CAPÍTULO CUATRO

KISHA estaba sentada en el diván que había frente al ventanal en el dormitorio de Kayen. Las lágrimas pugnaban por salir, pero luchaba contra ellas porque no quería que cuando el Gobernador regresara la viera así.

La princesa la odiaba y ahora tenía miedo. Durante las horas que había pasado en el harén esperando ser llamada, había oído las historias de lo que les había ocurrido a otras esclavas que habían llamado la atención de Rura la bruja celosa, como la llamaban en susurros. Todas habían desaparecido y nadie sabía qué había sido de ellas. Los eunucos no hablaban por mucho que se les preguntase, y todas temían que habían sido vendidas a los traficantes de esclavos y enviadas quién sabía a qué horrible lugar. Las conjeturas que tenían más fuerza las llevaba a hablar en murmullos de los burdeles del barrio norte.

Kisha no quería acabar en un burdel. A duras penas llevaba aquí dos días, pero sabía que al lado del Gobernador (no, Kayen, ahora sabía que se llamaba Kayen), sería feliz. Había descubierto que ese hombre tenía un lado tierno y suave con el que se sentía muy a gusto, sólo que no podía ponerlo de manifiesto cuando ejercía como Gobernador. Lo que le había dicho era cierto: antes que nada era un guerrero y tenía la responsabilidad de mantener la paz en aquel territorio fronterizo, y no podía ser misericordioso con los enemigos del Imperio. Pero cuando hacían el amor se transformaba en alguien con el que cualquier mujer soñaba.

Una sonrisa melancólica afloró en su rostro. Sentir esas poderosas manos recorriéndole la piel, o esa sensual boca besándola, la ponían húmeda con sólo recordar, y a pesar que hacía tan solo un rato que lo había tenido empujando en su interior, lo deseaba de nuevo.

Las Sacerdotisas de Sharí estaban equivocadas cuando decían que todos los hombres eran iguales. Kayen era distinto.

Pensar en él fue como invocarlo. Kayen entró como una tromba en el dormitorio y ella se apresuró a levantarse y a inclinar la cabeza en señal de sumisión. Lo observó por el rabillo del ojo mientras él caminaba de un lado a otro, visiblemente enfurecido, murmurando maldiciones entre dientes y pasándose las manos por el pelo una y otra vez.

Debería tener miedo que desahogase sus frustraciones en ella, pero por un extraño sentimiento estaba segura que él nunca haría nada así. Era un hombre justo, y nunca haría pagar a una inocente por algo que no era culpa suya. Le temblaban las manos por la necesidad de acudir a él y apaciguarlo con sus caricias. Estaba segura que si él se lo permitiera, le ofrecería un remanso de paz en medio de todas sus obligaciones.

—Excelencia—dijo con un hilo de voz. El dolor de verlo así, furioso, pudo más que su habitual modestia—. ¿Me permitís?

Kayen se paró en seco en mitad de la habitación y se giró hacia ella. Kisha vio la sorpresa en sus ojos. Durante un momento se había olvidado que estaba allí esperándolo, y eso hizo que su corazón se encogiera de dolor. Si podía olvidarla tan fácilmente, ¿le importaría si Rura le exigía que la enviara lejos del harén?

—Kisha...

El susurro de su voz y la mano extendida dirigida a ella, la impulsaron a correr hacia él y refugiarse entre sus brazos. Luchó por no llorar pero no pudo evitar que los hombros se sacudieran con un sollozo.

—No llores, Kisha—susurró en su oído, enterrando la nariz entre su pelo—. Las palabras de Rura no vale tus lágrimas.

Kisha negó con la cabeza sin apartar el rostro del musculoso pecho.

—No lloro por eso, excelencia. No me gusta veros furioso.

—Has tenido miedo.

—¡No!—exclamó ella levantando la cabeza y mirándolo a los ojos—. No es eso. Nunca tendría miedo de vos.

—¿Entonces?

Kisha se encogió de hombros y se ruborizó.

—Me gustáis más cuando sonreís. Estáis mucho más guapo.

La sonrisa tímida que le dirigió rompió algo dentro de Kayen; el deseo le oprimió los testículos y no pudo evitar precipitarse hacia esa jugosa boca para besarla con intensidad. Traspasó los labios de Kisha, aquella boca con sabor a albahaca, y enredó la lengua con la de ella en un baile sensual. Le exigió y tomó lo que quiso. Se dejó guiar por las pistas que ella le daba, los gemidos y los escalofríos, que le decían todo lo que ella deseaba. Y se lo ofreció.

Todavía devorándole la boca, Kayen le agarró las muñecas y se las sujetó juntas con una mano inquebrantable en la espalda. Pegó los muslos a los de ella y se frotó contra su cuerpo. La empujó con el beso hasta apoyarla contra la pared, inmovilizándola. Ella contuvo la respiración y él se tragó el suspiro con otro beso.

Su cuerpo se estremecía por la necesidad de desnudarla, follarla otra vez, de poseerla por completo. No era sólo su cuerpo lo que quería, eso ya le pertenecía: quería su misma alma.

Mientras la mente de Kayen se veía desbordada por las imágenes eróticas y se dejaba emborrachar por su sabor, ella liberó una mano y la deslizó entre sus cuerpos de forma valerosa, cerrando los dedos en torno a su polla por encima de las amplias calzas. Cuando la apretó, el deseo ensartó a Kayen, clavándosele en el corazón. Rechinó los dientes y contuvo un siseo mientras volvía a capturar la mano de Kisha y la llevaba de nuevo a la espalda.

—Lo siento, excelencia—. El susurro atropellado lo enterneció y lo hizo sonreír.

—No pasa nada, Kisha. Simplemente estoy en el borde y una simple caricia tuya puede hacerme explosionar.

—Es lo que quiero, excelencia, darle placer.

—Pero yo quiero que tú lo experimentes primero, pequeña Kisha. Quiero deleitarme en el rubor que se apodera de todo tu cuerpo cuando el orgasmo se precipita. Quiero ver el fulgor en tus ojos y oírte suplicar por más. Necesito que en tu linda cabecita no haya sitio para otra cosa más que para mí.

Le soltó las manos para poder quitarle el sujetador y las braguitas de pedrería, y la cogió en brazos para llevarla hasta la cama. La depositó allí con suavidad y se apartó el tiempo justo para quitarse las botas y las calzas. Se estiró a su lado y le acarició los pechos mientras la observaba.

—Me gusta verte desnuda, jadeante, mojada y ansiosa.

Kisha gimió.

—Kayen...

Ni siquiera fue consciente que había pronunciado su nombre en lugar del su excelencia que siempre utilizaba. A él le gustó oír su nombre en los labios de Kisha. Ninguna mujer lo llamaba así excepto su esposa, y ella siempre lo hacía con odio y desprecio, como si fuera un insulto. En cambio, la pequeña esclava lo había pronunciado con adoración.

Le cubrió esos seductores labios con un beso duro y exigente. Kisha le rodeó el cuello con los brazos y se aferró a él como si le fuera la vida en ello. Kayen se deshizo con suavidad de su abrazo, se puso de rodillas entre los muslos y sopló sobre los resbaladizos pliegues. Cuando le rozó el clítoris con el pulgar contuvo la respiración y se aferró a las sábanas, y él le introdujo dos dedos en el anegado canal presionando hasta el fondo. Casi al instante, encontró el lugar mágico y empezó a frotarlo. La excitación se incrementó cada vez más. Los dedos de Kayen se empaparon y ella gritó, separando más las piernas y arqueando las caderas en una súplica silenciosa.

—¿Te gusta esto, Kisha?

Antes que ella pudiese contestar, Kayen volvió a acariciar de nuevo aquel lugar sin ningún tipo de misericordia y le lamió el clítoris con la lengua de una manera lenta y tierna.

A Kisha le era imposible proferir palabra, simplemente podía gemir cuando el placer la recorrió y la necesidad provocó un dolor exasperante.

—Supongo que eso es un sí.

La risa de Kayen retumbó en el dormitorio pero ella ni siquiera lo advirtió. Estaba demasiado absorta y sumergida en el placer que provocaban los labios de Kayen en aquel pequeño nudo de nervios y en el calor de su boca. Dioses, qué bueno era. Cada vez que se agitaba o jadeaba, él hacía algo que la volvía más loca todavía, algo que aún era mejor. Una ligera fricción con las uñas en la delicada y sensible piel de su vagina, un frívolo mordisquito en el ultrasensible clítoris, el roce de la yema del pulgar en los lúbricos pliegues y más abajo, hasta llegar al ano.

La sensación que provocaban los dedos se aumentó, subió rápidamente hasta que sintió que su cuerpo iba a explotar. Arqueó la espalda y elevó las caderas impulsada por la fuerza con que el orgasmo recorrió su cuerpo. Gritó el nombre de Kayen una y otra vez mientras el firmamento explotaba ante sus ojos cuando el éxtasis la recorrió.

Antes que se recuperara, Kayen se deslizó entre sus muslos y apoyó los brazos a ambos lados de su cabeza. La miró fijamente, deleitándose en el rubor de sus mejillas. Ella abrió los ojos y también lo miró, y la sonrisa que él le dedicó le quitó el aliento.

Kisha se retorció, envolviendo las piernas alrededor de sus caderas y se agarró de los hombros. Con un rápido movimiento él capturó ambas muñecas y los sujetó sobre la cabeza. Ella intentó protestar pero Kayen capturó su reproche con la boca y lo convirtió en un gemido. El beso era suave pero demandante, consolador y obstinado a la vez. Sus labios eran sedosos y firmes, y el gusto y el aroma de él le inundó los sentidos. Gimió otra vez, apretando con más fuerza las piernas alrededor de las caderas, presionando su erección contra su propio vientre, pero él no hizo caso de aquella súplica silenciosa, torturándola aún más con el beso, llenándole la boca con su gusto y su lengua.

Cuando Kayen levantó la cabeza ella parecía no poder respirar. Estudió su rostro con ojos sensuales mientras con una mano aún le sujetaba las suyas encima de la cabeza y con la otra le acarició la mejilla.

—Eres tan hermosa...—Su voz fue un ronroneo sensual que la hizo estremecer, y su expresión, absolutamente posesiva, le calentó el alma—. Eres mía, Kisha. Siempre lo serás.

Ella quiso gritar ¡Sí! ¡Sí! Pero él se abalanzó de nuevo sobre su boca, invadiéndola, reclamándola sin compasión, con una actitud depredadora que la hizo temblar de deseo y empezó a construir el ardor que siempre se apoderaba de ella cuando lo tenía cerca. Todo se derritió a su alrededor, y sólo fue consciente de los labios sobre los suyos, la lengua contra su piel cuando él empezó a mover su boca sobre la oreja, pellizcando el lóbulo, bajando hacia el cuello. Lanzó un grito cuando Kayen se apoderó de un pezón entre los dientes y la mordió con suavidad, y después alivió el pequeño rastro de dolor con una lamida.

—Dime que eres mía, Kisha. Quiero oírtelo decir.

—Soy tuya, Kayen, siempre tuya—susurró con voz temblorosa mientras él seguía torturándole el pezón. Al oírla, una sonrisa de satisfacción masculina se apoderó de su rostro.

Kayen enterró el pene dentro de su vagina y automáticamente, ella levantó las caderas para encontrarlo. Kisha cerró los ojos mientras él empujaba con embestidas lentas y profundas, y cuando soltó sus manos se apresuró a enterrarlas en el sedoso y largo pelo de él, atrayéndolo de nuevo hacia su boca y entregándole el alma con un beso igualmente posesivo. Porque ella también sentía que él le pertenecía, aunque no fuese más que una esclava en su harén y no tuviera ningún derecho a reclamar su propiedad.

Esta vez el orgasmo llegó de repente y ambos explotaron al unísono, con colores brillantes y destellos de luz. Las paredes de su vagina se contrajeron, latiendo alrededor del pene con cada pulso de su eyaculación.

Él rodó hacia un lado al terminar, llevándola con él pero manteniendo su polla enterrada en ella. La sostuvo contra su pecho, envolviéndola en un abrazo posesivo.

—Eres mía, Kisha. Toda mía.

Estuvieron así un rato, deleitándose con aquel momento que a ella le pareció mucho más íntimo que el sexo que habían compartido, hasta que él se apartó para levantarse.

—Tengo obligaciones que atender, pequeña, pero tú puedes quedarte en la cama todo el tiempo que quieras. O si lo prefieres, puedes ir a la biblioteca o a pasear por los jardines. Ordenaré a los guardias que te escolten a donde tú quieras.

—Gracias, excelencia.

Kayen se giró mientras se ponía las botas sentado en la cama y la miró.

—No excelencia, Kisha. A solas, puedes llamarme por mi nombre. Me gusta oírlo de tus labios.

—Como ordenes, Kayen. A mí también me gusta pronunciarlo.

Él le dio un beso rápido en los labios y abandonó el dormitorio.

Kisha se quedó en la cama. Se sentía lánguida, perezosa, saciada y feliz. Sabía que era un espejismo como los que solían ver los que se perdían en el desierto. Era una esclava sin derecho a nada, e imaginarse siendo la dueña del corazón de Kayen era una quimera que la llevaría a sufrir, y mucho. Él podía cansarse de ella en cualquier momento, cederla como regalo como hacía con el resto de las esclavas del harén, incluso venderla. Pero ahora no quería pensar en eso, prefería seguir viviendo el sueño de sentirse amada y protegida.

Cuando salió del templo de Sharí tenía miedo. La reputación de sanguinario y cruel del Gobernador era legendaria, y temía encontrarse con un hombre que la maltratase y humillase. Como novicia en el templo había estado protegida de los males que azotaban Kargul, pero no ignorante de lo que sucedía. En el templo tenían esclavos que eran utilizados para el adiestramiento de las novicias, y sabía que la esclavitud podía ser humillante y dolorosa para los que habían nacido libres y orgullosos.

Pero Kayen no tenía nada que ver con el Gobernador. Estaba segura que el guerrero era feroz, pero también justo, y el hombre que había detrás del cargo de Gobernador y que ella podía llamar por su nombre, era un hombre dominante pero tierno y afectuoso. ¿Cómo podían conjugarse en una misma persona cualidades tan dispares?

Al final se durmió, arropada entre las cálidas sábanas que olían a Kayen, y tuvo sueños hermosos.