CAPÍTULO SIETE

KAYEN se despertó al oír un insistente golpeteo en la puerta de su dormitorio. Se levantó refunfuñando. El sol empezaba a asomar por el horizonte, por lo que a duras penas habría dormido un par de horas. Podría haber dado permiso para que entraran, pero Kisha estaba profundamente dormida y no quería que se despertara. La tenue luz de la lámpara de aceite se había apagado y lo único que iluminaba la alcoba era el exiguo resplandor del amanecer.

Abrió la puerta y salió, cerrando tras de sí. Uno de los guardias de palacio estaba allí visiblemente nervioso.

—Disculpe, excelencia, pero ha llegado un mensajero de Capital Imperial y solicita ser recibido de inmediato. Parece que trae un mensaje urgente.

Kayen maldijo. Un mensaje urgente de la Capital no auguraba nada bueno.

—Lo recibiré en mi despacho. Que avisen también a Dayan y a Yhil.

El guardia se alejó con paso marcial después de despedirse haciendo la venia y Kayen entró de nuevo en su dormitorio. Cuando fue a vestirse se dio cuenta que había salido completamente desnudo y comprendió la mirada azorada del guardia de palacio.

Se vistió como solía hacerlo, sin ropajes pomposos. Sus calzas y las botas le eran más que suficientes. Durante el día, en Kargul, el calor era abrasador y no tenía por qué ir tapado con un montón de prendas igual que hacían en Capital Imperial. Rura lo sermoneaba a menudo por ello al principio de su matrimonio, hasta que fue consciente que no se había casado con un cortesano o un político, sino con un guerrero que no tenía más aspiración que la de cumplir con su deber.

Se dirigió hacia la cámara donde solía despachar y atender normalmente sus obligaciones burocráticas como gobernador. Era una habitación enorme amueblada con piezas de madera oscura. Una gran mesa ocupaba la presidencia, con dos sillones tapizados en rojo oscuro delante de ella. Detrás había sillón con un alto respaldo de madera tallada, tapizado en azul, donde se sentó a esperar. Yhil y Dayan llegaron en seguida, y Kayen ordenó llamar al mensajero.

El hombre que entró estaba visiblemente cansado. El camino desde Capital Imperial hasta Kargul era largo, y peligroso en los últimos tramos. Aunque la gestión de Kayen había conseguido bajar considerablemente el número de bandoleros e insurrectos, aún quedaban algunos reductos que se dedicaban a asaltar a los viajeros desprevenidos.

—Excelencia—saludó el correo con una leve inclinación de cabeza—. Su presencia es requerida en Capital Imperial.

Le entregó un pergamino lacrado con el sello del Emperador y Kayen procedió a abrirlo y leerlo inmediatamente.

—¿Debes llevar respuesta?—preguntó al correo.

—Inmediatamente, excelencia.

—Bien. Pásate por la cocina y come algo mientras redacto el mensaje.

El correo salió después de saludar con una inclinación de cabeza. Kayen le pasó la misiva a Dayan para que la leyera y se pasó las manos por el rostro. En la carta, firmada por el heredero al trono y padre de Rura, se le exigía que se presentara en Capital Imperial para rendir cuentas de su administración en Kargul, porque hasta la ciudad habían llegado rumores alarmantes de su incapacidad e incompetencia.

—Es evidente que Rura ha encontrado la manera de burlar tu vigilancia—dijo su amigo. Kayen se volvió hacia Yhil.

—Creí que tú te encargabas de ello. Por eso te permití que te acostaras con ella, para que la tuvieras controlada.

—Lo siento, Kayen. Rura es ingobernable, y cuando se le mete una idea en la cabeza... pero eso ya lo sabes.

—Sí, desgraciadamente para mí, lo sé muy bien. No me queda más remedio que ir—. Encargó a uno de los guardias de la puerta que buscaran al resto de capitanes y al secretario. Debían hacer planes y dejar algunos cabos atados antes de ausentarse. El viaje iba a ser largo. Marchar al paso que requería un contingente de soldados no era rápido. Por lo menos iba a tardar un mes en ir y volver, y eso suponiendo que no se encontrara con trabas una vez allí. Odiaba la Corte Imperial y el politiqueo que allá hervía como un caldo de cultivo infecto.

—¿Llevarás a la princesa?—preguntó Dayan. Kayen bufó.

—¡Por supuesto que no! Su palanquín y su corte de doncellas aún nos retrasarían más.

—No le va a gustar.

—Pues va a tener que aguantarse.

Cuando llegaron los hombres que esperaban, empezaron con la reunión.

Pasaron varias horas encerrados en aquella habitación, ultimando los detalles. Era un mal momento para irse, con la delegación de Iandul pidiendo con insistencia una audiencia y todos los rumores que circulaban por la ciudad sobre su capitulación ante las peticiones (que, según los lenguaraces, habían pasado a ser exigencias) de Romir. Abandonar ahora la ciudad por un requerimiento imperial haría que los chismes aumentaran de intensidad, y con ellos, la estabilidad de la provincia, ya de por sí en precario equilibrio, se iría al infierno.

Salió por fin a media tarde. Habían pasado allí encerrados todo el día, incluso mientras comían, y Kayen se sentía agotado y malhumorado. Pensó en Kisha y sonrió. ¿Qué habría hecho durante todo el día?

Fue hasta sus dependencias, pero no estaba allí. Lo supo al acercarse a la puerta y no ver a los dos eunucos que la protegían. Paró a un criado que pasaba por allí y le preguntó si sabía dónde estaba la esclava, y éste le contestó que acababa de llevarle algo de comer a la favorita de su señoría, y que ésta estaba en la biblioteca. Se encaminó hacia allí a grandes zancadas, deseoso de tenerla entre los brazos otra vez y de darle la noticia: iba a llevarla con él a Capital Imperial.

Estaba llegando cuando una de las doncellas de Rura se le acercó a la carrera, se inclinó en señal de respeto, y le dijo:

—Su excelencia, la princesa Rura desea hablar con vos.

—Dile que ahora no tengo tiempo—contestó con un gruñido intentando esquivarla. Ella, rápida, se interpuso otra vez en su camino.

—Lo siento, su excelencia—, dijo la muchacha con un hilo de voz—pero me ha ordenado que insista.

Kayen maldijo mirando a la doncella. Sabía que si no iba, ella pagaría las consecuencias. No debería importarle, pero desde que había conocido a Kisha habían empezado a cambiar sus prioridades.

—Está bien.

—Gracias, excelencia.

La muchacha caminó con rapidez por los corredores, precediéndolo en el camino. Rura estaba en uno de los jardines interiores, sentada sobre unos mullidos cojines en el dentro de una glorieta de mármol rodeada de plantas trepadoras de pequeñas flores rosadas. El lugar era fresco y discreto, y podía escuchar la música que cuatro esclavas estaban tocando.

Entró furioso en el lugar y se encaró con su esposa.

—¿Qué diablos quieres?—le espetó. Rura lo miró con una sonrisa llena de frialdad.

—Me han dicho que ha llegado un mensajero de mi padre.

—Veo que las noticias vuelan.

—Sabes que en este palacio no hay secretos para mí. ¿Cuándo viajaremos hasta la capital?

—¿Yo? En dos días. ¿Tú? Nunca, si puedo evitarlo.

Rura se levantó echa una furia y se encaró con él.

—¡Cómo que nunca! Voy a ir contigo digas lo que digas.

—No, querida esposa—. La voz de Kayen era cortante como el filo de una espada. Se acercó a ella hasta que sus rostros quedaron separados por unos leves centímetros—. Tú, no vas a ir a ningún lado.

Los ojos de Kayen destilaban furia. Rura lo miró con altivez, levantando la barbilla muy orgullosa.

—Pero seguro que esa pequeña esclava sí que te acompañará, ¿verdad?—siseó venenosa—. Te asegurarás de dejarme en ridículo llevándola a ella en lugar de a mí. Seré el hazmerreír de la corte y tú—lo señaló con un dedo—serás feliz con ello.

—Inmensamente feliz—espetó Kayen y se giró para irse de allí. Rura lo cogió por el brazo con ambas manos y lo detuvo.

—Por favor—susurró—. Por favor, no lo hagas. No me lleves a mí, pero tampoco a ella—. La voz le salía entrecortada—. No me humilles así—. Kayen giró el rostro para mirarla y la vio con la cabeza agachada mirando el suelo, en una actitud suplicante que nunca le había visto. Parecía a punto de llorar y nunca había visto llorar a Rura. Ni siquiera en los peores momentos—. Sé que me odias, y que me lo merezco, pero por favor, no me avergüences ante mi padre.

¿La odiaba? Se preguntó. No soportaba tenerla por esposa, pero tampoco la odiaba. Ambos se habían visto obligados a un matrimonio que no querían, y mientras él podía seguir disfrutando de su libertad haciendo todo lo que le venía en gana, ella se había visto forzada a abandonar la ciudad y el lugar donde había crecido, protegida y mimada como hija del heredero, hasta la provincia más salvaje del Imperio. En el fondo la compadecía.

—Está bien. No me llevaré a Kisha—accedió—. Pero si le ocurre algo en mi ausencia, aunque sea el más mínimo accidente, lo pagarás.

—Gracias—dijo mientras soltaba su brazo y regresaba al lugar en el que había estado recostada.

El sonido de la voz de Rura, dócil y agradecida, lo sorprendió. Salió de allí con un sabor agridulce en la boca. Iba a estar más de un mes sin poder enterrarse en Kisha porque había tenido lástima de una mujer cruel y manipuladora. No se reconocía a sí mismo.

Volvió al interior del palacio y caminó hasta la biblioteca. En el momento en que llegaba, Kisha salía de allí. Al oír las fuertes pisadas de las botas se giró y al verlo, esbozó la más luminosa sonrisa que jamás le habían dedicado.

Su polla se endureció al instante y, sin pararse a pensar, la cogió del brazo y la arrastró, ante la atónita mirada de los dos eunucos que la escoltaban, hasta el interior de la biblioteca.

Kisha se encontró empotrada contra la pared. La puerta se cerro de golpe detrás de ellos, mientras los labios de Kayen capturaban los suyos en un beso que le erizó la piel.

Esto era lo que necesitaba para quitarse de la cabeza todas las preocupaciones surgidas en las últimas horas.

Ella envolvió los brazos en los anchos hombros mientras él la levantaba del suelo y la obligaba a rodearle la cintura con sus piernas. Kisha perdió la razón. Este hombre sabía cómo besarla, acariciándole la lengua con la suya, cómo agarrar sus caderas y apuntalarlas contra la dura punta de su polla, y cómo tenerla al borde del orgasmo con unas cuantas caricias.

Él gimió mientras sus labios se deslizaban de la boca de ella para mordisquear su mandíbula, y después el hombro. Ella se arqueó contra él, deseándolo más cerca, más adentro. Subió las manos hasta enterrarlas en el pelo oscuro y largo de él, y aferrarse allí como un náufrago se aferra a un trozo de madera para mantenerse a flote, y le empujó la cabeza hacia abajo, hasta los duros pezones que le dolían por el deseo.

Los labios de Kisha se entreabrieron y los pechos subían y bajaban mientras luchaba furiosamente por respirar. El aire se había llenado de lujuria y se había convertido en algo pesado, casi imposible de respirar.

Kayen tiró del sujetador que mantenía sus hinchados pechos presionados, rompiéndolo, y atacó con furiosa determinación los pezones rosados. Cuando sus labios rodearon el duro pico del pezón, ella dirigió sus labios hacia el cuello de Kayen. Los dientes rastrillando, la lengua relamiendo, y con las manos acarició tanta carne como pudo abarcar. Los duros músculos se ondularon bajo su toque mientras el calor y el placer de la succión a que la tenía sometida, amenazaban con disolverla.

Parecía furioso por algo mientras la embestía con las ingles contra la pared sin siquiera haberse quitado las calzas, y mordía los pezones atrapándolos con los dientes y tirando de ellos hasta que el fuego que la consumía se extendió por todo su cuerpo.

—No es suficiente—gruñó, y antes que se diera cuenta, la había girando y puesto de espaldas contra la mesa más cercana, tirando al suelo con un brazo los enseres de escriba que había allí y arrancándole las bragas de un tirón sin que ella pudiera hacer otra cosa más que jadear.

Las fuertes manos le abrieron los muslos y aquellos anchos hombros los retuvieron para que no pudiera cerrarlos, y los labios masculinos descendieron hacia los desnudos y saturados pliegues de su coño. El repentino y duro empuje de esa lengua en el coño la congeló en un placer delirante.

La lamió en un largo y lento ataque que envió una oleada al rojo vivo corriendo a través de sus venas, principalmente cuando llegó al clítoris y la obsequió con un caliente y firme beso.

—¿Te gusta?

Levantó la cabeza lo justo para susurrarle las palabras, soplando suavemente sobre el nudo ya demasiado sensible. Ella le dirigió una mirada absorta y desenfocada. Parecía que él esperaba una respuesta. ¿De veras no tenía suficiente con verla completamente erizada de deseo?

—Sí, sí, por todos los dioses, sigue.

Kayen soltó una risita divertida y el aliento sobre el clítoris envió otra oleada de placer.

—La esclava ordena, y yo obedezco.

Y le pasó la lengua otra vez. La lamió, y bebió de ella, restregando los dientes sobre los inflamados pliegues hasta que ella no pudo soportarlo y empezó a retorcerse bajo su control. Intentó girar, levantarse, agarrarle la cabeza y empotrarle el rostro contra su coño. Hacer algo que la ayudara a aliviar este increíble fuego que estaba ardiendo en su interior y que acabaría por consumirla.

—Estate quieta—le exigió, y afirmó la orden con una palmada dirigida a sus nalgas. El ardor se acrecentó con aquel movimiento y una llamarada febril la recorrió por entero mientras él seguía concentrado, acabando en una deflagración que la hizo gritar y gritar mientras se corría en su boca.

Kayen se irguió y se inclinó sobre ella con una sonrisa satisfecha ocupándole todo el rostro.

—Te gustó la nalgada—aseveró. Ella, aturdida aún por el magnífico orgasmo, asintió—. Quiero tomarte por detrás, Kisha—susurró con la voz ronca y la respiración entrecortada—. Quiero verte completamente sometida a mí, indefensa y vulnerable. Porque quiero que seas consciente que, a pesar de mi poder sobre ti, siempre te cuidaré y protegeré.

La ayudó a incorporarse y Kisha fijó los ojos en la orgullosa polla que se erguía entre la mata de vello. Tan hermosa. Tan deliciosa. Tan suya. Quería tenerla en su boca de nuevo, pero Kayen necesitaba otra cosa y ella quería dárselo. No porque fuera su obligación como esclava. No porque no tuviera más remedio que someterse. Lo haría porque lo deseaba tanto como él.

Puso los pies en el suelo y se giró, dejándose caer obedientemente hacia adelante hasta que sus pechos quedaron oprimidos contra la suave madera de la mesa, y su culo ofrecido como un regalo.

Entonces él la azotó de nuevo. Pequeños y ligeros golpecitos, primero en una nalga, después en la otra, y con cada sacudida ella soltaba pequeños grititos de sorpresa y entusiasmo.

Entonces Kayen la penetró con una fuerte estocada que la empujó contra el borde de la mesa. La sensación de la gruesa erección trabajando en su interior mientras las manos de él se apoderaban de sus caderas, sosteniéndola en su lugar con fuerza dominante, fue su perdición.

Levantó un poco su torso para apoyarse en los codos y él lo aprovechó para deslizar una mano hasta su pecho y ahuecarlo, trabajando con el pezón, pellizcándolo, mientras le recorría la espalda con un río de besos.

Su polla atacaba y hoy no era suave con ella. Combinaba placer y dolor, empujando duro y profundo en su interior, golpeando los glúteos con cada embestida.

Kisha abría y cerraba los puños. El placer que la atravesaba no tenía nada que ver con lo que había sentido antes. Esto era más fuerte, más profundo, más... todo. Este hombre que la estaba follando era el guerrero, no el gobernador. Era el hombre que había doblegado las cabezas orgullosas de los habitantes de Kargul, obligándolos a inclinarse ante él. Era el general que había encabezado un gran ejército y derrotado a numerosos enemigos. Era el hombre capaz de cualquier cosa con tal de proteger lo que era suyo.

—Por favor...—suplicó. Su voz a duras penas se oyó por encima del golpeteo de la carne sobre la carne y de los gruñidos de placer que Kayen lanzaba al aire—. No puedo...

No podía ¿qué? Ni siquiera sabía lo que no podía, sólo sabía que necesitaba correrse otra vez, que su cuerpo estaba tenso como las cuerdas de un laúd y que se rompería si no conseguía correrse de nuevo.

—Te tengo, Kisha—. Se acercó a ella, hundiendo el rostro en la curva de su cuello. Su voz ahora gutural a causa de las sensaciones que empezaban a llegar a cotas apocalípticas—. Estoy aquí, cielo. Córrete para mí, pequeña. Dámelo todo.

Ella estaba indefensa bajo él, tanto física como emocionalmente. Estaba perdida en un amor que no la llevaría más que a sufrir y que sin embargo recibía con los brazos abiertos.

El segundo orgasmo llegó y ella gritó otra vez. Se sacudió entre sus brazos y sintió los músculos de su coño apretarse violentamente contra la latente longitud de la polla. Y pudo sentir cómo Kayen también se corría en un gemido destrozado, empujándola espasmódicamente, con su erección latiendo y la humedad de su liberación llenándole la vagina y el útero.

Kayen se levantó y liberó a Kisha de su peso. Paso la mano a lo largo de su espalda y acarició las ruborizadas nalgas, sorprendido que ella hubiera encontrado placer en aquella azotaina erótica, sintiéndola desmoronarse cuando halló el borde lujurioso de unir el placer con el dolor.

Había tantas maneras en que quería tocarla y follarla. Tantas cosas que podía hacerle y que la dejaría temblando y jadeando su nombre, inmersa en un placer que sabía que nunca antes había encontrado.

Era una mujer fuerte a pesar de su sumisión, capaz de enfrentar el hambre que él sentía por ella, y aceptarla y disfrutarla sin miedo.

La tomó en los brazos, acunándola contra su pecho. Sentía que era allí donde pertenecía, entre sus brazos, y maldito si ese conocimiento no sacudía su alma de nuevo.

Ella le acarició el pecho suavemente con la mano, deleitándose con su aroma a hombre y sexo. Sentía que su cuerpo se había quedado sin fuerzas pero esto, lejos de asustarla, la hizo ronronear como una gatita. Estaba a salvo allí, siempre lo estaría. No importaba que él no la amase, que no le hubiera entregado el corazón, porque Kayen siempre cuidaba de lo que era suyo, y ella le pertenecía en cuerpo y alma.

—Tenemos un pequeño problema—susurró él medio divertido—. He roto tu escasa ropa.

—No me importa—contestó—. No será la primera vez que me paseo por palacio totalmente desnuda—. Rio con picardía—. El primer día sólo llevaba por atuendo una delicada cadena y dos pinzas de pezones.

—Pues a mí sí me importa—. Kayen sonó irritado—. Nadie más te volverá a ver desnuda, excepto yo.

Aquella afirmación tan contundente inundó el corazón de Kisha de esperanza. Quizá sí sentía algo por ella, algo que ni siquiera él había considerado. ¿Por qué, sino, esta declaración tan tajante? Si no sintiera nada por ella, no le importaría quién la viese desnuda.

—Hay una solución fácil que tus fuertes manos pueden procurar—sonrió cálidamente y dejó un reguero de besos por la mandíbula.

—Cielo, si no dejas de hacer eso, te follaré otra vez antes de llegar a la cama—. La risa divertida estalló en el pecho de Kisha, y al poco Kayen la acompañó.

—Arranca una de las cortinas y me cubriré con ella.

—No te muevas de aquí—le dijo poniéndola en el suelo, y se dirigió con decisión hacia los cortinajes que colgaban en la ventana, agarró una con sus grandes manos y tiró de ella. Un solo golpe y la había arrancado de cuajo. Regresó junto a Kisha y la envolvió, para volver a levantarla del suelo y la llevó en brazos por todo el palacio hasta sus aposentos.

Allí, tumbados en la cama, uno en brazos del otro, le contó las noticias: que en dos días abandonaría Kargul para viajar hasta Capital Imperial y que estarían más de un mes separados.

Kisha no dijo nada. No tenía derecho a reprocharle nada, pero se quedó triste pensando que él era capaz de apartarse de ella tanto tiempo sin demostrar ningún tipo de remordimiento o pesar. Podría llevarla con él. No sería el primer gobernador que se hacía acompañar por una esclava, ni sería el último. Pero de su boca no salió ninguna queja. Él era el amo, y ella la esclava, y como tal le tocaba asumir las decisiones que Kayen tomaba sin cuestionarlas. Pero no por eso dejaban de doler.