Nueve
Anne Malinder se metió en la cama, demasiado agotada, demasiado sobrepasada por los vómitos y la diarrea para cuestionarse la fuente del problema que le atacaba el vientre con tanta violencia. Como Jane Bringsty había predicho, la belladona fue fácilmente combatida y expulsada de su sistema. Tras tres días lo único que quedaría para recordarle a la dama su mala suerte sería un dolor intenso entre los ojos y el estómago sensible que se alteraba a la más mínima mención de la comida. Pudo levantarse de la cama, sentarse junto al fuego en su cámara y tomar un poco de vino. No habría efectos duraderos. Era la única buena noticia en Ledenshall.
Richard Malinder deambulaba por su castillo en una nube de mal humor. Se mantenía a distancia de todo el mundo, hundiéndose en pergaminos sobre las fincas y los alquileres. Era raro, se decían los habitantes del castillo, ver a su señor tan parco en palabras. Richard seguía dándole vueltas a la situación en cuya raíz solo había un problema: Elizabeth. ¿Cómo se habría dejado convencer por John de Lacy para casarse con ella? Apenas habían transcurrido unos días desde la ceremonia y su vida era un infierno. ¿Qué podía decirle cuando había admitido ser responsable de un ataque sobre el bienestar de su prima, y quizá contra su vida? Y ella, que había administrado la terrible droga, aún tenía la temeridad de acusarle a él del asesinato de su hermano.
Después de todo lo que había ocurrido entre ellos, cuando él creía haber llegado a una semblanza de comprensión, cuando se descubría deseando volver a casa para poder estar con ella, le sorprendía exhibiendo el odio más puro contra toda la familia Malinder. ¿Cómo podía haber sido tan inocente? Estaba a punto de perder el control y dio un manotazo sobre un montón de documentos que tenía sobre la mesa y de la que salió una nube de polvo. ¿Cómo podía haber creído ni por un instante que aquel matrimonio podía resultar feliz?
La ira no cesaba de arder en su interior.
Pero había algo que no le dejaba disfrutar de esa ira, un conciencia que le obligaba a enfrentarse a la verdad que había en su otra acusación. Había dado por sentada su culpabilidad incluso antes de que ella confesase. Y si de verdad había malinterpretado la situación… con una mueca pensó en la posible injusticia. ¡Pero al final había confesado! Recordaba bien las palabras de Richard sobre venenos y el frío acero, y Elizabeth había estado presente cuando las pronunció.
Y sin embargo, no podía creer que fuese capaz de usar un veneno. Pero lo había admitido, ¿no?
Y acusarle a él de que tenía una amante en Hereford… para desplazar la atención de sus propios pecados, claro. La sensación de injusticia volvió a cobrar vida.
Terriblemente infeliz, Elizabeth se retiró a su cámara, donde se vio obligada a tomar medidas desesperadas para aplacar al menos una de sus heridas. No era razonable, pero la tristeza la empujaba. En cualquier caso no conseguiría ahondar aún más el abismo que la separaba de Richard.
Al darse cuenta de que había extraviado un par de guantes y dado que recordaba haberlos tenido consigo en la cámara de Elizabeth, Richard fue a buscarlos. Podría haber enviado a un criado a por ellos, pero eso habría sido pura cobardía. Si su esposa y él no tenían nada que decirse, que así fuera. Llamó brevemente a la puerta y entró. Descubrió a su esposa sentada ante la chimenea, iluminada por las velas y la expresión de su rostro cuando la miró fue de incomodidad.
—¿Qué hacéis?
Ante ella, sobre el suelo, había un cuenco de líquido y las velas. Con un gesto rápido pasó la mano sobre el líquido y las velas.
—Nada.
—No mintáis, Elizabeth. ¿Qué es esto?
Se acercó a ella y la aprensión creció. ¿Nigromancia en Ledenshall? Nunca lo permitiría.
—Estaba intentando adivinar.
Elizabeth se levantó, limpiándose las cenizas de las faldas y mirándolo abiertamente a los ojos.
—¿Adivinar? —sabía a qué se refería y sintió que el corazón le daba un brinco. Su voz pasó a ser un murmullo por temor a ser escuchado, pero no disimuló la ira—. ¿Os atrevéis a hacer tales prácticas en mi casa? ¿Creéis que me gustaría que detuviesen a mi esposa y la quemasen en la hoguera por bruja?
Elizabeth se irguió desafiante.
—Dado que solo vos y yo sabemos lo que hacía aquí, dudo que eso pudiera ocurrir.
Richard pasó por alto el desafío.
—¿Qué hacéis? ¿Tratáis de encontrar otro medio de deshaceros de mi prima?
Así que estaba decidido a atacarla con aquello una y otra vez, sin prueba.
—No necesito adivinar nada para eso— Elizabeth dudó un segundo antes de volver a avivar el fuego—. Estoy intentando ver el rostro del asesino de Lewis.
—¡Ah! Así que era eso. ¿Y habéis visto mi rostro en vuestra bola de cristal?
—No —respondió con sinceridad—. No he visto nada de nada. Solo oscuridad.
—Pero no os fiáis de mí. No podéis aceptar mi palabra de que soy inocente. Dudo que alguna vez lo hagáis —remató con una indecible amargura.
Elizabeth no podía permitirse que sus palabras la ablandasen, ya que él tampoco se fiaba de ella.
—No tengo experiencia en mi vida que pueda animarme a confiar en un hombre. No os conozco, Richard Malinder; no sé nada de vos aparte de vuestras palabras de inocencia, que bien podrían estar vacías.
Una admisión desesperadamente débil que Richard no iba a admitir.
—¿Cómo podéis ser tan indiscreta? —reclamó con un gesto de la mano en el aire—. Al menos, espero discreción de vos —dijo, agarrándose a las colgaduras de la cama. Dos figuras de cera, obscenas en su cruda sexualidad, quedaron en su mano. De pronto se quedó inmóvil. Oyó que Elizabeth tomaba aire.
—¡Elizabeth! —Richard miró a su esposa con incredulidad—. Respondedme, porque esto es todavía peor. ¿Qué es?
Elizabeth no podía ocultar su horror.
—¡Brujería! —susurró.
—¡Brujería! Bueno, vos lo sabréis mejor que yo. Y si estas… estos objetos son lo que parecen… ¿Me creéis incapaz de haceros un hijo sin la ayuda de esta obscenidad?
Sus ojos, tan serenos siempre, ardían.
—No… no es cosa mía.
—¿Tan limitadas os parecen mis habilidades como hombre? No recuerdo que os quejarais de mi ejecución, ni que os pareciera incapaz de romper vuestra virginidad.
Elizabeth no podía apartar la mirada de aquellas dos criaturas de cera.
—Yo no las he hecho.
—Entonces ha tenido que ser vuestra dama de compañía. Recuerdo las hierbas que había en nuestro lecho la noche de bodas. Decidle que venga —ordenó e hizo un gesto como si fuera a tirarlas al fuego.
—¡No! —gritó, agarrándole el brazo.
—¿Por qué no?
—No lo hagáis, os lo ruego. Esta magia es… complicada. El fuego podría dañaros si se derriten.
Y Richard vio tal angustia en su rostro que bajó la mano.
—Haced venir a vuestra dama.
Callada y firme, Jane se detuvo justo en el umbral de la puerta, miró la habitación con el ceño fruncido y fue a parar a los muñecos de cera. Elizabeth la vio quedarse inmóvil.
—¿Has hecho esto tú? —quiso saber Richard—. ¿Es cosa tuya?
—No, milord.
—¿Puedo creeros? —preguntó, mirándolas a ambas.
—Esas imágenes son dañinas. Pretenden imponer la voluntad de otra persona, y Jane nunca me haría daño —respondió por ella Elizabeth.
—¡Pero a mí sí podría querer hacerme daño! ¿Quién puede saber lo que os traéis entre manos?
—No, milord —respondió Jane—. Yo no os haría daño a vos; solo a aquellos que pretendieran hacérselo a mi señora. Lady Elizabeth se preocupa más por vos de lo que imagináis, incluso más de lo que ella misma se imagina. ¿Por qué iba yo a querer haceros daño?
—¡Así que debería estaros agradecido! —lo que estaba ocurriendo en su casa le estaba afectando muchísimo, y no era capaz de pensar otra respuesta—. Deshaceos inmediatamente de esto. Supongo que sabéis cómo hacerlo.
Y plantándoselos a Jane en la mano, salió de la alcoba.
—¿De quién son? ¿Quién los puso ahí?
Elizabeth se atrevió a expresar el temor que las acusaciones de Richard le habían hecho guardarse para sí.
—No lo sé. Tampoco sé cómo han llegado hasta aquí.
Sentía la tensión de Jane, algo que no sirvió precisamente para tranquilizarla.
—Alguien demasiado interesado en vuestro matrimonio —continuó con una sonrisa débil—. No os preocupéis, milady. Destruiré esta abominación sin que os afecte. No permitiré que os hagan daño. Deberíais haberme dejado que le dijera la verdad —añadió.
—¿Tú crees? Bueno… desde luego a partir de ahora no confiará en mí, ¿no te parece?
La verdadera profundidad del abismo que separaba a los señores de Ledenshall quedó teñida del color más funesto cuando dos días más tarde Richard entró en el pequeño salón donde Elizabeth desayunaba. Actuando por impulso y respondiendo a su educación como ama del castillo, y quizás con la intención de arreglar las cosas, Elizabeth se levantó y le sirvió a su esposo una cerveza.
Su expresión fue glacial al mirar la copa y después a su mujer.
—Gracias pero no.
Y se acercó a la mesa para servirse él mismo la cerveza en otra copa, dejándola a ella con la que le había preparado en las manos. Vio cómo las mejillas se le quedaban del color de la cera y los ojos se le oscurecían de pesar.
—Richard.
Su voz sonó clara y autoritaria, casi como si hubiera estado ordenando la batalla desde una de las almenas del castillo. Alta y erguida, se acercó la copa a los labios, bebió un trago y después otro, sin dejar de mirar a su esposo. Luego otro más.
—Con esto bastaría para proporcionarme una horrible muerte, o eso creo —dejó la copa sobre la mesa—. Si sigo viva, estaré presente en la comida del mediodía, como siempre. Vos decidiréis, Richard, si queréis compartirla conmigo —pasó a su lado, toda arrogancia y orgullo—. Como veis, aún no he sufrido sus efectos.
—Elizabeth…
Richard estiró el brazo pero ella lo ignoró. Siguió andando y cerró la puerta a su espalda con suma suavidad.
¡Demonios del infierno!¿Qué diablos le había empujado a provocarla de ese modo, aparte del mal humor que tenía tras otra noche apenas sin dormir? Se había equivocado al rechazar la ramita de olivo que ella le había ofrecido. Su actuación había sido inmerecida y descortés, cruel incluso, pero le empujaba un profundo dolor que sentía en el corazón y que era incapaz de superar. Hierbas y flores secas entre las sábanas era una cosa. Manías de viejas. Pero usar artes adivinatorias, figuras de cera… le helaban la sangre. ¿Tan poca consideración le merecían sus artes amatorias? La había sentido temblar bajo sus manos. En la cama no se había quejado de nada. Es más: había respondido con pasión, se había estremecido con sus caricias. ¿Qué la habría empujado a recurrir a semejante brujería para atraerle al lecho? Su virilidad nunca se había visto cuestionada.
En cuanto a la nigromancia, ¿cómo podía fingir ignorancia o aceptación de semejantes prácticas diabólicas en manos de su esposa y su dama de compañía? Cerrar los ojos no era una posibilidad. Sin embargo la había herido… ¡una vez más! Su falta de control puso sus emociones en jaque, mezcladas con la franca admiración que despertaba en él su esposa. Como desafío el haberse bebido la cerveza de su copa había sido como un golpe en la cara con un guante y lo sabía.
¿Qué había dicho su dama? ¿Qué palabras había usado que habían captado su atención y que no podía olvidar? «Lady Elizabeth se preocupa más por vos de lo que imagináis, incluso más de lo que ella misma se imagina».
¿Qué debía hacer ahora?
Elizabeth lloró desconsoladamente, como no lo había hecho desde la muerte de su madre siendo una niña. ¿Cómo podía ser tan cruel? ¿Cómo podía pensar tan mal de ella? El daño era irreparable, como se demostraba por su incomparecencia cada noche en su cama. Sentía el corazón vacío y tan desolado como el lecho.
Jane Bringsty abrió los brazos para consolarla, murmurando palabras que pretendían calmar sus sollozos.
—Sh… os importa mucho ese hombre, ¿verdad? —murmuró.
—Sí.
—Podría ser el caballero de pelo oscuro de la bola de cristal —dijo, la mejilla apoyada sobre la cabeza de Elizabeth—. Podría ser vuestro enemigo.
—No. No lo es. O no lo sería de no haberlo puesto yo misma en mi contra. ¿Cómo he podido actuar así, Jane?
—Él os hizo daño, y vos os limitasteis a devolver el golpe.
—No pensé. Y ahora me odia.
—No os odia.
—¿Tan poco atractiva soy, Jane, que necesito recurrir a la magia negra para llamar su atención, como me acusó? ¿Tan pocas gracias me adornan que he de recurrir al veneno para deshacerme de una rival? Sé que no puedo compararme con Anne Malinder de ningún modo…
—Siento haberos causado dolor, mi niña.
Elizabeth se incorporó y se secó las lágrimas.
—Sé que lo hiciste por mí, pero el abismo que nos separa no admite la construcción de puentes.
—¿Acaso había posibilidades antes? —preguntó Jane con amargura—. Rápidamente os juzgó y os condenó. ¿Qué respeto hay en ello?
Y eso era lo que más le pesaba a Elizabeth, en el alma y en el corazón.
Richard se obligó a pensar a fondo, y los resultados fueron desagradables. Cuando las llamaradas de su ira se redujeron a un mero aleteo, el sentido común comenzó a abrirse paso en la marea. No parecía propio de Elizabeth usar veneno. El filo de una espada quizá, pero no veneno. Entonces, ¿en quién recaía la culpa? ¿No era obvio? Una figura rechoncha con un par de figuras en la mano, que sabía qué hacer con ella, cómo hacerlas desaparecer…
Jane Bringsty.
Tenía los conocimientos necesarios, de eso estaba seguro, pero en cuanto a cuáles podía ser sus motivos… ¿cómo podía esperar lo que motivaba a una mujer como ella? La pregunta clave era: ¿sabía Elizabeth lo que su dama de compañía se traía entre manos? ¿Le habría dado permiso para hacerlo? Pero ¿le parecía que la señora Bringsty necesitaba el permiso de su ama para aplicar sus negras artes? La moderación que acababa de descubrir se tambaleó ante la posibilidad de que ambas pudiesen obrar en connivencia, pero otra dosis de sentido común le hizo ver que, a pesar del poco tiempo que hacía que las conocía, estaba convencido de que la señora Bringsty era perfectamente capaz de actuar por iniciativa propia y sin dársele un ardite las consecuencias. Lo más probable era que Elizabeth hubiese actuado por un sentimiento de honor mal entendido y para proteger a su dama, mientras que él… él solo había sido intolerante y parcial. No había sido ni amable ni comprensivo…
Con su actitud había dado al traste con el acuerdo original de ser sinceros el uno con el otro, de impedir que las presiones exteriores los dividieran. Con qué facilidad habían caído en la ciénaga de la desconfianza y las acusaciones. Y dado que las primeras palabras hirientes las había pronunciado él, la carga recaía sobre sus hombros; era él quien debía hacer las paces con ella. Una vaga incomodidad se le alojó en las tripas. Era peor que partir en campaña contra el enemigo.
Dios lo protegiera de las mujeres difíciles y obstinadas.
Encontró a Elizabeth en su cámara. Llamó, esperó a que ella lo invitase a entrar y cerró la puerta despacio a su espalda. Debía ser cuidadoso con la estrategia a emplear si aquella batalla de voluntades quería alcanzar la paz.
Estaba sentada en el alféizar de la ventana, medio acurrucada en los almohadones con un libro sobre las rodillas y la gata dormida a sus pies. Desde la puerta pudo ver que se trataba de un pequeño libro de horas, dorado y coloreado con tonos brillantes, y encuadernado en rico cuero. Aun así tuvo la impresión de que no tenía puesta su atención en el devocionario. Levantó la cabeza al verlo entrar, pero ni habló ni se movió. La luz quedaba a su espalda y tocaba los bordes de su velo. No podía ver su rostro ni cuál había sido su reacción al verlo, de modo que no le quedaba más remedio que confiar en el instinto y en la integridad innata para tratar con ella como se merecía. Quizás así consiguiera deshacer el nudo de culpa que tenía alojado en las tripas. Se acercó despacio hasta ponerse delante de ella, pero se detuvo antes de que pudiera sentirse intimidada.
—Es… un libro muy hermoso —dijo con suavidad.
—Sí. Fue un regalo de la priora de Llanwardine cuando me marché —pasó la mano sobre los caracteres negros, sorprendida de no escuchar de sus labios más recriminaciones como se esperaba—. Me dijo que no tenía vocación de religiosa, pero que quizá sus palabras, la belleza de lo que en él se decía, me proporcionase paz.
—¿Y es así?
—No —su voz era apenas un susurro—. No me ayudan a encontrarla.
Dio un paso más.
—Prometimos que hablaríamos el uno con el otro, Elizabeth. Que seríamos lo más sinceros posible.
—Sí. Parece que hiciera un siglo de eso.
—¿Por qué no me dijisteis la verdad? ¿Por qué me ocultasteis que había sido cosa de vuestra dama de compañía?
Elizabeth se llevó una sorpresa. Cerró el libro, lo dejó a un lado y se puso en pie.
—¿Cómo lo sabéis?
—Cuando terminé de estar furioso con vos, me di cuenta de que no podíais haberlo hecho, y por lo tanto solo me quedaba una posibilidad obvia. ¿Por qué no me lo dijisteis?
Elizabeth le respondió con un candor devastador.
—Porque Jane es mi servidora, lo cual la hace responsabilidad mía. Y porque me creísteis culpable antes de saber siquiera que existía delito. No me lo negaréis.
No, no podía hacerlo, así que se disculpó.
—Fue culpa mía. Malinterpreté vuestras miradas y me equivoqué. No tengo excusa.
El silencio se extendió entre ellos. Elizabeth permaneció con los brazos extendidos a lo largo del cuerpo. «¿Y ahora qué digo? ¿Qué querrá de mí?» Entonces Richard bajó la cabeza con gran formalidad.
—El error fue mío. ¿Me perdonáis, esposa mía?
—Sí —el corazón se le encogió, pero aún no podía sentirse aliviada—. Pero Jane es la culpable. Y vuestra prima sufrió.
Él respiró hondo.
—¿Por qué? ¿Qué ha podido motivarla a hacer eso?
Elizabeth miró hacia otro lado por la vergüenza que le daban sus motivos, pero él puso las manos en sus hombros para obligarla a mirarlo.
—Debéis decírmelo.
Elizabeth suspiró.
—Es que… Anne no deja de ponerse ante vos para reclamar vuestra atención robándomela a mí… lo cual admito no es difícil de conseguir. Jane está celosa por mí, y pretendió darle una lección.
La sorpresa fue tan mayúscula para él que se echó a reír.
—¡Pero si es mi prima! Una chiquilla, a veces un poco cargante con sus aires de importancia. Disfruta de poder lucir unas ropas elegantes y de captar la atención de quienes están a su alrededor. Siendo la única mujer de la familia, siempre ha estado consentida y mimada. La conozco desde siempre y os lo repito: es solo una niña.
—Entonces he de deciros que no la habéis mirado con detenimiento últimamente, milord —respondió—. Ya no es una niña, y no ha dejado de decírnoslo ni un momento.
Él enarcó las cejas.
—¡Yo creía que os quejabais de que hubiera podido mirarla con demasiada atención!
—De eso no podría acusaros —lo cierto es que nunca le había visto dándole esperanzas—, pero no significa que Anne no tenga puestos sus ojos en vos. Y no podréis negarme que intenta constantemente coquetear con vos.
—No. De eso sí que me he dado cuenta, pero aun así, no es más que una chiquilla atolondrada.
—Aunque me esforzara, yo no podría ser ni la mitad de habilidosa que ella. Entiendo que se parece mucho a Gwladys. Es muy hermosa —admitió, entrelazando las manos para evitar que le temblasen.
—Sí, lo es —admitió, aceptando las consecuencias—, y sí, se parece a Gwladys, ahora aún más que antes. ¿De verdad sospechabais que pudiera tener una aventura con ella apenas un par de semanas después de nuestro casamiento? —no sabía si sentirse halagado por su preocupación, o molesto porque le hubiera creído capaz de hacerlo, hasta que se dio cuenta mirando el azul zafiro de sus ojos del profundo dolor que le había causado el comportamiento de Anne y su propio descuido. Debería habérselo imaginado. Debería haber visto lo que pasaba. Sonrió con cierta tristeza por el dolor que le había infligido y luego alargó el brazo para acariciarle la mejilla. Un gesto cargado de ternura que acabó de derretir los cristales de la resistencia de Elizabeth.
—Soy inocente de todos los cargos, Elizabeth, excepto por mi inconcebible inocencia a la hora de juzgar la situación. Anne no es un peligro para vos. ¿Me creéis?
Ella ladeó la cabeza para mirarle y asintió.
—Sí. Lamento las cosas que dije.
—Y yo. Sabéis que yo no maté a vuestro hermano.
—No. Me jurasteis no haber tenido nada que ver.
—Pero es algo que sigue pendiente entre nosotros como una negra entidad de desconfianza, ¿verdad? Elizabeth…
La miró frunciendo el ceño, como si buscase la palabra adecuada.
—¿Sí?
—¿Fue Anne quien os dijo que tengo una amante en Hereford?
—Sí. Joanna.
—La tuve durante un tiempo, pero bastante antes de que vos llegaseis a mí ya habíamos roto —las mejillas se le colorearon—. Sois mi esposa, y no os haría daño ni os humillaría manteniendo una amante. Prometí honraros y mis promesas siguen intactas, a pesar de vuestras acusaciones.
—Oh. Yo creía que…
—Pues ahora ya no tenéis que darle más vueltas. Os he dicho la verdad.
—Sí —le costaba trabajo decir aquellas palabras, pero sintió un alivio enorme—. Era odioso para mí —admitió—. Podía comprender vuestra necesidad pero… la encontraba detestable.
—Lamento que nos hayamos distanciado tanto —dijo él con una sonrisa triste—. Cuando venía de vuelta a casa descubrí que sentía deseos de veros, pero de pronto me vi arrastrado a un drama inesperado. No es precisamente lo que deseaba.
Tomó sus manos en las suyas, palma con palma, lo contrario del gesto de aquella primera noche juntos. Infinitamente tranquilizador. Pero cuando las mangas del vestido se echaron hacia atrás y vio el resto de los moretones que tenía, se quedó inmóvil.
—¿Yo os he hecho esto?
—Sí —respondió, pero no había condena en su voz, y además volvió las manos para entrelazar los dedos con los de él—. Estabais muy enfadado.
—Perdonadme —le pidió en voz baja, horrorizado ante la constatación de que había sido capaz de marcarla sin querer, y se prometió a sí mismo que jamás volvería a hacerlo—. Nunca os haría daño a sabiendas, aunque parece que ya lo he hecho.
Suspiró y se inclinó a besar sus marcas.
—No os temo.
—No hay excusa para esto.
—No la hay. Ni para vos, ni para mí.
Richard la miró a los ojos y le pasó los nudillos por la mejilla.
—A lo mejor puedo compensaros.
—Quizá —respondió, y las mariposas que sentía en el estómago revolotearon de nuevo. Quizá era posible que las heridas se curaran.
—La gata está dormida, ¿no? —preguntó con una sonrisa.
—Sí.
—Entonces, me arriesgaré —y fue besando uno a uno sus dedos para después colocarle las manos sobre su pecho—. Si prestáis atención, os daréis cuenta de que mi corazón late más deprisa de lo normal. Os necesito, mi señora, si es que no corro ningún peligro acompañándoos en el lecho.
—Seréis bienvenido.
A pesar de sus palabras, para Elizabeth no fue fácil. Había demasiado entre ellos, demasiadas palabras airadas por ambas partes para abrirle los brazos y la mente a aquella intimidad. Se estremeció un poco, tensa, consciente de nuevo de sus carencias. Pero Richard le desabrochó el vestido con facilidad y lo dejó caer al suelo cuando ella se habría aferrado a él, y le hizo el amor despacio, con suma ternura, inexorablemente cuando sintió su resistencia. Empleó una paciencia ilimitada para conquistar su desconfianza, para vencer el dolor que sabía que debía haber sentido, para curar la ansiedad germinada en las semillas amargas que Anne Malinder había enterrado en ella.
El choque de sus voluntades fue suavizándose gradualmente, fue disipándose, disolviéndose gracias a las caricias de sus manos y de su boca. Caricias suaves, dulces presiones. Una medicina para las heridas que ambos habían infligido y que sirvió para que Elizabeth se convenciera de que podía volver a suspirar en sus brazos, a deshacerse. Y la confianza volvió.
—Lo siento mucho —murmuró él, y sus palabras sonaron ahogadas contra su pecho—. Siento no haber confiado en vos. Y siento las palabras que os dije.
—Y yo siento haberme dejado llevar por el mal genio —casi no pudo acabar la frase al sentir que le lamía un pezón—. Mi falta de fe en vuestra integridad.
No hubo más palabras. La boca de Elizabeth dibujó un camino sobre el hombro de Richard hasta llegar al punto en la base de su cuello en el que mejor se podía sentir su pulso. Allí se detuvo para saborear la fuerza de la vida que le empujaba mientras con las manos se atrevió a acariciarle la espalda y las caderas.
La paciencia de Richard fue quedándose corta hasta que desapareció.
—¿Necesitamos el poder de las figuras de cera? —preguntó, mirándola a los ojos.
—No —contestó ella sin pestañear—. No necesitáis más que vuestro propio poder.
La penetró con fuerza, hondamente, lo que le produjo una vergonzosa satisfacción, y Elizabeth se encontró sonriendo cuando había creído que nunca volvería a sonreír.
Entonces el deseo físico borró todos los recuerdos desagradables, todas las diferencias que habían surgido entre ellos.