CAPÍTULO TRES
KAYEN estaba cansado. Cuando fue nombrado Gobernador de Kargul pensó que por fin podría descansar de la dura vida que llevaba como soldado. Tener un hogar, un lugar con una cama agradable en lugar de los incómodos jergones de los campamentos, o de tener que dormir en el suelo, sobre el barro de los pantanos, o sobre la fría nieve de las montañas. Poder descansar sin tener que estar con un ojo abierto, aguijoneado por los mosquitos o tiritando por el frío.
Creyó que sería un buen cambio para él, pero tener que pasar horas en esta sala, recibiendo a los enviados de otros lugares, escuchar sus demandas y súplicas, verse obligado a tomar decisiones políticas, mediar en las disputas... era más que aburrido: era soporífero.
Pero de vez en cuando algo venía a sacarlo del tedio, como el día de ayer con la llegada de Kisha.
En cuanto la vio, con la melena suelta brillante como el sol, el rostro inclinado hacia el suelo en adorable sumisión, y la piel blanca como la nieve, su polla se agitó dentro de las calzas. Por todos los dioses, el cuerpo claramente visible bajo el velo transparente y ese dulce coño afeitado, lo volvieron loco de deseo al instante.
Por eso no pudo esperar a terminar las audiencias y se vio obligado a hacer un receso de un buen rato para acudir a ella en cuanto estuvo preparada y esperándolo en sus aposentos. Y cuando entró y la vio de pie, de espaldas a él, dándose placer en la terraza sobre el jardín... quiso hacerla suya allí mismo sin más dilación.
Pero ella era virgen, eso le habían dicho, y a pesar que su odiosa esposa lo consideraba un bruto egoísta y sin conciencia, él sabía que no lo era. No podía tomar a una virgen, por mucho que fuese una Servidora de Sharí, en mitad de la terraza y sin consideración. Quiso que para ella aquel momento fuese especial, que no lo recordase con dolor y miedo, sino con placer.
Sólo pensar en aquel interludio bajo el sol, y la polla se le puso dura como el acero de su espada. Mejor no pensar en lo que pasó después, durante la noche.
Aquellos ojos... nunca había visto unos ojos como aquellos. No por el color azulado, ni por la mirada limpia, carente de malicia. Lo que más le llamó la atención fue la forma en que lo miraron, con pasión y puro deseo. Todas la mujeres que habían pasado por su cama, incluida su esposa, esperaban algo de él: que el poder que ostentaba se extendiera hacia ellas y eso las convirtiera en algo más de lo que eran. Y aquello era evidente en la forma en que lo miraban, con codicia desmedida y el más puro egoísmo. Incluso las esclavas del harén. Ocupar la posición de preferida traía unos privilegios que todas ambicionaban, y la mayoría eran capaces de hacer cualquier cosa por conseguirlo.
Tendría que hablar con la pequeña Wari y hacer que vigilara a Kisha. Podía ser que fuese una consumada actriz y esperase de él lo mismo que el resto, pero si no era así tendría que protegerla, y para poder hacerlo necesitaba estar al tanto de lo que pasaba allí. Los harenes eran un nido de víboras donde los complots para derrocar a las predilectas estaban a la orden del día. También tendría que hablar con Sarouh, el capitán de la Guardia Eunuca, los encargados de proteger a las mujeres que vivían allí.
Volvió su atención hacia el hombre que estaba hablando ante él sobre las incursiones de los hombres bestia de las montañas Tapher, solicitando el envío de más efectivos para contenerlos, y lo calló con un gesto de la mano.
—Yhil—dijo con evidente impaciencia—. ¿Cuántos hombres hay destacados en la fortaleza de Tapher?
—Dos mil hombres, excelencia—contestó el aludido. Yhil era su senescal y amigo, y tenía una memoria prodigiosa para recordar detalles como aquel.
—¿Y no son suficientes?
El tono en que profirió la pregunta transmitió la evidente molestia que le suponía el tema.
—Deberían serlo, excelencia—contestó Yhil—. Están bien pertrechados para soportar el clima nada agradable de las montañas, y los suministros llegan con regularidad.
—Y sin embargo, los hombres bestia siguen atacando las aldeas—. Miró directamente al hombre que estaba ante él solicitando ayuda—. Vuelve a tu casa tranquilo. Te prometo que haremos todo lo necesario para resolver el problema y acabar con esa tribu.
—Muchas gracias, excelencia—dijo el hombre, inclinándose en una reverencia.
Kayen se levantó del sitial donde estaba sentado.
—Hemos terminado por hoy. Los que aún no han sido atendidos, que hablen con mi escribano y mañana serán los primeros en ser recibidos en audiencia y sus palabras serán escuchadas.
Todo el mundo inclinó la cabeza ante él mientras se retiraba del salón de audiencias.
Le dolía la cabeza. Necesitaba aire fresco. Quizá un paseo por uno de los jardines le iría bien. Sonrió. No cualquier jardín. Un paseo por el Jardín de las Delicias en compañía de Kisha le iría a las mil maravillas.
La esperó en los arcos de entrada mientras iban a buscarla. Los guardias habían cerrado el recinto a su orden y lo habían despejado de visitantes. Quería el jardín y a Kisha para él solo. Era algo extraño, esa sensación de posesividad que sentía en el corazón. Nunca la había experimentado antes. No era igual a lo que sentía por el resto de sus esclavas. Eran suyas, por supuesto, y estaban para obedecerle y darle placer, pero no tenía ningún problema en regalar encuentros con ellas a cualquiera de sus oficiales que destacara en el campo de batalla, o que le sirvieran con diligencia y honor. Tampoco tenía ningún problema en compartirlas. No sería la primera vez que tomaba a una de sus esclavas con alguno de sus compañeros de armas, disfrutando los dos de un cuerpo femenino complaciente.
Con Kisha era distinto. Sólo pensar en que ella pudiese ser disfrutada por otro hombre, le alteraba los nervios y lo ponía furioso. Simplemente imaginarlo y tenía ganas de arremeter contra el pobre desgraciado que le pusiera las manos encima.
Kisha llegó acompañada de dos eunucos que Kayen despidió con un ademán de la mano. La esclava llevaba un sujetador de pedrería que a duras penas le cubría los pezones, y unas braguitas a juego de las que graciosamente colgaban alrededor varios pañuelos de tul de diferentes colores pálidos. Llevaba el pelo recogido en un intrincado moño que Kayen decidió deshacer en cuanto se quedaran a solas.
Él le ofreció la mano y ella la cogió sin mirarlo a los ojos. Su sumisión era tan dulce y natural que lo llenaba de orgullo. Caminaron durante un rato en silencio, y los suaves botines que ella calzaba apenas hacían ruido al pisar sobre la gravilla del camino que cruzaba los parterres llenos de flores.
—¿Te estás acostumbrando al harén?—le preguntó. Quería saber más cosas de ella.
—Sí, excelencia. El resto de las muchachas han sido muy amables conmigo.
Kayen asintió con la cabeza, aunque no estaba seguro si lo que decía era cierto o una mentira destinada a no preocuparlo por algo tan trivial.
—Si alguna te molesta, quiero que me lo digas inmediatamente. No quiero altercados entre las esclavas.
—Estoy segura que ninguna de ellas quiere algo así, excelencia.
En cuanto hubo hablado, Kisha se mordió el labio. Quizá no había estado bien que dijera eso. Casi seguro que la única respuesta que esperaba el Gobernador era que ella asintiera. Lo miró de reojo, intentando vislumbrar en el rostro tan varonil algún signo de enojo, pero lo que había allí era una sonrisa traviesa.
—Cualquier otra mujer habría aprovechado la ocasión para quejarse de todas aquellas que han sido antipáticas o molestas, porque estoy seguro que no todas las esclavas del harén te han acogido con los brazos abiertos.
—Sois muy amable al ofrecerme vuestra protección, excelencia, pero estoy acostumbrada a ganarme a mis compañeras con afecto y buen humor, no con traiciones y denuncias.
Siguieron caminando cogidos de la mano. Kayen hizo girar el cuello para intentar aliviar la tensión acumulada y Kisha lo miró con el ceño fruncido, atreviéndose a levantar la vista en su presencia.
—¿Estáis tenso, excelencia? Puedo aliviaros, si queréis. En el templo nos enseñaron los secretos de los masajes curativos, que relajan cuerpo y mente.
—Eso estaría bien, pero antes tengo algo en mente, esclava.
—Escucho y obedezco, excelencia. Vivo para complaceros.
Esa declaración, dicha de forma tan simple, le llegó al corazón porque no pudo entrever en ella ninguna doble intención, ningún amago de intentar manipularlo ofreciéndole una obediencia ciega a cambio de algo.
—¿Es la primera vez que paseas por aquí?
—Sí, excelencia. Pero tenía muchas ganas de venir desde que lo vi desde la terraza de vuestros aposentos.
Kisha enrojeció al recordar lo que había pasado después y el orgasmo tan intenso que aquel hombre le había proporcionado con su mano. Kayen sonrió mirándola con orgullo masculino, al ser consciente de los recuerdos que habían acudido a ella en aquel momento.
—Te daré recuerdos mejores, esclava—dijo con voz seductora y ella lo miró de reojo y se ruborizó aún más.
Caminaron entre los parterres y Kisha admiró toda la mescolanza de colores que se extendían hacia un lado y otro. Las palmeras ofrecían una agradable sombra, y la brisa ondulaba las palmas con suavidad. Había pájaros de brillantes plumas y se oían sus cantos, convirtiendo el jardín en un oasis bullicioso y alegre.
Al poco rato llegaron al centro del Jardín de las Delicias, donde una fuente de mármol despedía el frescor del agua y se pararon delante para admirarla. Había una hermosa mujer desnuda con los brazos alzados, con el pelo cayendo como una cascada por su espalda, y miraba hacia el cielo como esperando o rezando. Alrededor de sus pies había múltiples surtidores que expelían el agua que caía en el estanque que la rodeaba. Dentro nadaban diferentes variedades de peces, de colores tan variados y brillantes como los pájaros que habitaban aquel rincón del palacio.
—Es hermosa—dijo Kisha con reverencia—. ¿Quién es la mujer, excelencia?
—Dicen que la esclava favorita de uno de los antiguos reyes de Kargul. No conozco bien la historia, pero si te interesa y sabes leer, puedo darte permiso para acceder a la biblioteca de palacio.
—¿En serio?—Los ojos de ella se giraron para mirarlo brillando de alegría—. ¡Me encantaría! Leer es una de las cosas que he echado en falta desde que llegué. Aunque en estos dos días tampoco es que haya tenido mucho tiempo—añadió avergonzada, como si temiera que él se tomara sus palabras como un desaire.
Kayen se rio. ¿Cuánto tiempo hacía que no se reía de forma espontánea? Demasiado.
—Hablaré con Sarouh para que lo arregle todo y puedas visitar la biblioteca cada día.
—¡Oh! ¡Gracias, excelencia! Y pensar que me dijeron...—calló abruptamente y bajó la mirada al suelo, girando el rostro hacia otro lado para que él no viera la intensa vergüenza que estaba pasando por lo que había estado apunto de decir.
—¿Qué es lo que te dijeron, esclava?—preguntó Kayen con suavidad. Sabía cómo terminaba la frase, pero quería oírselo decir. Él aún la asustaba, y quería que viera que no tenía nada que temer.
—Nada, excelencia—dijo en un susurro.
—Mírame—. La orden, aun dicha en tono sereno, la impulsó a obedecer inmediatamente—. Ahora, responde a mi pregunta.
—Sí, excelencia. Me dijeron que... que vos eráis... cruel y despiadado.
—Y lo soy, Kisha—contestó llamándola por su nombre por primera vez—. Soy un guerrero, y gobernador de un territorio conquistado que aún hay que doblegar. No puedo permitirme el lujo de no serlo. Pero eso no quiere decir que me guste, o que deba serlo también con aquellas personas que dependen de mí. Y tú dependes de mí ahora. Tu bienestar es mi responsabilidad, y jamás desatiendo una obligación.
Ella no dijo nada, pero pudo ver en sus ojos algo parecido a la desilusión. ¿Sería posible que esta muchacha recién llegada hubiera desarrollado algún tipo de tierno sentimiento por él, y quisiera ser algo más que una obligación?
—Ven aquí—le susurró con voz ronca, y cuando ella se acercó, sus grandes manos la cogieron por la cintura y la levantaron hasta dejarla sentada sobre el borde de mármol de la fuente.—. ¿Estás dolorida de ayer?
—No, excelencia—contestó Kisha perdida ya en el ardor que esas manos provocaban en su cuerpo.
—Bien.
Kayen colocó la boca sobre la de Kisha. Su beso fue enérgico y feroz, devorando cualquier aliento que ella exhalara. El exigente vaivén de su lengua lo hizo pensar en otros lugares donde podría estar empujando. Cada vez que se movía, la polla chocaba con el coño y cada toque era como una descarga. Ella alzó los brazos hasta que posó las manos en los hombros de él, y apretó los dedos, urgiéndolo a continuar.
Kayen desató las cintas de las braguitas de pedrería sin dejar de besarla y acarició el trasero desnudo con sus palmas mientras a ella se le escapaba un suspiro de lujuria. Sus manos vagaron hacia el interior de los muslos. Kisha estaba ya tan mojada y excitada que parecía no poder esperar para tenerlo en su interior.
Apartó el rostro lo suficiente para mirarla y recuperar el aliento. Sus ojos ardían como un zafiro profundo y apasionado cuando le separó los muslos y se desabrochó las cintas de la bragueta.
—Me estás volviendo loco, mujer—dijo contra su boca. Frotó la punta del pene en los labios hinchados de la vagina. Le acarició el clítoris con la cabeza de su polla y después se acomodó en su húmedo sexo.
Con un movimiento suave, Kayen se enterró. Ella jadeó ante la increíble sensación de tenerlo dentro de nuevo.
—Dioses, qué bien se siente.
Kisha bajó la mirada para poder ver cómo él entraba y salía de su sexo mientras se mantenía aferrada a los anchos hombros. Kayen la agarró por debajo de las rodillas, separándole más las piernas. Las embestidas se convirtieron en más fuertes y profundas, los testículos golpeaban el trasero de ella y sus respiraciones eran muy agitadas.
—Dioses, excelencia, por favor—sollozó Kisha, aunque no sabía por qué suplicaba, qué era lo que quería. ¿Que continuara? ¿Que acabara?
—Córrete, pequeña—le ordenó Kayen con voz ronca entre jadeos, y ella se corrió. El cuerpo convulsionó y se estremeció contra él, rodeándolo con sus piernas, y él también se dejó llevar, entrando en un clímax vertiginoso que explosionó como un volcán.
Durante un momento permanecieron en aquel abrazo íntimo, y el olor de la eyaculación de él se fusionaba con la fragancia de los fluidos de Kisha. Los ojos de Kayen se fijaron en los de ella y sonrió, expresando una satisfacción puramente masculina.
—Esto fue divertido—dijo ella mirándolo con adoración. Él la besó en la frente antes de separarse de ella con renuencia, y la ayudó a vestirse de nuevo ante la atónita mirada de Kisha.
—Excelencia, no es necesario, yo...—protestó, alarmada.
—Shhh—la calló poniéndole el dedo índice sobre la boca—. Yo soy el que decide qué es necesario y qué no. Y quiero ayudarte.
Kisha sonrió con una boba y dejó que él le recompusiera la ropa. Después volvieron a caminar bajo la sombra de las palmeras.
—¿Queréis que os haga el masaje ahora, excelencia? Os aseguro que mis manos son mágicas.
Kayen se llevó una de las manos de ella a la boca y la besó.
—Ya sé que tus manos son mágicas, Kisha—afirmó con una sonrisa traviesa. Ella se ruborizó, algo que a él le gustó. No entendía cómo una mujer que había sido instruida como Servidora de Sharí podía sonrojarse tan a menudo, pero le daba un aspecto inocente que lo seducía. Cuando estaba a su lado era como si todos los inconvenientes y obligaciones del cargo que ostentaba desaparecieran, y volvía a sentirse ligero, como si le hubieran quitado una pesada carga de los hombros—. Pero vayamos a mis aposentos y muéstramelo de nuevo.
Caminaron cogidos de la mano y entraron en palacio, abandonando el aromático jardín que había sido testigo de su pasión. Los siguieron dos de los guardias que habían permanecido vigilantes en las puertas. Al girar una de las esquinas, una mujer de mirada altiva les interrumpió el paso. Era alta, de pelo negro como el azabache recogido en un complicado moño sostenido por finas varas de madera que llevaban abalorios de colores colgando. Se vestía como lo hacían las mujeres de la familia imperial, con varios kimonos de seda de brillantes colores, superpuestos unos encima de otros. Las mangas largas ocultaban sus manos y colgaban, arrastrándolas por el suelo.
Kayen la miró dejando ver con claridad el desprecio que sentía por ella.
—Esposa—le dijo con evidente disgusto—. ¿Qué se te ofrece?
La esposa de Kayen miró a Kisha de arriba a abajo, pasando sus ojos con indiscutible desprecio.
—¿Ésta es la esclava que te regalaron los ciudadanos de Romir, Kayen? Podrían haberse esmerado más. Con esa piel tan pálida parece que esté muerta.
Kayen tensó la mandíbula y la mano que sostenía la de Kisha se cerró apretándola hasta hacerle daño, pero ella no se quejó. Sabía que él no era consciente de lo que estaba haciendo.
—Rura, si eso es lo único que tenias que decirme, apártate de mi camino. No tengo tiempo para tus tonterías.
—No, claro—contestó Rura en un arranque de celos—. Sólo tienes tiempo para follarte a esta esclava.
Kayen soltó a Kisha y agarró a Rura del brazo, arrastrándola con él varios metros pasillo abajo hasta empujarla dentro de una habitación.
—Acompañad a la esclava a mis aposentos—ordenó a los guardias, y entró en la habitación detrás de su esposa—. ¡Cómo te atreves a hablarme así delante de mis hombres!—le espetó, furioso.
—¡¿Y cómo te atreves tú a dejarme en ridículo de esta manera, y con una esclava?! Paseándote con ella cogiditos de la mano por todo el palacio como si fueseis dos jovencitos enamorados...
La voz de Rura sonó tan llena de odio y burla que Kayen se encogió mentalmente. Nunca le había hecho nada a esta mujer para merecer un desprecio tan profundo. Cuando fueron obligados a casarse le prometió que siempre la cuidaría y la respetaría como esposa, y había mantenido su palabra. Le daba hasta el último capricho, por más absurdo que éste fuera; tenía cientos de sirvientas a sus órdenes, no le faltaban las joyas y las telas caras y ostentosas; y nunca, jamás, le había hablado en público de forma irrespetuosa; en aquella época hasta había renunciado a tener amantes para que no se sintiera menospreciada. Al principio ella se había mostrado sumisa y agradable, hasta que llegaron a Kargul, el feudo que debía gobernar en nombre del Emperador. Entonces se convirtió en una arpía manipuladora que usaba el sexo para obligarlo a hacer su voluntad, y cuando eso no ocurría lo amenazaba con ir a su padre, el Príncipe Imperial, y contarle una sarta de mentiras que lo llevaran al deshonor y a perder todo lo que había conseguido derramando su propia sangre en el campo de batalla.
Fue entonces que se vio obligado a restringir sus pasos. Ni siquiera sus misivas salían de palacio sin que él las leyera antes. Ningún sirviente se atrevía a desobedecerle, pues sabían que su ira podía ser inconmensurable y el castigo recibido por la insubordinación sería doloroso y permanente, y no valía la pena arriesgarse por un pago que no aliviaría la condena que caería sobre la cabeza del sirviente que se atreviera a transgredir su ley.
—Te mantendrás alejada de ella—le ordenó, haciendo caso omiso de las palabras que le había escupido, y de la burla que iba implícita en ellas—. O me veré obligado a tomar medidas.
—¡No te atreverás!
—Sí, sí me atreveré, Rura—siseó Kayen entre los dientes apretados. Se había acercado tanto que su rostro caía sobre el de ella, amenazante—. Si haces algún movimiento contra Kisha, te exiliaré al monasterio de las Entregadas, en las montañas Tapher. Me han dicho que últimamente los hombres bestia campan por allí a sus anchas, y sería una verdadera lástima que tu comitiva cayera bajo el ataque de una de sus tribus, ¿no crees? Y en caso que eso no sucediera, tu vida en un lugar donde el sexo que tanto adoras es símbolo de maldad, no será muy agradable. Mejor dedícate a divertirte con tus amantes. Eso es algo que no me importa ni me interesa, pero deja a Kisha en paz.
Rura palideció ante la amenaza y la veracidad que era patente en las palabras de Kayen.
—Mi padre no lo permitiría—susurró.
—Tu padre se vería obligado a aceptar que tengo todo el derecho del mundo a castigarte si yo le presento las pruebas adecuadas. Y la pena con la que se castiga la traición de una mujer a su esposo es mucho más dura que el exilio, así que al final aún tendría que agradecerme el ser tan magnánimo y misericordioso contigo, cuando cualquier otro te cortaría la cabeza sin dudarlo ni un instante.
Rura alzó la mandíbula, desafiante.
—Pero yo soy nieta del Emperador.
—Nieta ilegítima, no lo olvides. No dejas de ser una bastarda, Rura—escupió Kayen harto de aquella mujer—. No eres una Princesa Real, y al Emperador le importas bien poco, eso suponiendo que no haya olvidado tu existencia. Recuerda con qué rapidez se deshizo de ti para entregarte a un bárbaro plebeyo de origen despreciable, como tú misma me catalogaste.
No esperó ninguna respuesta por parte de ella. Giró sobre sus pies y salió por la puerta, cerrándola de un golpe. Maldita mujer. Toda la alegría que había conseguido durante el interludio con Kisha en el jardín se había esfumado por su culpa.