CAPÍTULO NUEVE
WARI estaba muy asustada. Cuando oyó abrirse la puerta de un golpe, se mordió el puño para evitar gritar. Se hizo un ovillo debajo de la cama e incluso dejó de respirar durante todo lo que pudo para evitar delatar su presencia. Oyó los gritos y el crujir de la carne de Kisha a causa del puñetazo recibido.
Cuando Kisha cayó, se quedó tendida con el rostro ladeado y Wari pudo verla desde su escondite. La sangre manaba por el labio roto y dibujaba un extraño camino hasta gotear sobre la alfombra.
Unas fuertes manos aparecieron en su línea de visión, que agarraron a Kisha y la alzaron, llevándosela.
Wari se quedó un buen rato en silencio, escuchando. Las fuertes pisadas de las botas cada vez estaban más lejos, hasta que desaparecieron. El rumor de las voces de las otras esclavas del harén, que se habían asomado para ver qué pasaba, también fue apagándose. Sacó el puño de su boca y vio, aturdida, que se había clavado los dientes hasta romperse la piel. Ni siquiera se había dado cuenta del dolor hasta que lo vio.
Se arrastró hasta salir del escondrijo y se asomó con cuidado por la puerta que nadie se había molestado en cerrar. Escudriñó a uno y otro lado del largo corredor. Estaba vacío. Respiró profundamente una, dos, tres veces, y salió corriendo como alma que lleva el diablo, golpeando el duro mármol del suelo con los pies descalzos.
Wari conocía todos los recovecos de palacio y sabía que en aquel momento no podría salir por la puerta principal del harén. Giró hacia la derecha y entró en la zona de las sirvientas, donde ella misma dormía. Bajó hasta la cocina, saltando los escalones con sus cortas piernas; esquivó al gato que siempre dormía allí y que la miró con sus grandes ojos brillantes. Llevó una silla hasta debajo de una de las altas ventanas que daban a los jardines y se encaramó en ella. Sabía que la puerta de servicio por la que llegaban los suministros estaría cerrada a cal y canto, por lo que peleó contra la pequeña ventana hasta que logró abrirla.
Se escurrió por allí, mordiéndose los labios cuando se arañó y dando gracias a los dioses por ser lo suficientemente pequeña como para caber por la estrecha abertura.
Corrió por los jardines, saltando las tapias que separaban unos de otros, escondiéndose cuando la ronda de guardias pasaba cerca de ella, rezando todo el rato para que no la detuviesen para preguntarle qué hacía allí a esas horas.
Dayan dormía en el otro lado de palacio, en los aposentos que le correspondían como capitán de la guardia.
Entró en el edificio otra vez, escabulléndose. Atravesó varios corredores y volvió a salir al exterior.
Estaba exhausta. La carrera unida al frenético golpetear de su corazón a causa del terror a ser descubierta antes de tiempo, hacía que su respiración fuese agitada e irregular. Le dolía el abdomen y las piernas ya casi no la sostenían, pero tenía que llegar. Kisha se lo había pedido y ella no podía fallarle.
Llegó por fin. El frío nocturno casi no la afectaba. Sudaba por el esfuerzo y se detuvo un instante a recuperar el aliento antes de iniciar la última parte del camino.
Entró con cuidado. No había guardias en aquel momento, lo que agradeció enormemente. Caminó con cuidado hasta la escalera que la llevaría al piso superior. Deslizó los pies descalzos con cuidado de no hacer ruido, asomándose tentativamente antes de iniciar el rápido ascenso que la llevó hasta arriba. Se quedó quieta un momento, comprobando a derecha e izquierda.
Por suerte, su alma curiosa la había llevado a explorar cada rincón de palacio desde que llegó allí cuando era poco más que un bebé fastidioso, y conocía perfectamente la disposición de cada dependencia sin necesidad de preguntar a nadie.
Llegó hasta la temida puerta. Allí se decidiría todo. Si Dayan la creía, no le pasaría nada. Si no la creía... prefería no pensar en esa posibilidad. Tenía que creerla.
Dayan estaba durmiendo, pero incluso en ese estado, los años de campaña habían dejado en él una costumbre que no había variado al vivir en palacio, y es que tenía un sueño muy ligero que se rompía al más mínimo sonido, y su subconsciente lo alertaba automáticamente cuando ese ruido se salía de lo normal.
Alguien había entrado en su dormitorio y se desplazaba con los pies descalzos sobre las alfombras que cubrían el suelo.
Deslizó la mano muy despacio bajo la almohada, buscando la daga que siempre ocultaba allí. La agarró por la empuñadura con firmeza y esperó a que el intruso se acercara un poco más hasta quedar al alcance de su mano.
—Mi señor...—susurró una voz en la oscuridad. Parecía infantil—. Mi señor, por favor, despierte—insistió.
Sin soltar la daga, Dayan se incorporó en la cama. En la oscuridad, vislumbró una figura pequeña que se recortaba a contraluz.
—¿Quién eres?—preguntó.
—Wari, mi señor. La sirvienta de Kisha. Ella me envía con un mensaje para vos.
Dayan se levantó de la cama y encendió la lámpara de aceite. Se acercó a la criatura con ella en la mano y la observó. La niña estaba desaliñada y sucia, y había rastros de sangre en algunas partes de su menudo cuerpecillo.
—Por Garúh, niña, ¿qué te ha pasado?
La chiquilla rompió a llorar durante un segundo, pero inspiró profundamente y quebró el sollozo que pugnaba por salir de su garganta.
—El senescal, mi señor, ha detenido a Kisha por traición—explicó a toda prisa. Cuando Dayan lanzó una maldición y se giró para encaminarse a la puerta y salir para pedirle explicaciones a Yhil, la muchacha se agarró a su pierna, impidiéndole continuar—. ¡No, mi señor, por favor! Debéis escuchar el mensaje que Kisha me ha ordenado entregaros!—Las palabras salieron a borbotones por sus labios mientras apretaba con fuerza la pierna de Dayan—. La princesa y el senescal han enviado un asesino a por el Gobernador. Kisha los oyó hablar en el jardín del harén esta misma noche. Por eso la han encarcelado, para que no pueda decírselo a nadie. Pero ella llegó a mí antes que la cogieran y me ordenó buscaros y explicároslo todo, y por eso estoy aquí, mi señor.
Dayan la cogió por los hombros y la alzó hasta que sus rostros estuvieron a la misma altura.
—¡Qué es lo que estás diciendo, niña!
Wari, aterrorizada como estaba ante el susurro violento de aquel hombre, tembló incontroladamente y lo miró con los ojos muy abiertos.
—Mi señor...—sollozó. Cerró los ojos para no ver más aquella mirada amenazadora y rebuscó en su mente las palabras exactas que Kisha le había dicho. Podía hacerlo. Su memoria era prodigiosa, se dijo—. Escuchó una conversación entre la princesa y el senescal en el jardín del harén—repitió—. Planean matar al Gobernador durante el viaje. Ya han enviado a un asesino pertrechado como un soldado más, que va a matarlo de noche mientras duerme en su tienda—. Abrió los ojos de nuevo, satisfecha por haberlo recordado palabra por palabra—. Debéis avisarlo, mi señor.
Dayan la bajó de nuevo al suelo, se vistió rápidamente con unas calzas y las botas, y se encaminó hacia la puerta.
—Quédate aquí hasta que regrese—le ordenó a la chiquilla, que asintió con ojos asustados—. Y no tengas miedo. Te creo.
El suspiro de alivio resonó en todo el dormitorio, y a Dayen casi le dan ganas de reír por eso. Sólo casi. Las noticias que había traído la niña eran demasiado alarmantes para permitirse un gesto tan trivial.
Salió de palacio a grandes zancadas en dirección a los barracones de la guardia. Tenía que enviar al mensajero más rápido para avisar a Kayen. Para él estaba claro que lo que le había contado la niña era cierto, de otra manera Yhil no se habría apresurado a detener a Kisha para evitar que hablara. ¡Una conspiración! Por todos los dioses, no quería ni pensar en que el mensajero no llegara a tiempo de evitarlo.
Habló con el cabo de guardia. Tenía que ser rápido y discreto porque no podía permitir que Yhil supiera aún que su plan había sido descubierto. Mientras esperaba que trajeran al jinete más experto y a que en las caballerizas prepararan al caballo más rápido y resistente, escribió una rápida nota en un trozo de pergamino en la oficina de retén.
“Yhil y Rura te han traicionado. Han enviado un asesino disfrazado de soldado para matarte durante la noche mientras duermes. Cuídate las espaldas, hermano, y vuelve inmediatamente. Kisha está en peligro.”
Antes de escribir la última frase se lo pensó. Hasta hacía unos minutos estaba convencido que Kisha no era lo que aparentaba, pero ahora ya no. Cuando ella le envió a Wari, lo alertó del complot contra Kayen sin pedir nada a cambio. Podría haber pedido ayuda para ella, pues con toda probabilidad sabía a qué iba a enfrentarse. Podría haber usado la información para obligarle a sacarla de prisión a cambio, y sin embargo, toda la preocupación de Kisha había sido por Kayen.
Además, sabía que si obviaba el asunto y permitía que Kayen siguiera viaje hacia la Capital Imperial, cuando regresara y se enterara de lo ocurrido con la esclava, jamás podría perdonárselo. Y probablemente le arrancaría las pelotas en castigo.
Selló el mensaje con un poco de lacre, utilizó su sello para autentificarlo, y se sentó a esperar.
Cuando Kisha recobró el conocimiento, lo primero que supo era que todo el cuerpo le dolía horrores, como si la hubiesen empujado debajo de un carruaje y todos los caballos y las ruedas hubieran pasado por encima de ella. Lo segundo de lo que fue consciente, era que tenía algo metido dentro de la boca que le impedía hablar. Lo tercero y más preocupante, que estaba colgada de la pared con las manos encadenadas por encima de la cabeza, y que estaba en un calabozo.
Un desgarrador sollozo le asaltó la garganta al recordar de repente lo ocurrido... ¿cuándo? ¿Hacía un rato? ¿Unas horas? ¿Días? ¿Habría conseguido Wari llegar hasta Dayan y avisarle? Rezó para que así fuese.
Pasó el tiempo. La única luz que había era la que penetraba a través del ventanuco de la puerta de la celda, que dejaba pasar los reflejos temblorosos de las antorchas. Tenía los brazos dormidos, y la boca y la garganta secas. Pensó en Kayen y elevó una oración a su diosa para que le protegiese.
El tiempo pasó sin que fuera muy consciente de él, y su mente vagó entre la vigilia y el sopor. En los ratos que el cansancio podía con ella, soñaba con Kayen. Oía su voz, susurrándole en el oído, y sentía las manos callosas deslizarse por su cuerpo, su ardiente boca chupándole los pezones y su enorme polla invadiéndola. Soñaba que le hacía el amor una y otra vez, declarándole con pasión el amor que sentía por ella. Hubo veces que la ensoñación era tan real, que se despertó sobresaltada esperando verle allí mismo, delante de ella, y cuando eso no sucedía la decepción era tan enorme que le entraban ganas de gritar de rabia y frustración.
El lugar olía muy mal, a sudor, sangre y orín. Ella también se lo hizo encima, dos veces, antes que la puerta de la celda se abriera para dejar entrar a Yhil. La miró un largo rato antes de abrir la boca y hablar.
—Es una auténtica pena que nos hayas escuchado—dijo sacudiéndo la cabeza—. No tenía intención de matarte, aunque Rura insistía en venderte a los comerciantes de esclavos. La verdad es que me has puesto en una tesitura nada agradable. Nunca he maltratado a una mujer, y no quiero empezar a hacerlo ahora.
—Entonces déjamela a mí—dijo Rura entrando en la celda, arrastrando por el suelo el largo kimono de seda roja.
—¿Qué haces aquí?—Yhil estaba furioso por la presencia de la princesa—. Te dije que yo me ocuparía.
—Es evidente que eres incapaz de hacerlo—le espetó Rura—. Tú y tus escrúpulos. ¡Sólo es una esclava, por todos los dioses!
Rura avanzó decidida hacia Yhil y alargó la mano para coger la daga que éste siempre llevaba al cinto, por él la detuvo cogiéndola por la muñeca antes que lo consiguiera.
—Aún no—le dijo—. Tenemos que esperar noticias de Kayen.
Rura bufó, menospreciándolo con este sonido. Torció la boca, despectiva.
—Eres un cobarde.
—Soy precavido. En palacio aún están Dayan y Lohan, que son incondicionales de Kayen. Tenemos que ser cautos hasta que lleguen las noticias que estamos esperando. Mientras tanto, tenemos que actuar como si ella fuese verdaderamente una espía.
Rura sonrió amenazadora y giró el rostro hacia Kisha, que la miraba aterrorizada.
—A los espías se les tortura para que hablen, ¿verdad?
—Rura...
—¿Vas a negarlo? Si quieres seguir actuando, habrá que hacerlo bien.
Se soltó de Yhil de un manotazo y se acercó a Kisha, que intentó desesperadamente hacer algo a pesar de seguir encadenada y amordazada. Su tentativa hizo reír a la princesa.
—El día que pisaste este palacio por primera vez, firmaste tu sentencia, puta.
De un tirón le arrancó el vestido y la dejó desnuda. Kisha quiso gritar, pero la mordaza contuvo el sonido dentro de su garganta. Rura se sacó una de las varillas que sujetaban su peinado e intentó clavárselo, pero Yhil la detuvo.
—Estás loca—siseó mientras tiraba de ella sacándola de la celda a rastras—. No te lo permitiré.
Rura intentó gritar pero Yhil la acalló aplastándola con su cuerpo contra la pared ante la puerta de la mazmorra y estampó un beso en su boca. La arrolló con la lengua, y la dominó hundiendo las manos en su pelo y tirando de él, deshaciendo el elaborado peinado, obligándola a echar la cabeza hacia atrás para así tener mejor acceso a su boca. Al principio Rura luchó contra él, pero Yhil no se dio por vencido. Sabía lo que le gustaba y usó ese conocimiento para doblegar su voluntad. Cuando por fin ella se rindió, abandonándose al beso, él se apartó.
—Yo me encargaré de ella, Rura—le dijo con voz firme, mirándola fijamente, y después sus labios se torcieron en una sonrisa lasciva—. Hay formas mucho mejores de usar esa agresividad que tienes.
Rura, con la respiración agitada y el peinado completamente arruinado, lo miró con los ojos brillantes por la furia.
—Te odio—declaró entre dientes.
—Eso no es nada nuevo. Tú odias a todo el mundo.
Rura se marchó caminando con orgullo e Yhil se giró hacia la celda.
—Lo siento, muchacha—fue lo último que Kisha oyó antes que cerrara la puerta y volviera a sumirla en la oscuridad.
Dayan regresó a su dormitorio en cuanto vio marchar al mensajero. Le había dado órdenes explícitas de entregar el mensaje a Kayen en mano y de asegurarse que nadie más conocía al destinatario. El palacio tenía miles de oídos y debía ser discreto. Sólo esperaba que llegara a tiempo.
Wari se había dormido echa un ovillo en uno de los divanes. La tapó con una de las mantas que sobraban de su cama y se sentó en el otro a pensar. ¿Qué hacer ahora? Tenía que proteger a Kisha, pero no podía hacerlo sin delatarse. Nadie, sobre todo Yhil y Rura, debía saber que él estaba al corriente de la verdad, y si intentaba defender a la esclava podrían sospechar que quizá había conseguido ponerse en contacto con él para alertarle.
Se levantó y paseó de un lado a otro. Las alfombras amortiguaban el ruido de sus botas y la chiquilla no despertó.
Amaneció por fin con un plan hilándose en su mente. Fue hasta el harén y pidió que llamasen a Kisha. No era extraño que fuese hasta allí en busca de una esclava: todos sabían que Kayen era generoso con sus mujeres, y Dayan había sido agasajado muchas veces por las ocupantes de aquel recinto femenino.
El primer paso fue hacerse el sorprendido cuando los eunucos le dijeron que había sido detenida. El segundo, acudir a Yhil a pedirle explicaciones.
Lo encontró reunido con el secretario, preparando la audiencia que iba a iniciarse en un rato. Como senescal de palacio, a Yhil le tocaba sustituir a Kayen en todas sus obligaciones como Gobernador durante su ausencia.
—¿Qué es eso que me han dicho sobre la nueva esclava?—preguntó de forma indolente cuando entró. No quería parecer demasiado interesado en el asunto, al fin y al cabo él nunca se había preocupado demasiado sobre la suerte de las mujeres del harén.
—¿Ya te has enterado?—preguntó Yhil despidiendo al secretario con un gesto de la mano. Dayan se dejó caer sobre uno de los sillones y cruzó las piernas.
—¿En serio es una espía?
—Sí.
—Vaya, pero no me sorprende. Alerté a Kayen sobre esa posibilidad. ¿Qué harás con ella ahora?
Yhil lo miró con intensidad y se apoyó en la enorme mesa.
—¿Tú qué crees? Lo que se hace con los espías normalmente. La interrogaré.
Dayan asintió con la cabeza y se miró las uñas, indiferente.
—Quizá deberías esperar a que regresara Kayen. Ya sabes que siente debilidad por esa esclava.
—No hay tiempo que perder. Según mi informante, han planeado matar a Kayen.
Dayan se levantó de un salto, el cuerpo tenso por la rabia. ¿Cómo se atrevía a acusar a Kisha de lo que él había hecho?
—Hay que enviar un mensajero inmediatamente para avisarlo—exclamó.
—Ya lo he hecho.
Y una mierda, pensó Dayan. Eres un cabrón hijo de puta. Simuló relajarse ante las palabras del senescal y volvió a dejarse caer sobre el sillón.
—Eso está bien. Eficiencia ante todo. ¿No es ése el lema de los burócratas?
Yhil se encogió mentalmente ante la ofensa. Llamarlo burócrata era como llamar asno a un pura sangre.
—Sin la burocracia, el Imperio no se sostendría, Dayan. Pero recuerda que yo también soy un guerrero, como tú.
El aludido sonrió ampliamente.
—Por supuesto, Yhil. De todas formas, yo tendría mucho cuidado cuando la interrogara. Si estás equivocado, a Kayen no le hará ninguna gracia encontrarla con cicatrices.
—No te preocupes por eso. No disfruto haciendo daño a las mujeres.
—¿Y dónde está ahora? ¿En los calabozos?
—Sí, pero nadie puede acercarse a ella excepto yo. No quiero que utilice sus múltiples artimañas para seducir a alguno de los guardias y que logre escapar. Y eso te incluye a ti. Te dejas enredar demasiado rápido por una cara bonita.
Dayan se rio estruendosamente mientras se levantaba del sillón y caminaba hacia la puerta.
—Yhil, amigo, te aseguro que el rostro es lo último que miro en una mujer.
Salió de allí decidido. Aquella misma noche sacaría a Kisha del calabozo y la escondería en algún lugar. Aunque tenía que pensar dónde podría estar a salvo.
Kisha temblaba incontroladamente. Tenía hambre y sed, le dolía todo el cuerpo y a pesar que la temperatura en Kargul durante el día siempre era alta y seca, allí abajo en las mazmorras de palacio parecía acumularse toda la humedad del mundo. Se sentía enferma. El puñetazo que Yhil le había dado le había hinchado el rostro y el labio partido, obligado a permanecer tirante a causa del bozal que tenía metido en la boca, le palpitaba como si le estuviesen clavando constantemente un cuchillo. Probablemente tenía fiebre.
La puerta de la celda se abrió y Kisha se obligó a abrir los ojos. La luz del candil, después de la oscuridad reinante allí abajo, le pareció un regalo de los cielos, a pesar que la deslumbró momentáneamente. Pero cuando pudo ver quién la había traído, un mudo grito de terror salió de su garganta.
—¿De veras pensaste que estabas a salvo? Quizá no pueda matarte, pero hay otras muchas cosas que sí puedo hacer...
Rura estaba allí, con una fusta de montar a caballo en la mano. La tenía sujeta por ambos extremos y tiraba de ella hacia abajo como si estuviese comprobando su elasticidad. La luz del candil, ahora en el suelo, proyectaba sombras danzantes en las paredes.
Rura se acercó a ella. Kisha le suplicó con la mirada mientras las lágrimas corrían por sus mejillas. La princesa la cogió de la cintura y le dio la vuelta, dejándola de cara a la pared y de espaldas a ella. El movimiento en sí fue una tortura, pero se quedó en nada cuando el primer golpe llegó. Después el segundo. Y el tercero. Hasta que perdió la cuenta.
Cuando Rura abandonó la mazmorra, Kisha volvía a estar en su posición original, con la espalda y las nalgas golpeadas contra la fría y rugosa piedra.