Siete
Elizabeth percibía lo que tenía a su alrededor como si lo contemplara a través del tejido de un velo.
Como si quisiera burlarse de lo ocurrido, el cielo amaneció despejado, de un azul pálido e inmaculado, limpio y diáfano tras la escarcha. El sol brillaba con la claridad del invierno y aquella hermosura contrastaba horriblemente con sus emociones de dolor y furia impotente, que destrozaban la escena que tenía lugar en el patio de Ledenshall.
La mayoría de los De Lacy y Malinder se habían marchado ya al alba, guardados sus avíos de boda, incómodos y conscientes del temor creado por la violencia. Solo quedaban en el patio sir John y lady Ellen, ya en su montura, sin haber pronunciado ni una sola de las acostumbradas fórmulas de despedida. Nicholas Capel aguardaba con sir Gilbert de Burcher y su escolta a cierta distancia, a la diestra del carro que trasladaría el cuerpo de Lewis a su hogar. Y de pie, cerca del grupo pero un poco apartado, estaba David, con sus ropas de viaje y sosteniendo las riendas de su caballo. En las pocas horas transcurridas desde el banquete su rostro se había vuelto pálido y demacrado.
—Monta, muchacho. No podemos esperar más por ti.
El tono desabrido de sir John llamó la atención de Elizabeth, quien rígida, de nuevo con toca y velo, la capa cayendo en líneas rectas hasta los pies, se comportaba con dignidad, apoyándose en la presencia de su esposo a su derecha. No había modo de saber qué sentía Richard en aquel momento, aunque viendo cómo se le marcaban los tendones en el cuello y la mandíbula deducía que se mantenía bajo control para concluir aquel triste asunto de modo tan rápido e indoloro como fuese posible, y manteniendo las formas correctas. Pero las palabras de su tío abrieron la puerta a algo totalmente inesperado.
—¿David? —miró de pronto a su hermano. No se había dado cuenta de su indumentaria ni de su caballo—. David, ¿te marchas ahora?
Casi no podía controlar el pánico. Perder a David al mismo tiempo que a Lewis era casi insoportable.
—Se viene conmigo —respondió su tío, mirándole a él y no a ella, desafiándole a que rechazara el ruego de su hermana. Estaba claro que ya habían hablado del asunto.
—No —dijo ella negando con la cabeza y en voz baja, a pesar de que sentía deseos de gritar de dolor—. Permitidle quedarse.
—Se viene conmigo.
David no hizo caso de la orden, entregó las riendas a un criado y se acercó a su hermana para abrazarla, torpe por el dolor, pero consciente de que era necesario.
—Elizabeth —le dijo en voz baja—. Yo me quedaría… es más, preferiría quedarme antes que volver a Talgarth, pero no me deja opción. Utiliza mi corta edad para maniatarme, y mi posición ahora que Lewis… —tragó saliva—… ahora que soy el heredero de Lacy.
—¿Pero por qué? —la desesperación se le hizo un nudo en la garganta al saber que iba a quedarse allí sola con su dolor, en una familia que aún eran desconocidos para ella. Sin soltar los brazos de su hermano, se volvió a su tío—. ¿Por qué no puede quedarse?
Aquellas facciones oscuras, el rostro austero y arrugado, no contenía ni un ápice de compasión.
—David es mi heredero, y no pienso permitir que se quede aquí.
—Os lo ruego, tío —no quería suplicar—. Solo por unos días.
—¿Tengo que decíroslo de otro modo, sobrina? —replicó, acercándose más a sus anfitriones y alzando la voz—. ¿Es que vuestra dama de compañía no ha sabido usar su magia para ver en el corazón de aquellos que os rodean? ¿De aquellos que desean la perdición de nuestra familia? Jamás debería haber propuesto esta unión. Lo ocurrido aquí anoche me ha confirmado las sospechas que siempre he albergado acerca de los Malinder Negros.
—¿Qué necesidad tengo yo de usar magia? —Elizabeth lo miró desafiante, tanto para proteger a Jane Bringsty como a los Malinder—. Estáis cometiendo una injusticia con lord Malinder, que me ha recibido aquí como…
—No tengo heredero directo —la interrumpió, lo que hizo que lady Ellen contuviera el aliento antes semejante humillación pública—. Lewis ha sido asesinado, y después de David, ¿quién heredaría todas las tierras que los De Lacy tienen en la Marca? Supongo que no necesitáis que os lo diga, ¿no? Vos, por supuesto. ¿Y quién sería el principal beneficiario de esa herencia?
«¡Richard!» aquello fue como un golpe directo al corazón.
—De modo que decidme: ¿he de ser más claro? No pienso permitir que David permanezca un segundo más en este lugar sin protección —escupió.
—Sir John tiene razón.
Capel había aprovechado el momento para acercarse con su caballo, y aunque su tono era tranquilo y conciliador, había en sus ojos un brillo inquietante—. Es mejor, dadas las circunstancias, que el joven David venga con nosotros.
Elizabeth miró a su hermano y luego a su esposo. David, incómodo con aquel intercambio del cual él era involuntariamente el centro de atención; Richard, impávido y callado, pero sin dejar de mirar al hombre que estaba destruyendo deliberadamente su buen nombre y su reputación de hombre de honor. ¿Cabía la posibilidad de que su marido, a sangre fría y en su noche de bodas, hubiera orquestado la muerte de Lewis para reforzar su posición ante la herencia de Lacy? Lo único en que Elizabeth podía pensar era en el juramento que le había hecho la noche anterior, en su sinceridad, en la integridad que había percibido en su mirada al tenerlo arrodillado ante ella. Daría lo que fuera por no creer en su culpabilidad, pero el peso de la incertidumbre era casi insoportable y tan palpable como el cuerpo de Lewis. Su sangre mancharía aquella relación recién forjada hasta que la verdad quedara al descubierto. Sintió que se quedaba rígido a su lado y que la ira emanaba de él a oleadas, pero su dominio era impecable. ¿Se esperaría algo así? Quizá.
—David no corre peligro alguno aquí, y nunca lo correrá —dijo con voz de hielo—, del mismo modo que Lewis no ha muerto a mis manos o por deseo mío. No pretendo apropiarme de las tierras de los De Lacy.
Sir John alzó una mano como si no quisiera escuchar sus palabras y sin decir nada más tiró de las riendas de su montura y se alejó, haciéndole un gesto al conductor del carro fúnebre para que se pusiera en marcha. La partida con todo su veneno y toda su malicia estaba en marcha. Lady Ellen se volvió hacia ella un instante, con los ojos cargados de remordimiento.
—¡David! —gruñó sir John.
Pero el joven no se dejó presionar.
—No es decisión mía —le dijo aún a su hermana tras besarla en la mejilla—. No puedo dar crédito a las acusaciones de sir John, y tú tampoco deberías hacerlo. Te harías mucho daño, y no debes permitirlo.
—Tus palabras me llegan al corazón.
Era solo un muchacho, y su madurez la sorprendió. Quizá la muerte de Lewis le había hecho crecer. Besó la mano de su hermana y luego se volvió a Richard mientras le tendían las riendas—. He disfrutado en vuestra compañía, Richard.
Se estrecharon las manos en señal de despedida y Richard se obligó a sonreír.
—Siempre seréis bienvenido aquí, tanto por vos mismo como por el bien de vuestra hermana.
—Lo sé. Vendré si me es posible y cuando lo sea, pero podría resultar complicado… cuidad bien de ella.
—Es mi intención hacerlo.
Se aupó a la silla.
—Sé que no habéis sido vos quien ha matado a mi hermano.
Elizabeth se aferró a la mano de su hermano una vez más, hasta que el movimiento del caballo la obligó a soltarla.
Subió a una de las almenas a solas para ver cómo se alejaba la triste procesión. Toda su familia se marchaba, el emblema de los De Lacy, plata sobre campo de gules, se veía entre los árboles. Tanta mala sangre, tantas diferencias irreconciliables. Vio a David volverse una vez antes de que los árboles del borde de la aldea los engullese. ¿Cómo iba a poder formarse una opinión sin un mapa que la guiase en aquella nueva relación, sin contar con el apoyo de la tradición en una nueva familia? Solo podía contar con una cosa: que su corazón y su instinto se oponían violentamente cada vez que su cabeza intentaba dar crédito a la maldad y el rencor de su tío. Pronunció las palabras en silencio, elevando al mismo tiempo una oración que pedía poder creer sin fisuras que Richard Malinder no era el responsable de la muerte de Lewis. Su hermano también lo creía así.
Dio la vuelta y comenzó a bajar las escaleras que la conducían a su nueva vida, luchando contra la desesperación y la desconfianza, preguntándose qué iba a decirle a Richard Malinder cuando llegase al patio en el que sin duda él la aguardaba todavía.
A Elizabeth le molestó bastante que Richard apenas se diera cuenta de que volvía, ya que estaba centrado en la conversación que mantenía con Robert Malinder.
—¿Qué haríais vos ahora si fueseis sir John, Rob?
—Encargar a alguien que envenenase vuestra cerveza, o atravesaros con mi acero en una noche oscura —Robert enrojeció al darse cuenta, aunque demasiado tarde, de las similitudes entre lo que acababa de decir y los más recientes acontecimientos—. Perdonadme, milady. Ha sido un comentario irreflexivo y cruel.
Ella negó con la cabeza. Fue todo lo que pudo hacer.
—La sensibilidad nunca ha sido el punto fuerte de Rob —respondió su marido, y la sorprendió al tomarle la mano para ponerla en su brazo y acariciar sus dedos fríos. Un gesto intuitivo de propiedad, de unidad, que la consoló un poco—. Aparte de pensar en cómo llevar a cabo su venganza —continuó, y apretó con más firmeza su mano cuando ella hizo ademán de retirarla—, ¿a qué creéis que se dedicará en la Marca?
—¡Bueno! —Robert se pasó la mano por la cara cuando llegaron a un pedazo soleado de patio. Richard aprovechó para hacer avanzar a su esposa y que subiera las escaleras que conducían al adarve. Todo ello sin soltarle la mano—. Si estuviera en su lugar, haría cuanto estuviera a mi alcance para crearos problemas. Puede que atacase alguno de vuestros castillos.
—Exacto. Por lo tanto he de poner en marcha inmediatamente una demostración de fuerza —Richard miró a su esposa apesadumbrado—. Nadie esperaría de mí que anduviera de acá para allá en la Marca al día siguiente de mi boda, pero lo mejor es hacer una demostración con puño de hierro antes de que sir John pueda volver a Talgarth y organizarse.
Robert asintió.
—¿Queréis compañía?
—Si estáis dispuesto a venir —Elizabeth sintió que Richard le apretaba la mano cuando la promesa de acción entró en su torrente sanguíneo—. Dos horas. Dejaré a Simon Beggard y una guarnición completa aquí. ¿Podréis estar listo, Rob?
—Por supuesto —respondió, y se apresuró a ponerse con los preparativos.
Richard hizo igual. Soltó la mano de Elizabeth con apenas el esbozo de una sonrisa y la abandonó en la escalera para dirigirse en busca de los soldados. Si se había creído que su posición como esposa de un Malinder podía suponer un derecho exclusivo a la atención y el tiempo de su marido, se equivocaba por completo. Bien podría haber sido una piedra del parapeto en la conversación que habían mantenido, si exceptuaba la fuerza y el calor de su mano, claro.
Dos horas más tarde, Richard la vio de pie en las escaleras que conducían al gran salón, envuelta en su capa y con el viento tirando de su velo, y no pudo evitar sentirse un tanto culpable, aunque también tenía que admitir que su marcha suponía un cierto alivio. La dolorosa muerte de Lewis iba a tardar en cicatrizar, y cuando hubiese transcurrido un tiempo prudencial podría descubrir cuáles eran sus pensamientos. No obstante, dejarla en un momento como aquel le parecía una decisión falta de toda sensibilidad, abandonándola con el único consuelo de su rechazo a las acusaciones de sir John. Pero no podía hacer otra cosas. Permitir que los de Lacy minasen su autoridad en la Marca y atacasen su propiedad era impensable. Con la más mínima provocación, toda la Marca podría alzarse en armas, y con la propensión de los galeses a meterse en conflictos…
Sin embargo la culpa seguía royéndole las entrañas y el deseo de quedarse era intenso. Allí estaba ella, alta y erguida, el orgullo y la dignidad de su sangre abrigándola como los pliegues de la magnífica capa. No le cabía la más mínima duda de que haría respetar su autoridad en su ausencia. A pesar de todo lo ocurrido en las últimas veinticuatro horas, o quizá por ello, confiaba en su lealtad. Pero abandonarla en aquel momento no era una buena estrategia. Pálida y ojerosa por la falta de sueño, había huellas de sufrimiento bajo sus ojos y en el rictus de su boca. Sus pensamientos no hacían más que sucederse unos a otros en círculos, y tuvo que reprimir un gemido.
—Elizabeth —se acercó a ella mirándola a los ojos—. Esto no formaba parte de mis planes.
—Supongo que no.
—Va a ser una rápida salida por la Marca. Volveré en cuanto las circunstancias me lo permitan.
—Sí.
—Vos sois la máxima autoridad aquí en mi ausencia. No abráis las puertas a nadie excepto a mí. Os diría que ni siquiera a vuestro tío mientras yo no esté de vuelta, pero creo que no se le ocurrirá venir después de lo que ocurrió anoche —tomó sus manos—. A menos que sea para llevaros de vuelta a Talgarth lejos de mi influencia, si me cree autor de la muerte de Lewis.
Aquellas palabras llevaban implícita una pregunta, que ella se apresuró a contestar.
—Sir John no vendrá, y yo no me iría con él. ¿Es lo que deseabais oír?
—Sí. Necesitaba saberlo.
Y Richard se dio cuenta de qué era lo que le había tenido tan preocupado mientras preparaba la salida.
—Soy vuestra esposa, y mi deber está aquí.
No había alegría en su declaración, pero no le quedaba más remedio que aceptarlo. Con el tiempo quizá cambiaran sus sentimientos.
Un rayo de sol se abrió paso entre las nubes y fue a iluminar el broche que le cerraba la capa. Le gustó que hubiera decidido llevarlo puesto. Los animalillos brillaban con fuego y luz, y no pudo resistirse a tocarlo.
—Brilla con tanta intensidad como vuestro espíritu, milady. Soy un hombre muy afortunado de tener una esposa con tanta fuerza y determinación.
Richard se inclinó para besar su mano, dejándola con su sabor, con su contacto. Vio la sangre subir a sus mejillas y oscurecerse sus ojos.
—Hasta pronto. ¡Tened valor, Pentesilea!
Tomó las riendas y montó, haciendo un gesto a Robert y los soldados para que le precedieran para salir. Pero ella abandonó su posición y bajó corriendo las escaleras.
—¡Richard! —lo llamó y él se detuvo. Cuando llegó a su lado, puso su mano sobre la de él, que sostenía las riendas—. Que Dios os guarde.
—Rezad para que así sea, milady.
Más tarde, aquella misma noche, antes de retirarse a una cama vacía, Elizabeth se sentó sola en su cámara. Le había pedido a Jane que se marchara, pero que le dejase a la gata, una decisión que le había valido una mirada severa de su dama de compañía. Estaba sentada en el silencio, rodeada de sombras. Un hermano asesinado y el otro en una lejanía impuesta. Su tío estaba decidido a hacer acusaciones públicas de codicia y muerte, jurando vengarse por la sangre derramada. Conocía los peligros, la presencia de la muerte en cualquier momento de descuido, una flecha perdida. Un ataque deliberado.
Le dolía el corazón, y una y otra vez se pasaba la palma de la mano por el esternón, como si aquella presión rítmica pudiese calmar su dolor. ¿Cómo iba a poder pasar el rato leyendo, bordando o jugando al ajedrez cuando sus lealtades y emociones estaban siendo despedazadas? Sabía lo que debía hacer, pero debía llevarlo acabo en silencio, secretamente.
—¿Por qué no confeccionar un amuleto? —le preguntó a la gata somnolienta.— No le haría mal a nadie, y si a Richard pudiese protegerlo…
La gata saltó a la cama con las orejas alerta y la cola moviéndose de un lado al otro con nerviosismo, como si comprendiera el dilema de su ama. Elizabeth lo tomó como aprobación, encendió una vela y se sentó ante ella. Sobre la mesa estaba la colección de hierbas y hojas del jardín en toda su agonía invernal.
—Verbasco para el valor… aunque no es que lo necesite. Creo que Richard es un hombre valiente. Consuelda para la seguridad en los viajes. Verbena y galium —musitó, tomándolas con dos dedos—, para la victoria y para escapar a las amenazas de los enemigos.
Hizo con todas ellas una bola tan prensada como pudo y fue a la cama en busca de algo que necesitaba y que podía estar en las almohadas o en la ropa de la cama. Sí, como se esperaba, un cabello negro fácilmente reconocible, ya que era demasiado largo para ser suyo. Lo añadió a la bola y lo ató con un hilo rojo de seda que había encontrado en un costurero. Y luego, al tiempo que hacía tres nudos más, murmuró—. Os ato para que lo protejáis.
—Es todo lo que puedo hacer —añadió después—. No podrá llevarlo puesto, pero puedo convocar su fuerza protectora en su nombre. Si mi tío decide atacar… no, no puede ser. ¿Quién mató a Lewis? Por Dios, que no haya sido Richard Malinder.
Pero la gata no contestó. Más bien se limitó a mirarla sin pestañear. Elizabeth suspiró, completó el encantamiento y acarició a la gata desde las orejas hasta la cola con suavidad antes de colocar la bolita en el cabecero de la cama oculta tras las cortinas, donde nadie pudiera verla o que pudiese confundirla con un ahuyentador de polillas.
Cuando la gata comenzó a ronronear, se sentó a su lado.
—He hecho cuanto he podido. He rezado a Dios pidiéndole que vuelva sano y salvo, y apenas llevó un día casada. No sé aún lo que siento por él, pero no estoy predispuesta en su contra.
El animal saltó de la cama y se desperezó estirándose.