesitaba.
Se escabulló de su dormitorio a oscuras y salió al jardín saltando desde la ventana del salón principal del harén. Siempre había sido ágil y ligera, y los salientes que adornaban el muro le facilitaron el trabajo.
No quería escaparse ni hacer nada prohibido, pero necesitaba sentir el aire frío de la noche llenar sus pulmones. Mirar el mismo cielo que probablemente él también miraría. Observar las estrellas en busca de algún augurio.
La luna llena ocupaba el cielo e iluminaba con sutileza el jardín. La ligereza de sus pasos no levantaban ningún sonido en el camino de guijarros.
Estaba paseando, deleitándose en el aroma de las flores nocturnas, cuando el sonido de unas botas pesadas la sobresaltaron. ¿Quién podía ser? Aquel jardín estaba vedado para los hombres; sólo los eunucos podían adentrarse en él sin sufrir ningún castigo.
Se escondió rápidamente entre los arbustos, encogiéndose para hacerse más pequeña y no ser vista. Los pasos rápidos rebasaron el lugar donde se ocultaba y ella suspiró agradecida: Kayen le había dado permiso para ir a donde quisiera, pero siempre acompañada por dos eunucos. Si la encontraban aquí, sin escolta, y sin Kayen para protegerla, podrían llegar a castigarla por esto. Debía volver rápidamente al harén.
Pero la curiosidad pudo más que el sentido común, y decidió ir en la misma dirección en que había desaparecido el desconocido para intentar averiguar quién era. Las sombras de la noche le habían ocultado el rostro y no había podido verlo.
Caminó en silencio, recogiéndose el vaporoso vestido de seda que llevaba puesto para que no rozara ni se enganchara en ningún sitio.
Cerca ya de la muralla, las vio: dos figuras ocultas entre las sombras. Una era el hombre que había pasado cerca de donde ella se había ocultado. La otra era indiscutiblemente una mujer, y por las ropas que llevaba no podía ser más que... ¡Por todos los dioses! La otra figura era la princesa Rura. Ninguna otra mujer de palacio se vestía como ella.
Se tapó la boca con las manos para evitar hacer ningún ruido cuando vio que se estaban besando, y se escondió rápidamente detrás de una estatua para que no la vieran y poder observar lo que pasaba.
Ahora hablaban, pero no podía oír qué decían. Se arrodilló en el suelo y se deslizó como un lagarto, atravesando un enorme parterre. Un búho ululó y el hombre se giró para mirar hacia donde ella estaba. Pareció escudriñar la oscuridad durante un momento antes de convencerse que seguían solos. Kisha volvió a moverse muy despacio hasta llegar al grueso tronco de una palmera enana y permaneció allí quieta, con los oídos atentos.
—Ha sido gracioso verle saltar al son que tocaba tu padre—decía la voz masculina. Kisha ahogó una exclamación. ¡El hombre era Yhil, el senescal de Kayen! Lo sabía porque lo había visto y oído varias veces en el tiempo que llevaba en palacio.
—Pero que no me llevara con él ha sido un contratiempo—se quejó Rura.
—Estás equivocada. Piénsalo bien. Es mejor para ti y para mí, que cuando él muera nosotros estemos bien lejos.
Kisha te tapó la boca rápidamente para evitar que el grito que pugnaba por salir de su garganta, se escapara. ¿Kayen iba a morir? ¿Por qué?
—El asesino se deslizará en su campamento como uno de ellos. Yo mismo le he proporcionado todo el equipo necesario para que parezca un soldado más. Cuando Kayen esté durmiendo, penetrará en su tienda y lo matará silenciosamente. Saldrá de allí antes que nadie sepa qué ha pasado. No se enterarán hasta la madrugada, cuando acudan a despertarlo y se encuentren con su cadáver.
—¿Estás seguro que no fallará?
—Por supuesto, querida.
—Me gustaría estar allí para verlo con mis propios ojos.
—No seas insensata. ¿Qué crees que pasaría si tú estuvieras allí? Todos sus hombres son conscientes del odio que sientes por él, y te señalarían sin dudarlo. Sabes que lo adoran. Te matarían sin pensarlo si te creyesen culpable de su muerte. Estando aquí no tendrás nada que temer.
—No se atreverían a ponerme las manos encima. Soy nieta del Emperador y ellos son sus soldados. Están ligados a mi abuelo por un juramento de honor—replicó Rura con voz altiva. La respuesta de Yhil fue una risa sardónica.
—Tu abuelo no es nada para ellos. Sirven a Kayen. Es a él a quién están ligados. Es su general, su caudillo. Tu abuelo no es más que una figura lejana que no han visto nunca. En cambio, Kayen ha estado a su lado en múltiples batallas, y siempre se ha preocupado por ellos. ¿De veras piensas que tu posición de princesa les impediría matarte para hacerte pagar el asesinato de Kayen? Eres muy estúpida si lo crees.
Rura bufó y se dio la vuelta, ofendida por sus palabras, e Yhil se acercó a ella, la cogió por los hombros y la obligó a girarse hasta que sus rostros quedaron a pocos centímetros de distancia.
—Pronto estarás libre—le dijo en un susurro—. ¿Qué harás con esa libertad tan ansiada?
La pregunta era irónica de por sí, pensó Kisha. Probablemente Yhil se estaba burlando de Rura. Incluso alguien como ella sabía que en el Imperio, las mujeres libres eran algo muy extraño. De hijas pasaban a esposas, y si se quedaban viudas, se convertían en responsabilidad del hijo mayor. Si no había hijos, volvían a la casa paterna. No eran esclavas de nombre, pero sí de hecho, y no tenían ningún poder sobre su destino. Incluso entre las clases pobres, que llegaban a vender a sus hijas como esclavas para conseguir dinero cuando las cosechas iban mal y no tenían con qué alimentarse.
Rura contestó a la pregunta de Yhil con un encogimiento de hombros.
—Me veré obligada a regresar a Capital Imperial. Por fin.
—Eso es lo que querías.
—Eso es lo que quiero—afirmó con rotundidad—. Kargul es... un lugar infecto, lleno de moscas y suciedad. Y el calor que hace durante el día es insoportable.
—Y aquí no tienes los lujos a los que estás acostumbrada ¿no?
—Exacto. Ni la libertad de ir a donde quiera cuando quiera. Las restricciones impuestas por Kayen son una ofensa.
—Son por tu propia seguridad, y lo sabes. Salir de palacio sin una escolta armada es exponerte a peligros que ni puedes imaginar. Al fin y al cabo, Kargul sigue siendo una ciudad rebelde.
—En Capital Imperial nadie osaría poner las manos sobre una princesa. Allí podía salir perfectamente de palacio sola en compañía de una esclava, sin necesidad de estar rodeada de apestosos soldados. Eso sin contar que los soldados de palacio son mucho más aseados que los que hay aquí.
—También son mucho más débiles y blandos, querida Rura, eso has de reconocerlo. Los hombres de Kayen pueden parecerte rudos y hoscos, incluso algo sucios, pero como escolta son mucho más eficientes que los suaves cortesanos con uniforme a los que estabas acostumbrada.
—¿Ahora los defiendes? Pensé que tú también estabas harto de ellos.
—Estoy harto de sus desplantes y sus miradas burlonas a causa de mi ascendencia aristocrática—contestó con acritud—. Pero eso no me impide admitir su valía como guerreros.
Rura se deshizo de las manos de Yhil para dar dos pasos atrás. Cerró los puños con rabia.
—¡Me da igual su valía como guerreros o apestosos rufianes! Quiero volver al lugar que me pertenece por nacimiento; quiero regresar a donde me respetan y me temen. Aquí...— Rura hizo un arco con el brazo, abarcando todo lo que la rodeaba—. Aquí hasta las esclavas se burlan de mí. ¡Estoy harta!
Yhil soltó una risita burlona entre dientes mientras miraba el rostro de Rura sonrojarse por la furia.
—Kayen tiene razón cuando dice que eres una criatura malcriada y caprichosa—. Se acercó de nuevo a ella, tomándola por el rostro e impidiendo que huyera—. Pero aún así eres hermosa—susurró, los ojos oscureciéndose por el deseo—. Kayen debería haberse tomado la molestia de intentar conocerte, y aprovechar toda esa pasión que se esconde tras tu máscara de frialdad. Querida Rura...
Yhil iba a besarla y Kisha pensó que ese era el momento idóneo para salir corriendo de allí. Tenía que volver a palacio y avisar a alguien. Pero ¿a quién? ¿Qué sabía ella de lealtades y conspiraciones? ¿Y si Rura e Yhil no estaban solos en este complot? ¿Quién, en todo el palacio, podía ser de fiar?
“Si algo le pasa a Kayen, yo mismo me encargaré de hacértelo pagar. ¿Has entendido?”
Las palabras de Dayan volvieron a su memoria. Dayan quería a Kayen como si fueran hermanos. Dayan sabría qué hacer. Tenía que buscarlo inmediatamente.
Se movió sigilosamente intentando no hacer ruido, de la misma manera que había llegado, escondiéndose entre las sombras de la noche y huyendo de la claridad de la luna, pero el vaporoso vestido que llevaba era demasiado claro para pasar desapercibido durante tanto tiempo y Yhil la vio.
Cuando oyó el ruido de las pesadas botas corriendo tras ella, Kisha se desesperó. No llegaría hasta Dayan. Ni siquiera sabía dónde o cómo encontrarlo.
Corrió, olvidándose de la prudencia, y pidió a Sharí, su diosa, que la protegiera el tiempo suficiente. Voló sobre sus pies, que la llevaron sin que ella fuese consciente hasta el muro por el que se había deslizado. Subió sin pensar; se agarró con agilidad de los salientes y trepó como una salvaje, como la niña que había sido hacía tanto tiempo a la que siempre tenían que reñir por andar encaramándose como una lagartija por todos lados. Saltó dentro de la terraza antes que Yhil consiguiera alcanzarla, y corrió hacia el dormitorio que Wari compartí con las otras niñas que servían en el harén. Wari sabría dónde encontrar a Dayan.
Entró sigilosamente. Estaba oscuro, pero de camino había cogido una de las antorchas que iluminaban los pasillos durante toda la noche. Caminó intentando no despertar a las otras niñas allí dormidas, buscándola, y cuando la encontró, la despertó con suavidad.
Wari abrió los ojos y se sorprendió de verla allí. Abrió la boca para hablar, pero Kisha se lo impidió poniéndose un dedo sobre los labios. Después le hizo un gesto para que la siguiera.
Caminaron en silencio por los corredores. Kisha volvió a dejar la antorcha en su sitio y la cogió de la mano para tirar de ella, casi corriendo hasta llegar a su dormitorio. Seguro que Yhil o Rura no tardarían en venir a por ella. Sabían que los había oído e intentarían impedir por todos los medios que pudiera hablar.
Cuando entró en el dormitorio a oscuras, Kisha se arrodilló delante de Wari y la cogió por los hombros.
—Escúchame bien. ¿Sabes dónde encontrar a Dayan?—La muchacha, asustada al sentir el tono de urgencia con que Kisha hablaba, asintió con la cabeza—. Bien. Búscalo y dale el siguiente mensaje. No tengo tiempo para ponerlo por escrito, así que tendrás que recordarlo. ¿Crees que podrás hacerlo?
—Tengo muy buena memoria—afirmó.
—Bien. Dile que escuché una conversación entre la princesa y el senescal en el jardín del harén. Que planean matar al Gobernador durante el viaje. Que ya han enviado a un asesino que va pertrechado como un soldado más, y que planean matarlo de noche, en su tienda, mientras duerme. ¿Lo has entendido?
Wari asintió con la cabeza, y justo en aquel momento se oyó un alboroto que se acercaba. La voz de Yhil se oía por encima de las de la guardia eunuca, y hasta ellas llegaron palabras sueltas: “alta traición”, “la nueva esclava” y “detener”.
—Vienen a por ti, Kisha—dijo Wari con los ojos abiertos por el miedo.
—Sí, y no deben encontrarte aquí. Escóndete debajo de la cama y no salgas hasta que nos hayamos ido todos. Pase lo que pase, y oigas lo que oigas, no hagas ruido y no salgas de debajo de la cama. Nadie espera que estés aquí. Se limitarán a prenderme a mí. ¿Recuerdas todo lo que te dije?
Wari asintió con la cabeza y corrió a esconderse donde Kisha le había dicho. Kisha se quedó de pie en mitad de la habitación. Si huía, la buscarían y era muy probable que encontraran a la pequeña allí escondida, y eso no podía pasar. Tenía que evitarlo a toda costa. Wari era su última esperanza de poder salvar a Kayen.
Las voces se acercaron. La puerta de la habitación se abrió de golpe y allí estaba Yhil, rodeado de varios eunucos que no sabían bien qué hacer con él. En sus rostros podía verse la duda entre echarlo como era su deber, o permitirle apresarla. La acusación de traición era algo que se pagaba con la vida, y ninguno de ellos quería ser declarado cómplice de un cargo así.
—Pequeña traidora—siseó Yhil entrando como una tormenta en el dormitorio, y antes que ella pudiera decir nada, le dirigió un puñetazo en el rostro que la hizo caer inconsciente al suelo—. Que uno de vosotros la cargue—ordenó a los eunucos—. La quiero encerrada e incomunicada en una de las mazmorras de palacio. Nadie, excepto yo, tiene permiso para entrar a verla. ¿Habéis entendido?
Los guardias eunucos asintieron con la cabeza y procedieron a cumplir la orden.