Dieciocho
«Santa Madre de Dios, Virgen bendita. Os ruego mantengáis a mi esposo con vida».
La voz de la priora atravesó la angustia de las plegarias de Elizabeth llamando a completas, la última oración del día.
«Que no le ocurra nada, os lo ruego. Permitidle volver con vida. Protegedlo de sus enemigos».
Pedía lo mismo una y otra vez, como quien pasa las cuentas de un rosario, sin pedir nada para sí misma. Y luego añadió, como avergonzada de no haberlo hecho antes, protección para David y Robert.
Detrás de ella estaba Jane, que vigilaba cada uno de sus movimientos como una hembra de halcón cuidaría de sus pollos porque la muerte aparecía en las imágenes que acudían a ella en el incienso, en sus sueños y en las cartas que consultaba cada noche en secreto. Un hombre seco y oscuro amenazaba a su señora. No podía distinguir sus ropas, su rostro permanecía anónimo, evasivo como la niebla galesa. Su única certeza era que la muerte llegaría de su mano.
Jane se arrebujó en sus ropas para protegerse del frío, acallando sus frustraciones. ¿Para qué servían aquellas mujeres con sus voces rasposas, sus latines vacíos, encerradas en aquel valle desolado? ¿Para qué servían los signos que le estaba dado conocer, si no podía leerlos? Sus visiones solían ser muy claras pero ahora no conseguía ver el futuro, envuelto como estaba en esa niebla densa, más opaca a medida que iban pasando las horas. ¿Sería que se estaba haciendo vieja? Lo único que podía hacer era ponerse en guardia, aun en aquel lugar de muros altos, rígidas reglas y una tranquilidad tan heladora que podía volver de piedra el alma a cualquiera.
Pero aquella noche todo parecía tranquilo. Dejó vagar la mirada entre las monjas ya maduras, la elegante figura de la priora y Elizabeth, tan fuerte, tan decidida. Ella no iba a participar en los rezos, pero tampoco estaba dispuesta a perder de vista a su señora, en quien la inactividad iba haciendo mella cada día que pasaba. Cuidaría de Elizabeth hasta que la muerte le arrancase el último aliento.
Los rezos comenzaron y Jane suspiró hondo.
El servicio terminó y las monjas empezaron a salir, las más fuertes ayudando a las más enfermas. En aquella gélida y húmeda noche de febrero se congregaron todas al pie de la escalera para encender las velas que las ayudaran a dirigirse a sus celdas. De pronto algo pareció revolverse entre ellas y Elizabeth dio un paso hacia atrás. Solo oyó un murmullo urgente y vio las cabezas con sus tocas negras asentir y volverse. La priora se volvió a Elizabeth.
—Tenemos visita. Desean hablar con vos.
El corazón se le subió a la garganta y Elizabeth tragó saliva.
—¿Es Richard?
—No, querida. No lo es. Os acompañaré —puso la mano en el brazo de Elizabeth, pero miró a Jane con un inusual gesto de entendimiento—. Las dos os acompañaremos. Recordad que no estáis sola, hermana. Tened valor.
Pero Elizabeth solo podía sentir miedo. ¿No era Richard? ¿Quién sabía que estaba allí, aparte de su esposo y de su hermano? ¿Quién acudía a buscarla? Y si era otra persona, ¿sería portadora de las peores noticias?
Jamás habría podido imaginarse la identidad de los impacientes visitantes que la esperaban en el salón. No se habían sentado y parecían incómodos. Tampoco se habían desprendido de sus capas de viaje y parecían deseosos de partir. Al abrirse la puerta se volvieron al unísono: sir John de Lacy, Gilbert de Burcher y Nicholas Capel.
—Sir John —Elizabeth se humedeció los labios, que se le habían quedado secos—. ¿Qué os trae a Llanwardine, tío?
Pero su atención estaba puesta en Nicholas Capel. Estaba junto a la puerta, pero le daba la sensación de que era él quien dominaba la escena como si aquella figura siempre vestida de negro y con rostro adusto ostentara la autoridad última en aquella pequeña estancia. ¿Cómo había ocurrido algo así? En aquel momento sir John de Lacy le pareció pálido e indefenso en comparación.
Maese Capel inclinó la cabeza ante ella, y el miedo le heló la piel. Elizabeth sintió que Jane se quedaba inmóvil y emitía una especie de rugido sordo, y que la priora se colocaba a su derecha, acercándose sutilmente. Era imposible pasar por alto el aura inquietante que flotaba en torno a aquel hombre, aunque no había nada irrespetuoso o amenazador en sus modales. Grave y formal, se inclinó ante las tres mujeres, pero su mirada y su saludo fue para Elizabeth.
—Milady Malinder, nos alegramos de encontraros aquí.
Las llamas de las pocas velas que se habían llevado al salón oscilaron, cubriendo su rostro de sombras.
Elizabeth apartó la mirada de él para ponerla en su tío.
—¿Por qué estáis aquí? —repitió. El miedo era como una capa pegajosa que sentía sobre la piel. Un pensamiento no dejaba de golpear en su cabeza: ¿cómo sabía que ella estaba allí?
Sir John se acercó, y podría ser compasión lo que vio en su rostro. Al hablar su voz sonó cargada de comprensión y duelo. Sin embargo, la mirada inquisitiva de Capel la obligó a mirarle de nuevo. No había compasión en su persona, dijera lo que dijese.
—No hay modo de daros la noticia con delicadeza, Elizabeth —dijo de pronto su tío—. Es Malinder. Ha resultado herido al volver al asedio.
—¡No! ¡No puede ser!
Miró a todos. ¿Richard, muerto? ¿Herido? No podía ser. Rechazando la lógica, aferrándose al instinto, su mente se resistía. ¿Cómo no iba a haberlo sentido en el corazón si a Richard le hubiera pasado algo? Tenía que ser un error.
—Sigue vivo, milady, en Ledenshall —intervino Capel—. Pero ha sido herido de gravedad. Sir John pensó que querríais acudir a su lado. Debéis acompañarnos.
Elizabeth se resistió a la gélida oscuridad que amenazaba con ahogar sus sentidos. Respirar ya era un esfuerzo desmesurado. Si Richard estaba herido de muerte… la imagen estuvo a punto de hacerla caer de rodillas, de modo que tomó la única decisión que podía tomar.
—Sí. Por supuesto que he de acudir a su lado.
Sintió que sir John le tomaba la mano, hablándole como si fuera una niña.
—Hemos traído una numerosa escolta para garantizar vuestra seguridad. Llegaremos antes de la media noche si partimos ahora. Os hemos traído un caballo y nos ocuparemos de todas vuestras necesidades. Debemos salir de inmediato.
Lo único que podía ver y oír era la urgencia, la preocupación y la compasión. Lo único que podía imaginar era a Richard yaciendo en Ledenshall, sufriendo horribles dolores y con la muerte llamando a su puerta, cubiertos de sangre el pecho y el cabello. En aquella pesadilla era como si pudiera tocar a la muerte que se había detenido junto a su lecho, sus negras vestiduras ocupándolo todo, dispuestas a envolverle también a él. La náusea y el desmayo amenazaban, pero consiguió controlarse. Pero de pronto sintió la mano de Jane Bringsty que la agarraba con fuerza por un brazo y parpadeó, obligándose a pensar, consciente de estar luchando contra una barrera de pesadumbre impenetrable.
—¿Llegaremos a tiempo? —preguntó, y las palabras llegaron a sus oídos como desde una gran distancia.
—Eso espero, milady. Por ello rezo —contestó Capel sin apartar la mirada de su rostro, como para asegurarse de que lo creyera, de que obedeciera. Ella lo sabía, pero no podía resistirse—. Pero como dice sir John, debéis llegar a su lado cuanto antes. Sería un error perder más tiempo aquí.
De nuevo Elizabeth se sintió seducida por aquel acento, denso y pegajoso como dulce miel y que parecía envolverle los sentidos.
—Sí, claro que debo acompañaros de inmediato.
Entonces oyó la voz de Jane, insistente, que parecía arrancarla del borde de un precipicio.
—No le escuchéis, milady. ¿Quién puede garantizar que sea cierto que milord está herido? ¿Y a quién imagináis que maese Capel puede estar rezando? Al diablo en persona, diría yo. No me gusta, milady —apremió, tirando de su manga.
—Debo ir a su lado —insistió, resistiéndose.
Pero Jane no cedía.
—¡Esto no está bien! ¡Escuchadme, señora!
—Richard está herido.
Era lo único en lo que podía pensar, y la horrenda visión se le acercaba cada día más. Estaba a punto de morir. ¿Por qué estaba ahí perdiendo el tiempo cuando su sangre le estaba empapando la cama?
—No me gusta —repitió Jane, agarrándola por las faldas.
Elizabeth se soltó de un tirón y avanzó hacia la puerta. Y cuando salieron y el aire frío le dio en la cara, oyó la voz preocupada de la priora.
—¿Por qué no esperar al alba?
Y Elizabeth dudó. Un pensamiento se abrió camino en su cabeza. ¿Quién podía asegurar que fuese cierto? ¿Podía confiar en sir John? ¿Podía confiar en Nicholas Capel? Sabía en el fondo de su corazón que no.
Como si hubiera sentido su resistencia, sir John se colocó a su lado, empujándola suavemente hacia delante.
—No deberíamos retrasarnos. Partimos de inmediato.
—Sí. Y he dicho que iré con vos.
Nicholas Capel sonrió.
Elizabeth vio aquellos labios finos curvarse, el brillo de sus ojos oscuros que reflejaba la victoria. Y en aquel momento supo que se estaba equivocando. En aquel extraño y sagrado lugar, todo estaba mal. Como si el mundo se hubiera inclinado más de lo debido, empujado por una fuerza de perverso propósito. Y ella no era la única que lo sentía así. Cuando la priora se colocó delante de sir John, alzando una mano para detenerle, su tío desenvainó la espada.
—Quitaos de en medio, mujer.
—No voy a hacerlo. Cuestiono vuestra sinceridad en todo esto, sir John.
Pareció quedarse pensando si apartarla de un golpe. Elizabeth esperó conteniendo el aliento, casi incapaz de comprender lo que estaba pasando. Con un gruñido, sir John cambió la empuñadura y con un la parte plana de la espada propinó un terrible golpe a la priora en un brazo, con tanta fuerza que la buena mujer cayó de rodillas con un grito.
—Quedáis advertida, priora. Quitaos de mi camino —y dirigiéndose a su comandante, añadió—: lleváosla.
—Sí, milord.
Gilbert de Burcher agarró a Elizabeth por un brazo y la arrastró hacia la puerta, insensible a los intentos de ella de propinarle patadas, morderle y arañarle. Lo ocurrido en aquellos últimos minutos la había despertado, haciéndola consciente del peligro real que corría. Aquello era un secuestro que bien podía terminar en sangre. ¿Estaría herido Richard o sería una excusa para sacarla del santuario? ¿Qué pretendía sir John de ella y de su hijo? La furia le dio la fuerza necesaria para pelear. No tenía a quien acudir, nada que le diera fuerzas excepto su propia determinación de resistirse, y peleó por soltarse de la garra de sir Gilbert empujada por la desesperación. Nunca se rendiría. Nunca permitiría que el heredero de la casa de los Malinder cayera en manos de sir John.
La paciencia de su tío se agotaba. Envainó la espada, empujó a Jane para quitarla de en medio y agarró a Elizabeth por los brazos para zarandearla pegada a su cara.
—¡Ahórrate el aliento y las fuerzas para el viaje! Te llevaré a rastras al caballo si es necesario. Nadie va a venir a rescatarte. Te trataré con consideración, pero no me presiones —y la lanzó contra de Burcher—. ¡Vamos!
Elizabeth se encontró arrastrada inexorablemente por el claustro.
—¡No! ¡No voy a ir con vos!
Elizabeth se resistía como podía, y en un descuido le arañó la mejilla a De Burcher, arrancándole la piel y haciéndole sangrar.
—¡Zorra! ¡Bruja! Os merecéis el apodo que os han dado.
De Burcher alzó la mano enguantada y Elizabeth supo que iba a golpear. Pero no iba a achantarse por ello. Se plantó bien en el suelo y esperó el golpe.
—Os aconsejo que no toquéis a mi esposa. Quitad vuestras zarpas de ella u os juro ante Dios que me lo cobraré en sangre.
¡Richard!
Elizabeth se quedó paralizada, sin prestar atención siquiera a la dolorosa presión que la mano de aquel animal le hacía en el brazo. Se volvió como pudo hacia la puerta. ¡Richard! No estaba herido. La muerte no le acechaba en Ledenshall. Milagrosamente estaba allí, en Llanwardine. No se molestó en preguntar cómo o por qué, sino que se dejó llevar por un intenso alivio. La Madre de Dios había respondido a sus plegarias. La llegada de Richard pondría fin a aquella escena de horror. Todo se arreglaría.
Al oír aquella orden, todos se volvieron hacia el arco de la entrada. Dos figuras estaban allí bajo el dintel labrado, ocultas tras las sombras, pero Elizabeth no podía confundir aquella figura alta, la orden imperiosa. La luz se reflejaba en la espada que ya tenía en la mano. Robert, igualmente preparado, estaba junto a él.
—Soltad inmediatamente a mi mujer —repitió al ver que De Burcher no se movía. La orden parecía perfectamente razonable, casi una petición, pero nadie podía ignorar la luz de su rostro al avanzar. Una furia abrasadora lo alumbraba. Con una mano soltó el broche que le cerraba la capa y la dejó caer.
—Malinder… habéis venido —el rostro de sir John se arrugó con una sonrisa satisfecha—. No os esperaba, pero ¿por qué no? ¿Por qué no ponerle fin a todo aquí mismo? Todos mis planes fructificarían a la vez. No podría ser mejor —se volvió a De Burcher, que seguía sujetando a Elizabeth—. Déjala. Mátalo a él.
Richard levantó la espada.
—¿Qué es esto, sir John? ¿Necesitáis a un bellaco como ese para que os haga el trabajo sucio? ¿Acaso teméis enfrentaros a mí?
—No os temo. E incluso un bellaco puede matar.
Y Elizabeth recibió un empujón para que De Burcher pudiera darse la vuelta, espada en mano, y enfrentarse a Richard.
—Elizabeth.
Una sola palabra que expresaba toda la preocupación de Richard por ella.
—Estoy bien.
—¿No os han herido?
Elizabeth negó con la cabeza y sus miradas se entrelazaron unos segundos, diciéndolo todo. Entonces pudo dedicarle toda su atención a su adversario, que ya había empezado a trazar un círculo con la punta de la espada levantada y en la otra mano, una daga. Elizabeth retrocedió un paso. No debía distraerle, pero no podía apartar la mirada de él.
Richard respiró hondo observando a De Burcher, intentando controlar su genio, enfriar la sangre que le ardía llena de ira, para poder enfrentarse a aquel hombre con fría determinación y juicio claro. Al entrar en el claustro el único pensamiento que le había quedado era el de castigar al hombre que había maltratado a su esposa. Gilbert de Burcher arrastraba a su mujer en contra de su voluntad, sujetándole ambas muñecas y cargando con ella. Sin embargo, el control era la clave contra aquel formidable soldado que había recibido la orden de acabar con su vida. El mismo hombre al que habían pagado para matar a Lewis de Lacy.
—Responderéis de vuestros actos contra mi esposa —le dijo, cuando su respiración y su temperamento le obedecieron—. Y por la muerte de su hermano.
—Lewis, ¿eh? ¿Y qué pruebas tenéis de ello? —su respuesta fue inmediata, con una sonrisa de burla—. Vamos, lord Malinder. Veamos quién gana esta mano.
Richard estaba preparado cuando De Burcher le acometió con una agilidad impropia de un hombre tan corpulento, y la batalla quedó abierta. Ataque, defensa. Estocada, parada. Acometida, finta. Ambos soportando la dificultad de las sombras y un pavimento desigual, ambos centrados en la victoria porque los dos eran conscientes de que la derrota significaría la muerte. Sus espadas, lo bastante pesadas para partir un cráneo, para romper un hueso, subían y bajaban con ruido de metal contra metal, mientras las dagas volaban para encontrar puntos débiles, defensas descuidadas. Ambos tenían músculo y agilidad por el entrenamiento constante, eran de estatura parecida y similar anchura de hombros. Dos oponentes formidables.
Elizabeth observaba presa del horror, incapaz de admirar la destreza de Richard, incapaz de pensar en otra cosa que no fuera el peor de los resultados viendo la igualdad de los contendientes. Ambos ensangrentados, ambos respondiendo golpe con golpe. Se tapó la boca con las manos cuando la espada de De Burcher atravesó la manga de Richard y llegó a su carne. Sintió el escozor en su propio cuerpo cuando Richard hizo un gesto de dolor antes de lanzarse a un nuevo ataque.
Hasta que la esperanza, con un brillo incipiente, comenzó a palpitar en su pecho. Richard peleaba con una rabia disciplinada y perfectamente canalizada, lanzando un implacable y constante asalto empujado por la necesidad de venganza. Su espada golpeaba, su daga volaba, se cebaba, bebía sangre. Elizabeth sabía que no iba a haber cuartel, ni clemencia para el vencido.
Y la lucha continuó durante una eternidad, irreal y macabra en el claustro de Llanwardine, ante la audiencia de las esposas de Cristo, sobre la hierba central, bajo las arcadas labradas. Nada se oía excepto los golpes de sus botas, los gruñidos de esfuerzo, las respiraciones entrecortadas, el siseo del dolor cuando el acero encontraba la carne.
El final tenía que llegar. El agotamiento se había cobrado su precio y el borde levantado de una baldosa decidió. De Burcher tropezó y perdió el equilibrio una décima de segundo, pero bastó para distraerle y para que Richard pudiera aprovecharse con una finta y un avance letal. La estocada final alcanzó a De Burcher en el pecho, debajo de las costillas, con el final de la herida hacia arriba, directa al corazón. Cayó como una piedra.
Robert se agachó para darle la vuelta.
—Está muerto.
—Lo sé. Era mi intención.
Sin aliento, con el sudor cayéndole por la cara y la sangre de un corte profundo en el antebrazo. El fuego del infierno solo se apagó en sus ojos cuando Robert le tocó el brazo y lo devolvió al presente y al asunto inconcluso que le aguardaba.
Pendientes como estaban todos del enfrentamiento mortal, nadie había reparado en Nicholas Capel, el nigromante. Nadie le vio sacar una daga de la manga y avanzar. No hasta que estuvo entre los observadores, la hoja brillando a la escasa luz.
De todos los presentes, Jane Bringsty era quien se encontraba más cerca de la adusta figura. Sintió que un puño le apretaba el corazón. La oscuridad que rodeaba a maese Capel era más densa que la de sus negras ropas. Allí estaba el origen de tanta maldad, los poderes oscuros que habían dificultado sus visiones. ¿A quién pretendería atacar? ¿A Elizabeth? Todas las visiones de Jane cristalizaron en una certeza. Por supuesto que pretendía acometer a Elizabeth. ¿Acaso no se lo habían revelado así sus visiones, los sueños y las cartas? Allí estaba el hombre oscuro que iba a atacar a su señora, que era su peor enemigo. Aquella daga pretendía arrebatarle la vida. ¡No podía ser! Elizabeth y el niño no podían sufrir, y sin pensárselo Jane se lanzó hacia delante para desviar el trayecto de la hoja. Pero el nigromante, sorprendido, se dio la vuelta, y aquella pequeña y rotunda figura intentó sujetar la muñeca de aquel hombre alto y poderoso.
La lucha era desigual, y el elemento sorpresa no bastó. Bien por casualidad, bien deliberadamente, la hoja se clavó con una terrible facilidad entre sus costillas. Jane cayó a los pies de Nicholas Capel cuando Robert, demasiado tarde, demasiado lento, lo apartó de un empujón.
—¡Jane!
Elizabeth se dejó caer de rodillas junto a su amiga, su adorable compañera, incapaz de comprender aquel inesperado giro del destino tras los horrores de aquella noche.
—Jane… ¡Jane! —gritó, sobrepasada por la vulnerabilidad total de aquella figura desmadejada, de las facciones arrugadas que en aquel momento revelaron su edad—. ¡No! ¡No puede ser!
Intentó hacerla recuperar el sentido mientras buscaba enloquecida su herida, pero supo de inmediato que no iba a poder hacer nada. La herida era fatal, aunque Jane abrió los ojos por pura fuerza de voluntad. La sangre manchó sus pálidos labios al toser. Demasiada sangre. La hoja le había perforado el pulmón, para lo cual no había remedio.
Richard se arrodilló junto a ellas, empleando su fuerza para ayudar a Elizabeth a levantarla y apoyarla contra él, mientras la respiración de Jane se volvía jadeante y se ahogaba en su propia sangre. Cuando sus miradas se encontraron ambas reconocieron lo que ya sabían. Elizabeth leyó la verdad, la compasión, y los ojos se le llenaron de lágrimas.
Apretó con fuerza su mano.
—Vi la muerte —dijo mientras Elizabeth seguía intentando taponar la herida con sus faldas—. Pero no pude ver la verdad. Creía que era vuestra muerte la que me enseñaban las cartas, y era la mía.
Jane hizo una mueca de dolor insoportable.
—Me has salvado la vida, Jane —le limpió suavemente la sangre de la boca y de la mejilla, inclinándose a besarla en la sien—. Siempre me has querido y has cuidado de mí. Como yo te he querido a ti.
—Habéis sido la hija que nunca tuve —hablar era un esfuerzo descomunal para ella, pero tiró de Elizabeth para susurrarle—: cuidad al bebé. Enseñadle todo lo que debe saber.
—Lo haré.
La priora se arrodilló junto a ellos, sujetándose el brazo herido entre los pliegues del hábito.
—Por favor… —Jane mostró los dientes, pero no era una sonrisa—. Conozco a la muerte. No recéis por mí —el dolor volvió a reclamarla y la hizo gemir—. No nos haría bien a ninguno. Yo voy a morir, y vos no conseguiríais piedad de Dios para mí.
Sin prestar atención a la sangre, Isabel de Lacy se inclinó una vez más para besar a Jane en la frente.
—Entonces no rezaré por ti —dijo, aunque hizo lo contrario en su corazón—. Pero te deseo un feliz viaje, Jane Bringsty.
—Gracias. Nos habéis protegido. Habéis salvado a mi señora.
La respiración de Jane se hacía más entrecortada.
—Salvaría a cualquier alma de las garras del maligno, y sin duda él ha estado presente aquí esta noche. Descansa en paz, hermana. Sean cuales sean nuestras diferencias, hemos sido una al final.
—¿Una monja y una adivinadora? Quién lo diría…
Una risita se convirtió en tos. Y todo terminó.