Trece

 

  Elizabeth estaba en el solar, la sala con ventanales en la que se podía tomar el fresco, los pies apoyados en un reposapiés, meditando. Desearía no sentir tanta opresión en el pecho y que el corazón no le latiese con tanta fuerza. Seguro que Richard podía oírlo. Estaban en el mes de junio, en la víspera del día de san Juan, ocasión tradicional para festividades, competiciones de fuerza y habilidad en la Marca, la oportunidad perfecta para llevar a cabo su venganza contra sir John. Pero para lograrlo debía mentir a Richard, que la estaba esperando.

  Tragó saliva y lo miró. Le costaba trabajo enfrentarse a su mirada, pero se obligó a no desviarla.

  —He decidido que no voy a ir —declaró.

  —¿Por qué?

  —No me siento bien —se mordió un labio—. La cabeza… y el estómago me duelen.

  —Os duele la cabeza —repitió él sin disimular su incredulidad—. ¿Tanto como para no acudir a la feria de san Juan?

  Su determinación no flaqueó.

  —Sí.

  Richard empujó suavemente su barbilla.

  —¿Por qué no os creo?

  —No tengo ni idea, milord. No está en mi naturaleza fingir. ¿No confiáis en mí?

  Le dolía que fuera así, aunque sabía que merecía su censura por lo que estaba planeando.

  Richard la miró ladeando la cabeza.

  —No estaréis encinta, ¿verdad?

  Elizabeth enrojeció.

  —No —contestó—. Seríais el primero en saberlo, si así fuera.

  La idea le produjo un dulce estremecimiento de anticipación.

  —Entonces, ¿no voy a poder convenceros para que me acompañéis?

  —¡No!

  Y rezó porque no insistiera más. Mentirle a Richard le producía dolor en el corazón y en la cabeza.

  —Como deseéis.

  Creía que por fin había aceptado su deseo, pero de pronto se agachó ante ella, y rápido como un halcón la besó en la boca.

  —Pues a mí me parece que estáis estupendamente, mi señora —y volvió a besarla con pasión, lamiéndole los labios, con la mano en su nuca para retenerla cautiva—. De hecho, os encuentro demasiado exquisita para que os encontréis tan mal. Podríamos celebrar el solsticio de verano aquí los dos solos si es vuestro deseo. Es más que hora de que concibáis un hijo, ¿y qué mejor momento que este?

  Con los ojos abiertos de par en par, Elizabeth no encontró qué decir.

  —¿No decís nada? ¿Por qué esperaría yo que me invitaseis a vuestro lecho? Cuidaos, Elizabeth.

  Otro beso le robó el poco aliento que le quedaba, y la mirada especuladora que le dedicó antes de salir de la estancia la enervó.

  Las mejillas le ardían, su corazón parecía un tambor, la respiración se le entrecortaba y el cuerpo se le había quedado flojo. ¿Se equivocaría, o de verdad había detectado desilusión en su rostro? ¿Por qué tenía que fingir y enviarle lejos? Respiró hondo para aceptar la necesidad de hacerlo: Richard no podía, no debía estar involucrado en el arriesgado paso que iba a dar.

  En soledad era más fácil concentrarse en el plan previsto, recordar la historia que se contaba de uno de sus ancestros en los lejanos días de la conquista. Sybil de Lacy, una gloriosa heroína de su niñez, sujeto de interminable fascinación para ella, había sido capaz de clavarle una daga al asesino que había matado a su señor porque quería casarse con ella. ¿Podría emularla? Si no podía actuar de acuerdo a derecho, lo haría fuera de él y se cobraría su venganza ejecutada por su propia mano, como había hecho Sybil. De ese modo libraría a Richard y a David de esa carga. Y en cuanto a cuáles serían las repercusiones para sí misma, ni lo sabía ni le importaba. Lo único que tenía presente era que la sangre de su hermano sería vengada. El alma que la acechaba en sueños conseguiría por fin descansar.

  —¿Se han ido ya? —le preguntó a su fiel Jane.

  —Sí —contestó esta, mirando por la ventana—. Si estáis decidida a hacer algo de utilidad, venid conmigo.

  Rápidamente salió por la puerta de la cámara de Richard y comenzó a buscar con premura entre cofres y baúles. Lo que buscaba lo halló envuelto con un burdo paño.

  —Llévate esto —dijo, entregándole a Jane un paquete—. Reúnete conmigo en los establos dentro de media hora. Haz que preparen dos caballos.

  —¡Olvidaos de una vez de todo eso! No sé lo que pretendéis hacer, pero presiento el peligro.

  Elizabeth la esquivó. Se le había acabado la paciencia.

  —Olvidarlo es justo lo que quiero. No hagáis nada, dice milord, y por una vez ambos estáis de acuerdo. ¡Pero no pienso permitir que mi tío se escape sin pagar por haber vertido la sangre de Lewis! Si Richard no va a hacer nada, yo sí lo haré.

  Y dicho esto, se dispuso a tomar un par de objetos prestados del recinto de los soldados. Un cuarto de hora después, tomaban con sus monturas la dirección de la feria de san Juan.

  La Marca al completo había acudido a la feria del solsticio de verano. Los colores distintivos de cada familia se extendían por doquier, los emblemas ondeaban en la cálida brisa y tanto la casa de York como la de Lancaster contaban con una nutrida representación. Pero durante aquel día sus diferencias quedarían olvidadas. El sol brillaba, la cerveza corría abundantemente y los conflictos quedaban relegados a un segundo plano por la causa de la unidad local y la celebración.

  Richard había anticipado el evento con ilusión, como todos los años, pero en aquel momento apretaba los dientes, frustrado. Debería ser capaz de disfrutar de la ocasión, pero incomprensiblemente no podía dejar de pensar en Elizabeth, en lo extraño de su comportamiento y la aspereza de sus palabras. Y en el hecho de que no le hubiera pedido que se quedara.

  «¿No confías en mí?», le había preguntado molesta.

  Pues no siempre. De hecho, se estaba preguntando qué se traía entre manos. Cuando Elizabeth adoptaba aquella expresión inocente, era cuando más le temía él. Como sabía mejor que nadie, podía ser testaruda, imprudente en su lealtad a aquellos a los que amaba. Difícil, intransigente y caprichosa, pero aun así la admiraba. Despertaba curiosidad en él, disfrutaba del fuego de su unión física… su cuerpo se despertó de inmediato al imaginársela llevando a su heredero en su seno, antes de que deliberadamente apartara sus pensamientos de ese camino y se centrase en el comportamiento último de Elizabeth. Su intuición le decía que algo no iba bien, pero después del episodio del veneno podía confiar en que mantuviera a su dama controlada, y que ella no traspasaría la línea de lo que se consideraba un comportamiento aceptable en la señora de Ledenshall. Quizás hubiera una explicación perfectamente razonable, aunque no fuese su habitual modus operandi. Quizá pretendía mantenerse alejada de su tío para evitar cualquier confrontación.

  Le distrajo la llegada de Anne Malinder, magníficamente vestida, luciendo a su prometido, Hugo Mortimer de Wigmore , rico y de buena cuna. Richard no se quedó. Podía percibir la inquisitiva mirada de aquellos penetrantes ojos verdes aun a distancia, y por primera vez se alegró de que ni Elizabeth ni Jane Bringsty estuvieran presentes.

  De modo que, acompañado de David y con asuntos puramente masculinos en mente, se abrió camino para ir en busca de Robert Malinder, que estaba presenciando, con una jarra de cerveza en la mano, una competición de arquería.

  —¡Richard! —lo saludó, preparando dos jarras de cerveza—. Y David. Tengo entendido que estabais en Ledenshall. ¿Aprueba vuestro tío que confraternicéis con el enemigo, u os habéis escapado sin su permiso?

  Desde luego el tacto no figuraba entre las virtudes de Robert.

  Pero David no le estaba escuchando. Se había quedado inmóvil y tenía la mirada clavada en un punto a media distancia. Luego agarró a Richard por un brazo.

  —¡Richard!

  Pero su cuñado no parecía querer prestarle atención.

  —Anda, ve a tomarte otra jarra de cerveza y búscate algún arquero con el que hablar, que pareces una pulga en el lomo de un perro.

  —¡Pero, Richard, mirad! ¡Mira allí!

  Quería que el chico lo dejase en paz y miró hacia donde señalaba.

  La figura de un joven alto y delgado con una capa colgando de un brazo iba caminando por la parte exterior del tumulto sin mirar ni una sola vez el espectáculo. En un instante lo reconoció y la sangre se le heló en las venas.

  —¡Dios bendito!

  —Me ha parecido que era Lewis —murmuró David—, pero claro, no puede ser. Pero si me lo preguntaran, yo diría que…

  —Sé exactamente lo que dirías —interrumpió Richard.

  —Lo hacía cuando era pequeña: se ponía ropa de Lewis, sacaba un caballo y salía. Hasta que nuestro padre le quitó la costumbre con una buena azotaina. ¿Qué se traerá entre manos?

  —¿Cómo voy a saber yo lo que mi esposa se trae entre manos? —replicó. Habían salido ya tras ella empleándose a fondo con los codos y las disculpas, pero había mucha gente.

  —¿Por qué lleva un arco y un manojo de flechas? —preguntó Robert, que los seguía—. No pretenderá participar en un concurso tan público como este, ¿no?

  —No —respondió Richard mirando a David, y por la forma en que el muchacho le devolvió la mirada, supo que pensaban los dos lo mismo—. Pero podría considerar… y si lo hace, la fiesta de san Juan se convertirá en un campo de batalla.

  Iban saliendo del grueso del tumulto y echaron a correr.

  Elizabeth se maravillaba de ser capaz de mantener la sangre fría como el hielo y la respiración tranquila. Desde el altozano en el que se había colocado tuvo que entornar los ojos para enfocar a John de Lacy. Qué fácil sería lanzar aquellas flechas rematadas con plumas de ganso contra aquel hombre arrogante y cruel para que el espíritu de Lewis pudiera descansar en paz. No albergaba duda alguna. Todas habían sido analizadas y descartadas. Sybil de Lacy estaría orgullosa de ella. La sombra de una sonrisa tocó su cara, y sin pensar más, eligió una flecha.

  Richard la vio de inmediato en el alto que había escogido. La capa descansaba a sus pies con el manojo de flechas, todas excepto una, que estaba colocando en el arco. Toda su atención estaba puesta en la distante figura de su tío, el asesino, claramente visible entre la gente por su túnica azul intenso y su sombrero tocado con una pluma, y Richard se descubrió conteniendo el aliento cuando la vio levantar el arco, apuntar y tensar la cuerda. Serena, impertérrita y decidida. ¿Llevaría a cabo su plan, o perdería el valor en el último instante? No. No podía contar con que aún se detuviera a pensar. ¿Se arriesgaría a poner en peligro la vida de otros? Pero su puntería era excelente, y consideraría que el riesgo era justificable con tal de vengar a Lewis. Estaba pálida, pero tenía los labios apretados por la concentración. ¿Se habría parado a considerar las repercusiones si alcanzaba su objetivo? El peso de una condena por asesinato caería sobre sus espaldas, y con tantísimos testigos sin duda la condenarían.

  Sintió que una gota de sudor le corría por la espalda. Seguro que no se había parado a considerar aspectos tan triviales de su decisión.

  Todas aquellas ideas pasaron por su cabeza a la velocidad del rayo mientras decidía qué debía hacer. Si gritaba para distraerla llamaría la atención sobre ellos, algo que quería evitar, y tampoco tenía la certeza de que consiguiera hacerla desistir. Si esperaba a estar lo bastante cerca para arrebatarle el maldito arco, ya podía haber lanzado la primera de sus flechas.

  ¡Dios!

  Pero tampoco pudo evitar sentir cierta admiración por una mujer que consideraba llevar a cabo semejante plan y que lo ejecutase con tal perfección. Si la mirada de halcón de David no la hubiese localizado, la flecha habría salido de su arco y habría ido a clavarse en el negro corazón de De Lacy sin que nadie se enterase.

  La decisión sobre cómo atajarla se le escapó de las manos.

  —¡No! ¡Elizabeth, detente! —le gritó David, alzando los brazos y moviéndolos desenfrenadamente para llamar su atención—. ¡No! ¡No lo hagas!

  Elizabeth se quedó inmóvil, pero no bajó el arco, limitándose únicamente a mirar en su dirección. Richard se quedó atónito al encontrarse con la expresión de sus ojos.

  Y lo único que podían hacer era correr a toda la velocidad que les permitieran las piernas cuesta arriba. Elizabeth no se había movido ni un ápice, y seguía apuntando con el arco. La vio respirar hondo y supo que no iban a llegar a tiempo. Como se temía, vio la flecha salir del arco y volar por encima de las cabezas de quienes estaban más próximos para tomar la dirección de su objetivo. Un grito surgió de entre la gente, confusión, voces airadas, mientras Elizabeth volvía a colocar otra flecha en el arco, tensaba la cuerda, apuntaba como si tuviera todo el tiempo del mundo para enviar una flecha inofensiva a una bala de paja, como había hecho en Ledenshall.

  Empujado por un temor más grande que cualquier otro que hubiera sentido en su vida, Richard tomó la única decisión posible.

  Antes de que pudiera soltar la flecha, Elizabeth sintió un golpe tremendo en el costado, de una fuerza tan grande que la derribó al suelo y quedó sepultada bajo un considerable peso. Como último recurso, Richard se había lanzado contra ella como lo habría hecho contra un enemigo en combate mortal. No es que fuera una solución demasiado fina, se dijo mientras permaneció tirado sobre ella, recuperando el aliento, pero había resultado resolutiva. Elizabeth no podía creer lo que estaba pasando. Estaba pálida como la cera y los ojos le brillaban como ascuas. Una furia ciega parecía emanar de ella a borbotones. Durante unos segundos se preguntó si estaría herida, pero no había tiempo para eso. La gente ya se había vuelto hacia ellos y un clamor de voces se alzaba en torno a sir John, que quizás no estuviese vivo.

  —No puedo respirar —su mujer le miraba ceñuda—. Me estáis aplastando. ¿Cómo os atrevéis a intervenir? ¡Me hacéis daño! Dejad que me levante.

  —¡Por los clavos de Cristo, Elizabeth, ese es el menor de tus problemas!

  Y mientras se levantaba se mordió la lengua por no dejar escapar las palabras encendidas que pugnaban por salir y abrasarlos a ambos, antes de tirar de la muñeca de su mujer para levantarla del suelo. Sería un desastre que le vieran peleando con ella sobre la hierba, junto a un arco y un carcaj lleno de flechas, si es que John de Lacy yacía muerto con una flecha similar clavada en el pecho.

  —¡No deberíais haberme detenido! ¡Dejadme terminar!

  Tan furiosa estaba que era incapaz de razonar.

  Richard no soltó su muñeca e intentó recuperar la calma. Salir de aquel embrollo iba a requerir más suerte que habilidad.

  —Sir John vive, pero está herido. En el brazo o en el hombro, no lo sé —dijo Robert que llegaba junto a ellos—. Al menos sigue en pie.

  —Bien. Entonces hay esperanza.

  Recogió la capa del suelo y se la colocó a Elizabeth sobre los hombros, con lo que quedó cubierta de pies a cabeza cuando le colocó la capucha. Luego la empujó para que quedase detrás de Robert como si fuera un joven escudero que esperase a su señor.

  —¡No digáis una palabra, ni os mováis hasta que yo os lo diga! Intentad volveros invisible —le gritó con la esperanza de que su ira la empujase a obedecer—. Si valoráis vuestra vida y vuestra libertad, haréis lo que se os diga. La vuestra, o la mía —ella reaccionó, pero él no le permitió ni un resquicio de resistencia. No había tiempo—. Sois el escudero de Robert y esperaréis detrás de él para rendirle vuestros servicios. Mantened la mirada baja, el rostro tapado y la boca cerrada.

  Sin esperar a que asintiera se dio la vuelta. Un grupo de soldados de De Lacy había empezado a recorrer la feria a toda prisa, algunos blandiendo la espada. Habían juzgado acertadamente la dirección de la flecha. Rezando porque su suerte siguiera brillando, recogió el arco y el carcaj y lo puso en manos de David.

  —¿Pero qué…?

  —Interpreta el papel como si te fuera la vida en ello, y puede que así sea. Eres un muchacho atolondrado, sin disciplina ni juicio, e inexperto con un arco. Un muchacho que se merece una buena azotaina por su estupidez de hoy.

  Con eso bastó. David adoptó el aire arrogante de un jovenzuelo y expresión mohína.

  —Esperemos que tu tío no quiera llevar más allá sus pesquisas cuando vea de quién se trata. Si alguna vez has tenido la intención de ser un cómico, ahora es el momento.

  Richard se sacudió el polvo de la túnica, se pasó una mano por el pelo y adoptó el aire de confianza y autoridad a punto de desbordarse por una situación tan ridícula como aquella mientras rezaba porque su impredecible mujer con semejante vena vengativa se mantuviera callada.

  —¡Malinder! —sir John llegó hasta ellos jadeando. La sangre le manchaba la manga de la túnica y le goteaba por los dedos—. ¿Qué es lo que hacéis? ¿Pretendéis poner en peligro otra vida de mi familia, teniendo a medio mundo por testigo?

  Con un gesto de la mano indicó a sus hombres que rodeasen al culpable.

  —Sir John… ¿qué puedo decir? —Richard también intentó echar mano del talento como actor que pudiera tener. Una disculpa, un toque de humor, una muestra de ira—. Gracias a Dios que no estáis herido de consideración.

  —No gracias a vos —replicó.

  —No soy el culpable, milord —explicó, abriendo las manos—. Aquí tenéis al culpable.

  Y de un tirón presentó a David ante su tío.

  —¡David! —el rostro de sir John se congestionó de sangre al ver a su sobrino—. ¿David? —repitió con aspereza.

  Fingiéndose lleno de confianza y mal humor, David ladeó la cabeza desafiante.

  —Solo estaba practicando. Me tocaba participar en el torneo y no quería dejar en mal lugar mi apellido contra los arqueros de Glamorgan.

  —¿Has disparado a la gente?

  Se encogió de hombros con insolencia.

  —¡Eres un insensato! ¡Me has herido con una flecha!

  —Ha sido un accidente. Ya os he dicho que estaba practicando —repitió, y miró la ropa de su tío—. Creo que la herida no es grave, señor.

  Sir John parecía a punto de estallar ante tanta insolencia y Richard decidió intervenir.

  —¿Practicando con tanta gente alrededor? Supongo que apuntabas al águila que sobrevolaba la feria hace poco, ¿no? ¿Y dónde suponías que iba a caer la flecha? ¡Podrías haber matado a alguien! —Richard interpretaba a la perfección el papel de tutor, mostrando un espléndido disgusto ante la actitud del joven—. Puesto que vives bajo mi techo a requerimiento de tu hermana, cuyos deseos y felicidad son mi prioridad, aceptarás mi autoridad y mi juicio. ¡No pienso tolerar desobediencia o indisciplina! —sin avisar le propinó con la mano un buen golpe en un lado de la cabeza que lo derribó al suelo, no tanto por la fuerza como por la sorpresa, pero consiguió el efecto deseado—. Pocas veces he visto una muestra de tal soberana estupidez de un joven que aspire a ser caballero. Deberían haberte aplicado la necesaria dosis de disciplina hace tiempo. Hoy podrías haber teñido tus manos de sangre.

  —Pero no ha sido así.

  David permaneció sentado en el polvo.

  —No. La suerte te ha sonreído, una buena fortuna que no te mereces. Sir John solo está herido. Levántate.

  David lo hizo y siguió mostrándose tan irracional y descortés como antes.

  —Sir John podría hacer que te azotaran hasta tu último aliento. Nos has convertido en objeto de especulación de todas las familias de la Marca —Richard lo miró con desprecio y luego se volvió hacia De Lacy—. Os presento de nuevo mis disculpas, sir John. Quizás deseáis aplicarle vos mismo el castigo.

  —Sí… bueno —permaneció en silencio un momento más—. No es necesario —añadió, ya sin la agresividad de antes—. Es joven y aprenderá la lección.

  Richard respiró hondo, consciente de la furia que Elizabeth contenía a duras penas. ¿Cómo era posible que John de Lacy no se diera cuenta? Pero al parecer no había reparado en la insignificante figura cubierta con una capa y con la mirada baja que aguardaba detrás de Robert Malinder.

  —Necesitáis que os atiendan, milord —dijo, señalando su brazo—. Aún sangráis.

  —Es una herida superficial —respondió mirando a David—. Ya es hora de que volváis a Talgarth. Necesitáis disciplina, buenos modos y entrenamiento antes de que os permita ocupar mi lugar.

  Luego inclinó la cabeza como reconocimiento ante los Malinder y descendió la colina en dirección al torneo de arquería que ya había comenzado.

  David mantuvo la cabeza baja y movía la tierra con un pie hasta que su tío se perdió entre la gente.

  —¿Y bien? ¿Lo hemos conseguido? —preguntó sin levantar la cabeza, pero sonriendo de oreja a oreja.

  —Creo que sí. ¡Has interpretado a la perfección tu papel! —Richard sonrió mientras recogía el arco de marras y las flechas—. Creo que tienes madera de comediante. Ahora estoy en deuda contigo. ¡Y gracias a Dios, tienes la cabeza dura!

  David se echó a reír para desprenderse de la tensión.

  Todo había terminado, se dijo Richard con un suspiro de alivio. Al menos hasta que llegaran a casa y tuviera que enfrentarse a la ira de Elizabeth.

  En Ledenshall, Elizabeth abandonó la capa, asfixiada de calor, y el sombrero de terciopelo, pero se quedó con la túnica y las calzas de Richard. En el camino de vuelta a casa había empezado a reflexionar sobre sus actos. Y no es que lamentara lo que había hecho. ¡No podía lamentarlo! Pero los peligros que implicaba una acción tan pública y provocadora le habían quedado nítidamente expuestos. Sin la intercesión de su marido y de su hermano, las cosas habrían ido de un modo bien distinto, particularmente para Richard, a pesar de su bien trazado plan. Aun así, no podía arrepentirse de lo que había hecho.

  —No sé qué deciros.

  La voz de Richard no contenía una condena, sino más bien una aceptación que solo sirvió para hacer crecer su sentimiento de culpa.

  —No podéis decir nada. Sé lo que todos pensáis —levantó la barbilla—. Pero si no me hubierais detenido, la muerte de Lewis estaría vengada.

  —Y a vos se os habrían llevado cubierta de cadenas y habría una soga aguardándoos. De todos modos no estoy convencido de que nos vayamos a ir de rositas. Demasiada gente ha visto lo ocurrido. Nadie intervino, ni se atrevió a señalar con el dedo, ya que sir John parecía haberse tragado nuestra farsa, pero no creo que las cosas se hayan acabado ahí. Seguro que oiremos decir que el arquero no era David, sino la señora de Ledenshall disfrazada.

  —¡Sybil de Lacy se vengó clavando un puñal en el corazón de su enemigo!

  —¡Pero vos no sois Sybil de Lacy! ¡Y ella, sea quien sea, debería haber sido más lista! —exclamó, estrellando un puño en la mesa—. Supongo que ella también debió ser la comidilla de la Marca.

  Era cierto. Se había equivocado permitiendo que las emociones controlasen sus actos. La culpa creció, pero no dio su brazo a torcer.

  —Dejadles hablar. No tengo nada más que decir. Os dejaré seguir destruyendo mi moral, mi familia y mi carácter, a favor de vuestra moral acomodaticia. Yo no estoy de humor para arrepentimientos —y añadió después—. ¡Nadie se ha preocupado por saber si estoy bien después de que me estrellaran contra el suelo!

  —Os lo merecéis —espetó.

  Y si era posible caminar airosa vestida con túnica, calzas y botas, Elizabeth lo hizo.

  No podía posponerse más. Una vez su genio, y el propio, se hubo enfriado, Richard cuadró los hombros y siguió a su mujer. Se había deshecho ya de su atuendo prestado, como si de pronto el recuerdo del día le fuera incómodo, y lo había tirado sobre la cama. Obviamente lo estaba esperando, la espalda recta, la barbilla levantada.

  Aunque no lo miraba de frente, habló antes siquiera de que hubiera cerrado la puerta.

  —No lo digas. Sé que no debería haberlo hecho. Sé que debería haber sopesado la satisfacción personal y las consecuencias… y no lo hice. Pero aun así, desearía haber tenido éxito.

  Richard no se había acercado a ella. Permanecía con la espalda contra la puerta y su voz sonó considerablemente fría, a pesar de que su genio ardía aún.

  —De haberlo logrado, todos estaríamos ahora en el punto de mira. ¿Llegasteis a considerar en profundidad las repercusiones políticas de vuestro asesinato? Con tantos señores presentes, acompañados de sus escoltas, con la palabra guerra en los labios y en el corazón, la muerte de De Lacy con una flecha traspasándole el corazón habría sido la llama que encendiese el enfrentamiento. Habría sido la primera feria del solsticio de verano que habría resultado un baño de sangre… con los Malinder y los De Lacy en el ojo del huracán. Se me hiela la sangre solo de imaginarlo.

  Elizabeth seguía sin mirarle.

  —Yo solo podía pensar en Lewis. Me equivoqué.

  Aquella confesión resultaba trascendental, y Richard dejó vagar un poco sus pensamientos. Parecía sentirse sola y tan triste… ¿asi que su esposa tomaba prestadas las ropas de Lewis cuando deseaba escapar siendo una muchacha? Hasta que Philip debió convencerla de que no lo hiciera empleando la fuerza de su brazo, sin duda. La ira que había hervido en su interior durante toda la tarde aflojó un poco y sintió la necesidad de quitarle un algo de peso de los hombros. Se había equivocado, sí, y había estado a punto de arrastrarlos al desastre, pero comprendía la motivación y el dolor que la habían empujado a hacerlo.

  Sin hacer ruido se acercó a ella, la abrazó y la apoyó contra su cuerpo mientras contemplaba el atardecer. En un primer instante permaneció tensa, pero luego se relajó con un suspiro.

  —Creía que ibais a estar muy enfadado —dijo, mortificada.

  —Y lo estoy, pero me parece que no hay nada que pueda deciros que vos no os hayáis dicho ya. ¿Qué sentido tendría entonces zaheriros con mis palabras si ya habéis hecho vos misma ese trabajo? Tampoco puedo hacer yo nada que no sea confiar en que recuperéis el buen juicio, aparte de encerraros en la torre o no quitaros la vista de encima ni un solo segundo —apoyó la barbilla en su cabeza y se dio cuenta de que por extraño que pudiera parecer, estaba teniendo una erección—. ¿Sabéis que hay quien os llama ya la Fiera Negra de los Malinder?

  No sabía si le hacía gracia o si le descorazonaba la notoriedad de su esposa.

  —¿Qué?

  Elizabeth se volvió a mirarlo.

  —Al parecer hay quien vio de verdad el incidente, y como llevabais una túnica y una capa oscuras… oí decirlo cuando nos marchábamos.

  —¡Oh! —permaneció en silencio un instante—. He puesto a David en peligro, ¿verdad? Cuando asumió la culpa en mi lugar, quiero decir.

  —Nos pusisteis a todos en peligro. Vuestro tío ya estará en Talgarth repasando lo ocurrido en la cabeza, dándole vueltas a los detalles que no terminen de casarle. ¿Cómo se va a explicar que estuviéramos todos en el alto viendo cómo David lanzaba una flecha que acababa clavándose en su tío? Sir John llegará probablemente a la conclusión de que fui yo quien le convenció de que lo intentara. Una conspiración familiar, digamos: que fuera un De Lacy quien matase a otro De Lacy —pero de pronto se dio cuenta de lo que acababa de decir—. Pero eso ya fue lo que ocurrió con Lewis. Perdonadme, Elizabeth. No pretendía ser tan burdo.

  Ella suspiró.

  —Lo siento Lo había dicho en voz muy baja pero con un sentimiento profundo.

  —Lo sé. Sabía que lo lamentaríais en cuanto dejaseis que esa cabezota vuestra gobernase vuestro corazón.

  Ella no contestó.

  —No debéis volver a hacerlo —continuó Richard en voz baja—. Ni eso, ni cualquier otra cosa que pueda herir a sir John o comprometer nuestra posición. Una chispa es cuanto se necesita para incendiar la Marca.

  —Solo quería hacer algo… hacerle sufrir como Lewis sufrió. Y vos no…

  Richard decidió no reabrir la herida y permaneció en silencio, abrazándola, rodeándola de calor y consuelo.

  —Tenéis que prometérmelo, Elizabeth.

  —De acuerdo.

  —Decidlo.

  —Prometo que no haré nada que ponga en peligro la vida de sir John.

  —Aunque no hagáis nada para salvársela, llegado el caso.

  Respiró hondo otra vez.

  —Y prometo no hacer nada que comprometa vuestro honor. ¿Es suficiente?

  —Con eso basta. ¡Cuántos problemas me causáis!

  —Mm… y he tomado prestadas vuestras ropas.

  —Sois una mujer valiente, Pentesilea. Una verdadera amazona, con o sin vuestras ropas. Pero la próxima vez, dejad en casa el arco —la hizo volverse entre sus brazos y le pasó la mano por la mejilla—. ¿Os hice daño al derribaros? Fue lo único que se me ocurrió.

  Elizabeth suspiró y apoyó la mejilla en su palma. Le llenaba el corazón que se hubiera acordado y que le preocupara. Aunque no la amase, aquella dulzura era ya más de lo que había soñado, y le estaba agradecida por ello.

  —No. Un par de moretones, nada más. A lo mejor me lo merecía.

  —Nunca —respondió, y la besó con suavidad en los labios.

  En Talgarth, Nicholas Capel respiró hondo, se colocó su túnica negra y se concentró en lo que tenía ante sí.

  Las cartas que tenía sobre la mesa eran italianas, de colores intensos y cargados de poder. El Loco. La Emperatriz. El Ahorcado. La rueda de la Fortuna. Todas ellas, en sus manos, trabajarían para Nicholas Capel. Estudió la carta que tenía en la mano derecha. Sabiendo el momento exacto del nacimiento de Elizabeth, no le había sido difícil trazar su carta astral y así poder mirar más de cerca su destino. Recordó la imagen que había visto en su bola de cristal: Richard Malinder y Elizabeth de Lacy frente a frente, las manos entrelazadas, a punto de besarse. Sus cuerpos se unían al encontrarse sus labios, tal y como él había tallado en cera. Satisfecho, consideró la pregunta que iba a hacer.

  —¿Está preñada?

  Una breve pausa. Su respiración apenas movía la llama que tenía junto al brazo.

  —¿Será un varón?

  Una a una fue dándole la vuelta a las cartas para revelar su mensaje. Abrió los ojos de par en par.

  —¡Sí!

  Acarició suavemente la superficie de las cartas como si pretendiera absorber su poder. Había llegado el momento de actuar. Si Elizabeth era fértil, si ya llevaba en su vientre un varón como decían las cartas, cada cosa estaba en su lugar para que Malinder muriera. Apagó la vela. Del mismo modo se apagaría la vida de Malinder.

  Nicholas Capel sonrió.