Dieciséis
La festividad del solsticio de invierno llegaba, y Elizabeth estaba ya segura: iban a tener un hijo. Aún no dijo nada, ya que en muchas ocasiones se perdía el embarazo antes de que se supiera de su existencia, pero había dejado de tener el periodo y aunque sufría las alteraciones propias de su estado, gracias a una infusión de hojas balsámicas, conseguía sobrellevarlas bien.
—¿No os lo había dicho yo? —presumió Jane mientras ayudaba a su señora a ponerse un elegante vestido de brocado en color amatista con unas lujosas sobremangas que caían hasta el suelo, un espléndido escote y un corpiño salpicado de perlas. Y Elizabeth se lo perdonaba. Era una maravillosa noticia por la que solo podía alegrarse. Había decidido que se lo diría a su esposo en la noche de Reyes, haciendo de ello un regalo, y le complacía esperar un poco más y disfrutar por adelantado de su felicidad.
En la cena bebieron, intercambiaron copas, siguieron bebiendo el uno en las huellas que los labios del otro habían dejado en el borde, mirándose a los ojos y expresando con ello todas las emociones que no se atrevían a poner en palabras. Algo que ni se hubieran atrevido a imaginar en el banquete de su boda.
Luego, dejando allí a quienes con seguridad beberían y festejarían hasta el alba, se retiraron a su cámara. Elizabeth sirvió una copa de vino y se sentó junto a él, llevando consigo las copas de peltre y una cajita labrada.
—Tengo un regalo de Reyes para vos, milord —dijo, pasando la mano sobre la delicada madera de la tapa.
—¿Ah, sí? ¿Y de qué se trata?
—Cuando nos casamos, vos me ofrecisteis varios presentes, y ahora quería haceros yo uno como símbolo del amor que siento por vos.
Richard la beso en el pelo, tomó la caja de sus manos y abrió la adornada tapa. Había un envoltorio de terciopelo y lo abrió: era un juego de ajedrez en marfil, maravillosamente labrado, con un caballero a lomos de su caballo, los brazos en alto para empuñar la espada, la lanza y el escudo. Quizá podía tratarse, estudiando detenidamente la magnífica cota de malla y los pliegues de la sobrevesta, un cruzado de años atrás. Era una talla magnífica, anticipo de las exquisitas torres, alfiles y peones que completaban el juego.
—Son magníficos —Richard tomó la figura del rey en la mano, con su corona, su espada y sus ropas regias—. ¿Qué creéis que será: York o Lancaster?
Elizabeth suspiró y se apoyó en él.
—Lo cierto es que no lo sé. Y en este momento, la verdad es que no me importa.
—¡Qué esposa más complaciente sois hoy! —exclamó, colocando al rey junto a su esposa de espalda recta y expresión severa—. ¿Y qué puedo daros yo a cambio, mi señora?
—Vos ya me habéis hecho un regalo —respondió, bajando la mirada. Aún iba a hacerle esperar un poco más, aunque no mucho. Ardía en deseos de decírselo.
—Aparte de la capa y el broche, no. Y eso os lo ofrecí antes de que llegara a quereros —respondió, abrazándola por la cintura.
—No me refiero a eso —contestó, y tomó un sorbo de vino. Luego lo miró a los ojos—. Me habéis dado un hijo. Llevo en mi seno a vuestro heredero, Richard.
La emoción creció al ver cómo sus palabras le habían llegado al corazón. Su sonrisa llenó su rostro de luz, como si hubiera ganado una batalla.
—¡Un hijo! —allí estaba, en su rostro. El deleite. La rápida preocupación por ella. Cómo le adoraba por ello—. ¿Cuánto hace que… cuánto tiempo hace que lo sabíais?
—¡Jane me lo dijo apenas una semana después de que ocurriera!
—¿Es la predicción de una bruja?
—No. Jane es muy hábil leyendo los signos, pero ahora estoy segura. Mi cuerpo me lo ha dicho. Yo diría que hace tres meses.
Le dio la vuelta para que lo mirara.
—Como no sé qué deciros, creo que debo besaros.
Y lo hizo, volcando en aquel roce de los labios toda la ternura y el sentimiento de posesión que llevaba dentro tanto hacia ella como hacia su hijo que estaba por nacer.
—Tendréis un heredero antes del próximo verano —le susurró cuando pudo.
Y ninguna otra cosa iba a satisfacerle que no fuera llevársela a la cama y amarla una vez más. Elizabeth sintió que no podía ser más feliz. El futuro le sonreía.
El futuro se volvió aciago en forma de un mensajero real que portaba un documento urgente.
—Elizabeth, tengo que irme —dijo de pronto Richard—. Va a librarse una batalla y me han convocado a unirme a las fuerzas de la reina, en el nombre del rey, con la fuerza que sea capaz de reunir.
De pronto se vio atrapado en el pensamiento de los preparativos de un viaje con pertrechos de guerra, por unos caminos anegados de agua, hasta que cayó en la cuenta de que Elizabeth no había respondido y levantó la mirada con una deliberada sonrisa.
—No moriré, os lo prometo. Estaré de vuelta antes de que os deis cuenta.
—Eso no podéis saberlo. Rezaré por vuestra seguridad.
Se acercó a él. El nudo de ansiedad que había estado presente desde los primeros días de su matrimonio e incluso tras la brillante gloria de descubrir el amor que sentían el uno por el otro, aún seguía presente en ella como un grano de arena en una perla. Aquel no era el mejor momento para preguntar, pero sabía que debía hacerlo. Aunque fuera por puro egoísmo, pero podía no haber otra oportunidad de hacerlo. «Preguntádselo a él», le había dicho Jane. E iba a hacerlo.
—Richard… ¿me diréis una cosa antes de iros?
—Lo que sea.
Él no se dio cuenta de la inquietud que se reflejaba en su rostro.
—Sé que es una tontería, pero… habladme de Gwladys. Nunca me habláis de ella.
—¿Qué queréis saber?
Elizabeth frunció el ceño.
—¿La amabais? ¿Continuáis llevándola en el corazón?
Claro. De eso se trataba. Él no lo había considerado, ni siquiera se le había ocurrido pensar que Elizabeth, en su vulnerabilidad cuando llegó de Llanwardine, había vivido con el temor de que su corazón siguiera en manos de su anterior esposa. Richard dejó a un lado la carta y la abrazó apoyando su frente contra la de ella.
—¿La amabais? —repitió Elizabeth.
—¿Que si la amaba? No, no la quería.
—Yo pensaba que os habíais amado. Que la queríais a ella demasiado como para quererme luego a mí. Era muy hermosa.
—¡Elizabeth! ¿No os he dicho ya que os amo? —Richard le acariciaba el pelo—. No tenéis nada que temer de Gwladys. No es un espectro que me exija lealtad, que os pueda pisar el borde del vestido cada vez que os dais la vuelta.
—No lo sabía. Nunca habíamos hablado de ella.
Elizabeth esperó, y Richard supo que tendría que darle explicaciones, y lo hizo del modo más sencillo que le fue posible.
—Gwladys era una mujer bellísima, pero la intimidad del matrimonio la aterrorizaba. Soportaba mis demandas porque consideraba que era mi derecho, pero nunca encontró placer alguno en ello. Se encogía cada vez que la tocada, detestaba que lo hiciera, lo cual a mí me hacía sentir como un bárbaro incivilizado. Intentaba ser delicado, considerado, pero ella no notaba la diferencia. Dudo que diferenciara entre una seducción y una violación. Para ella era un alivio que no acudiera a su lecho. Mi único consuelo era pensar que habría rechazado a cualquier hombre, pero yo era muy joven y siempre albergué la duda de si era yo el problema.
—Oh…
A Elizabeth no se le ocurrió nada que pudiera calmar una herida tan honda y personal. Un velo de tristeza oscureció su mirada y en silencio maldijo a la preciosa Gwladys por el dolor que le había infligido. De pronto recordó algo.
—Ahora me acuerdo… cuando nos acostamos juntos por primera vez, yo me encogí cuando fuisteis a tocar mi pelo, o mejor dicho, el pelo que no tenía. Sentí vergüenza.
Él esbozó una triste sonrisa.
—Y yo pensé… bueno, ya os imagináis lo que pensé cuando me pareció que no queríais que os tocara. No podría haber pasado por lo mismo una segunda vez. Gwladys y yo nos conocíamos de toda la vida, desde que éramos niños —le ofreció una mano para que fueran a sentarse a los almohadones del alféizar de la ventana, a través de cuyos cristales entraba el sol y lo caldeaba todo—. Creía que éramos amigos, que nos teníamos el suficiente afecto para que pudiera transformarse en amor y en lo que nuestras familias consideraban un matrimonio deseable. Pero me equivoqué. Incluso la amistad que teníamos se marchitó. Gwladys fue retirándose poco a poco a su mundo de bordados y rezos. Desempeñaba su papel como esposa y señora de Ledenshall sin tacha, pero solo en lo estrictamente necesario. Cuando perdió al niño en el embarazo, no volví a visitar su lecho. Fue un alivio para ella y para mí también.
—Siento haberos recordado todo eso.
—Tanto como siento yo haberos preocupado. Supongo que debería habéroslo contado hace ya mucho —Richard le alzó la cara empujando suavemente por la barbilla y le secó una lágrima con la yema del pulgar—. No temáis, Elizabeth. Tenéis todo mi corazón, mi amor y mi respeto. ¿Aun no lo sabíais?
—Lo sé ahora —su sonrisa fue brillante y el deseo le palpitó en la mirada—. ¡Yo no me aparto de vos, Richard!
—Ya lo veo —respondió riendo, y le besó en la frente—. Y también debéis saber, mi amazona, que voy sois para mí más hermosa que ninguna otra mujer, en el pasado y en el futuro.
La duda que aún albergaba su corazón de no ser digna de su amor se disolvió en felicidad. Nadie rondaba los pensamientos de Richard que no fuese ella.
El día de la partida de Richard llegó. Elizabeth se despertó muy temprano, tanto que la luz solo era capaz de crear grises en la alcoba silenciosa. En algún momento de la noche se había vuelto hacia Richard y él, aunque dormido, la había rodeado con su brazo para tenerla cerca. Tenía la mano puesta sobre su pecho y notaba el tranquilo subir y bajar de su respiración. Su perfil se destacaba con aquella incipiente luz, las pestañas oscuras dibujando la curva de sus ojos, el pelo ondulado y oscuro. Ojalá la luz se diera prisa y pudiera estudiar su rostro sin que él se diera cuenta, para grabarse aquel momento para siempre porque aquella misma mañana marcharía con sus hombres a la inevitable batalla en nombre del rey prisionero. Muerte o gloria.
La oscuridad siguió cediendo y Elizabeth siguió disfrutando de su calor, su proximidad, su olor, la huella de su carne en la propia. Cuánto le amaba. Y el milagro era que él la amase a ella, y aún más que Gwladys ya no fuera una sombra acechante para ella. Los celos que le cercaba el corazón se había derretido. Si al rey Enrique le era restituido el trono cabía la posibilidad de que Richard pudiera volver a casa y que ambos pudieran vivir con cierta normalidad. Pero solo Dios sabía cuándo volvería a verlo. No se le ocurría otra alternativa. Incapaz de seguir permaneciendo inmóvil, alzó la mano para tocar su cabello y trazar la línea de sus labios con un dedo. Y sintió que sonreía.
—Estáis despierta —murmuró él, volviéndose hacia ella para besarla en el punto en el que el cuello se unía al hombro.
—Sí.
—Casi puedo oíros pensar.
—Solo lo mucho que os amo —murmuró, contenta de que se hubiera despertado—. Os echaré muchísimo de menos, Richard.
La abrazó con fuerza para saborear su piel y el perfume de hierbas de su cabello antes de tener que dejarla. Y también se permitió hacerle el amor, dejarle el recuerdo de la fuerza de su deseo una vez más. Ella se estiró con un suspiro al sentir cómo encajaban a la perfección, y Richard controló el ritmo de su movimiento en aquel cálido santuario que era solo de los dos. Delicado, tierno, sin la pasión abrasadora que a veces los consumía, fue un encuentro lento y largo que podría acompañarlos cuando los días y la distancia se extendieran para separarlos. Hasta que Elizabeth se estremeció contra él y Richard dejó que su rendición llegase. Hasta que los dos quedaron tumbados el uno junto al otro, la respiración acelerada, pero satisfechos por fin.
Se abrazó a él como para no dejarlo marchar, aunque sabía que no debía hacerlo. La carga que debían soportar las mujeres era la de la espera, y ocupar sus manos y su mente para poder apartarse del miedo al resultado de la batalla.
Como si le hubiera leído el pensamiento, Richard se apoyó en un codo para mirarla a la cara. Estaba serio.
—Necesito que llevéis las riendas del castillo por mí, Elizabeth. En mi nombre y en el de su heredero. Que protejáis a mi gente y mis tierras. ¿Lo haréis?
—Con todo mi corazón, amor mío…
Una llamada a la puerta de la alcoba cortó la conversación.
—¡Milord! ¡Milord!
El tono era muy asustado, y la voz tan joven que Richard saltó de la cama, echándose por encima una manta para abrir la puerta. Era uno de los ayudantes de la cocina.
—Maese Beggard me envía a buscaros, milord —el chiquillo estaba sin aliento, y tenía los ojos de par en par—. Dice que vayáis de inmediato. Nos asedian.
—¿Que nos asedian? ¿Qué ocurre?
—Maese Beggard me ha pedido que os diga que es una fuerza hostil.
—Dile que voy ahora mismo.
El muchacho salió a todo correr.
—¿Qué ocurre? —preguntó Elizabeth con ansiedad, recordando la otra ocasión en que Richard había sido arrancado de su lado. Fue la noche de la tragedia de Lewis.
—No lo sé, pero enseguida lo averiguaremos.
Desde el adarve se disfrutaba de un punto de observación perfecto para calibrar el problema. Richard llegó junto a su comandante y miró hacia fuera. Delante del castillo, desplegándose ya junto a las murallas en ambas direcciones, había una considerable fuerza de guerreros y arqueros. Carros con suministros se veían en la zona donde se estaba levantando un campamento. Desde luego no pretendían tomar a los habitantes del castillo por sorpresa. Las órdenes se transmitían a gritos, las maldiciones flotaban en el aire húmedo mientras los hombres maniobraban con el equipo para colocarlo en su sitio, o descargaban lo necesario para atender a los animales. Era una fuerza formidable, preparada para quedarse.
—¿Un asedio, milord? —preguntó Simon.
—Debe ser. Parecen dispuestos a quedarse.
Robert se unió a ellos, alertado por la conmoción y el jaleo creciente.
—Esta visita no parece traer buenas intenciones —dijo riendo, aunque sin humor—. ¿A quién se le ocurre disponer un asedio en pleno mes de febrero y estando la situación entre York y Lancaster en un punto tan crítico?
—No lo sé —Richard volvió a mirar al frente, consciente de algo que no se había mencionado—. ¿Qué veis, Rob?
—¿Aparte de un contingente grande y bien organizado que parece decidido a tomar el castillo?
—¡Míralos, Rob!
—¡Ah! —Robert asintió—. Sin rostro y sin nombre.
Pero fue Simon Beggard quien puso en palabras el pensamiento.
—No hay distintivos, milord. Ni pendones, ni estandartes, ni heraldo… al menos que yo vea. No sabemos quién nos acomete.
—Y lo más probable es que pretendan mantenernos en esa ignorancia —respondió Richard—. ¿Quién vendría contra nosotros de ese modo? Necesitarán al menos tres meses para rendirnos. Tenemos suficientes provisiones y nuestro suministro de agua es seguro. ¿En qué están pensando, por amor de Dios? Seguro que saben que no voy a negociar.
—Ahí tenéis la respuesta —dijo Robert señalando al camino por el que se acercaban caballos, lenta y trabajosamente, arrastrando pesadas ruedas tras ellos—. Quienquiera que sea tampoco pretende negociar —los caballos llevaban cuatro grandes cañones—. Sois un enemigo poderoso, Richard. Alguien pretende hacer un agujero en las murallas del castillo y entrar.
Richard se quedó contemplando cómo los cañones se colocaban en sus posiciones, declarando su horrible finalidad. Alguien, escondido tras el anonimato, pretendía destruir la muralla. Y ya que no había heraldo que siguiendo la tradición los convocara a parlamentar antes de que empezase el ataque, los atacantes no estaban interesados en ofrecer condiciones para la rendición.
Los habitantes de Ledenshall recibieron pronto el primer disparo de cañón, seguido al momento de otro y otro más. Al cabo de una hora, las piedras de la muralla empezaban a resentirse. El resultado final no podía ser más obvio.
—¿Qué hacemos? —preguntó Robert, ajeno al polvo gris que cubría sus cejas rojas—. No podemos quedarnos aquí sentados mientras nos machacan.
Richard veía claramente cuál iba a ser el resultado: la pared iría cediendo y se crearían grandes grietas. Los guerreros de la casa Malinder lucharían hasta el final para defender Ledenshall, de eso no tenía duda, pero ¿y al final? La rendición. La captura. La muerte.
—Estamos atrapados como ratas esperando a que los perros tengan la oportunidad de partirnos el cuello —analizó.
No había modo de salir de Ledenshall si no era enfrentándose al enemigo.
Aparte, claro estaba, de la poterna, la pequeña puerta que daba al foso, totalmente en desuso y cubierta de vegetación.
Siguiendo las órdenes de Richard, los hombres se reunieron en torno a la mesa del salón principal. Podría haber trazado su plan dibujándolo en el polvo acumulado en su superficie.
—Estamos en peligro.
Miró a cada uno de los rostros que tenía a su alrededor. No tenía sentido fingir, pero su voz se mantenía serena y sus gestos rezumaban confianza. Cuando un misil impactó en la primera planta de la torre que tenían sobre sus cabezas ni siquiera se encogió.
—Si nos quedamos aquí, nos darán muerte o nos harán prisioneros. Propongo un plan. Usaremos la poterna, justo al amanecer, cuando los hombres son más susceptibles. Rob, tú y Simon os quedaréis aquí comandando la resistencia, como si aún siguiéramos atrapados. Responderéis con fuego para llamar la atención y abriréis las puertas principales como si tuviéramos pensado salir por allí. Así distraeremos su atención y no estarán pendientes del foso cuando se abra la poterna.
Richard esperó a ver asentir de mala gana a Robert.
—Quiero sacar a las mujeres de aquí. Si las murallas ceden, no creo que puedan salir de aquí sin sufrir daños. Las pondremos a salvo y yo iré en busca de hombres armados a mis tierras. Entonces volveré a levantar el asedio. Cuatro o cinco días a lo sumo.
—¿De dónde sacaréis los caballos? —preguntó Robert.
—De la posada… o eso espero. Intentaré que un hombre salga en la oscuridad y les advierta.
—¿Puedo ser yo? —preguntó David con los puños apretados sobre la mesa y los ojos clavados en Richard, rogándole y desafiándole al mismo tiempo.
—Por supuesto —respondió. Ya había tomado en consideración el orgullo de los De Lacy. ¿Cómo ponerle fuera de peligro sin dejar en entredicho su capacidad?—. Te disfrazarás de campesino y vendrás conmigo. Necesitaré ayuda para sacar a las mujeres.
David asintió. Lo del disfraz contribuía al sentido de aventura.
—Yo lo haré.
—¡Buen chico! Creía que ibas a discutírmelo. Ahora, iré a comunicar la noticia.
—¡No pienso rime! ¡No voy a dejarte aquí!
En el solar Elizabeth se enfrentaba a él. La enfurecía que quisiera sacarla del castillo y alejarla de él.
—No lo estoy preguntando, Elizabeth —respondió, apretando los dientes. Pero ya se esperaba algo así, ¿no?—. Es una orden.
Sus palabras no surtieron gran efecto.
—No voy a consentir que me saquéis de aquí entre algodones. Me quedaré a vuestro lado y pelearé contra quienquiera que se atreva a atacar nuestro hogar. Contra cualquiera que ose poner vuestra vida en peligro.
A pesar de todo tenía que admirar su espíritu de batalla, pero aquel no era el momento.
—Escuchadme, loca mía —la apartó de la peligrosa ventana, la llevó al centro de la habitación, la obligó a sentarse y a escuchar, sujetándola por las manos—. Miradme y escuchad. No sabemos qué objetivo tiene este ataque. No sabemos si se aplican en este caso las reglas habituales porque al parecer no las hay, y no puedo estar seguro de que si negocio o incluso si me rindo, podréis salir indemne. Tampoco podemos resistir indefinidamente su capacidad artillera. Se trata de alguien que está muy decidido a derrotarnos, así que no espero cuartel. Este plan… sé que parece una huida, pero creo que ayudará a equilibrar las fuerzas. Tengo que saber que estáis a salvo. Una vez hayáis salido de aquí y no corráis peligro, tendré un problema menos en la cabeza. Tengo que ocuparme de mis hombres y de las gentes de Ledenshall. Pensad en ello.
Sus palabras habían sido claras y sencillas, y llegaron con facilidad al intelecto de Elizabeth, a su consciencia a través del velo de la incertidumbre y el miedo. Y por supuesto no le dijo nada que ella no hubiera pensado ya. Pero no podía claudicar. No podía abandonarle a su suerte.
Richard vio la negativa escrita en su rostro.
—Os amo, Elizabeth… sois toda mi vida, y vuestra seguridad es y será siempre mi mayor preocupación —puso las manos sobre sus hombros—. Y si algo me ocurriera, que Dios quiera que no sea así, el hijo que lleváis en vos asegurará la continuidad del legado Malinder —¿cómo iba a poder resistirse a algo así?—. Os dejaré en un lugar seguro e iré en busca de una fuerza formada por mis propios arrendatarios con la que volveré a romper el asedio. Es la única salida. Tenéis que darme la razón.
Y se la dio.
—Tengo miedo —admitió, apoyándose contra su hombro.
—Lo sé. Pero sois una mujer valiente, y haréis lo que haya que hacer. Como Malinder y como De Lacy.
No podría haberlo dicho mejor. Elizabeth levantó la cabeza y lo miró. Estaba pálida, pero parecía decidida.
—Decidme qué queréis que haga.
—Necesito llevaros a un lugar seguro. Aún no he decidido dónde, pero…
—¿A Talgarth? ¡Ni muerta!
—¡No! A Talgarth, no.
—Sé adónde podéis llevarme —dijo de pronto—. Sé dónde estaremos a salvo. Pero debéis prometerme que me rescataréis de allí.
—Por supuesto que os rescataré.
Richard la besó con pasión, con suma ternura. Luego se levantó y le puso en las manos una ropa fácilmente reconocible.
—Ponéosla —le dijo, conteniendo la risa—. Si vamos a viajar campo a través y contra un enemigo desconocido, tomaremos todas las preocupaciones posibles. Podéis vestir de muchacho con mis bendiciones.