Ocho
Elizabeth y Jane estaban en el rincón entre las nuevas habitaciones y el muro exterior original del castillo. Aun con el frío que hacía aquella mañana de marzo, era obvio que aquello había sido un jardín huerto con sus surcos paralelos, sus estrechos caminos y empedrados.
—Alguien en este castillo debió tener algo más que un interés pasajero. Fíjate en esto —la nueva señora de Ledenshall inspeccionaba un frutal en espaldera que crecía sobre la pared más protegida de aquel espacio—. Creo que es un melocotonero. Pero ahora todo está salvaje y abandonado.
Todo estaba asfixiado por las malas hierbas.
—Lady Gwladys desde luego, no —comentó Jane.
¡Gwladys! Elizabeth sintió la acostumbrada punzada de celos en el corazón. La incomparable Gwladys. Pero se encogió de hombros.
—Bien. Así que las plantas no despertaban su interés.
—Se dice que pocas cosas lo despertaban. Dicen que…
Pero se detuvo.
—¿Qué más se dice de ella?
—No mucho. Que era bastante bonita —Jane hizo una mueca de disgusto—. Lo cierto es que no son dados a las habladurías aquí. Si queréis saber algo más de lady Gwladys, tendréis que preguntárselo a lord Malinder.
—Puede que lo haga.
Elizabeth se dispuso a deambular por los caminos casi desdibujados, sorteando charcos, consciente de que tenía un temblor de inquietud en el vientre.
Lady Anne entró con paso elegante en el recuadro para unirse a ellas pero se detuvo al borde de los bancales, alzándose las faldas con un delicioso mohín de desagrado. La piel oscura que lucía en torno al cuello suavizaba sus facciones e iluminaba su cabello. Era, sin duda, una joven muy bella.
—Ah, estáis aquí. No sabía a quién pertenecían las voces. ¿Qué se os ha perdido aquí? —preguntó, contemplando los charcos y el barro—. ¿Qué estáis haciendo?
—Planeando poner en marcha un huerto.
Elizabeth dio la vuelta para salir. Anne había aguado el placer que se disponía a disfrutar.
—Debéis esperar a que Richard vuelva —dijo ella.
—Sí, claro.
—Mi querida Elizabeth… —adoptó un tono y un gesto encantador—, no debéis estropearos las manos —dijo, mostrando sus dedos largos y elegantes—. A Richard le gusta que una mujer tenga las manos suaves y femeninas. Me lo ha dicho.
—En ese caso, debería tener cuidado, ¿verdad? Quizás estaría bien que no saliera de casa.
—Desde luego contribuiría —respondió muy seria—. Pero ya traíais las manos destrozadas de Llanwardine, si no recuerdo mal.
Elizabeth se resistió a ocultarlas en los pliegues de sus faldas, que había sido su primer instinto.
—Es posible que Richard vuelva esta misma semana, y disfrutará de un poco de compañía femenina después de pasar días y días de marcha por la Marca, todo lleno de polvo, piojos y compañía masculina —Anne arrugó la nariz—. ¿Cantáis, Elizabeth?
—No.
—¿Tocáis el laúd, quizá?
—No.
Sabía hacer ambas cosas y bastante bien, pero no estaba dispuesta a competir.
—Yo hago las dos cosas, por supuesto. Mi madre consideraba que eran aptitudes esenciales en una dama que desease hacer de su hogar un lugar cómodo y acogedor para su esposo. Será un placer para mí cantar y tocar para Richard.
—¿No deseáis volver a casa cuando Robert regrese? —preguntó Elizabeth y apretó el paso. Había empezado a caer un buen aguacero.
—Sí —respondió antes de desviarse a un refugio—. Creía que podríais disfrutar aún con mi compañía. Las relaciones con la familia son muy importantes, ¿verdad?
—Aunque en ocasiones también pueden llegar a ser insoportables —las palabras habían sido murmuradas por Jane, que no había podido contener más su frustración—. Me siento más tentada que nunca de envenenar la copa de esa mujer antes de que termine el día de hoy. Vomitar y tener calambres abdominales le daría algo en lo que pensar. Y una pequeña dosis de humillación le haría bien a su alma.
Elizabeth sintió deseos de darle la razón, pero era mejor no animar a Jane cuando estaba en esa disposición.
—No se te ocurra hacerlo, Jane, ¿me oyes?
—Claro que os oigo. Tenéis demasiados principios, milady. Es mi deber, como lo ha sido desde el día en que nacisteis, procurar vuestra felicidad.
—Pero para ello no es necesario envenenar a la prima de mi esposo.
—No es la prima de vuestro esposo la que me preocupa, sino la mujer que desearía ser su amante.
—¡Jane, ella no… él no lo haría!
—Pues eso es exactamente lo que esa mujer desearía. ¿Lo permitiríais vos? ¿Bajo vuestro mismo techo? Bastaría con que él levantase una ceja para que corriera a meterse en su cama.
—¿Y piensas que mi señor me trataría con semejante falta de respeto?
—¡No! No es eso lo que quiero decir, pero mirad, milady: creo que lady Anne estaría dispuesta a malinterpretar cualquier gesto por parte de vuestro señor marido. Los hombres son tontos cuando se enfrentan a una mujer tan manipuladora como ella.
—Lo único que hace es coquetear.
Jane se rio.
—¡Coquetear! Tiene mucha más malicia que todo eso.
Y era cierto, reconoció con un suspiro.
—Pues no hagáis nada. Os lo prohíbo.
Jane abrió la boca para volver al ataque, pero cambió en el último momento.
—Tened cuidado —fue todo lo que dijo antes de marcharse en dirección a sus habitaciones, dejando a Elizabeth rodeada de hojas muertas. Esperaba haber dejado claro cuáles eran sus deseos en aquel asunto, pero no podía estar segura.
Aquella noche, en su propia cámara, Jane Bringsty desestimó las órdenes de su señora con una ausencia absoluta de culpa. Nadie debía minar la felicidad de Elizabeth de Lacy. ¡Nadie! La gata y ella estaban contemplando las evoluciones de la rata que tenía en la jaula. El animal olisqueó el contenido del plato, el pan empapado en una sustancia azul oscura y luego dio fin de su contenido. Ante la audiencia que la contemplaba sin compasión, la rata comenzó a retorcerse y a saltar de dolor, hasta que cayó de lado y no volvió a moverse.
—Muerta —murmuró disgustada, y se llevó la jaula al montón de basura para deshacerse del cadáver—. He de tener más cuidado y ser más precisa en la cantidad. La belladona puede resultar un veneno arriesgado, y aunque la tentación sea grande, no puedo matarla. Aunque sea como una perra en celo—. Miró a la gata con una sonrisa pícara—. Levantaríamos demasiado revuelo.
La gata se rozó contra sus faldas como si estuviera de acuerdo.
—Atraparemos a Anne Malinder. Y si decide clavar sus garras en el señor de Ledenshall, ya sabremos lo que hay que hacer, ¿verdad?
Cuando Richard volvió, cansado pero satisfecho con sus esfuerzos en la Marca, Elizabeth no acudió de inmediato a recibirlo, ya que estaba ocupada peleándose con la masa de raíces y hierbas del huerto. Oyó el grito de aviso del centinela, el roce metálico y el gemido del rastrillo al levantarse. Para cuando consiguió atusarse un poco la ropa, la pequeña fuerza armada estaba ya desmontando con mucho ruido, confusión y conversaciones.
Allí estaba él, en el centro de la barahúnda, desmontando de su semental. Llegaba, como todos los demás, cubierto de polvo y de sudor de la campaña, con armadura, botas y capa salpicadas de barro. Parecía un soldado mercenario, casi igual que aquellos que se dedicaban al pillaje en la frontera, pero entonces ¿por qué se le aceleraba el pulso y el corazón le latía como un tambor? De pronto se sintió consciente de su propia apariencia, por desgracia no mucho mejor que la de él, una vieja falda con el borde manchado de barro. Incluso el fino tejido de su velo parecía haber recogido toda clase de semillas secas y huellas de barro. Y en cuanto a sus manos… tal y como Anne le había advertido, eran un caso perdido, ya que no había podido restregárselas para quitarse los restos de tierra. Qué penosa impresión iba a causarle a aquel hombre cuya opinión tanto le importaba. Suspiró exasperada al tiempo que se limpiaba las manos en la falda sin conseguir nada, y se dispuso a acercarse.
Anne Malinder llegó antes que ella.
Claro. Había estado esperándole con aquella favorecedora capa que no cubría por completo su precioso vestido, ni disimulaba su amplio escote. Un velo ligero realzaba el marco oval de su cara, sus cejas cuidadosamente dibujadas, los sorprendentes ojos verdes clavados sin disimulo y provocadores en él. No podía hacer nada excepto cerrar los ojos y compararse irremediablemente con ella. Y recordar las insultantes acusaciones de Jane.
Cuando volvió a abrirlos presenció una escena que sin duda había sido cuidadosamente planeada por la dama como si fuera un capítulo dramático de una historia de caballería. El caballero que volvía de acometer una empresa dificultosa, cansado y curtido, serio y solemne, dispuesto a satisfacer a su dama. La mujer, refinada y elegante, poniendo una mano en el brazo de su campeón mientras le mira con soltura. El caballero inclinándose para escuchar las palabras de los tentadores labios de su dama. ¿Cuántas veces no había visto ya aquellos mismos gestos ejecutados por aquella Malinder? Echó a andar para integrarse en un cuadro en el que no había lugar para ella, sin sentirse ni refinada, ni elegante, sino más bien como Morgana, un espíritu maligno que se interponía entre ellos. Llegó a tiempo de oír cómo Anne susurraba en el tono más dulce posible.
—Os he echado de menos, Richard. Espero que vos también lo hayáis hecho… aunque haya sido solo un poquito.
Richard sonrió mirando a su prima.
—Anne… por supuesto que os he…
No pudo saber qué más hubiera dicho porque ambos se dieron cuenta de su presencia.
—Estaba diciéndole a Richard lo mucho que le hemos echado de menos, Elizabeth querida, y que nos alegramos mucho de que haya vuelto sano y salvo.
La sonrisa de Anne era brillante, y el obvio cambio del singular al plural hizo que le rechinaran los dientes, lo mismo que el aleteo de sus párpados de gruesas pestañas. Deliberadamente se obligó a sonreír con la misma complacencia. Las palabras fueron mucho más difíciles de dominar.
—Bienvenido a casa, milord. Todo lo que ha dicho vuestra prima es cierto.
—Elizabeth.
Él le sonrió mirándola fijamente, y con una mano tan sucia como la de ella, la acarició el brazo del hombro a la muñeca. «Como si de verdad sintiera algo por ella. Como si quisiera preguntarle: ¿estás bien? ¿Has conseguido asimilar tu dolor?» Sintió que la sangre se le subía toda a las mejillas cuando él se acercó y le besó la sien justo al lado del velo.
—Da la impresión de que habéis estado ocupada en mi ausencia —comentó al reparar en su aspecto, sorprendido.
—Así es.
Elizabeth respiró hondo, desesperada. ¿Sería consciente de que Anne mantenía su mano perfecta en su manga? Parecía cansado, agotado más bien, y unas líneas de suciedad enmarcaban sus ojos y su boca. Quizás estuviera demasiado fatigado para reparar en el saludo de su prima. Y no se resistió cuando ella le tiró del brazo para conducirlo dentro. Elizabeth oyó sus palabras en la distancia.
—Venid, Richard. Debéis estar cansado y sediento. Le he pedido a la cocinera que prepare una de esas empanadas de cordero que tanto os gustan.
«¿Será posible? ¡Empanada de cordero! ¿Y por qué no sabía yo que a él le gusta ese plato?»
Con la moral a la altura de sus chapines manchados de barro se dio la vuelta y se encontró frente a frente con Jane, que debía haberlo visto todo desde lo alto de la escalera. Su cara lo decía todo. Echaba chispas por los ojos y miraba enfadada a todo el mundo, incluida su ama, o quizás en particular a ella, que se negaba a abrir los ojos y a ver lo que estaba ocurriendo delante de sus narices.
Implacable, la miraba a los ojos moviendo la cabeza. Tanto si había entendido lo que quería decirle como si no, Jane se dio la vuelta de inmediato con una agilidad sorprendente en un cuerpo tan robusto y desapareció maldiciendo a todo el mundo, dejando que Elizabeth la siguiera a su ritmo…mientras intentaba no ahondar en el dolor que sentía en el corazón.
Una hora después, los agotados soldados se reunían en el gran salón para contar con todo lujo de detalles el éxito de la expedición emprendida para asegurarse de que todos los bastiones Malinder estaban seguros. Los criados llevaron bandejas bien abastecidas de carne y la cerveza comenzó a circular libremente. El volumen de ruido creció al ritmo de la comida y la bebida, y las explicaciones de los soldados fueron haciéndose cada vez más valientes y osadas. Era una atmósfera de celebración a la que Richard no puso cortapisa alguna, de modo que el banquete fue el colofón de la campaña hasta que solo quedaron huesos y restos para los perros. De postre se sirvió hipocrás y dulces.
No obstante, lady Anne no tardó en moverse inquieta en su asiento. La sangre se le marchó de la cara, dejándole un tinte verdoso que resultaba extraño con el color de su pelo, y vio que agarraba su copa con una mano crispada mientras que se llevaba la otra al vientre.
—Creo que he comido demasiado —dijo, mordiéndose el labio inferior—. Demasiados dulces, seguramente.
Su piel se había tornado alarmantemente pálida y un velo de sudor le brillaba en el labio superior.
—Quizá sea el hipocrás, que está demasiado especiado. Hablaré con la cocinera para que no abuse de la nuez moscada.
Elizabeth la miraba fijamente y sus sospechas comenzaron a crecer al ver cómo sudaba y cómo se habían oscurecido sus pupilas.
Un gemido ahogado fue la respuesta que Anne pudo darle. La vio levantarse y apoyarse en la mesa.
—He de irme… ¡el vino! Creo que… —se llevó la mano a la boca—. No me siento bien… me duele la cabeza…
Y dando media vuelta, casi tropezando con los demás, salió a toda prisa del salón, cubriéndose la boca con las manos.
Elizabeth tuvo la sensación de haberse vuelto de piedra. Aquello nada tenía que ver con las especias del vino. Sabía exactamente a qué se debía y sintió que el miedo la agarrotaba, un miedo que se vio abonado al ver que, bien por mala suerte o por cosas del destino, Jane entraba en aquel momento en el salón por la puerta que lo conectaba con las cocinas. La expresión que adoptó al ver pasar a Anne fue de inocencia, pero para el ojo experto de Elizabeth resultó inconfundible.
¿Acaso no había sido Jane quien les había servido el vino a todos?
No podía dejar de mirarla, acosada como se sentía por una terrible sospecha. Ella alzó ligeramente las cejas cuando se dio cuenta de que su ama la miraba fijamente y con suprema satisfacción mantuvo su mirada. Era posible que incluso sonriera levemente. ¡Y Elizabeth lo supo! Tuvo que agarrarse al borde de la mesa. ¿Qué podía hacer o decir? Si Jane era culpable, también ella lo sería. No podía articular palabra, no podía comprender en su extensión total el horror de lo que Jane había hecho. La tensión se hizo insoportable en aquella atmósfera impregnada de olor a carne asada y a humo de madera. Incluso le costaba trabajo respirar. «¿Y si Anne Malinder perdiese la vida?»
De pronto se puso de pie.
—Disculpadme, milord. He de ocuparme de unos asuntos. Os dejo en compañía de la cerveza. Jane… necesito tu ayuda.
Ni siquiera miró a Richard… no se atrevió por temor a lo que pudiera ver, o lo que sin duda él interpretaría de su propia rigidez. Las tripas le ardían y estaba casi tan pálida como lo había estado Anne. Sin esperar a ver si Jane la seguía, salió del salón a una antecámara vacía en la que poder tener un poco de intimidad. Una vez allí se volvió para encararse con su dama de compañía.
—¿Qué le has dado?
—Nada fuerte. No se morirá —respondió alzando la barbilla. No estaba arrepentida—. Sé lo que me hago.
—Jane… te prohibí que…
—Sé que lo hicisteis, milady, pero se merece cada segundo de incomodidad que va a padecer. Esa mujer no es mejor que una ramera —la expresión de Jane se cargó de malicia—. Os lo advertí, pero dado que vos no quisisteis escucharme, decidí bajarle un poco los humos.
—¡Jane! ¿Es que no te das cuenta de lo que has hecho?
—Ha sido fácil, milady —respondió, malinterpretando deliberadamente la pregunta con un brillo de triunfo en los ojos—. Vos no ibais a hacerlo, así que tuve que ser yo.
Estaba claro que iba a ser incapaz de convencer a Jane de que lo que había hecho estaba mal, así que se la quedó mirando. No iba a arrepentirse, y Elizabeth sabía que debía reprender a su dama por su crueldad, pero al mismo tiempo entendía por qué había dado semejante paso y no podía culparla del todo por saber leer en el carácter de Anne.
—¿Belladona?
—Sí. Os he enseñado bien.
—Supongo que en el fondo debería darle gracias a Dios porque no sea otra cosa. El acónito la habría matado.
—Se recuperará pronto. A lo mejor así se vuelve a Moccas. Si siguierais mi consejo, milady…
Pero el consejo de Jane murió en sus labios y sus ojos se abrieron de par en par. Elizabeth experimentó un escalofrío y supo que ya no estaban solas. Lentamente se dio la vuelta y vio confirmado el peor de sus temores. Richard. Richard, que apenas podía controlar la ira que se le escapaba de las facciones del rostro y de la incredulidad de su mirada. Se había movido sin hacer ruido y con una enervante gracia se plantó junto a ellas. Sus ojos se posaron en Elizabeth, no en su servidora.
—Habladme de este incidente. ¿Me equivoco al interpretar lo que acabo de oír y ver entre vos y vuestra dama de compañía? Seguro que estoy equivocado.
Sus palabras sonaron suaves y amenazadoras.
Elizabeth, con el corazón en la garganta, buscó una explicación que pudiera derretir aquella furia. Era difícil malinterpretar su conversación, y ahora esperaba una explicación, aunque la condena aguardaba presta bajo sus palabras. Aunque durante un segundo se dijo que no debería acusarla con tanta facilidad, desgraciadamente lo ocurrido no dejaba otra opción. Aun así, intentaría proteger a Jane.
—No entiendo a qué os referís, milord.
Su primera intención fue dar un paso atrás, pero no lo hizo. Buscaba febrilmente unas palabras que pudieran sofocar el escozor de la acusación, pero no las encontró.
—Sí lo entendéis. Lo entendéis perfectamente. No sois tonta —la agarró por la muñeca y tiró de ella sin saber que sus dedos se le estaban clavando en la carne, aunque sabía que se lo merecía—. ¿Qué sabéis de todo esto, Elizabeth? Decidme que estoy equivocado.
Tragó saliva buscando frenéticamente una explicación. Iba contra su naturaleza mentir, pero decirle la verdad haría que su ira recayera sobre la cabeza de Jane.
—No, Elizabeth. No me equivoco, ¿verdad? —su voz era apenas un susurro, pero no por ello menos amenazadora cuando la obligó a separarse unos pasos de Jane—. ¿Sois responsable de la reacción de Anne por algo que ha comido o bebido?
—¿Por qué iba yo a serlo?
¿Iba a atreverse a acusarla de ese modo sin tener pruebas?
—Aquí ha ocurrido algo —dijo él con aspereza—. Tenéis una reputación, mi señora, que os precede. Se dice que conocéis las artes oscuras —esperó un segundo antes de continuar—. ¿La habéis envenenado?
No había modo de negarlo, así que aprovechó la brecha que se había abierto entre ellos para hacer la admisión.
—No. No es veneno, y no morirá. Una mera incomodidad de la que se recuperará en breve.
¿Qué podía decir? Negar todo conocimiento sería, dadas las circunstancias, ridículo en extremo.
—¿En el vino?
Elizabeth ni siquiera miró a Jane, que permanecía inmóvil escuchándolos.
—Sí. En el hipocrás.
—¿Habéis envenenado a mi prima? —la ira con que la miró al descubrir que sus sospechas eran ciertas, la abrasó—. ¿Puede saberse por qué, en nombre de Dios, habéis querido hacerle daño a Anne? Supongo que debería alegrarme de que no hayáis envenenado mi copa y no la suya. ¿Acaso sir John os ha pedido que os venguéis en cualquiera que lleve el apellido Malinder a causa de la muerte de Lewis? Unas cuantas gotas… ¿de qué?, en mi cerveza, y la venganza de la familia De Lacy estaría completa.
No confiaba en ella. La muerte de Lewis planeaba sobre ellos, al igual que los viejos enfrentamientos entre Malinder y De Lacy. Elizabeth vio la verdad y la temió, pero estaba decidida a proteger a Jane y su propio honor.
—Belladona. Y no, milord —hizo acopio de toda su dignidad para enfrentarse a él. ¿Cómo se atrevía a condenarla sin pruebas?.— Si de verdad hubiese sido mi intención mataros y vengar la muerte de mi hermano, no habría usado belladona, sino acónito. Es mucho más difícil de contrarrestar. Vuestra muerte habría quedado asegurada y sin remedio —sonrió con amargura—. O si vuestra muerte hubiera sido mi objetivo, aún más eficaz habría sido clavaros una daga entre los omoplatos cuando dormíais en mi lecho.
Richard pareció sorprenderse de que hubiera admitido abiertamente su culpabilidad.
—Es decir, que sois culpable.
Elizabeth sintió que Jane se acercaba e inmediatamente la sujetó por la muñeca. Para apoyarla o para advertirla. Pero no dejó de mirar al señor de Ledenshall. Antes de que Jane pudiese hablar, Elizabeth hizo una confesión.
—La responsabilidad es toda mía, como vos sospecháis. Atribuidlo a los celos de una mujer si es vuestro gusto, porque Anne Malinder posee todos los atributos de los que yo carezco —volvió la cara pero mantuvo la voz firme, casi fiera—. Idos, Jane. No os necesito. Conocéis el remedio que aliviará a lady Anne. No queremos que sufra en exceso. Su familia no lo desearía. ¡Idos! —repitió con toda la autoridad que pudo cuando Jane fue a hablar—. No tenéis nada que hacer aquí, y no quiero que digáis ni una palabra sobre este asunto.
El resultado pendía de un hilo. Elizabeth quería que Jane obedeciera y por fin ésta asintió e hizo lo que se le pedía. Dejó a la pareja enfrentada en un espacio de veneno y virulencia mucho peor que lo que la belladona hubiera podido provocar. Elizabeth arrancó por fin su mano de la prisión de Richard, pero siguieron enfrentados.
—No puedo creer lo que acabo de oír de vuestros propios labios.
—Sin embargo, no os ha costado nada acusarme, ¿verdad? Y sin pruebas. Sin tan siquiera saber a ciencia cierta si vuestra prima había sido envenenada.
—¡Por los clavos de Cristo, Elizabeth! Era imposible no ver la mirada de culpabilidad que había entre vosotras. Vos y esa endiablada dama vuestra. Su complicidad y la vuestra estaba escrita en vuestras caras.
—Era fácil pensar así si no confiáis en mí, y si estabais decidido a obrar sin pruebas.
Le observó un instante sin dejarse impresionar por la magnitud de su ira, que parecía prestar intensidad a sus facciones, poder a sus espléndidos ojos. Respiró hondo para calmar las llamas que sentía en el estómago ante el magnetismo de Richard Malinder antes de aferrarse a la sensación de injusticia. ¿Cómo se atrevía a juzgarla y condenarla? La injusticia que estaba cometiendo con ella le hizo acometer otro asunto de peso. No iba a ser ella la única que cargase con la culpa. Podía lamentar sus palabras, pero la desesperación la empujaba.
—¿Os ha llevado a Hereford vuestro viaje por la Marca?
—Sí. ¿Y qué? ¿Qué tiene eso que ver con que hayáis envenenado a mi prima?
—Dado que lo que se está tratando aquí es la confianza, supongo que habréis encontrado tiempo de visitar a vuestra amante en Hereford. Y que la visita no habrá transcurrido discutiendo el precio de la lana.
—¿Qué?
Si la sorpresa ante su admisión había sido grande, aquella fue mayúscula. Por un momento se quedó mudo, solo capaz de mirar a su esposa, una mujer que se atrevía a cuestionar sus actos y su integridad.
—¿Esperabais que nadie me lo contase? —continuó, negándose a que su furia la silenciara. Toda la amargura que le había provocado saberlo, la humillación de que pudiese encontrar satisfacción física en otra mujer, afloró en aquel momento—. Pues sabed que lo han hecho, incluso antes de que nos casáramos. Al parecer es algo de lo que se habla abiertamente aquí. No llevaba ni un día en Ledenshall cuando me informaron de vuestra relación con una mujer de Hereford. Joanna creo que se llama, ¿no? Y sin embargo decís que soy yo la que no os inspira confianza. Las promesas que hicisteis delante del sacerdote no han durado mucho, ¿verdad? ¿Días, quizás? Yo diría que pocas cosas inspiran tan poca confianza como esta.
Richard frunció el ceño.
—No es asunto vuestro a quién visito yo en Hereford —espetó.
—¿Ah, no? —solo podía pensar en que no lo había negado, de modo que debía ser cierto—. Soy vuestra esposa, y creo que un asunto así me concierne.
—Esto es absurdo, milady, y no tiene nada que ver con el caso que nos ocupa. Habéis admitido el delito. ¿Cómo os atrevéis a usar veneno contra un miembro de mi familia? —caminó hasta la ventana y volvió—. ¿Acaso me he casado con una bruja? ¿Con una envenenadora?
—¿Y me he casado yo con un asesino y un adúltero?
Pronunció aquellas palabras antes de poder contenerlas. Qué terriblemente destructivas eran en su poder. Estaban en su boca, en el aire que había entre ellos, en el contraataque efectuado antes de poder reflexionar—. La muerte de Lewis sigue sin ser demostrada. Anne estará incómoda unas cuantas horas, pero no he intentado matarla. ¡Pero mi hermano sí está muerto!
Lo cual no dejó nada más que decir entre ambos. Elizabeth respiró hondo para deshacerse de la bilis de aquella acusación.
—Richard… yo no…
—Ya habéis dicho suficiente.
Elizabeth se resistió al deseo de verle marchar. No iba a permitir que el dolor se le viera en la mirada, ni la devastación que sentía porque él la creyera capaz de utilizar un arma tan despreciable como el veneno para conseguir sus propios fines. ¿Qué esperanza quedaba ahora de conseguir confianza? La posibilidad había quedado destruida por Jane, que había creído actuar en el mejor interés de su señora. Elizabeth se echó a reír, pero su risa sonó vacía por el desastre que la aguardaba. Si no se reía, se echaría a llorar.
Fue a la cocina y allí encontró a Jane preparando una infusión de corteza de sauce que ayudaría a Anne Malinder. Sería fácil, mucho más que salvar el abismo que se había abierto con Richard. No tenía ni idea de qué camino seguiría la relación con su esposo.