Diecinueve
La quietud del momento quedó rota por el áspero roce de una espada que salía de su vaina. Richard se levantó al tiempo que ayudaba a Elizabeth a hacer lo mismo, y ambos descubrieron que sir John de Lacy se enfrentaba a ellos con el arma en la mano.
—Habéis matado a mi comandante, Malinder, pero aún no habéis ganado. Ni lo haréis.
Richard apretó a Elizabeth contra su costado para enfrentarse a su tío. Estaba cansado, las heridas le sangraban, pero su tono era desafiante.
—¿Qué pretendéis ahora, De Lacy? ¿Vais a matarme ya, o queréis llevarnos a los dos a Talgarth? Así podréis orquestar mi muerte del modo más conveniente en una de vuestras mazmorras, mientras sometéis a Elizabeth a estrecha vigilancia hasta que nazca el niño.
—Vaya… pues sí —De Lacy sonrió enseñando los dientes—. No se me ocurre un plan mejor.
Elizabeth se quedó inmóvil en el cobijo del brazo de Richard. ¿Cómo podía admitir con aquella frialdad el engaño y el asesinato? ¿Y qué sabía Richard que ella desconocía? Se volvió a mirarlo, pero su atención estaba en sir John.
—No podéis detenerme, Malinder. Mis soldados os escoltarán —dijo, alzando la espada.
—No, De Lacy. Os equivocáis. Vuestras argucias ya no se sostienen.
A Elizabeth le sorprendía lo tranquilo que parecía su marido ante tal provocación.
—Lo ocurrido aquí esta noche, la madeja de duplicidad ya se está devanando. Demasiada gente lo sabe o lo sospecha. ¿De verdad pensáis que nadie va a sospechar de un puñado de muertes demasiado convenientes para vos? Tendréis que silenciar a lady Isabel, para empezar. Y a sir Robert. Y tendréis que matarme a mí si queréis haceros con el control de mi hijo porque sabéis que me resistiré a vos hasta con la última gota de mi sangre. Jamás os lo entregaré voluntariamente. Y Elizabeth tampoco.
—¡Richard!
Elizabeth no podía creer lo que estaba oyendo.
—La decisión será vuestra, desde luego —la sonrisa se transformó en una mueca—. Nadie podrá hablar contra mí. En este momento os tengo, a todos, en la palma de mi mano.
—¿Y David? ¿Tan seguro estáis de que se plegará a vuestros manejos, como Lewis no quiso hacer? Y si se resiste, ¿también lo mataréis?
—Dejadme a David a mí. Es joven, y aprenderá a reconocer su mejor interés. Pronto le enseñaré la gloria de su herencia. No tendrá rival en toda la Marca —sir John se rio con aspereza haciendo un gesto con la mano que pretendía quitarle importancia al asunto—. Nada puede detener ya el avance de lo que ha de ocurrir —miró a Elizabeth—. Pero primero he de ocuparme de vuestra comodidad, querida.
—No entiendo…
—Vuestro tío —dijo Richard, vibrando de furia—, tiene una campaña perfectamente planeada desde antes de que nos casáramos. Pretende matarme y tomar posesión de todas las tierras de los Malinder a través de mi heredero.
—¿Es eso cierto? —preguntó, aun sabiendo que era verdad—. ¿Y esperáis que acepte vuestra hospitalidad mientras urdís la muerte de Richard? Jamás lo haré. ¡Gritaré vuestros pecados al mundo entero!
Sir John se limitó a mirarla con tanta despreocupación como si fuera una niña pequeña empeñada en salirse con la suya en una nadería. Rebosaba confianza por todos los poros de la piel y su lenguaje corporal era de orgullo.
—Lewis me amenazó con lo mismo, y no me quedó más opción que eliminarle. Deberías tomarlo como una advertencia, Elizabeth.
Ella lo miró boquiabierta ante tal admisión.
—Nadie os creerá, mi testaruda sobrina, aunque pudierais encontrar a alguien dispuesto a escuchar vuestros delirios. Adolecéis de una enfermedad de mujeres que os acarreó la repentina e inesperada muerte de vuestro esposo en una emboscada galesa. Si llega a oídos de alguien, atribuirá semejante historia a los delirios de una mente desordenada. Además, le estáis dando demasiada importancia. Erais y sois una De Lacy antes de llegar a ser Malinder. ¿Dónde está vuestra lealtad, muchacha? Vendréis conmigo a Talgarth y cuando nazca el niño regiremos la herencia Malinder juntos.
Temblando, Elizabeth no se atrevió a mirar a Richard, temiendo su propia debilidad si se permitía contemplar la posibilidad de su muerte, si pensaba en la sangre que incluso en aquel momento goteaba de su brazo al suelo. Pero no podía permitir lo que se pretendía hacer. No podía dejar que su tío se saliera con la suya. Tendría que negociar. En aquel momento supo que daría su vida si no había otra alternativa, pero quedaba otra posibilidad…
—¡Sir John! —se soltó de Richard y plantándose ante su tío apartó la punta de la espada y le obligó a mirarla—. ¿No podemos llegar a un acuerdo? ¿Por qué no me ofrecéis un trato? A cambio de la vida de mi esposo, os devolveré las tierras de mi dote. Y no son cosa baladí… incrementarían vuestras posesiones en la Marca central. ¿No os parece suficiente?
—Cuánta lealtad, Elizabeth. Me asombráis —se burló—. No, no son cosa baladí. Al fin y al cabo había que poner un cebo grande para que la rata mordiera el cebo y que no pudiera rechazar el casamiento. Pero esa pequeña parcela, comparada con todas las tierras de los Malinder que puedo tomar, en nombre de vuestro hijo…
—También tendréis que tomar mi vida —respondió, aunque sabía desde el principio que sería un gesto inútil.
—Que así sea. Mientras, Elizabeth, como os he dicho, nadie creerá vuestros delirios.
—A mí sí me creerán, pienso yo.
Aquellas pocas palabras cayeron como los pétalos de una rosa sobre la hierba verde entre toda aquella tensión. Unos zapatos de suela suave sonaron en el pavimento y todo el mundo se dio la vuelta. Ellen de Lacy entró serena al claustro y se detuvo junto a su marido, se quitó la capucha y entrelazó las manos. Quienes no sabían lo que allí se estaba desarrollando habrían dicho que era la imagen perfecta de la esposa sumisa.
—Sir John —dijo—, deberíais soltar a vuestra sobrina y dejar que se marche —miró a los presentes—. Y a lord Richard también. Si les ocurre algo, contaré lo que sé, y que vos lo neguéis no servirá de nada. Hay demasiadas personas aquí que saben la verdad.
—¡Ellen! ¡Esto no es asunto vuestro! ¿Qué hacéis aquí? —una máscara de preocupación se pintó en su rostro, pero la sangre se le había helado en las venas y su piel se veía grisácea a la luz de las velas—. Deberíais estar en Talgarth.
La sonrisa de Ellen, increíblemente serena, siguió en su sitio.
—Llevo varios días ausente de Talgarth, milord. Sentía la necesidad de ir de visita a Ledenshall. Y al parecer, también sentía la necesidad de estar aquí —declaró, y dio un paso atrás cuando él hizo ademán de agarrar su muñeca—. Tengo que limpiar mi conciencia, milord, porque he guardado secretos que nunca debería haber guardado. He rezado por ello y necesito lavar mi conciencia. Creo que el estado de mi alma inmortal depende de ello.
Sir John enrojeció de golpe.
—¿Vuestra alma inmortal? ¿Qué ñoñería es esa? ¿Qué puede inquietaros?
Volvió a ofrecerle una mano pero ella retrocedió de nuevo, como si temiera que el contacto con él pudiera contaminarla.
—Sé lo de Lewis —dijo con toda claridad—. Y sé lo que teníais planeado para Elizabeth, todo orquestado entre vos, milord, y ese hombre… esa criatura a la que llamáis consejero. Sabía que la vida de Richard estaba en peligro, de modo que he decidido hablar.
—¿Hablarle a quién? —de pronto De Lacy se quedó inmóvil, y una honda arruga le atravesó el entrecejo—. ¿Quién os iba a escuchar? —inquirió, intentando hacer uso de su autoridad sobre una mujer que jamás en el tiempo que llevaban casados se había atrevido a oponerse a él.
—Yo —respondió una voz. Parecía joven y cargada de emoción.
Detrás de ella, bajo los arcos oscuros, apareció David.
Elizabeth sintió por fin que la esperanza era posible cuando oyó a De Lacy contener el aliento, su arrogancia por primera vez arrugada. Aquello tenía que ser el fin. Ero era demasiado pronto. Instintivamente De Lacy alzó la espada, y un brillo de metal captó la mirada de todos. ¿Contra quien iba a usarla?
Fue David quien habló.
—No, sir John. No podéis hacerlo. Pensad en lo que estáis a punto de hacer, tío. ¿Queréis seguir manchándonos las manos de sangre?
Pero la respuesta de sir John fue para su esposa.
—Ellen… deberíais haber confiado en mí.
—No podía. Tantas mentiras… ¿en qué pensabais? Y Lewis… matasteis a Lewis. No podía permitir que también le hicieseis daño a Elizabeth.
—Me habéis destruido.
—No. Os habéis destruido vos mismo.
Sir John miró al grupo de espectadores hostiles como si por primera vez se diera cuenta de la enormidad de lo que había hecho. La punta de la espada bajó. Elizabeth sintió que Richard apretaba la suya en la mano. No dudaba de que la usaría para protegerla, pero no podía ya más.
—Richard —esperó a que la mirase—. Dejadlo estar. Todos sabemos que es culpable, pero esta noche ya ha habido demasiada sangre aquí. No más, os lo ruego.
Le vio dudar. Vio su deseo de venganza, pero al final, con gratitud, vio la razón, la compasión.
—Muy bien, esposa —dijo bajando la cabeza—. Se hará como deseéis. La sangre de sir John de Lacy no manchará mis manos.
Sir John envainó la espada y se lo tragó la noche.
De Nicholas Capel, vivo o muerto, no quedaba ni rastro.
Elizabeth permaneció de pie mirando a su alrededor. Era imposible asumir tanta brutalidad después de un periodo tan largo de inactividad y espera. Era como estar en el ojo de un huracán, rodeada de vientos de mentira, violencia y muerte en el claustro de Llanwardine, tras los cuales había quedado un silencio implacable. A sus pies estaban los restos mortales de la mujer que le había dado seguridad durante toda su vida, que la había envuelto en confianza, consuelo y consejo. Quizás ese consejo no hubiera sido siempre acertado u honesto, desde luego casi nunca tolerante, pero siempre con el fin de proteger y alimentar. Se había enfrentado a la muerte por Elizabeth de Lacy, como había sido al final. Era demasiado difícil de asumir, una pesada losa que le oprimía el pecho.
Las monjas habían empezado a ocuparse de los muertos y a cuidar de su priora herida. Qué extraño. Parpadeó para deshacerse de las lágrimas que por fin habían acudido a sus ojos. La destrucción de su matrimonio, de su vida, no había partido de la hostilidad entre partidarios de York y de Lancaster, sino de su propia sangre. Todas las maquinaciones de sir John iban destinadas a conseguir la muerte de Richard. Incluso la suya propia, si no accedía a sus deseos. Todo para quedarse con el heredero de la casa Malinder. Y a pesar de que había actuado bajo la influencia de Nicholas Capel, que había seguido sus propias directrices, eso no le absolvía de sus horrendos pecados.
Y allí estaba Richard Malinder, el centro de su mundo, el hombre que llenaba por completo su horizonte y que la miraba como si ella llenase el suyo. Se habían quedado solos en el claustro y la atmósfera cargada había ido disipándose, dejando en su lugar una agradecida tranquilidad, aunque las piedras del suelo manchadas de sangre daban testimonio de las barbaridades cometidas allí. La única vela que les habían dejado proyectaba apenas un resplandor amarillento que sumía el resto del lugar en sombras. Durante un momento iban a poder tener intimidad.
Los dos se miraron desde donde estaban, leyendo con la mente al mismo tiempo que con los ojos. Elizabeth contempló su cabello despeinado, las arrugas de cansancio que se le marcaban en torno a la boca de la veloz cabalgada que debía haberse dado para llegar allí y rescatarla. Había sangre en sus ropas, en la manga, y seguía teniendo la espada oscurecida por la sangre en la mano. Pero sus facciones y el fiero brillo de su mirada seguían siendo lo que ella más amaba y quería. Había luchado por ella y había matado al hombre que le habría hecho daño sin dudar. Había vuelto por ella. Se había enfrentado a su tío, y al final había tenido la fuerza necesaria para no acabar con otra vida.
Para él, vestida con aquel severo hábito y el velo de lino, se parecía muchísimo a la monja rebelde que había llegado a Ledenshall un año antes para asumir una posición de la que esperaba obtener poca felicidad. Pero ahora era su esposa y la conocía, la amaba. Veía la belleza que había en ella. Habría dado su vida por ella.
Habían estado separados demasiado tiempo. Soltó la espada en el suelo, abrió los brazos y ella se apretó contra él. Así de fácil. La abrazó y ella se apoyó contra su pecho con un suspiro que le salió de lo más hondo.
—Gracias a Dios que estáis a salvo. He rezado porque llegara este momento.
Elizabeth apoyó la frente en su hombro y respiró el olor a sudor y polvo, el metálico olor de la sangre, se llenó de la maravilla de tenerlo allí llenando sus pulmones, corriendo por sus venas hasta que el cuerpo la tembló.
—Estáis bien. Vos y el niño —no era una pregunta, porque había visto en su rostro que era cierto, en su cuerpo que se apretaba contra él. Respiró hondo y apoyó la mejilla en los pliegues del velo. Luego, para animar un poco el momento que amenazaba con empujarle a mostrar unas emociones poco masculinas, levantó la cara y le preguntó riendo—: ¿No habréis permitido que hayan vuelto a cortaros el pelo?
Una risa suave fue toda la respuesta que necesitaba.
—Me doy cuenta de que no habéis malgastado el tiempo que ha durado la espera —dijo, acariciándole las costillas y las caderas, y notando las carnes que las cubrían.
—No, porque sabía que vendríais a buscarme —su respiración le acarició la mejilla—. Este lugar ha sido un santuario, y no una prisión para el resto de mis días. Pero, Richard… ha sido muy duro esperar sin saber nada y muerta de incertidumbre. Cuando sir John me dijo que estabais herido y al borde de la muerte…
Un estremecimiento la sacudió de pies a cabeza y él la abrazó inmóvil, y así permanecieron acurrucados en las sombras, una sola entidad sin división.
—Os amo, Elizabeth —murmuró contra sus labios.
—Y yo os amo a vos.
—Miradme.
Y cuando lo hizo la besó con tanta ternura y tanta dulzura, un contraste tan brutal con la sangre y la muerte que los rodeaba que el corazón mismo le tembló.
Las lágrimas llegaron por fin. Richard las saboreó y sin dejar de abrazarlas le fue secando las que le rodaban por las mejillas.
—Siento no haber podido salvarla.
—La quería mucho. Jane ha sido para mí la madre que nunca tuve.
—Entonces, estoy en deuda con ella por cuidar de mi esposa por mí.
—Primero cuidó de mi madre y luego cuidó de mí toda la vida, cuando a nadie más le importaba…
No pudo seguir. Lloró amargamente por todos los recuerdos y la pérdida con Richard abrazándola sin impedir que aquel dolor saliera.
Al final consiguió recuperar la calma.
—Jane me ha salvado la vida. Ha dejado que el cuchillo que creía destinado para mí se clavara en su carne. Pero se equivocaba, ¿verdad? Ahora lo veo.
—Sí —Richard le apartó el cabello húmedo de las mejillas. Pensó que vuestra vida corría peligro, pero no podía saber que no era así. La daga de Capel no era a vos a quien buscaba. Vos erais el pilar sobre el que se apoyaba el plan de vuestro tío; lo habíais sido desde que os dejaron salir de Llanwardine. Capel habría usado la daga contra mí, o contra cualquiera que se hubiera interpuesto en el camino de su éxito, pero tanto vuestra salud como la del niño que lleváis dentro era de vital importancia para el futuro de De Lacy.
Richard la condujo al saliente de piedra que hacía las veces de banco en las paredes del claustro y que las monjas usaban para sentarse a leer o para disfrutar de sus horas de descanso, y allí le contó toda la historia de engaños y conspiraciones sin escrúpulos teniendo todo el tiempo las manos de su mujer entre las suyas. Y al contar aquella historia con palabras se dio cuenta de lo bien que encajaba todo, la trama de un tapiz que maldeciría a sir John de Lacy como traidor y asesino.
—De modo que yo era un medio para conseguir un fin. Siempre lo he sido… un modo de consolidar la posición de mi tío en la Marca. Nuestro hijo heredaría las tierras de los Malinder y le habría dado la llave necesaria para incorporar vuestras posesiones a las suyas. Pero por necesidad habíais de desaparecer.
—Sí.
La tomó por las muñecas y le reconfortó sentir su pulso.
—Y la mía también —cayó en la cuenta, mirándolo con los ojos muy abiertos—. Una vez hubiera nacido el niño, y si yo me resistía.
—Sí. Tendríais que haber aceptado que fuera su tutor —pensarlo resucitó la rabia y sin darse cuenta apretó las manos hasta que Elizabeth protestó—. Perdonadme —dijo inmediatamente, y se llevó sus muñecas a los labios—. Me es imposible contemplarlo sin… —no terminó—. Quizá sir John pensó que podía convenceros.
—¡Entonces es que no me conoce! Y David habría reemplazado a Lewis. Sería su heredero, al que podría convencer de no hacer preguntas y de limitarse a obedecer, algo que Lewis no habría hecho.
—Desde luego. Pero por lo que se ve, tampoco conoce bien a David. El muchacho se parece bastante a su hermana, y razona por su cuenta.
Se quedó pensando un momento y luego se tapó la cara con las manos, pero su voz sonó fuerte.
—Qué vergüenza, Richard. ¿Cómo podía haber pensado semejante final cuando me entregó a vos en matrimonio? Y vos me aceptasteis ignorando que había planeado vuestra caída… y vuestra muerte.
—No tenéis de qué avergonzaros. Habéis sido un arma inocente que han usado contra mí. No tenéis culpa de nada —él empujó con suavidad su barbilla para que lo mirase—. Como veis, no ha podido nada contra mí. Estoy ileso —al final se levantó de la fría piedra, se colgó la mano de ella de su brazo y juntos se dirigieron a la salida del claustro—. ¿Queréis dejar a Jane aquí?
—No. Es un espíritu demasiado inquieto para quedarse aquí —respondió—. ¿Qué pensaría de verse rodeada de monjas encendiendo velas y rezando por ella? Creo que descansaría mejor en Ledenshall.
—Lo dispondré.
El dolor volvió a hacer mella en ella y se alegró enormemente de tener a Richard a su lado.
—No puedo creer que estéis aquí —murmuró—. Me dijeron que estabais a punto de morir.
La besó en la boca con ternura, con delicadeza, confirmando con las palmas de sus manos que la vida palpitaba bajo su pecho.
—¿Dónde puedo quedarme hasta que amanezca? —le preguntó él, exhausto.
—Venid conmigo —tomó su mano, con la otra sujetó la vela y le condujo hasta su propia habitación, cerrando la puerta tras se sí—. Esto es lo mejor que puedo ofrecer —una especie de risa flotó en el aire en el que se veía la respiración—. Las hermanas se escandalizarían si supieran que os he traído aquí, pero no pienso permitir que nos separen.
Vio la habitación, poco más que una celda, con los ojos de Richard. Las paredes con su brillante capa de humedad, el suelo desnudo, una única ventana sin cristal por la que entraba el frío aire de la noche. La estrecha cama y la ausencia de cualquier tipo de mobiliario, excepto un crucifijo desnudo clavado en la pared. Nada que pudiera ofrecer comodidad al invitado.
La mueca de Richard lo dijo todo.
—¡Una verdadera penitencia! Y esa cama, si vamos a compartirla, es estrecha como un ataúd. ¡Ay! Elizabeth, perdonadme… —le dijo al darse cuenta de su torpeza.
Ella le puso un dedo sobre los labios antes de sellarle la boca con los suyos y empujarlo dulcemente sobre la cama donde ambos se tumbaron con una incomodidad a la que ninguno habría renunciado. Más preciosa que la más suntuosa de las alcobas, mejor que el más blando de los colchones, la más fina de las sábanas, aquel duro camastro les ofreció cuanto necesitaban. Sin desvestirse, el calor de sus cuerpos abrazados compensó la raída manta con que se cubrieron. Por decisión mutua dejaron la vela ardiendo hasta que se consumió, como si quisieran mantener las imágenes de lo acontecido aquella noche encerradas en la oscuridad mientras se susurraban palabras de amor, aceptaban serenamente lo que había estado a punto de destruirlos y celebraban una unión inseparable de cuerpo y mente. Fue la más dulce y más triste de las reconciliaciones, pero al final una extraña satisfacción los envolvió. La visión de la muerte y el asesinato, el miedo, fue desapareciendo gradualmente, hasta que ambos guardaron silencio, satisfechos con tan solo estar juntos después de todo lo que los había separado.
Richard se mantuvo despierto hasta el alba. Es posible que Elizabeth durmiera un poco hasta que sonó la campana de la priora llamando a primas. Sin decir una palabra se movieron juntos para consumar una curación que ambos necesitaban. Besos dulces, dulces suspiros, el desvestirse mínimamente para reafirmar su amor. Movimiento lento de las manos, la respiración entrecortada como único sonido de la habitación. Colocándose sobre ella, Richard la llenó, la poseyó, le entregó toda su ternura, que Elizabeth recibió rodeándole con su cuerpo y con su amor, todo el tiempo sin dejar de mirarlo a los ojos, zambulléndose en el amor que veía en su rostro. La respiración rota, completamente perdidos en un mundo que albergaban las cuatro paredes de aquella celda, se movieron juntos en el más dulce de los ritmos hasta que todo quedó hecho.
Las palabras de ella, susurradas contra sus labios, expresaron el deseo de ambos:
—Llevadme a casa, Richard. Llevadme a Ledenshall.