Cinco
En los días que precedieron a la boda, Elizabeth se sentía quisquillosa y atribulada, aunque en el fondo el problema era que estaba sola. Lewis se había vuelto a Talgarth para hacerle saber a sir John que había llegado bien. David también la había abandonado para unirse a Richard en su visita a Hereford. Incluso su prometido se había ido, y su despedida, a la vista de todos en el patio, había sido formal, apresurada e inquietante.
—Dios os guarde, milady. Estaré de vuelta para la ceremonia.
Una breve inclinación de cabeza, un apretón a su mano y se alejó para montar en su semental bayo. ¿Eso era todo lo que iba a decir? Quizá fuera así influido por las circunstancias, ya que estaban rodeados de hombres de armas y carretas cargadas, o quizá la anticipación de volver a ver a su amante le impidiera centrarse en otra cosa, pero mientras le veía sujetar las riendas de su montura, no estaba dispuesta a concederle el beneficio de la duda. Se estaba despidiendo de ella como si para él careciera por completo de importancia, y la mirada que le dedicó fue hosca.
Quiso la casualidad que Richard se percibiera de ello y durante un momento que pareció muy largo estuvo mirándola; luego le entregó las riendas a su escudero, se quitó los guantes y volvió junto a ella.
—No hay modo adecuado de que un novio se despida de su dulce prometida.
Elizabeth se sonrió ante el cinismo de sus palabras. Debía haberle leído el pensamiento. Pero tomó su cara entre las manos y le pasó los pulgares por las mejillas, y antes de que ella pudiera apartarse la besó en la boca delante de toda la audiencia.
Calor y poder. Una posesión breve pero intensa. Se sentía incapaz de pensar en nada y el aire no le llegaba a los pulmones, y cuando él se separó y la miró enarcando las cejas, no encontró qué decirle. ¿Sería aquello un cortejo? Más bien una forma de plegarla a su voluntad. Le parecía un hombre implacable, tal y como quedó demostrado cuando tiró de ella para que le acompañara hasta su caballo.
Una vez en la silla se inclinó para acercarse.
—Sonreídme, Elizabeth.
Pero ella se mantuvo seria, alzada la barbilla.
—Quizás me sonriáis cuando vuelva.
Y se marchó, dejándola sola en el patio.
De pronto se sentía abandonada, y no hacía más que aguardar su regreso, aunque no lo habría admitido ante nadie. No dejaba de aguzar el oído intentando percibir el sonido de los cascos de los caballos, de voces fuertes en el patio, del aviso de los guardias en la puerta o en las almenas, del ruido de las cadenas al bajar el puente, pero siempre se trataba de invitados que llegaban para la boda.
¿Cómo podía importarle tanto? Apenas le conocía desde hacía veinticuatro horas, se dijo con un suspiro mientras oteaba el camino desde las almenas. Quizá hubiera decidido llegar con el tiempo justo de prometerse fidelidad ante el altar. A él poco podía importarle, ya que su matrimonio se basaba solo en razones políticas. Y a ella tampoco debería importarle. Seguro que a él le daba lo mismo tener que casarse con el traje de campaña cubierto de polvo del camino, manchado de sudor tras una semana de monta por la Marca. ¿Por qué le preocupaba entonces a ella su propio aspecto, cuando a Richard Malinder solo le importaría la alianza política que sellaría su matrimonio?
Los días fueron pasando y la hora de la boda se acercaba. ¿Qué estaría haciendo que le retenía tanto tiempo fuera? Quizás Anne Malinder tuviese razón y su visita a Hereford tenía que ver con su relación con una mujer llamada Joanna. Era como si una mano gélida le apretase el corazón, pero ocultaba su ansiedad tras un exterior solemne, perfeccionado con la larga práctica. Pero su paciencia iba agotándose día a día.
Mientras, se sentía cada vez más frustrada por los bienintencionados intentos de mejorar su aspecto y las críticas menos que sutiles de lady Anne a sus defectos.
—Me siento como un ganso al que engordasen para un banquete —murmuró cuando le dejaron un plato de empanada de venado, crujiente y dorada, mientras cosía su vestido de novia. Aun así, agradecida, intentó comer. Tenía que hacerlo si no quería que Richard quedase horrorizado ante su falta de carne sobre los huesos. Si podía contarle las costillas fácilmente, apartaría la mirada asqueado. Sin duda Joanne tendría tentadoras curvas que atraerían a Richard a su lecho, de modo que tenía que comer.
Se sentía prácticamente bajo asedio de Jane, que le cubría de pociones y ungüentos las manos, además de hacerle beber a pesar de sus protestas una cocción de corteza de sauce para aclarar y proporcionar brillo a su piel. Pero era posible, pensó no sin cierta complacencia, que la alianza se deslizase fácilmente más allá de su nudillo en lugar de quedarse atascada.
Para su pelo lo que haría falta sería un milagro. En sus peores momentos de depresión, recordaba cómo había sido: largo, grueso y liso. Negro, con la brillante iridiscencia de las plumas de la urraca. Tan negro como el de Richard. Se imaginó, sin poder contener la sonrisa, cómo sería que él pudiera deslizar su mano por él antes de que se obligase a volver a la realidad. Seguía teniéndolo corto y casi pegado al cráneo como el pelo de un animalillo. Se lo lavaba en el embriagador líquido a base de flores de lavanda maceradas en vino que Jane juraba que era un remedio eficaz, pero el crecimiento de su cabello sería cuestión de tiempo, algo de lo que no disponía antes de la boda, de modo que tendría que preparar un velo que pudiera cubrir la mayor parte del daño. No podía, y no estaba dispuesta a hacerlo, casarse con la toca de una monja.
El vestido de novia había sido medido, cortado y confeccionado en un lujoso terciopelo de un rojo intenso, el color del mejor vino de Burdeos, que podría proporcionarle color a sus pálidas mejillas y que había sido diseñado para que cubriera sus marcadas clavículas y su escaso busto. Había sido un curioso milagro que Richard Malider hubiera tenido el detalle de ofrecérselo.
—Va a ser un vestido precioso —anunció Anne Malinder—. Y qué lástima que vuestro busto no sea lo bastante generoso para lucir un corpiño. Yo sí que podría hacerlo. De hecho, el vestido que he confeccionado para la ocasión es un modelo que ha lucido la mismísima reina Margaret. Su figura sí que es proporcionada —Anne miró a Elizabeth antes de continuar.—Creo que es costumbre utilizar un cabello de la novia cuando se cose su vestido para que le traiga buena suerte —añadió mientras movía la aguja, no más afilada que su lengua, con maestría—. Dudo que eso sea posible, Elizabeth querida. Podríamos poner uno mío si os parece. Sería perfecto.
Elizabeth sabía cómo controlarse y retener las palabras que pugnaban por salir de sus labios, pero la señora Bringsty saltó en su defensa.
—No son necesarios tales artificios, milady. Hay otros encantos que proporciona la madre naturaleza que pueden bendecir esta unión.
Y en el escote del vestido se cosieron varias hojas de hierba doncella y de lunaria para pedir buena suerte y felicidad en el matrimonio, un amuleto que Elizabeth contempló con tristeza. Iba a necesitar algo más que un puñado de hojas para bendecir su matrimonio, particularmente si su futuro esposo estaba disfrutando de una acalorada relación con aquella tal Joanna.
El asunto que había llevado a Richard a Hereford le ocupó más tiempo del que esperaba, ya que tenía un encargo particular que hacer, tan inevitable que le hizo volver a Ledenshall menos de veinticuatro horas antes del enlace, lo cual, de haberlo pensado detenidamente, habría caído en la cuenta de que acarrearía sus consecuencias. Encontró Ledenshall sumido en un aire festivo, cada mínimo espacio disponible ocupado por un pariente cercano o lejano. También descubrió que su novia lo esperaba en el patio, una novia que tenía poco tiempo para él y que lo había recibido envarada, seria, dedicándole apenas a él y a su hermano David unas cuantas palabras al pasar. Mucho menos una sonrisa, que era lo menos que cabía esperar entre una dama y su enamorado. Casi al igual que en su partida.
—Bienvenido a casa.
Su tono lo decía todo.
Richard desmontó.
—Elizabeth… nos hemos retrasado.
—Lo sé.
—¿Os encontráis bien?
—Sí. Ya lo veis.
Frunció el ceño. Su brusquedad le molestaba. De modo que por lo visto estaba decidida a llevar lo de su aspereza hasta sus últimas consecuencias, ¿no? Pues bien…serio frente a ella, sin dejar de mirarla a los ojos, le ofreció la mano con la palma hacia arriba, clara demanda a la que debía responder. Pero su encantadora novia se agarró las manos a la espalda.
Richard se mantuvo firme, consciente de que todos los ojos estaban puestos en ellos. El orgullo le hizo apretar la mandíbula. No iba a tolerar que lo desafiasen de aquella manera en su propio castillo, y menos una muchacha que aún no era su esposa. Esperó. Y esperó hasta que Elizabeth, sonrojada y de mala gana, rozó apenas su mano con la suya y él, instintivamente, la sujetó con fuerza cuando su intención era apartarla. Luego se la llevó a los labios y la beso despacio.
—Elizabeth, no os he abandonado, como podéis ver.
—No, milord.
Pero la tensión de su mano no cesaba.
¿Era eso lo que se temía? ¿Que su ausencia fuera un rechazo? No podría serlo, ahora que ya la tenía en su casa como su prometida. A un requerimiento de maese Kiplin se dio la vuelta para disponer de la carga que llevaban los animales y cuando volvió a girarse lo único que vio fue la figura de su novia que se alejaba, los hombros formidablemente rectos, hacia la puerta.
—Bueno… —se pasó la mano por el cabello revuelto y sintiendo crecer la ira hasta que vio la sonrisa de David y enarcó las cejas—. ¿Qué es lo que he dicho?
—Nada —se rio—. Y no habéis dicho nada desde hace días. Ese es el problema.
—¿Y qué debería haber hecho?
—Volver antes. Como veis, Elizabeth tiene carácter.
—Ya lo veo —respondió, dándole una palmada en la espalda—. Entonces, ¿creéis que debo temer su venganza?
David se echó a reír.
—Yo no tengo miedo de Elizabeth.
Richard sonrió. ¿Qué esperaba él de su prometida? Desde luego mucho más de lo que había recibido. Le había despedido con el ceño fruncido y le había recibido del mismo modo. El retraso no había sido del todo culpa suya, pero Elizabeth de Lacy no se había molestado en averiguar su causa antes de echarle la culpa. Su genio comenzó a hervir de nuevo, y se desilusionó al comprender que el acuerdo, la comprensión que parecían haber alcanzado en su conversación, se había evaporado en su ausencia.
Dado que no era propio de él dejar las cosas sin resolver, se dirigió a la casa y le dio alcance en el gran salón.
—¡Madam!
Su tono imperioso la hizo detenerse a pesar de que había puesto un pie en el primer escalón.
—Milord.
La alcanzó dando grandes zancadas.
—Cuando vuelvo a mi casa, espero encontrarme con una esposa que me da graciosamente la bienvenida, y no con una arpía de voz áspera. No pienso darle espectáculo de balde a mi gente, ni permitir que les intrigue vuestra falta de propiedad y buena crianza. Mi tardanza no ha sido decisión mía, ni deberíais vos como esposa cuestionarla —su irritación era grande y no consideró la fuerza ni la dirección de sus palabras—. Esperaba que las habladurías que corren por la Marca sobre vuestra obstinación y falta de cortesía no fuesen más que meros chismes sin fundamento y pura exageración.
La vio apretar los puños y los labios, perdió el color y la vio respirar hondo tras el ataque de sus palabras. Sus ojos, de pronto oscuros, no se despegaron de los de él y tuvo que admirar su valor, pero sin dejarse afectar por el sufrimiento, incluso el dolor que veía en su expresión. Siguió decidido a dejar claro su punto de vista sobre el respeto que debía haber en el matrimonio.
—No admito excusas para un comportamiento grosero en mi casa, milady.
Ella bajó por fin la mirada.
—No, milord. No hay excusa posible.
—Espero que me recibáis a mí y a mis invitados con amabilidad.
—Sí, milord. Disculpadme. He obrado mal.
—Entonces, estamos de acuerdo.
—Sí, milord. No volveré a ser culpable de… malos modales.
Esperó a ver si decía algo más, sorprendido por su aquiescencia, pero como siguió de pie con la cabeza baja y a él no se le ocurrió nada más que decir e incluso empezaba tímidamente a lamentar su elección de palabras, dio media vuelta y salió.
Elizabeth le vio marcharse. Sin duda había cometido un error, pero ¿cómo confesar que había sido el miedo lo que le había hecho actuar así? Miedo de compararse con la hermosa Anne Malinder, que sin duda urdía su trama para ser la sustituta de la igualmente encantadora Gwladys. Miedo de su relación con la amante de Hereford. La vergüenza la cubrió de pies a cabeza. Richard tenía razón, y ella no sabía cómo arreglarlo. La desesperación la hizo temblar, pero se obligó a subir las escaleras con la dignidad de una reina.
En lo alto la esperaba Anne Malinder viéndolo todo, observándola, esperándola con una sonrisa de verdadero deleite.
—Veo que Richard ha vuelto ya. ¿Habéis discutido con él?
—No. Nos entendemos a la perfección.
La muchacha dio un paso hacia ella.
—Volverá a los brazos de Joanna sin perder un minuto si os dedicáis a discutir con él —se rio—. Vuestro comportamiento no es el propio de una dulce prometida, pero yo hablaré con él por vos. Siempre he podido manejar a Richard, incluso cuando era una niña, algo que ahora ya no soy. No os preocupéis, Elizabeth, que yo me ocuparé de sus necesidades.
—¡No me cabe ninguna duda!
Había sido la gota que colmaba el vaso. Dejó atrás a su némesis y se encerró en su alcoba lamentando los errores que había cometido y sin encontrar el modo de subsanarlos.
Mientras, en el patio del castillo, Richard seguía rememorando la tristeza de aquellos ojos azules y casi lamentaba la ira de sus palabras. Solo le faltaba que la señora Bringsty se plantara ante él con intención de hablarle.
—Necesito hablar con vos, milord.
—No tengo tiempo ahora —replicó, y habría pasado de largo de no haberle agarrado ella por la manga—. ¿Y bien? —espetó.
—No la mostréis en público, milord.
Y antes de que pudiera preguntarle nada, desapareció. Pero tampoco necesitaba preguntarle a qué se refería. No necesitaba su aviso… o quizá sí, porque con tantas prisas no había tenido tiempo de pensar en las repercusiones que para Elizabeth podía tener la antigua costumbre de que el novio y la novia prácticamente se despojaran de sus ropas ante los invitados, un hábito que formaba parte de las celebraciones de la boda casi tanto como el intercambio de promesas ante el sacerdote. El recuerdo de la marca de los latigazos que tenía en los hombros le decidió. A pesar de lo ocurrido, no podía someterla a las miradas de todas aquellas personas.
Lamentaba haberle hablado de ese modo. Había rincones ocultos e incómodos en su novia a los que todavía ni siquiera se había acercado.
La puerta de la cámara circular que Nicholas Capel tenía en Talgarth estaba cerrada a cal y canto. No podía permitir que alguien pudiese presenciar la ceremonia que iba a celebrar. El matrimonio era inminente, y había llegado el momento de pasar a la acción. Bastaría con la cera de dos velas con la que modelar dos figuras. Apretó, redondeó, limó y labró hasta que consiguió tener dos figuras sobre la mesa, hombre y mujer, torpemente modeladas pero fácilmente reconocibles, desnudos y sexualmente explícitas.
El matrimonio estaba asegurado, pero no vendría mal darle un empujón al destino. Capel entrelazó las manos en un gesto de autoridad.
—Vamos a reunir a la pareja, con o sin su consentimiento. Asegurémonos de que Malinder sea capaz de tener un heredero con ella.
Capel echó agua en un cuenco de plata con símbolos cristianos labrados en el borde, y murmuró palabras en latín para bendecirla. Luego salpicó ambas figuras con el líquido sagrado.
—Os nombro a ambos: Richard Malinder. Elizabeth de Lacy.
De un pequeño envoltorio sacó varias cosas: dos cabellos oscuros de la cabeza de Richard Malinder y otros dos de Elizabeth de Lacy, largos como los tenía antes de irse a Llanwardine. Luego, colocándolos en torno al cuello de las figuras, las puso cara a cara, pecho contra pecho, piernas contra piernas, y con alambre las unió a ambas.
—Que vuestra unión sea eficaz y fructífera —murmuró con una malsana satisfacción y una sonrisa de triunfo.
Qué confiado era John de Lacy, y con qué facilidad se había convencido de que detentaría la autoridad. Qué fácil era conseguir que siguiera sus consejos si se hacía bailar el poder delante de sus narices como si fuera una zanahoria, un melocotón jugoso que caería del árbol con tan solo extender la mano.
Pero no iba a ser De Lacy quien recogiera la fruta madura.
Richard le ofreció la mano a su novia, y Elizabeth puso la suya delicadamente. Él asintió para darle ánimo, y apretó con suavidad sus dedos para que juntos pudieran subir los escalones que los separaban del altar en el que los aguardaba el sacerdote. Pero antes tenía que decirle algo.
—Perdonad mis palabras de ayer.
—No hay nada que perdonar. Soy yo quien debe pediros disculpas por mi falta de cortesía.
—Las acepto.
Con sus nuevas ropas, Elizabeth se sentía fuerte y confiada. Incluso unos débiles rayos de sol habían decidido bendecirla y acompañarla aquel día. Su escaso calor la consolaba, animándola a relajarse. Pronto dejaría de ser Elizabeth de Lacy. Mantuvo la cabeza alta, la postura erguida, segura de su rango y posición como señora de Ledenshall. ¿Por qué no iba a ser feliz?
Al fin y al cabo se había equivocado, porque Richard Malinder no tenía intención de casarse con ella con su ropa de campaña y el polvo de cuatro días de viaje. Todo lo contrario. Estaba magnífico. El pelo le brillaba al inclinar la cabeza para recibirla. Sus ropas eran de brocado verde y negro cuyo estampado consistía en ondas fluidas. La túnica le llegaba hasta la rodilla e iba ribeteada en una piel escura, y la posición que ocupaba quedaba clara a ojos de todos gracias al cinturón de oro y piedras preciosas con que se ceñía la cintura y del que colgaba una espada, y a los anillos que lucía en las manos. Una pesada cadena de oro y gemas descansaba sobre sus hombros. Richard Malinder podía interpretar el papel de cortesano lo mismo que el de soldado o señor de una fortaleza.
¿Qué mujer no desearía casarse con un hombre así? Elizabeth lo miró a los ojos y lo que vio en su rostro la tranquilizó: el brillo de comprensión de lo que iba a ser una dura prueba para ella en aquel día, pero también una clara admiración. Y verlo le coloreó las mejillas.
Richard solo era consciente de la mano fría que llevaba en la suya y de las sutiles diferencias entre aquella mujer y la inquieta criatura con la que había intercambiado opiniones en la muralla hacía menos de una semana. Desde luego había estado ocupada en su ausencia. Alta y elegante, el rico terciopelo que la envolvía y que formaba la cola del vestido, las líneas fluidas de su cuerpo eran todo gracia y suavidad, nada que ver con el recuerdo que tenía de una mujer sin encanto ni atractivo.
Las mangas de su vestido acababan en unos puños de piel, sobre los cuales flotaban unas mangas acuchilladas que caían vaporosas hasta rozar el bajo del vestido. El sol brillaba en los pliegues de un velo que le rozaba los hombros.
Así que no era precisamente una monada, ¿eh? Pues no, pero por Dios que no se parecía en nada a la criatura empapada cuya gata le había dejado un buen recuerdo en la muñeca. Quizá fuera también capaz de convencer a su dueña de que no necesitaba sacar las uñas.
Cuando se colocaban ante el sacerdote todo empezó a ganar claridad e intensidad para Elizabeth, incluido el hecho de que una nube oscura había tapado el sol y que todos los invitados se arrebujaban en sus capas. No era una premonición. No. Con voz clara Richard detalló la dote que aportaba su novia, cuya importancia fue una sorpresa incluso para ella, aunque bien pensado debía haber sido necesario para comprar al que iba a ser su marido. Desde luego el precio que había pagado John de Lacy era muy elevado. Ojalá Richard llegara a la conclusión de que había valido la pena.
Después todo ocurrió tan deprisa que casi se quedó sin aliento. Por fin era Elizabeth Malinder en lugar de esposa de Cristo, y sus labios se rozaron en un beso simbólico. Luego un anillo de oro profusamente labrado entró con suavidad, con mucha suavidad, más allá de sus nudillos hasta quedar en su emplazamiento definitivo.
El banquete tuvo lugar en el gran salón.
Elizabeth compartió la copa y el plato destinado a los novios con su esposo ante los gritos de júbilo de los presentes, que empezaban ya a vaciar sus copas de cerveza y vino, que se veían rápidamente llenas de nuevo. En un inútil intento de no pensar en las horas que quedaban por llegar, buscó a su familia entre la algarabía de gente.
Allí estaba sir John, moreno y apático, con un toque de arrogancia y condescendencia. A su lado estaba su segunda esposa, lady Ellen, callada e introvertida.
También podía ver a Lewis un poco más lejos, vestido para la ocasión pero con gesto solemne, ni contento ni cómodo, lo cual era poco corriente en él.
Y David, animado y contemplándolo todo con un brillo en la mirada. En aquel momento siguió la dirección de la mirada de sir John y vio que observaba a Richard. Calibrando, midiendo, con los labios apretados y algo en la mirada que no podía descifrar pero que sin duda no era agradable. A su lado se sentaba maese Capel. Su presencia sí que era una sorpresa. Le vio inclinarse para murmurar algo al oído de sir John, y este sonrió. Su tío siempre andaba maquinando algo.
El banquete estaba a punto de finalizar, y un estremecimiento de anticipación y preocupación le recorrió la espalda, una sensación que le hizo recordar con nitidez las palabras de Anne Malinder: «¿Qué dirá Richard cuando os vea?»
Anne se había echado a reír para quitarle importancia a su comentario y Elizabeth sintió una arcada en la garganta al imaginarse a su esposo dejándola semi desnuda en público. ¿Habría visto el alcance de sus cicatrices? ¿Le causarían repulsa? Ni siquiera iba a poder ocultarse tras una melena suelta cuando los invitados invadiesen la cámara nupcial. Cuando le quitara el velo. ¿Qué diría de verdad? ¿Qué comentario cruel y humillante intercambiarían los invitados entre sí?
—¿Qué os ocurre? —le preguntó Richard en voz baja.
Debía haber estado observándola, y le conmovió que se preocupara por ella.
—Nada, milord, aparte del hecho de que me siento observada en todos mis movimientos, tanto por vuestra familia como por la mía.
—¿Y eso os importa? Sois la señora de Ledenshall y podéis hacer lo que os plazca. Miradme —le pidió al ver que ella bajaba la mirada con una sonrisa que suavizó la austeridad de sus facciones—. Démosles a nuestros invitados algo sobre lo que especular.
Elizabeth se encontró sonriendo también.
—¿Qué sugerís?
Antes de que se diera cuenta, se inclinó y la besó en la boca, no como en la iglesia sino de un modo más cálido, lleno de promesas. Cuando se separó, Elizabeth se lo quedó mirando con los labios entreabiertos, las mejillas arreboladas y un extraño calor en el vientre.
—Desde luego dará que hablar —musitó.
—¡Eso espero!
Y para sorpresa y deleite suyo, volvió a besarla.
Con el recuerdo de la boca de su esposa, Richard buscó la oportunidad de circular entre los invitados. Todos sus sentidos estaban alerta a pesar de los numerosos brindis que llevaba, ya que estaba claro que Elizabeth no era la única De Lacy que mostraba signos de tensión.
—Lewis.
Buscó una silla desocupada y se sentó junto al joven.
—Milord…
—¡Richard! —le dijo sonriendo—. Vuestro hermano ya me hace sentirme más libre usando mi nombre de pila.
—Es que mi hermano no sabe lo que es el respeto —respondió intentando sonreír.
—Estáis muy sombrío para una ocasión como esta. ¿Algo os aflige?
Hubo una breve pausa hasta que Lewis tomó una decisión.
—No. Solo que… yo diría…
—Podéis hablar. Soy muy discreto… para ser partidario de Lancaster, quiero decir —bromeó con la esperanza de quitar el veneno que estaba molestando al hermano de Elizabeth, pero no lo consiguió.
—No es nada —en su rostro siguió la expresión severa y miró hacia otro lado—. No tengo excusa, y no debería mostrarme así en la boda de mi hermana. Me alegro por vos… y por ella.
Sus palabras no le dejaban otra opción que cambiar de tema, pero sin duda Lewis tenía una preocupación que le acosaba.
—Dios bendiga vuestra unión —las manos de Ellen de Lacy apretaron las de Elizabeth con más fuerza de la que la ocasión requería—. Espero que podáis darle un hijo a vuestro esposo. Yo no he podido.
—Lo siento de veras.
Elizabeth sabía del dolor que Ellen soportaba, pero nunca la había escuchado hablar tan abiertamente de ello. Era una dama muy reservada y que vivía bajo el yugo de su marido, de modo que se guardaba sus pensamientos para sí.
—Y debéis echar mucho de menos a Maude.
—Sí. Todos la añoramos. La quería como si fuera mi propia hija, pero sir John esperaba poder tener un heredero.
—Estoy segura de que no os culpa, Ellen —estaba de todo menos segura, pero no sabía qué decirle para consolarla del dolor que veía en su mirada. Lady Ellen había quedado embarazada en dos ocasiones de un varón, pero los había perdido a los dos.
—Da igual.
—¿No sois feliz? —se aventuró.
Ellen apretó sus manos.
—No os preocupéis, Elizabeth, y disfrutad del día de vuestra boda.
Pero Elizabeth sabía que no había contestado a su última y poco delicada pregunta, y creyó detectar una tremenda infelicidad antes de que la dama se diera la vuelta. Todo era extrañamente inquietante.