CAPÍTULO CINCO

EN cuanto abandonó el dormitorio, Kayen se dirigió a la sala de reuniones. Había convocado allí a Yhil, el senescal de palacio; Dayan, el capitán de su guardia personal; Faron, el comandante de las tropas; Lohan, su oficial en jefe de inteligencia; y Canquy, su secretario. Tenían mucho de qué hablar.

Las incursiones de los hombres bestia de Tapher eran un problema preocupante, y que el destacamento que había en el fuerte al pie de las montañas no fuera suficiente para mantenerlos a raya era muy alarmante. Dos mil hombres bien pertrechados deberían bastarse para contenerlos en los límites de las montañas y evitar que irrumpieran en el valle para saquear las aldeas.

Los hombres lo estaban esperando cuando llegó, y todos mostraban una sonrisa condescendiente en la boca.

—Esa nueva esclava te mantiene ocupado—dijo Dayan burlándose de él de una manera que demostraba que además del capitán de la guardia era uno de sus mejores amigos.

—No me extraña—replicó Yhil—. Es toda una belleza. Cuando te canses de ella, me gustaría poder disfrutar de su adiestramiento como Servidora de...

No pudo terminar la frase. La mano de Kayen se apoderó de su garganta y apretó con fuerza. Se había movido tan rápido que Yhil no había podido reaccionar para esquivarlo.

—Jamás podrás tus manos sobre ella—afirmó con rotundidad en un siseo—. Confórmate con lo que tienes y no quieras tomar más de lo que me pertenece, Yhil.

Yhil palideció pero no pidió explicación ninguna. Sabía perfectamente que Kayen estaba al tanto de sus relaciones ilícitas con la princesa Rura. Dayan carraspeó.

—¿Empezamos con la reunión?

Kayen soltó a Yhil y se dirigió a grandes zancadas hacia la mesa del centro, donde se extendía un mapa de la provincia de Kargul.

—Hay que averiguar qué ocurre en el fuerte Tapher y por qué no son capaces de contener a los hombres bestias. Pero quiero un informe de primera mano, no excusas baldías de su oficial al mando. Lohan, enviarás a tu mejor investigador con un pequeño destacamento. Faron, quiero que designes a tu mejor oficial para que se haga cargo. En teoría irán como refuerzo y se pondrán a las órdenes del castellano de Tapher, pero tu hombre—señaló a Lohan—se mezclará con la soldadesca a ver qué puede averiguar, y el tuyo—señaló a Faron—hará lo mismo entre los oficiales. Quiero informes diarios sobre la situación.

—Me pondré a ello de inmediato—dijo dijo Faron.

—¿Has tomado alguna decisión respecto a la petición del kahir de Romir?—preguntó Dayan.

Kayen lo había estado pensando. El regalo que le habían enviado (Kisha) había resultado ser de su agrado, pero no podía aceptar el soborno porque eso crearía un precedente. El grano procedente de Romir era necesario para alimentar las tropas, además de ser una manera de dejar patente quién estaba al mando de la nueva ciudad. Por otro lado, si las cosechas habían sido realmente escasas este año no quería presionarlos hasta el punto de provocar una rebelión. Cuando un hombre ve a su familia pasar hambre, la desesperación se convierte en una mala consejera y una zona pacificada podía transformarse en un nido de avispas.

—Antes hay que descubrir si lo que dicen es cierto o no. Lohan—el aludido dio un paso al frente—. Ponte en contacto con tus espías y averígualo. En cuanto tengas la información, comunícamelo enseguida. No tomaré ninguna decisión al respecto antes. Los dos podéis iros, no os necesitaré.

Lohan y Faron salieron de la sala. Kayen se quedó a solas con Yhil, Dayan y Canquy, el secretario. Éste último carraspeó para llamar su atención, y cuando Kayen se volvió hacia él, habló:

—Hoy ha llegado una delegación de Iandul y ha pedido audiencia. Al parecer, quieren recuperar a las guerreras que fueron hechas prisioneras durante la última escaramuza fronteriza.

—¿Sólo a las guerreras?—preguntó Dayan—. También hubo muchos hombres de su ejército que se convirtieron en nuestros esclavos.

—Los hombres no les importan, eran simples mercenarios—informó Canquy—. Pero he oído rumores que entre las prisioneras había una que es de especial importancia para ellas, y quieren recuperarla.

—Si los rumores son ciertos, nos iría muy bien saber quién es y por qué quieren recuperarla—. Kayen pensaba en voz alta mientras se frotaba la barbilla—. Canquy, envíale un mensaje a Galmesh y dile que quiero una reunión con él inmediatamente. Presiónale si es necesario, pero quiero que venga a palacio esta misma noche.

—Sí, excelencia.

—Y retrasa la audiencia con la delegación de Iandul todo lo que puedas. ¿Algo más?

—No, excelencia.

—Bien. Doy por concluida la reunión.

Yhil y Canquy se retiraron, pero Dayan permaneció en la sala con Kayen.

—¿A qué ha venido tu reacción con Yhil?—le preguntó con la familiaridad que le daba el hecho de ser amigos desde la niñez. Habían crecido juntos en los suburbios de Zaraih primero, y después habían acabado en el templo de Garúh de aquella ciudad, entrenándose para convertirse en lo que ahora eran.

—Lo sabes perfectamente—contestó Kayen en un gruñido.

—Si lo supiera, no te preguntaría.

Kayen volvió a gruñir. Era un guerrero ante todo, y odiaba tener un punto débil, pero estaba claro que Kisha se había convertido en su vulnerabilidad. Pensar en ese estúpido de Yahil poniéndole las manos encima lo había hecho perder la cordura. Había estado a punto de matar al idiota simplemente por mencionarla. Pero Dayan era su amigo y podía confiar en él.

—Es la nueva esclava—confesó en un susurro esperando que su amigo no lo oyera, pero sabiendo al mismo tiempo que los finos oídos de Dayan captarían perfectamente su confidencia.

—Te ha sorbido los sesos.

—Me he enamorado.

—Lo que viene a ser lo mismo. Por todos los dioses, Kayen, es una esclava.

—¿Crees que no lo sé? Pero no he podido evitarlo. Cuando estoy a su lado puedo volver a sentirme yo mismo, y no esta absurda caricatura de Gobernador malvado y cruel—explotó en un bufido. Dayan se quedó atónito ante sus palabras.

—Pensé que estabas satisfecho con tu vida. Teniendo en cuenta dónde comenzamos, en las apestosas calles de Zaraih, estar aquí ahora es todo un logro. Eres Gobernador de una de las provincias más ricas del Imperio.

—Y también de las más hostiles y llenas de problemas. Pero no me quejo de eso, Dayan. Ambos hemos tenido suerte: estamos vivos, y tenemos poder y riqueza, aunque lo hemos pagado con nuestra propia sangre en los campos de batalla. Bien sabe los Garúh que muchos se quedaron por el camino. El problema es Rura.

—Me lo imaginaba. El regalo del Emperador en realidad fue un atroz castigo.

—Estoy seguro que quería quitársela de encima. Esa mujer es la cosa más ambiciosa y caprichosa que he conocido nunca. Y tan cruel como un hombre bestia. El Emperador me la metió bien doblada al obligarme a casarme con ella. Una recompensa, dijo, por mis servicios, pero en realidad lo hizo para controlarme.

Dayan se rio mientras iba hacia la mesa que había en la pared y servía dos vasos de licor.

—Lo que dice cuánto te conoce: nada. No eres hombre que se deje controlar, ni por una mujer ni por nadie.

—Eso es algo que compartimos, amigo—asintió Kayen mientras aceptaba el vaso que le ofrecía su amigo y daba un largo trago—. Kisha es la mujer con la que siempre he soñado, y temo que Rura haga algo por perjudicarla. Es la primera vez en mi vida que le tengo miedo a algo.

—Eres capaz de protegerla—afirmó Dayan. Puso una mano sobre el hombro de su amigo y apretó, reconfortándolo con ese gesto fraterno.

—Eso espero.

—Pero hazme un favor. No te fíes de ella. Por lo menos, aún no. No sabemos con qué intención fue enviada, Kayen.

—Pero tú prométeme una cosa: que la protegerás con tu vida si yo no puedo hacerlo.

Una promesa mutua que sellaron con un apretón de manos.

En aquel momento regresó Canquy con noticias sobre Galmesh y Dayan los dejó solos. Su amigo tenía otros asuntos que atender, documentos que firmar, peticiones que estudiar... no le envidiaba para nada.

Deambuló por palacio pensando en qué hacer durante el resto del día. Sus hombres estarían entrenando, pero no tenía ganas de cruzar espadas con nadie. Sólo disfrutaba cuando lo hacía con Kayen, y ahora estaba demasiado ocupado.

Sonrió incrédulo. Kayen, enamorado. No era algo que hubiese creído posible. Si alguien le hubiese vaticinado que pasaría algo así, se hubiera reído en su cara por tan absurda que le parecía la idea. Y sin embargo había sucedido.

Tendría que echarle un vistazo a la esclava. Era evidente que Kayen estaba deslumbrado por ella y no pensaba con racionalidad. Una esclava que era un regalo de una ciudad que hacía poco que había sido conquistada, no podía augurar nada bueno. Podía ser una espía o, algo peor, una asesina. Si era esto último y Kayen se descuidaba...

Pasó cerca de la biblioteca y vio que había dos eunucos ante la puerta, lo que indicaba que dentro había alguna de las esclavas del harén, pero ¿cuál? No había ninguna que tuviese permiso para entrar ahí, excepto quizá...

Saludó a los dos eunucos y entró. No le impidieron el paso como hubieran hecho con cualquier otro hombre porque lo conocían y sabían qué lugar ostentaba en palacio. Y allí estaba, la esclava por la que Kayen había perdido la razón.

Era hermosa, de eso no había duda. Estaba sentada en una de las sillas de la biblioteca, con un libro sobre la mesa, leyendo con atención. El pelo rubio lo llevaba recogido con descuido, pero algunos mechones se habían escapado y caían indolentes sobre su frente.

Absorta como estaba en la lectura, no reparó en su presencia hasta que él se acercó. Entonces se levantó rápidamente y bajó la cabeza en actitud sumisa.

—Tú eres Kisha—dijo Dayan caminando hasta ponerse detrás de ella, dejándola aprisionada entre la mesa y su propio cuerpo—. No me extraña que Kayen se haya rendido a tus encantos.

La voz profunda intentaba seducirla. Kisha se encogió interiormente pero se negó a dejarlo entrever. Sintió el aliento del hombre en su nuca, y un dedo recorrió el hombro descubierto.

—Mi señor, por favor...—suplicó.

—¿De qué tienes miedo?—susurró en su oído mientras jugueteaba con uno de los mechones de pelo.

La respiración de Kisha se aceleró. ¿Por qué estaba este hombre aquí? ¿Qué pretendía de ella? ¿Lo había enviado Kayen porque ya se había cansado? Esa idea la aterró y las lágrimas pugnaron por salir, pero no se atrevió a preguntar.

—Contéstame, Kisha.

—De vos, mi señor. ¿Por qué me hacéis esto?

La risa suave de Dayan reverberó por la estancia.

—¿Hacerte? ¿El qué, preciosa? Sólo estamos hablando.

—Estáis intentando seducirme, mi señor.

—¿Sólo intentando? Eso significa que no lo estoy haciendo bien...

Los labios de Dayan se posaron sobre el estilizado cuello dejando un reguero de besos. Kisha se encogió y, en un arrebato, se escabulló por un lado huyendo de él.

—¡Basta, mi señor!—le exigió—. No tenéis ningún derecho a hacer esto.

La risita sarcástica de Dayan sonó oscura y divertida. La miró con unos profundos ojos claros, como si pudiera atravesar hasta su misma alma. Kisha se sintió desnuda e incómoda, algo que no le había ocurrido nunca.

—Dime qué quieres, pequeña Kisha, a cambio de concederme tus favores—susurró mirándola de arriba a abajo, acariciándola con los ojos—. ¿Te gustaría poder volver a tu templo para quedarte? ¿Quizá preferirías trasladarte a Capital Imperio? Una cortesana tan hermosa como tú, con esa mirada de inocencia, tendría asegurada una buena lista de clientes que pagarían grandes fortunas por poseerla. ¿Te lo imaginas? Ser completamente libre, sin estar obligada a llevar el collar de propiedad de una esclava... Podrías hacer lo que quisieras, cuando lo quisieras. ¿No te gustaría? Yo podría arreglarlo para que fuese así, y a cambio sólo te pediría una noche de pasión para poder enterrarme profundamente entre tus muslos.

Kisha se había llevado las manos al pecho y lo miraba completamente confundida.

—¿Es... es eso lo que quiere el Gobernador?—preguntó en un hilo de voz, desesperada.

—Olvídate de Kayen y dime qué es lo que quieres tú.

“Que Kayen me ame—pensó—. Que no pueda vivir sin mi. Que me quiera siempre a su lado. Eso es lo que quiero”. Pero no podía decirlo en voz alta.

—No quiero nada de lo que me ha ofrecido, mi señor—contestó en su lugar, apartando la mirada y alejándose más de él.

—Entonces, ¿qué es lo que quieres?

—Nada, mi señor.

—No te creo. Todas las mujeres soñáis con lo mismo: poder y riqueza. ¿Intentas hacerme creer que tú eres distinta?

Kisha alzó el rostro con brusquedad y lo miró furiosa.

—No quiero poder y riqueza, mi señor—le espetó—. Y lo que quiero ya lo tengo.

—¿Ser una esclava?—ironizó Dayan—. ¿Intentas hacerme creer que eso es lo que quieres?

—No, mi señor. Quiero un hombre capaz de protegerme—susurró, y rápidamente se mordió la mejilla pensando que había hablado de más. Estaba confundida y tenía ganas de irse. Se giró hacia la puerta y sin pedir permiso, caminó hacia allí deseando escapar de todas estas preguntas y acusaciones veladas.

—No te he dado permiso para que te vayas—. La voz de Dayan sonó firme e imperiosa. Kisha se detuvo y se rodeó la cintura con los brazos para evitar empezar a temblar. Una solitaria lágrima rodó por su mejilla.

—Kayen se cansará de ti—le dijo con crueldad—. Siempre se cansa de las esclavas, por muy hermosas que sean. ¿Sabes por qué? Porque no soporta que intenten manipularlo.

Kisha negó con la cabeza, sacudiéndola con fiereza.

—Yo no intento manipularle, mi señor.

—Eso es lo que pretendes hacernos creer—contraatacó con dureza—, pero eres un regalo de Romir, una ciudad que ha estado dándonos problemas desde hace tiempo. Puedes ser una espía o una asesina, y tu rostro cándido no te salvará si atentas contra mi amigo. Si algo le pasa a Kayen, yo mismo me encargaré de hacértelo pagar. ¿Has entendido?—Kisha afirmó con la cabeza. Le fue imposible articular palabra—. Bien. Puedes marcharte.

Kisha no se hizo de rogar y abandonó la biblioteca rápidamente. Dayan se quedó mirando la puerta por donde había desaparecido la esclava y echó una ojeada al libro que había estado leyendo. “Hechos de los antiguos gobernantes”. Era un conjunto de relatos sobre la historia de Kargul desde sus primeros habitantes, las tribus nómadas, hasta el último rey antes que el Imperio se anexionara la región y lo convirtiera en otra provincia más, hacía unos diez años. Una lectura bastante aburrida y extraña para una esclava sexual.

Dejó el libro donde estaba y salió de la biblioteca. Decidió ir hasta el patio de armas del palacio, donde sus hombres estarían practicando. La conversación con la esclava le había dejado mal sabor de boca y necesitaba hacer ejercicio para desahogar la frustración que se había apoderado de él.

La mujer no aparentaba ser peligrosa y esa aura de inocencia que la rodeaba parecía ser real, pero las mujeres eran engañosas y uno no podía fiarse de ellas.

En el patio de armas los hombres estaban algo alborotados. Unos cuantos estaban apelotonados alrededor de un soldado caído en el suelo. Se acercó rápidamente, apartándolos a empellones. Los hombres le abrieron paso con respeto al darse cuenta que era él.

—¿Qué ha ocurrido?—preguntó taladrándolos con la voz.

—Ha sido un accidente, mi señor—dijo uno de ellos. Dayan se acercó al caído y se arrodilló a su lado. Tenía una herida fea en el costado derecho y manaba mucha sangre. Iba a ordenar que alguien fuera a buscar al médico cuando una morena de ojos preciosos que llevaba una cesta de mimbre cogida en una mano, se abrió paso entre la multitud de testosterona, dando empujones a diestro y siniestro, hasta llegar al lado del herido y arrodillarse para empezar a mirarle la herida.

—¿Qué haces, mujer?—le espetó Dayan con malos modos.

—Soy la nueva sanadora, mi señor. Y hago el trabajo para el que me pagan—contestó la morena sin siquiera mirarlo—. Salid de en medio. Estorbáis.

Dayan se quedó mudo por el asombro pero obedeció. La sanadora manipuló la herida con habilidad, apartando la ropa para poder verla bien. Sacó una tela limpia del cesto y la apretó contra la herida. El lesionado aulló de dolor.

—Le estás haciendo daño, mujer—protestó Dayan.

—Y yo que pensaba que eráis guerreros curtidos...—ironizó la sanadora—. La herida no es grave, pero hay que cortar la hemorragia inmediatamente. Y la mejor manera de hacerlo es ésta, mi señor. Y si dejáis de interrumpirme con vuestras tonterías y me dejáis trabajar, antes se le podrá trasladar al barracón donde podré atenderlo mejor.

Los hombres presentes soltaron algunas risitas al ver a su capitán vapuleado verbalmente. Dayan gruñó por toda respuesta y se volvió hacia los hombres que estaban allí mirando.

—¡Vosotros! ¿No tenéis nada que hacer, como seguir practicando? ¿O preferís ir a limpiar las letrinas?—Rezongando, los hombres se fueron apartando y a regañadientes volvieron a sus obligaciones—. Vosotros dos, buscad algo para trasladar al herido y tú, quédate aquí y atiende a todo lo que te ordene la sanadora—. Girando la mirada hacia la mujer, preguntó—: ¿Necesitaréis algo más?

—No, mi señor. Gracias.

Dayan dio un cabezazo de asentimiento y se alejó del patio de armas. Se le habían quitado las ganas de dar espadazos. Mujer descarada. No sabía que había una nueva sanadora en palacio. Era bonita, y ardiente. Seguro que toda esa fogosidad concentrada daría como resultado mucho sexo sudoroso.

Si la sanadora hubiera visto la sonrisa torcida que iluminó el rostro de Dayan, habría salido corriendo y no habría parado hasta salir de la provincia de Kargul.

Al abandonar la biblioteca después del enfrentamiento con Dayan, Kisha caminó con rapidez por los corredores de palacio. Estaba muy alterada por la conversación mantenida con Dayan y el único lugar de todo el palacio en que se encontraba a gusto y segura, eran los aposentos de Kayen.

Volvió hasta allí caminando deprisa. Sólo los años de entrenamiento y disciplina en el templo la contuvieron de echarse a correr. ¿Qué les pasaba a todos? ¿Por qué veían en ella a una rival o una enemiga? No era ninguna de las dos cosas. Sólo era una esclava, que era lo mismo que decir que no era nada ni nadie.

Una vez cruzó la puerta y los eunucos guardianes que la seguían se quedaron fuera, Kisha corrió hacia el dormitorio y se arrojó en la cama, abrazándose a la almohada de Kayen, en la que aún podía percibir su olor. El aroma a sexo aún persistía flotando en el aire de la habitación.

Luchó contra las ganas de llorar pero no pudo. No recordaba la última vez que había llorado antes de llegar a Kargul, pero desde que puso un pie en este palacio hacía tan poco tiempo, las lágrimas habían rodado por sus mejillas dos veces ya.

Se sentía tan fuera de lugar. Sólo cuando estaba con Kayen se consideraba segura y a salvo. El resto del tiempo era como ser una funambulista y caminar permanentemente en una cuerda floja propensa a romperse. No era para esto que la habían preparado con tanto esmero en el templo de Sharí. Las malas lenguas podían llamar putas a las Servidoras de la diosa, pero nadie se atrevía a decírselo a la cara. Vendían su cuerpo, pero su dignidad estaba resguardada por el poder divino. Eran dueñas de su vida y aunque el protocolo las hacía parecer sumisas ante los clientes, ellas sabían que en realidad eran iguales, y que siempre volvían al hogar, el templo, donde estaban seguras y protegidas de todo mal.

Pero allí, en palacio... Todo era tan diferente y se sentía tan perdida. Estaba sola, sin protección con excepción de Kayen, una protección que duraría el tiempo que él estuviese interesado en ella. Cuando su atención desapareciera, ¿qué sería de ella? ¿Y si la princesa o Dayan lo convencían de la conveniencia de hacerla desaparecer de su vida?

No quería pensar más en eso.

Estaba oscureciendo y no se sentía con ánimos de estar a oscuras y sola. Se levantó y encendió el candil que había sobre la mesita al lado de la cama. Se desvistió, se metió bajo las sábanas, y al cabo de un rato se quedó dormida.