Doce

 

  El invierno dejó paso a la primavera, y con ella los maltrechos caminos se volvieron más transitables, con lo que llegó la estación de ferias y mercados. Los Malinder de Ledenshall, con dos sólidos carros de equipaje y una nutrida escolta, se dirigieron a Leominster con ocasión de la feria de mayo, esperando disfrutar de los puestos de venta, el aroma de las especias, la música y el entretenimiento en la calle mayor y el mercado del maíz; en la gran plaza del priorato se había colocado un mayo decorado con ramas de roble, flores y lazos.

  Richard se disponía a ocuparse de unos asuntos que tenía en el Hostal Talbot, pero antes miró a Elizabeth con una severidad poco habitual en él.

  —¿Qué ocurre? —preguntó ella.

  Con los labios apretados y expresión solemne a pesar del contento que reinaba a su alrededor, Richard la sorprendió, porque cuando ella pensaba que iba a rozarle la mejilla con la mano, aunque en público y en una calle tan abarrotada como aquella no fuese lo correcto, se limitó a recolocarle el velo. Aquel gesto tan íntimo y simple le generó un auténtico placer.

  —¿Teméis por mí? No voy a correr ningún peligro —le tranquilizó, poniendo la mano en su muñeca—. Imagino que habéis dado instrucciones a vuestros hombres de que no me pierdan de vista.

  —Nunca me lo perdonaría si os ocurriera algo.

  La felicidad en aquel momento fue tan brillante para Elizabeth como las flores del nuevo rosa mundi que tenía en el huerto de Ledenshall. Richard rara vez daba voz a sus sentimientos. ¿Alguna vez llegaría a decirle que la amaba? ¿Sentiría alguna vez esa emoción por ella, la novia a la que no quería? Su amor por él tendría que bastar, y se quedó contemplándole, viendo desaparecer sus hombros entre la gente.

  No tuvo mucho en qué ocuparse su escolta, excepto quizá en mantener a los ladronzuelos a raya o controlar a los mendigos que pedían sin cesar.

  —¡Milady, por compasión!

  Elizabeth sintió que le tiraban de la manga.

  Estaba en el patio de una posada viendo actuar a un grupo de músicos, acróbatas y bailarines itinerantes mientras tomaban una copa de cerveza que se agradecía como medio de combatir el creciente calor. Un chiquillo andrajoso y sucio, con un cabello tan enmarañado y largo que más luciría sobre el cuerpo de alguna de las ovejas Ryeland que se vendían en la calle mayor, con un sombrero calado hasta las cejas, se había agachado a su lado y le tendía las manos manchadas por alguna enfermedad. El chiquillo había despertado su compasión, y no permitió que su escolta lo alejara sin más, no sin antes ponerle un penique en la mano.

  —Milady —insistió en tirar de la manga. Elizabeth bajó la mirada y reparó en su sombrero roto—. Id al priorato y entrad por la puerta sur. Antes de mediodía.

  Eso fue todo antes de que uno de los hombres de su escolta lo apartara de un empujón propinado con la bota. ¿Debería hacer caso de un mendigo andrajoso y comido por las pulgas? ¿Quién podía querer hablar con ella y temería hacerlo en una calle a la vista de todos? La única solución para satisfacer su curiosidad era acudir, claro. Nada podía ocurrirle en suelo sagrado, con las idas y venidas de los monjes y el resto de la comunidad en un día de mercado, así que decidió dirigirse a la puerta sur.

  Allí no había nadie, que era casi lo que se esperaba, pero así al menos podría rezar una oración por el alma de Lewis.

  Alzó la mano para empujar la pesada puerta cuando una sombra cayó en la entrada a su lado. Una figura apareció y se camufló en las sombras del pórtico. Ella se volvió, alerta, y echó mano a la daga que llevaba discretamente bajo la capa.

  Con el sol perfilando su figura, reconoció al muchacho del patio de la posada.

  —¿Qué quieres de mí? —le preguntó, manteniendo firme la voz a pesar del salto que le dio el corazón cuando el muchacho se acercó. ¿Pensaría atacarla? ¿Robarla? ¿Sería un asesino enviado por sir John? Sacó la daga y su hoja brilló en las sombras.

  El muchacho siguió acercándose.

  —¿Dónde está? —preguntó Richard, buscando entre la gente del mercado de la mantequilla.

  —Ha ido al priorato, milord —contestó un hombre de su escolta.

  El temor hizo mella en Richard. Había conseguido disimular el miedo que sentía por la seguridad de David en Talgarth para calmarla a ella, pero la seguridad de Elizabeth no era un asunto baladí, y un escalofrío de alarma le recorrió la espalda.

  —¿Qué quieres de mí? —repitió Elizabeth.

  —Tierra sagrada —la voz del muchacho había perdido el tinte patético que tenía en el patio de la posada, y luego se quitó el deshecho sombrero y la piel de oveja bajo la que había ocultado su cabello oscuro—. Terreno sagrado, hermanita querida. No necesitas la daga.

  —¡David! ¡Por amor de Dios! ¿Pero qué..

  —¡Calla! —atajó, y tiró de su manga como había hecho antes para hacerla entrar en el priorato, junto a la tumba de un antiguo prior—. Las paredes oyen, al menos en Talgarth.

  —¿Qué haces aquí? —le preguntó, poniendo la mano en su brazo cubierto de suciedad—. ¿Qué ha pasado?

  —Tenía que marcharme, pero me vigilaban…

  Miró por encima del hombro hacia el altar, iluminado por unas celas.

  —¿Cómo has llegado hasta aquí?

  —Eso no importa. Basta con que haya llegado. Sé que recibiste el anillo.

  —Sí, pero tienes que…

  La puerta que quedaba a su derecha se abrió. Hubo pasos. Un movimiento de David hizo brillar la hoja del arma que portaba, y al mismo tiempo empujó a Elizabeth para que quedase a la sombra de la tumba. Pero no tardó en relajarse visiblemente e incluso en reír.

  —¡Richard!

  —Bueno, por lo menos los dos vais armados, de lo cual supongo que debería alegrarme —fue su comentario.

  Pero puso su mano en la de Elizabeth, un gesto tranquilizador que la hizo suspirar. Dejó que se quedara con la daga y que se la colgara al cinto.

  —¿Os siguen?

  —Es posible… o probable —respondió David, desafiante—. No pienso volver a Talgarth. No me importa lo que digáis.

  Elizabeth se dio cuenta de que su hermano estaba muy cerca del pánico por su modo de expresarse. Y al parecer Richard también lo percibió, porque no se opuso:

  —Quedaos aquí y esconded esa daga a menos que queráis llamar la atención. Esperad junto a la verja dentro de treinta minutos. Pasaremos por delante con el carro y nos detendremos por algún motivo… que aún no se me ha ocurrido. Subíos en él y escondeos bajo las compras. Mis hombres no os lo impedirán. Habrá ropa con la que poder disfrazaros. Y no levantéis la cabeza hasta que lleguemos a Ledenshall.

  —Así lo haré —asintió con una sonrisa que brilló en la oscuridad, y enfundó la daga—. ¡No sabéis lo agradecido que os estoy!

  —Ya me lo diréis después. Vamos, Elizabeth. Pongamos la pantomima en marcha.

  —¡Bien! Ahora contadme qué hacía el heredero de la familia De Lacy escondido en el priorato de Leominster con las ropas de un mendigo.

  De vuelta en Ledenshall y ya en el salón privado, se habían colocado sillas y taburetes en torno a una mesa redonda. David, olvidado ya el disfraz de mendigo, bien lavado y con unas ropas prestadas de Richard que le quedaban algo grandes, apuró la mitad de la jarra de un trago y se limpió la boca con el dorso de la mano.

  —Así está mejor. Pero creo que aún me pica.

  —¡Habla, David! —urgió Elizabeth.

  —¿Por dónde empiezo? —se preguntó con un gesto de cansancio. Había tristeza en sus ojos. Elizabeth le tendió las manos para ofrecerle consuelo, pero él lo rechazó para sacar de los pliegues de su túnica otra joya que de inmediato captó la luz cuando la depositó sobre la mesa. Era un colgante, diseñado para lucirse en una cadena de oro como símbolo de la posición de un hombre; un colgante voluminoso y con mucho oro en el que se habían engastado unos lustrosos zafiros.

  —¿De Lewis?

  Elizabeth lo tomó en las manos y lo que estaba sucediendo le hizo darse cuenta de que David ya no era un niño. Los hechos más recientes le habían arrebatado la juventud y la inocencia. No reconocía la joya, pero mentalmente estableció la conexión.

  —Sí. Una compra reciente —sonrió con tristeza—. Lewis tenía la ambición de un cortesano y yo lo atormentaba por ello, riéndome de él… ojalá no lo hubiera hecho.

  Elizabeth asintió.

  —Supongo que lo llevaba en nuestra boda, ¿no?

  —Sí.

  —A los zafiros se les atribuyen propiedades mágicas —murmuró, examinando la joya—, pero no pudieron preservar la vida de Lewis —e inclinándose hacia delante agarró las muñecas de su hermano—. Háblame del anillo, David.

  —Pensé que lo reconocerías. Lo encontré nada menos que en manos de Gilbert de Burcher, el comandante de la guarnición de nuestro tío.

  —¿De Burcher?

  Richard, que había permanecido en silencio hasta aquel momento, se incorporó en su silla y apartó la jarra de cerveza que no había tocado.

  —Sí, de Burcher. Cayó de su bolsa cuando la dejó a un lado junto con la túnica para un entrenamiento. No se dio cuenta de que yo la recogí y me la guardé. Tampoco ha dicho nada sobre su pérdida. Imagino que no debió tardar en darse cuenta de que no la tenía, pero no causó alboroto por ello. Quizá no se atrevió.

  —¿Un regalo de sir John por los servicios prestados? —sugirió Richard.

  —Sí. O bien Gilbert se lo quedó porque tenía mucho menos valor que el resto de gemas. Puede que pensara que su señor no lo echaría de menos —David frunció el ceño—. Otra cosa: de Burcher posee ahora recursos económicos que antes no tenía. Se dedica a jugar sin reparos.

  —Y si no recuerdo mal —añadió Richard—, sir Gilbert estuvo aquí con sir John para la boda.

  —¿Creéis que obedecería las órdenes de sir John… hasta el punto de llegar al asesinato? —preguntó Elizabeth, a lo que Richard contestó sin vacilar.

  —Lo conozco, y es un gran soldado, pero sin compasión alguna. Creo que habría sido capaz de hacerlo sin remordimientos.

  —Estoy de acuerdo —dijo David—. Vendería su alma al mejor postor, y seguiría las órdenes de sir John aunque lo llevasen al mismísimo infierno.

  —Y este colgante —Elizabeth lo retenía en la mano como prenda de su hermano—, ¿cómo llegó a tus manos?

  —Fue cosa de Ellen. Al parecer lo encontró en Talgarth, pero no quiso decirme dónde.

  —En posesión de sir John —dijo Elizabeth—, o al menos eso decía en la carta que me envió junto con el broche. Supongo que provienen del mismo sitio.

  —Sí. Es muy desdichada, aunque lo oculta bien. Me ayudó a escapar para que pudiera alejarme de Talgarth. No sé lo que sospecha, pero quería que me fuese. Con su colaboración conseguí esconderme en un carro —David se frotó el hombro. Los caminos eran malos—. Esperaba ver a hombres vuestros en la feria. No me imaginaba que te encontraría directamente a ti —tomó otro trago y miró a su hermana con preocupación—. Espero que no culpen a Ellen de mi desaparición. Sir John puede tener mano dura. Desde luego puede declararse inocente y atribuir mi fuga a mi mala cabeza, o a que soy un malcriado.

  —Quizá —Elizabeth intentó sonreír—. ¿Crees que Ellen declararía en contra de sir John?

  David se echó a reír con aspereza.

  —¡Por supuesto que no! No sobreviviría.

  —Quizá quiera hacerlo si se trata de un asesinato. ¡Yo lo haría!

  —¡Apuesto a que sí!

  —¡Y yo! —se unió Richard—. Creo que debes aceptar que Ellen seguirá obedeciendo las exigencias de sir John. No todas las esposas son tan resueltas como tú.

  Elizabeth sintió que la sangre se la agolpaba en las mejillas.

  —¿Por qué estabas tan enfermo cuando estuvimos en Talgarth?

  —Yo también le he estado dando vueltas a eso. No duró mucho, pero tuve mucha fiebre y tenía la cabeza aturdida. Me recuperé sorprendentemente rápido tras vuestra partida. Maese Capel dijo que eran los humores de mi cuerpo, y que sus pociones los habían reordenado —hizo una mueca al recordar—. Creo que no querían que hablase con vosotros.

  —Eso pensamos —respondió Richard mientras analizaba las palabras del muchacho.

  —Hay algo más, Elizabeth: maese Capel quería saber el día y la hora de tu nacimiento.

  Ella lo miró sorprendida.

  —¿Y se los diste?

  David frunció el ceño, incómodo.

  —Sí. La pregunta me tomó por sorpresa y no vi razón para no decírselo, aunque ahora desearía no haberlo hecho. No sé para qué podría querer saberlo, aunque ¿quién sabe lo que hace ese hombre en sus habitaciones? Puede que sea cosa de mi imaginación nada más.

  —Eso espero —los pensamientos de Elizabeth iban a toda velocidad, pero no quería hablar de ello. No quería preocupar a Richard—. Dudo que tenga importancia. A lo mejor está reuniendo la historia de la familia para engrandecer a sir John —se volvió hacia Richard, que la miraba en silencio y pensativo. Claro que él no podía ver las implicaciones de todo aquello con tanta claridad como ella—. ¿Qué vamos a hacer ahora?

  —¿Hacer?

  Richard alzó la cara como si pudiera leerle el pensamiento.

  —Contra sir John.

  —No podemos hacer nada dentro de la ley —respondió—. Sir John negará todas nuestras acusaciones y nadie podrá dar testimonio directo del crimen.

  —Sí, pero…

  —Elizabeth —suspiró—, ya hemos tenido antes esta misma conversación, y no tiene sentido que volvamos sobre ella. Ya conocéis mi opinión. Las noticias que nos ha traído David han servido para corroborar lo que pensábamos, pero no cambian en nada la situación. Ante la ley estamos sin argumentos.

  Ella miró hacia otro lado. Aquella situación se interponía entre ellos.

  Richard se levantó, puso las manos con suavidad sobre sus hombros para comunicarle su calor, pero su rostro siguió impasible.

  —Os dejaré solos para que podáis idear toda clase de malvados castigos contra sir John, pero yo no quiero formar pare de ellos y haré todo lo que esté en mi poder para impedir que podáis tomar una decisión que os ponga en peligro o que pueda arrastrar a la Marca a un enfrentamiento armado —miró entonces a David—. Espero que puedas transmitirle buen juicio a la situación, David. Tu hermana, comprensiblemente, está más inclinada a los extremos.

  Y salió de la habitación dejando a Elizabeth rota entre la culpa y su propia terquedad y frustración.

  —Tiene razón y lo sabes —dijo—. No podemos hacer nada contra sir John.

  —¿Perdonarás la muerte de Lewis? —espetó, intolerante, pero inmediatamente lamentó haberle hecho semejante acusación.

  —Por supuesto que no. ¿Acaso necesitas preguntarlo?

  —No, pero creo que deberíamos…

  —No pienso tomar parte en un asesinato, o en lo que sea que andas pensando.

  —¡Eres tan testarudo como Richard! —le acusó, pero sonrió al fin.

  —Y yo pensé que me recibirías en Ledenshall con cariño. ¿Cómo se me habría ocurrido esperar algo así?

  Elizabeth se levantó con intención de apagar las velas, pero David la detuvo.

  —Una cosa más.

  —¿De qué se trata?

  —Cuando maese Capel me preguntó el día de tu nacimiento, también me preguntó por el de Richard. No lo sabía, así que no pude decírselo. Creía que debía decírtelo.

  Elizabeth se olvidó de las velas y sus temores cobraron forma.

  —Sí. Has hecho bien.

  Pero no dijo nada. No tenía sentido asustar más a David.

  Elizabeth acudió de inmediato al pozo de sabiduría que era Jane Bringsty.

  —Jane, si quisieras practicar los secretos de la astrología y pretendieras realizar una carta astral…

  A pesar de lo tardío de la hora, Jane estaba ocupada doblando prendas de Elizabeth para colocarlas en una prensa de ropa, pero al oír sus palabras se quedó inmóvil.

  —¿Queréis que lo haga, milady?

  —No, pero si tuvieras que hacerlo, ¿necesitarías el día y la hora del nacimiento?

  —Sí. Para determinar bajo la influencia de qué planeta nació el interesado.

  —¿Y para qué serviría esa carta?

  —Bueno… la verdad es que yo lo he hecho en contadas ocasiones —Elizabeth se sorprendió de saber que alguna vez sí que lo había hecho—, y desde luego no recientemente, pero lo haría para descubrir vuestro estado de salud. Mental y corporal. El efecto de los planetas en vuestra vida y temperamento. Y también lo usaría para…

  Pero no terminó la frase y frunció el ceño.

  —¿Cómo?

  A Elizabeth le costaba trabajo respirar. ¿Confiaría Jane sus peores temores?

  —Para conjurar el día y la hora de vuestra muerte —le dijo con inquietante franqueza.

  Elizabeth se limitó a asentir.

  —Eso pensaba yo.

  Así que el nigromante de sir John se atrevía con la astrología, ¿eh? ¿Con qué fin? ¿Para qué querría el día y la hora de nacimiento de Richard y la suya? No le gustaba la dirección de sus pensamientos, ni tampoco podía compartir con nadie sus preocupaciones. No iba a hablarle de ello a Richard, porque ya había motivos suficientes de fricción entre ellos.

  Y en cuanto a sir John… para ella tenía las manos manchadas de sangre. Si Richard y David no estaban dispuestos a ayudarla, sería ella misma quien buscara el modo de castigarle. Tenía paciencia. Esperaría que llegase el momento adecuado y lo tendría todo planeado para ese instante. Nada de pociones secretas ni de encantamientos de dudoso efecto, como le aconsejaría Jane. Sir John debía responder de su despreciable crimen en público.

  Pero debía extremar las precauciones. Tenía que encontrar el modo de hacerlo que no avergonzase a Richard. «Jamás me lo perdonaría si os ocurriera algo», había dicho, una declaración de un marido posesivo a su esposa, pero sin la carga del amor. Ella llevaba esa carga por decisión propia, con alegría, a pesar del dolor que se le emparejaba. Con todo el peso de esa emoción en su alma, podía repetir las palabras de Richard. Su marido no debía verse implicado: nunca se lo perdonaría si alguna acción suya pudiera acarrear una condena para él. No la amaba, pero su amor por él coloreaba todas las decisiones que tomaba. Richard no debía sufrir por ningún acto suyo.