Dos
Elizabeth de Lacy permanecía de pie al otro lado de la puerta claveteada de la cámara privada de la priora, entretenida en colocar los pliegues de su hábito y la toca de novicia. Había sido convocada a sus aposentos y estaba muy nerviosa, aunque no podía adivinar qué pecado habría cometido por el que ya no hubiera sido castigada. Llamó con suavidad. Una vez recibida la orden de entrar se detuvo en el umbral, mirando primero sorprendida y después con desconfianza.
—Pasad, hermana Elizabeth.
Obedeció a aquella voz serena y bien modulada. Se inclinó primero ante la priora con las manos ocultas tras su hábito y la mirada baja, antes de dedicarle una reverencia a su tío, sir John de Lacy.
Elizabeth no prestó atención al elegante gusto y comodidades que había en aquella habitación, completamente distinta a las celdas del priorato en las que ella vivía. Toda su atención estaba puesta en el hombre que permanecía de pie junto a la silla de la priora. Y al segundo hombre que también de pie permanecía un paso más atrás. ¿Qué pasaba allí?
—Tenéis visita, hermana Elizabeth.
Elizabeth sintió el poder de su presencia cuando la miró. La energía de su tío llenaba la estancia, aunque no su persona. De estatura media, delgado, fibroso, con el pelo oscuro y los ojos azules que hablaban de la sangre galesa que corría en la familia De Lacy durante generaciones, sir John irradiaba fuerza controlada. Su expresión denotaba impaciencia, oculta tras una máscara deliberada de impasividad.
—Tenéis buen aspecto, sobrina.
Elizabeth inclinó la cabeza con arrogancia por toda respuesta, su única protección contra aquellos ojos de penetrante mirada. Sabía bien cuál debía ser su aspecto y no podía ofrecer una imagen agradable a la vista, con aquel hábito negro que le robaba el escaso color que le quedaba a sus mejillas, aún más evidente sin la protección del velo. No pensaba sonreír, ni tampoco darle la bienvenida.
Tampoco iba a reconocer la presencia del hombre que había acompañado a su tío, Nicholas Capel. Alto, impresionante con su mata de pelo hasta el hombro, la suya era una presencia habitual el Talgarth. ¿Qué función desempeñaría para su tío? ¿La de consejero? ¿La de sirviente? Tenía la impresión de que aquel hombre no serviría a nadie más que a sí mismo. Se decía que era sacerdote, expulsado por haber cometido pecados inconfesables, pero en su opinión era un nigromante que servía al diablo. Vestido de negro de la cabeza a los pies, sus ojos sin fondo la despojaron de cuanto llevaba excepto de la carne que cubría sus huesos. Se estremeció.
—He tomado una decisión en lo que respecta a vuestro futuro, Elizabeth.
El corazón le dio un salto en el pecho, bajo aquel tejido negro y basto que le irritaba la piel. Un inesperado rayo de esperanza la atravesó, y tuvo la impresión de que todos los presentes lo notaron, pero no permitió que se mostrase en su expresión.
—¿Y qué decisión habéis tomado, sir John?
—Vais a volver a casa —Elizabeth miró brevemente a la priora, pero no encontró nada en ella—. Bueno, no exactamente a casa, pero sí vais a dejar el priorato.
—Entiendo.
Pero no entendía nada.
Alguien llamó con suavidad a la puerta y abrió. Era un joven que consiguió devolver a Elizabeth por primera vez el color que tanto tiempo hacía que había perdido.
—¡David! No sabía que estabas aquí.
—Es que estaba ocupándome de los caballos…
En otro momento habría acudido de inmediato a saludarlo. En otro momento se habría echado en los brazos del hermano que había criado desde la niñez, apretándolo contra su pecho. En otro momento el placer de contemplar sus facciones, su expresión familiar y risueña le habría hecho reír, besándolo en la mejilla y alborotándole el pelo. Pero bajo la severa mirada de la priora, la desconfianza de su tío y la mirada siniestra de Capel, no se movió de donde estaba y esperó.
—¡Elizabeth! —exclamó, y olvidando todo protocolo, acudió a su lado para tomarla por los hombros y besarla en la mejilla. Luego la estudió atentamente con sus ojos azules tan De Lacy—. No podía dejar de aprovechar la ocasión de verte.
—Tienes buen aspecto. ¿Qué tal está Lewis?
—¿Y cuándo no le va bien a nuestro hermano? ¿Te ha contado ya sir John?
—No. No me ha contado nada —respondió, apretándole las manos con fuerza antes de soltarlo. Sería demasiado fácil dejarse llevar por las emociones y no debía mostrar sus debilidades. Aún no le habían hablado de cuál era el plan que tenían reservado para ella—. ¿Qué queréis de mí, tío? —le preguntó volviéndose a sir John—. ¿Por qué he de volver a casa… o no volver exactamente?
Mejor saberlo cuanto antes, por desagradable que pudiera ser la respuesta.
—Mi hija Maude ha muerto.
—Lo sé —su expresión se suavizó un poco—. Lo hemos sabido, y lo siento mucho.
La priora intervino rápidamente.
—No estamos tan encerradas aquí como para no enterarnos de nada de cuanto ocurre. Ofrecimos ya nuestras plegarias al señor por el alma de esa criaturita, sir John.
Él asintió, pero continuó dirigiéndose a su sobrina.
—Es mi intención que ocupéis el lugar de Maude en el enlace acordado con lord Richard Malinder de Ledenshall, y seáis vos quien honréis el contrato nupcial.
Elizabeth contuvo el aliento. Qué sorpresa. Se había librado de las garras de Llanwardine pero ¿a qué precio? Volvía a ser una pieza en la partida de ajedrez que De Lacy mantenía para obtener aún más poder en La Marca.
—Debería habérmelo imaginado ¿verdad? Vuelvo a ser una novia, pero esta vez voy a casarme con un partidario de la casa de Lancaster y no de la de York. Voy a casarme con el enemigo. Vuestros ardides parecen haberse vuelto más arteros, tío.
Ignoró la tos ahogada de su hermano y clavó la mirada en sir John, que parecía rojo de ira. Preferiría no airear sus diferencias ante lady Isabel, pero ¿qué más daba ya?
—Encontraréis que Malinder es una posibilidad mucho más agradable que sir Owain. Su política no ha de preocuparos —replicó, dejando claro que no iba a tolerar desobediencia o que siguiera aireando los trapos sucios de la familia—. Tendréis escolta desde aquí a Ledenshall, el hogar de Malinder.
—De modo que no voy a poder ir antes a casa, a Bishop’s Pyon.
—Tío —intervino David—, ¿no creéis que sería más adecuado…
—Es mejor que viajéis directamente a vuestro nuevo hogar, milady —dijo Capel en tono conciliador—. La ceremonia puede celebrarse en cuanto lleguéis.
«¿Mejor para quién?», se preguntó.
Elizabeth se limitó a bajar la mirada. ¿Qué opinión le merecía aquel inesperado cambio? Meses atrás apenas le había costado el tiempo de pestañear rechazar la proposición de casarse con sir Owain Thomas, aun a riesgo de molestar a su tío. Pero en aquel momento llevaba ya cierto tiempo en Llanwardine, y había aprendido una dura lección. Aquella nueva proposición sería sin duda mejor, más satisfactoria que la vida que llevaba allí. Muchas veces había llegado a pensar que cualquier vida sería mejor que aquella, por ejemplo cuando la llamada a primas la arrancaba de la cama y la llevaba a la gélida capilla. Cuando las manos se le quedaba agarrotadas de frío al cavar en el hielo para extraer las últimas raíces del invierno en el huerto.
Pero Richard Malinder… ¿qué sabía de él? Corrían innumerables rumores acerca de él, de su creciente autoridad, del poder cada vez mayor de su espada y de su puño en nombre del rey Enrique, de la casa de Lancaster. Malinder el Negro, que había perdido a su primera esposa en un embarazo que se había llevado por delante a la mujer y al niño. ¿Quería casarse con ese hombre? Era el enemigo. Un partidario de Lancaster, que apoyaba al hombre que reclamaba sus derechos al trono con el nombre de Enrique IV, mientras que a ella la habían criado para seguir a la otra línea sanguínea, la de los Plantagenet, la casa de York. ¿Qué resultaría de casarse con un hombre cuyas inclinaciones políticas se oponían frontalmente a las suyas? La angustia creció. ¿Insistiría en que cambiase sus alianzas? Y de ser así, ¿podría hacerlo?
Otra idea se le vino a la cabeza. Lo llamaban Malinder el Negro. ¿Sería suyo el hermoso rostro que había visto dibujarse en el agua? ¿Sería él uno de los hombres morenos que habían aparecido en la predicción de Jane y que podía ser igualmente amigo o enemigo? No había modo de saberlo. Los hombres de su vida eran todos morenos: sus hermanos Lewis y David. El propio sir John. Incluso aquella temible criatura llamada Nicholas Capel, que en aquel momento le sonreía como si fuera capaz de leer incluso en su alma. La lectura de Jane no le había dado ninguna pista.
Debía decidir si quería aquel matrimonio y decidirlo ya. Sir John ya la miraba frunciendo el ceño. Bien, ¿por qué no aceptar la oferta? Todos los hombres eran ambiciosos y egoístas, unos seres en los que no se podía confiar. Richard Malinder solo la querría como garante de la paz entre dos familias que potencialmente podían enfrentarse en la Marca. Y para que le diera un heredero a la casa Malinder, por supuesto. Eso podría aceptarlo. Al menos no era una cáscara seca, ni tan viejo como otros. Al final resultó ser una decisión simple. Aquel matrimonio iba a proporcionarle los medios necesarios para salir de allí, la llave de una puerta cerrada a cal y canto, y el destino quizá quisiera ofrecerle otra oportunidad antes de que el casamiento llegase a puerto, encadenándola de por vida a reglas y forzada obediencia. Podría poner punto final al control de sir John sobre su vida. ¡Y que la Virgen la asistiera, porque iba a hacerlo! Conceder su mano en matrimonio al señor de Ledenshall le daría posición, autoridad, cierta independencia y una vía de escape para su cautiverio.
Al final iba a ser la decisión más fácil de cuantas había tomado.
—Muy bien, sir John. Me casaré con Richard Malinder.
Sir John sonrió satisfecho.
—Sea.
—¿Y él ha… aceptado mi mano, señor?
Tenía que preguntárselo. Necesitaba saber cuál había sido su reacción ante la posibilidad de tenerla a ella como esposa en lugar de a su prima Maude.
—Aún no está todo acordado, pero no habrá dificultad alguna. Os aceptará. Vuestra dote será tan abundante que sería una locura rechazaros.
«Aún no se lo has dicho, ¿verdad? ¡Ni siquiera lo sabe!»
—En ese caso, por supuesto que aceptará, si vos habéis dispuesto comprar su decisión —la inexplicable esperanza que había albergado de que Richard Malinder pudiera quererla por ella misma murió en su pecho—. Qué absurdo ha sido habéroslo preguntado.
Una vez se hubieron marchado las visitas, Elizabeth quedó a solas con su tía abuela.
—Tenéis muchos talentos y dones que ofrecer a Richard Malinder —le aseguró lady Isabel.
—¿Talentos? ¿Dones? Jamás he tenido prueba de ello. Mi padre no mostró afecto alguno por mí, y Owain Thomas me quería por mi sangre Lacy —Elizabeth tragó saliva para ahogar la conmiseración que amenazaba con desbordarla. No estaba dispuesta a dejarse llevar por ella—. Y ahora solo me aceptan como sustituta. Sustituta de la esposa fallecida para lord Malinder. De mi prima Maude. No por mi persona —la respuesta sonó temperamental—. ¿Qué felicidad puedo esperar, o qué tolerancia al menos en un matrimonio donde ya somos enemigos antes de ponernos los anillos?
—Siempre hay esperanza —la priora era una mujer severa, pero percibía cierta comprensión—. Antes de que nos dejéis, quiero deciros algo y quiero que me escuchéis con atención: si alguna vez os encontráis necesitada de ayuda, ya sabéis dónde podéis buscar refugio. Ahora mismo la zona está tranquila, pero me temo que no siempre será así. Si vuelve a declararse la guerra entre York y Lancaster, os encontraréis en el ojo del huracán, como todos. Si el peligro es grande, vos y los vuestros siempre seréis bienvenidos aquí. No lo dudéis. Pronto sonará la campana de tercias. Rezaremos un ave maría porque lleguéis con bien a Ledenshall.
Algunos días más tarde, el ruido de cascos de caballos sobre las piedras del patio hizo que Richard Malinder abandonara los documentos que estaba examinando para acercarse a la ventana. Lo que vio abajo le hizo sonreír encantado, una expresión que no se prodigaba demasiado en el rostro del señor de Ledenshall. Bajó las escaleras de dos en dos para dar la bienvenida a los Malinder Rojos, a la cabeza de quienes iba un hombre que desmontó y se volvió a ayudar a una dama a desmontar entre palabras de ánimo. Parte de la escolta comenzó a llevarse los caballos a otro lado, mientras otros se ocupaban de descargar el equipaje cargado en los animales y en una pequeña carreta.
—¡Rob! ¿Venís pensando en quedaros? —preguntó sorprendido al ver aquel montón de cajas y paquetes que se iba reuniendo sobre las piedras del patio.
—He venido para la boda —respondió sonriendo Robert Malinder, apodado el Rojo por su pelo, y se volvió de mal humor a la mujer que iba detrás, le sacó el pie del estribo y le dijo de malos modos si pensaba bajar del caballo antes del anochecer.
—Las noticias viajan rápido —se sorprendió Richard—. ¡Según parece, os habéis enterado del evento antes que yo!
Los primos se estrecharon la mano derecha en reconocimiento de parentesco, amistad y alianzas políticas. Robert Malinder. Alto, fornido, pelirrojo y de ojos verdes. Blanco de piel, aunque en aquel momento estuviera un tanto roja por el frío. No se parecía a los Malinder de Ledenshall excepto en su estatura y corpulencia, pero era inconfundiblemente uno de los Malinder Rojos de Moccas.
—Siempre es bueno para nosotros saber lo que los De Lacy andan tramando —explicó Robert sin necesidad—. Y tenemos nuestras fuentes —dudó solo un instante—. Hemos lamentado enterarnos de la muerte de Maude.
Antes de que pudiera elaborar una respuesta que no le comprometiera, su atención quedó atrapada en otra cosa.
Y bien, mi querido Richard. ¿Es que no piensas darme la bienvenida, cuando he hecho tan largo viaje solo para verte?
Notó un roce suave en el brazo y se volvió con una sonrisa de bienvenida. Por un momento el estómago se le hizo un nudo y su sonrisa se marchitó. ¡Gwladys! La imagen de su esposa lo llenó todo antes de que el sentido común y la brutal realidad tomasen el control. Claro que no era ella. Gwladys estaba muerta. Parpadeó varias veces mirando el rostro que tenía a la altura del hombro y se sintió ridículo. Ojalá la muchacha no hubiera notado su reacción inicial. Pero el parecido estaba allí, tan fuerte que le resultaba incómodo: cabello rubio cobrizo delicadamente recogido, oculto en su mayor parte por la capucha de la capa de viaje. Los mismos ojos verdes como esmeraldas realzados por largas pestañas. Cejas bien perfiladas, nariz recta y piel inmaculada. Crema y rosa en comparación con las mejillas enrojecidas de Robert. Anne Malinder era una belleza y Gwladys y ella eran primas, compartiendo ambas los rasgos de la familia.
—Anne. No había vuelto a veros desde… —desde su boda, cuando no tenía ojos más que para su esposa y ella era aún solo una damita de honor en la celebración—. ¡Desde antes de que crecieras!
Richard, molesto por carecer de una bienvenida adecuada, examinaba a la hermana de Robert cuya cabeza le alcanzaba ya por el hombro.
—Pues ya veis: he crecido lo suficiente para casarme —respondió, y sus espesas pestañas cubrieron el brillo de sus ojos—. He convencido a mi hermano para que me trajese con él porque se me ocurrió pensar que tu nueva esposa quizá necesite un poco de compañía femenina. Y no la de un aya, aunque creo que es unos cuantos años mayor que yo.
—Ha sido un pensamiento muy considerado.
—Claro. Debemos darle la bienvenida aunque sea partidaria de los de York y un poco mayor para casarse —declaró, ladeando la cabeza. Sus ojos verdes brillaron como dos piedras preciosas.
Richard la miró frunciendo el ceño, pero el rostro de la chiquilla brillaba de inocente complacencia. Seguía teniendo la mano en su brazo y se dio cuenta de que hasta las manos eran como las de Gwladys: pequeñas, delgadas, hechas para lucir hermosos anillos. Se agachó y la besó en las mejillas.
—Bienvenida a Ledenshall, Anne.
—No me ha quedado más remedio que traerla —protestó Robert. Los caballos y los hombres de armas por fin se habían dispersado en busca de calor y un poco de comodidad después del viaje, una vez colocado todo el equipaje en su sitio con rápida eficacia. Los primos, después de admirar la calidad de los animales de monta de Malinder entraron también al salón principal.
—No importa.
Lord Richard pidió a una criada que les llevase más cerveza, pan y carne.
—Es que me amenazó con venir sola si yo no estaba dispuesto a acompañarla y no dejó de darle la lata a nuestra madre hasta que accedió. Anne puede ser una verdadera molestia cuando se aburre o cuando se le niega algo —Robert se quitó guantes y capa, los dejó en un banco y comenzó a soltar el cinturón con el que se ceñía la espada, no sin maldecir sonoramente sus torpes y congeladas manos—. Supongo que se aburre al no tener compañía femenina de su edad. Y con la promesa de una boda en el horizonte… bueno, que he tenido que traérmela —sacudió las botas dando unas patadas contra el suelo—. ¡Hace un tiempo detestable para viajar!
—Tendrá toda la compañía que quiera durante los próximos días.
Recuperado tras la sorpresa inicial de verla, había podido relegar la incomodidad a un rincón. Llenó la jarra de cerveza de Robert, que se la bebió encantado. Un vapor blanquecino empezaba a brotar de sus ropas y sus botas húmedas.
—Esto está mejor —dijo, pasándose la mano por la cara.
La criada llegó con platos de comida y añadió un poco más de leña al fuego. El perro volvió a tumbarse junto al hogar, una vez pasada la excitación de los recién llegados.
—¿Habéis tenido un viaje tranquilo?
—Mucho —con el dorso de la mano se limpió la boca—. Los galeses parecen tranquilos por una vez. Y con este tiempo… nadie se mueve.
—Descansad un rato los pies.
Robert masculló algo mientras seguía bebiendo junto al fuego. Luego, se dejó caer en una silla y puso los pies en un escabel.
—Vamos, contádmelo todo. Así que vais a aliaros con los De Lacy, a pesar de la muerte de Maude.
—Sí. Voy a casarme con la sobrina de sir John.
Richard clavó la mirada en su jarra de cerveza. El nombre de Elizabeth de Lacy había sustituido rápidamente al de Maude en el contrato nupcial. En interés de la paz en la Marca, el matrimonio Malinder-De Lacy se mantendría si él, Richard Malinder, accedía a ello. Respiró hondo. Sir John era un hombre obsesionado por su ambición, y en cuanto al maestro Capel, sus ojos de obsidiana habían brillado con un interés conspirador durante todo el proceso, y aunque había permanecido en silencio y se había mostrado deferente respecto a los protagonistas del acto, había algo en él que le producía repulsa.
—Supongo que sabéis dónde os metéis.
—Eso espero —respondió manteniendo el tono ligero de voz—. Y sí, he oído los rumores, pero no es posible que sea tan mala como se dice. Antes no la quise; es más: juré que no tendría nada que ver con ella, pero he cambiado de parecer. Sir John está entusiasmado y no he visto razón por la que retrasar todo el proceso.
—Siempre y cuando mantengáis los ojos y los oídos bien abiertos en cuanto a las intenciones de De Lacy —le aconsejó Robert, de pronto muy serio—. Tened vigilada vuestra espalda. Sir John debe tener un motivo ulterior… siempre lo tiene. ¿Cuándo va a tener lugar la ceremonia?
—Pronto. Ella vendrá directamente aquí desde el priorato de Llanwardine. Es de buena familia, tiene edad suficiente para casarse y ha sido criada para ser una competente castellana. Es la clase de mujer perfecta para mí porque necesito un heredero. Y además está extraordinariamente bien dotada.
Miró a su primo con un inesperado brillo divertido en la mirada, atravesó la habitación, abrió la tapa de un pesado cofre de roble y rebuscó en su interior hasta encontrar un rollo de antiguo y desgastado pergamino, que desenrolló y alisó sobre la mesa sujetándolo con una jarra y la mano. Luego, apoyándose sobre la mesa, leyó detenidamente hasta encontrar el párrafo que buscaba.
—Venid a ver esto, Rob.
Lo que le mostraba era un mapa de tosco trazado y tinta que ya había ido perdiendo el color que representaba la extensión de las posesiones de la familia Malider. Resultaban formidables vistas así, representadas en aquella tinta azul índigo. Por un lado estaban las tierras de los Malinder Negros, que formaban un sólido bloque en la Marca central y oriental, con Ledenshall situado hacia la frontera occidental. Y luego las adquisiciones de sus primos pelirrojos, principalmente al sur de Gales. Los Malinder eran una familia poderosa.
—Es formidable —corroboró Robert—. Malinder Negros y Rojos unidos.
—Lo es. Y por eso resulta comprensible que de Lacy tema nuestra influencia y desee congraciarse con nosotros. Pero fijaos en la dote de la muchacha. Sir John dice que sus títulos provienen de la línea materna de su familia, los Vaughan de Treetower, una familia con importantes conexiones en la Marca, y esas propiedades quedarían incorporadas a las nuestras —Richard se refería a los territorios estipulados en el contrato matrimonial y señaló la ubicación de esas tierras—. Aquí, y aquí también. Y esta franja de terreno —fue pasando el dedo por las tierras que aportaría su futura mujer—. Yo diría que sir John los ha elegido cuidadosamente —añadió, pensativo.
Robert asintió. Si las tierras de Elizabeth iban a quedar incorporadas a las de los Malinder, Richard sería dueño de un territorio compacto, casi un bloque sin fisuras.
—Más que generosa la dote.
—¿Demasiado, quizá? —Richard se incorporó y dejó que el pergamino volviera a enrollarse antes de guardarlo en el cofre. Luego se sentó sobre la tapa y apoyando los antebrazos en las piernas, miró a su primo—. A mí me parece un movimiento bastante irreflexivo. Consolidar mi poder de ese modo en la zona central de la Marca a expensas del suyo propio… sir John no es tonto. ¿Por qué lo habrá hecho entonces? ¿Porque valora mis encantos y quiere verme sentado a la mesa de su familia?
Robert gruñó.
—No se me ocurre nada menos probable.
—Ni a mí. Ha puesto mucho empeño en convencerme de que acepte su propuesta, y es mucho más ventajosa para mí que cuando accedí a casarme con Maude. ¿Por qué?
—¿Tantas ganas tendrá de quitarse de encima a la chica?
—No. No lo creo —Richard se pasó las manos por el pelo y las entrelazó sobre la nuca, y se contempló las piernas cruzadas frunciendo el ceño, casi como si ellas pudieran ofrecerle la respuesta que buscaba—. Si el problema fuese la chica en sí, ¿por qué no dejarla sin más en el priorato de Llanwardine donde solo pueda ser irritante para la priora? No. Sir John tiene algo en mente y para ello necesita aliarse conmigo. ¿Lo hará para que no preste demasiada atención a lo que hace él en la Marca? Podría haber comprado mi aquiescencia con mucho menos, ya que no tengo disputas abiertas con él a menos que se extralimite y a pesar de su alianza con la casa de York, de modo que no hay nada que no esté contemplando —el sol arrancó un destello a sus ojos al volver la cabeza—. Lo que sí tengo claro es que sir John considera a Elizabeth y sus propiedades como el cebo del cepo.
—¿Y vos sois la rata inocente?
Robert apoyó la cadera contra el borde de la mesa y se echó al coleto la jarra de cerveza.
—Mm… no tan inconsciente. Pero ¿cuál es la trampa? Eso es lo que no soy capaz de discernir.
—Como os dije antes, primo… habéis de tener ojos en la nuca.
—Es lo que pienso hacer, porque hay otra pregunta: ¿creéis que el queso que piensa colocar para cazar a la rata, es decir, la propia Elizabeth de Lacy, desconoce este ardid? ¿O acaso es parte interesada en el oscuro y siniestro plan de sir John?
Richard dejó su propia pregunta vagar en el aire. Nunca se había sentido inclinado a tales trapisondas, y sin embargo había de reconocer que el matrimonio presentaba grandes ventajas para él. Una esposa con un unas envidiables posesiones… siempre que se mantuviese alerta, no correría peligro. Y si la muchacha no era soportable o medianamente atractiva, ¿le importaría mucho? Siempre y cuando fuese capaz de llevar las riendas de Ledenshall en su ausencia y traer al mundo a sus vástagos, resultaría una esposa aceptable.
—Me sorprende que os planteéis sellar una alianza con una familia que estaría dispuesta a arrancar al rey Enrique del trono y poner en su lugar al duque de York —comentó Robert.
—En mi opinión eso sería incluso ventajoso, Rob. Mejor tener una ventana por la que espiar a nuestros enemigos a que nos pillen desprevenidos, de modo que si resulta ser cierto que sir John está conspirando contra mí…
—Y Elizabeth de Lacy va a ser esa ventana.
—¿Por qué no?
—La joven cuenta con mis simpatías —Robert brindó con su jarra—. Objeto de intriga desde ambos lados de la alianza.
Richard se levantó para llenársela.
—Dudo que lleguemos a eso, pero basta de maquinaciones por hoy. El contrato ya está firmado. La dama parece considerar el casamiento conmigo preferible a pasarse la vida en un convento o en brazos de Owain Thomas, así que debería sentirme halagado y honrado —declamó con un toque de acero en la mirada y en la voz—, siempre y cuando sea consciente de que una vez que cruce ese umbral, su lealtad deberá ser para conmigo y no para su familia. No toleraré que participe en la política de la familia De Lacy.
Robert alzó de nuevo su jarra.
—Entonces, si ya estáis decidido, bebamos por el éxito de esta nueva empresa.
Richard alzó su jarra.
—¡Amén! ¡A la salud de mi fructífera unión con Elizabeth de Lacy!