Once

 

  —Richard, echo de menos a David.

  Richard acababa de volver del viaje en el que había acompañado a Robert y a Anne por la Marca de vuelta a Moccas. Había estado fuera casi dos semanas, y Elizabeth no se había permitido admitir ni ante sí misma ni ante él lo mucho que lo había echado de menos. Los días de su ausencia le habían parecido eternos. Casi no había podido aguardar a que desmontara, y lo había seguido hasta sus aposentos.

  Richard parecía no haberla oído, de modo que insistió.

  —Ojalá pudiera estar aquí.

  —Lo sé —respondió mientras se quitaba la pesada chaqueta de cuero y se soltaba el cinturón de la espada con un suspiro de alivio—. Y no veo remedio para ello mientras que David permanezca bajo la autoridad de vuestro tío. Quizá, cuando sea mayor, podrá intentar disfrutar de algo más de libertad.

  Elizabeth apretó los labios. Cada vez estaba más lejos de su familia, y no recibía de ellos carta alguna, y ninguna clase de comunicación. No es que esperarse lo contrario, pero echaba de menos a David y cuando su marido estaba ausente y pasaba las noches sola, lloraba y soñaba con Lewis.

  —Podría ser. Pero ojalá supiera…

  —Ojalá supieras quién empuñaba la daga o a quién pertenecía el oro que pagó al asesino. Querrías saber si fue el mío.

  Incómoda, azorada, Elizabeth frunció el ceño. Era increíble lo intuitivo que podía ser Richard con sus pensamientos.

  —Y yo no puedo hacer nada para ayudaros —continuó, y tomó su cara por la barbilla para que lo mirase—. Excepto quizás esto…

  Sorprendiéndola se inclinó hacia delante, la empujó suavemente por el cuello y posó sus labios en los de ella, una caricia ligera que duró poco, pero que después, cuando ambos hubieron tomado aire, se renovó y volvió más honda, más intensa. Aquel beso duró más de lo que esperaban, y Richard no la soltó al concluir sino que siguió reteniendo su cara en las manos.

  Le había sorprendido ser capaz de leer con tanta claridad su pensamiento. Muchas cosas le habían sorprendido últimamente, como por ejemplo lo mucho que había echado de menos a su esposa en aquellos últimos días. Cómo una y otra vez se descubría pensando en qué estaría haciendo, si estaría segura en su ausencia, si estaría contenta. ¿Le echaría ella de menos a él? No se atrevía a pensar esas cosas, aunque se veía obligado a admitir que la echaba de menos. No, no se esperaba nada de todo aquello, y se sentía incómodo hasta cierto punto. Frunció el ceño al contemplar su rostro vuelto hacia él. La desconfianza seguía estando ahí, por mucho que intentase negarlo. Y no había mucho que pudiera hacer al respecto. Pero el beso había despertado su sangre y sus apetitos. Nada le gustaría más que tumbarla sobre la cama, quitarle aquel grueso vestido de lana por elegante que pudiera ser, y redescubrir la piel pálida y firme que había debajo. Nada había mejor que tumbarse junto a ella, piel contra piel, y hundirse en su carne para atemperar la exigencia imperativa que debía ser tan obvia para ella como lo era para él. Podía hacerlo en aquel mismo instante…

  Pero volvió al presente al recordar que la estaba mirando con el ceño fruncido y cuando ella le rozó la mejilla con los dedos para tranquilizarlo.

  —No pretendo culparos.

  —No. Ya me lo imagino, pero la herida sigue sin cerrarse, ¿verdad?

  Ella hizo una mueca por su propia debilidad, pero él movió la cabeza para despejarla del deseo acuciante que la asediaba y poder enfrentarse a las ansiedades de Elizabeth. Estaba empezando a ser para él una necesidad hacerlo.

  —Bueno, mi preocupada esposa, la Marca está más tranquila que nunca, así que si lo deseáis podría llevaros a Talgarth a visitar a vuestro hermano.

  —Podría ser —respondió y contuvo el aliento, no solo por su beso sino porque deseaba que tomase esa decisión, que se arriesgara.

  —No quiero poner vuestra vida en peligro —dijo él, sopesando los riesgos—. Pero supongo que podemos confiar en que sir John sea capaz de tratar con nosotros de un modo civilizado. Imagino que no querrá manchar su propia morada. Y al fin y al cabo, vos sois de su sangre. Lady Ellen estará encantada de veros —sonrió, y el gesto fue devastador para ella—. Enviaré un mensajero para avisarle de nuestra llegada. Así no podrá pretextar que lo hemos pillado por sorpresa —añadió con cinismo—. No me gustaría que nos repelieran como si fuéramos una fuerza hostil.

  —Dentro de dos semanas es el cumpleaños de David.

  —Entonces, ¿qué mejor momento para que lo visite una hermana que lo adora?

  Elizabeth le devolvió la sonrisa e impulsivamente lo besó en los labios, un gesto improvisado que los sorprendió a ambos.

  —¡Últimamente parece que estamos de acuerdo en todo, mi señora!

  —Eso parece, milord.

  —Si pudierais disponer un baño de agua caliente, ¿os importaría ayudarme a desprenderme de todo el polvo de los caminos? Así podría presentarme ante vos en condiciones de besaros debidamente… y de dedicaros algún otro gesto que os demuestre la alta estima en que os tengo… —añadió, rozándole la mandíbula con la yema del pulgar—. Y vos podríais demostrarme cómo una esposa recibe a su marido después de una larga ausencia.

  Richard la apretó contra sí sin importarle el polvo y el sudor y se apoderó de su boca, mientras con una mano recorría su costado desde el nacimiento de los pechos hasta la cadera. Y allí se detuvo, y alzó la cabeza. Volvió a mover la mano para recorrer la curva de su cadera, el recodo de la cintura y la innegable colina de su pecho.

  La miró sorprendido, pero con un brillo de malicia en los ojos.

  —¿Curvas? ¿De dónde han salido?

  Su reconocimiento le causó un placer desmedido.

  —Pues ha debido ser cuando vos no mirabais.

  —Mm… quizás debería examinaros con más detenimiento —dijo, y volvió a tomar su cara entre las manos, consciente ya de la nueva redondez de sus mejillas, sus magníficos ojos, el delicado arco de sus cejas. La renovada exigencia de su entrepierna, la fuerza de su erección, le palpitó en su ser. Y aquella vez su boca le transmitió una promesa que a ella le aceleró el pulso y la sangre—. Ese baño, ¿podría no tardar mucho? —susurró.

  —Tan poco como de inmediato.

  Elizabeth se volvió para ocultar la repentina ola de calor que le subió al rostro, el placer que cantaba en su corazón. Sí, lo había echado de menos, sin importarle las dudas y las incertidumbres, y podría darle la bienvenida a su hogar.

  —Bueno, ¿qué creéis que ocurrirá, mi señora? ¿Nos abrirán las puertas, o nos recibirá sir John con una lluvia de flechas?

  Richard cambió de postura sobre la silla. El nutrido grupo se había detenido en un altozano desde el que contemplar la principal fuente de poder de la familia De Lacy. Ante ellos se alzaban los imponentes muros de piedra gris de Talgarth, el puente levadizo alzado y el rastrillo bajado.

  Elizabeth no supo qué responder. En el pecho llevaba un nudo de aprensión y comprendía la desconfianza de Richard.

  —Quizá no deberíamos haber venido.

  —Recordaréis que no he podido elegir —respondió él con ironía.

  Elizabeth lo miró. Tenía los labios apretados y fruncía el ceño.

  —Lo lamento, pero vos estuvisteis de acuerdo.

  —Tenía que traeros para demostraros que el bienestar de David me preocupa, sobre todo después de que vos misma y vuestra familia me acusarais de matar a Lewis.

  Elizabeth se mordió la lengua. Aún quedaba amargura residual entre ellos, que solía aparecer cuando Richard bajaba la guardia. La acusación de sir John y su ambivalencia a la hora de aceptar su declaración de inocencia seguían escociendo. Un silencio incómodo se extendió entre ellos.

  —Hay una urraca en esa rama de la izquierda —intervino Jane Bringsty, que cabalgaba detrás de ellos—. Nos está mirando. No es una buena premonición.

  Nadie contestó. Elizabeth contempló el color irisado de las plumas del ave. No, no era un buen presagio, pero ya habían llegado hasta allí, así que azuzó su caballo tocándole los costados con los talones y continuaron hacia Talgarth.

  Los Malinder iban a pasar solo dos días en Talgarth. Su llegada no fue rechazada a las puertas de la impresionante fortaleza, pero quedó claro que aceptaban su presencia en ella de mala gana. Cuando sus caballos y su escolta fue conducida a sus acomodos, los Malinder fueron invitados a entrar al gran salón con toda la frialdad que sir John le dedicaría a un enemigo, cuya presencia no le quedaba más remedio que tolerar. En el estrado estaba el propio sir John mirándolos con frialdad, lady Ellen sonriendo a su lado y arriesgándose a ser blanco de la ira de su esposo al recibir a los recién llegados con agrado. Detrás de ellos estaba maese Capel, negro y hosco como uno de los cuervos que graznaban por encima de las almenas. O quizá más como un ave de presa, pensó Elizabeth, al sentir la fuerza de sus ojos al mirarla. Y luego estaba David, que respondió inmediatamente a la llamada de su corazón: a pesar de las advertencias de sir John, saltó del estrado para abrazar a su hermana con alegría.

  —¡Elizabeth! Y Richard. Tengo tanto que contaros. Han pasado años desde… bueno, desde que nos vimos la última vez.

  Elizabeth experimentó un enorme alivio al encontrarlo bien, pero le duró poco. En cuanto pasó el instante de la bienvenida su rostro se apagó de inmediato como la llama de una vela bajo el apagavelas, sus labios se apretaron y su rostro adquirió una madurez forzada y prematura. Había problemas, seguro, pero no podría abordarlos hasta que no estuvieran solos.

  —Me parece que has crecido —le dijo—. Ya eres casi tan alto como yo.

  David iba a responder pero fue llamado al orden por sir John, que reconoció de inmediato la presencia de visitas en su casa. Richard respondió con igual compostura y con una leve inclinación de cabeza. Ellen expresó su complacencia y maese Capel permaneció en su habitual silencio. Entonces los Malinder fueron conducidos a las habitaciones de invitados.

  —¿Conoces algún remedio para el mal de ojo? —le murmuró Richard a Elizabeth mientras subían las escaleras tras el silencioso mayordomo de sir John.

  Elizabeth, sorprendida ante una petición tan inesperada, se volvió a mirar a Jane, que los seguía de cerca.

  —Sí —admitió.

  —Entonces os sugiero que lo utilicéis. Por el bien de todos.

  —¿Maese Capel?

  Elizabeth también había percibido el brillo feroz que se ocultaba tras la mirada serena de sus ojos. Era casi imposible no darse cuenta. Era el fervor, casi el antagonismo de unos ojos que buscaban cada secreto, cada debilidad. Se estremeció al recordar.

  Richard esperó a que el mayordomo se hubiera marchado y la puerta estuviera cerrada.

  —Maese Capel, sí. Me pregunto qué función tendrá en esta casa. ¿Qué puede tener sir John para retener a un hombre como él a su lado?

  —Dicen que es un nigromante —intervino Jane.

  Elizabeth suspiró.

  —Eso creo. No me gusta que David esté aquí.

  —Tampoco a mí —Richard echó un vistazo a las habitaciones que les habían asignado—. Capel me hace pensar en murciélagos y sapos —hizo una mueca y se acercó a la ventana. Desde allí podían contemplarse las colinas de Brecon cubiertas de niebla que los rodeaban—. Me sentiré mejor cuando nos hayamos marchado de este lugar. Creo que voy a tener que dormir con la daga bajo la almohada.

  Habían llevado un regalo para David: un halcón de plumaje gris oscuro con las alas y la cola rayada, equipado con pihuelas, campanillas y un capuchón con borla. Un precioso ejemplar cría de los halcones de Richard, un ave que volaría maravillosamente y que haría disfrutar enormemente a David. Pero el muchacho no pudo ni ver ni disfrutar su regalo porque apenas llevaban una hora allí cuando les anunciaron que había caído presa de unas fiebres que lo confinarían en su cama. Cuando Elizabeth, asustada, insistió en verlo, lo encontró recostado contra unos almohadones, semiinconsciente, febril e incómodo, colorado y con una erupción en la piel. Se movía inquieto cuando ella le puso la mano en la frente, y ni respondía a sus palabras, ni reconocía su voz. Maese Capel estaba junto a la cama con las manos entrelazadas sobre sus ropajes negros.

  —¿Qué le ocurre? —le preguntó con ansiedad.

  —Nada grave, milady.

  —¿La peste? —preguntó, casi sin atreverse a pronunciar la palabra maldita—. No lo parece, pero…

  —No, no es la peste. No hay nada que temer, milady —la voz de Capel sonaba profunda y sorprendentemente dulce, seguramente parecida a los tonos aterciopelados de la serpiente que tentó a Eva en el paraíso—. Uno de esos accesos de fiebre que suelen tener los jóvenes cuando se exceden en sus demostraciones de fuerza. Se recuperará enseguida con descanso y sueño.

  —¿Qué estáis haciendo por él? —le preguntó tomando una mano de David entre las suyas—. Tengo ciertos conocimientos sobre las fiebres. Podría…

  —No es necesario, milady. Tengo mis propios métodos —avanzó para ayudarla a levantarse de la cama poniendo una mano firmemente en su codo para que no pudiera resistirse—. Os aconsejo que os retiréis. Vuestro hermano debe descansar. Y si sus fiebres resultaran ser contagiosas, no me gustaría que vos os la llevarais como recuerdo de vuestra gentil visita.

  —¿Creéis que estoy en peligro?

  —No —respondió, y su mirada parecía llena de conocimiento, de comprensión. Casi parecía sincero—. Pero vuestro bienestar es nuestra preocupación.

  Debéis darle un heredero a Ledenshall, un hijo que en el futuro pueda reclamar las tierras de la familia Malinder.

  —Bueno… —aquella inesperada conversación le hizo dudar—. Eso espero, qué duda cabe.

  —Vuestro tío se preocupa siempre por vos, aunque a veces sus modales un tanto bruscos puedan ocultarlo.

  —Y me hicieron salir de la estancia como si fuese una sirvienta que estorbara —le contó más tarde a Richard—. Es más: me han prohibido volver por el bien de mi propia salud.

  —¿Está David en peligro?

  Su esposa iba y venía por la habitación, tan tensa como una raposa en una cacería.

  —Él dice que no, pero en realidad no lo sé. La fiebre se ha presentado de repente, y maese Capel tiene las llaves de su habitación. ¿Cómo no voy a preocuparme?

  Richard la miró frunciendo el ceño.

  —Creo que deberíamos marcharnos. Sea cual sea el problema, no le hacemos ningún bien quedándonos aquí. Yo preferiría teneros de nuevo en la seguridad de los muros de Ledenshall.

  —¿Y dejar así a David? ¡Mase Capel dice que no corre peligro, pero ni siquiera puedo entrar en su alcoba!

  Y viendo su miedo y el brillo de las lágrimas en sus ojos, la preocupación de Richard desbancó a la ira por la forma en que sir John los estaba tratando.

  —Lady Ellen no permitiría que le hiciesen ningún daño —adujo, rezando porque así fuera y porque Elizabeth se dejara convencer—. Quiero alejaros de aquí, mañana a primera hora. ¿Estáis de acuerdo?

  La seguridad de Elizabeth empezaba a ser la principal de sus preocupaciones, y la urgencia de conseguirla cabalgaba a lomos de un veloz corcel. La abrazó contra su pecho, sorprendido por la necesidad que sentía de notarla cerca.

  Y Elizabeth se dejó tranquilizar por sus brazos, respiró hondo y se apoyó en él.

  —Supongo que es lo mejor —suspiró.

  Richard la apretó más.

  —Entonces, vayámonos a casa.

  Los Malinder habían montado ya y estaban preparados para marcharse. Sir John, que no había intentado hacerles cambiar de parecer, dejó la despedida en manos de su esposa, que con una sonrisa débil se acercó a Elizabeth.

  —Cuidaré de él —le aseguró—. Para mí David es el hijo que no he tenido. No dejaré que le ocurra nada.

  Elizabeth tomó su mano.

  —No sabéis cuánto os lo agradezco.

  —Tengo algo para vos —dijo en voz tan baja que Elizabeth tuvo que agacharse desde la silla para oírla.

  Ellen tomó su mano como si fuera a despedirse, y en su palma le dejó un objeto pequeño y duro.

  —De David —le dijo, apretándole la mano—. Conseguí pasarlo sin que lo vieran los guardias. Estaba lúcido y me dijo que os lo diera —Ellen dio un paso atrás y sonrió de nuevo—. Sé que sois diestra en el manejo de las hierbas. Mi jardín ha crecido maravillosamente esta primavera y la consuelda crece por todas partes, al igual que el levístico. Quizás podáis darles uso.

  —Lo haré, lady Ellen.

  Pero a pesar de la normalidad de su respuesta, apretaba con fuerza el objeto que tenía en la mano y el corazón se le había desbordado. Seguro que todos los que había a su alrededor podían escucharlo.

  La voz de Ellen volvió a ser un susurro.

  —Tengo miedo.

  Richard acercó su caballo.

  —¿Podemos ayudar?

  —Ellen —tronó la voz de sir John—. Dejadlos ir. Tienen un viaje muy largo por delante sin que vos los entretengáis.

  —Sí, milord. Por supuesto. Que Dios os guarde. No, no podéis ayudarme, Richard. Id a casa y cuidad de Elizabeth, que yo cuidaré de David, no temáis.

  Y salieron bajo el enorme rastrillo en dirección hacia las colinas centrales de la Marca, Elizabeth acompañada de agudos temores. Sabía exactamente qué era lo que Ellen le había entregado y que ella había guardado en el corpiño de su vestido.

  En cuanto desmontaron en Ledenshall, Elizabeth no se entretuvo. Sin decir una palabra, se recogió las faldas y subió corriendo las escaleras del gran salón para dirigirse a su cámara, donde Richard llegó poco después y la encontró sentada ante el fuego, arropada en una pesada bata de terciopelo y sin velo. No había visto tal angustia en su rostro desde la muerte de Lewis. Un pergamino estaba desplegado sobre un pequeño cofre que tenía al lado y había dos joyas a su lado. Estaba mirándolas fijamente, había perdido el color en las mejillas y sus ojos rezumaban horror. El rico color esmeralda de la bata solo realzaba la palidez de sus mejillas y sus labios.

  —Elizabeth —cerró la puerta. Debía ser peor de lo que se imaginaba—. ¿Qué ocurre? Debéis decírmelo.

  Ella negó con la cabeza, como si pretendiera imponer algo de coherencia en sus pensamientos.

  —No lo sé. No estoy segura —se agarraba con fuerza a los brazos de la silla—. No, no es cierto. Creo que sí que lo sé, pero no quiero creerlo.

  Richard colocó un taburete frente a ella y apoyó los antebrazos en las piernas, pero prefirió no tocar las joyas hasta que ella estuviera preparada. Tampoco habló hasta que ella tuviese los pensamientos ordenados y lo mirase a la cara. Cuando lo hizo, el corazón se le encogió al ver la angustia que palpitaba en sus ojos.

  —Oh, Richard… —escogió el círculo plateado con una amatista en el centro y se lo mostró sobre la palma—. Conozco este anillo. David se lo dio a Ellen para que ella me lo diese a mí.

  —¿Y?

  —Pertenece… perteneció a Lewis.

  Richard enarcó las cejas y tomó el sencillo anillo de manos de su esposa.

  —¿Estáis segura?

  —Sí. No puedo equivocarme. Yo se lo regalé. Cuando yo era joven y bastante tonta, quería hacerle un regalo… su caballo se había roto una pata y fue sacrificado. Era tan joven y estaba tan triste, aunque intentaba ser valiente, pero yo sabía que lloraba por su caballo. No tenía nada más que darle. El anillo había pertenecido a nuestra madre, y seguramente a la madre de su madre también. La inscripción está muy gastada, ya lo ves, y la piedra no está bien tallada. Fue una tontería, pero yo quería que lo tuviese —se secó una lágrima—. Incluso entonces el anillo era demasiado pequeño para que pudiera ponérselo, así que se lo colgó de un cordón al cuello y me prometió que lo llevaría siempre. Y que yo sepa siempre lo llevó bajo la túnica.

  —Quizá se lo dio a David —dijo, intentando ofrecer alguna explicación que no fuera la evidente.

  —No, no lo creo. Yo se lo regalé a él, y no creo que se lo diera a nadie.

  Él tampoco lo creía.

  —¿Y eso? —preguntó, tras un breve silencio, señalando la otra joya.

  —Ah, el broche. Estaba disimulado en el paquete de hierbas que me dio Ellen.

  Empujó el pedazo de papel y el broche hacia él. Contenía solo tres líneas.

  Encontré esto en poder de tu tío. Sé que hay más.

  Lo reconocerás.

  Solo puedo imaginar lo que implica.

  Era un broche, una pieza hermosa de oro y rubíes en cabochón. Richard admiró su peso y el trabajo del oro, aunque sintió un nudo en el estómago al darse cuenta de lo que significaba. Si sus temores eran ciertos, la tristeza que vertería sobre Elizabeth sería tremenda. La posesión de aquella gema señalaría al responsable de la muerte de Lewis. Los rubíes ardían a la luz de las velas con un fuego en sus entrañas.

  —¿Cuándo lo viste por última vez? —le preguntó ante su silencio.

  —No lo sé con certeza —respondió, pero no quería poner en palabras sus temores—. El trabajo del orfebre es magnífico. Una pieza espléndida, de factura italiana diría yo.

  —Sí. Y de un valor considerable, así que nunca se ha llevado puesta. Fue un regalo de mi padre a Lewis, una joya de familia.

  —Entiendo.

  Y sus temores se vieron confirmados.

  —Cuando lo vi por última vez iba en el sombrero para sujetar una pluma de ave, en el sombrero que Lewis llevaba en nuestra boda —como si el significado de sus palabras, de la situación que representaban, se le apareciera ante los ojos pro primera vez, Elizabeth se cubrió la cara con las manos—. No me atrevo a pensar cómo ha podido llegar a las manos de David y Ellen —se levantó de golpe para caminar al otro lado de la habitación solo para descargar parte de su furia, apartando las faldas de su bata de una patada—. Sé lo que sospecho. Solo puede haber una respuesta, y es que él mató a Lewis. Sir John lo mató… o hizo que lo matasen. Es la única explicación posible para que estas piezas acabasen en Talgarth. Y el broche en las manos de sir John. No dudo de la palabra de Ellen. ¿Qué otra razón puede haber? —sus pensamientos seguían fluyendo a toda velocidad—. Ahora tiene a David en sus manos, y yo no puedo hacer nada al respecto.

  Y dio un golpe con las manos en lo alto del respaldo de la silla que ocupaba.

  —Aún no tenéis más que pruebas circunstanciales —contestó Richard con la voz de un hombre que se atenía a derecho, a pesar de la ira que había empezado a arderle en el estómago ante semejante brutalidad. Pero precisamente por ella tenía que intentar mantener su imparcialidad, su capacidad de raciocinio. De equilibrio. Si ella no era capaz de razonar con serenidad, él debía serlo por su bien.

  —Es la única explicación. ¿De qué otro modo han podido llegar allí? —Elizabeth comenzó a pasearse de nuevo—. ¿Por qué si no me las iba a haber entregado Ellen con tanto secreto?

  —Sí —suspiró.— Eso hay que aceptarlo.

  —¿Me ayudaréis?

  Estaba en el otro extremo de la estancia cuando se volvió a mirarlo. La insustancial luz de las velas ocultaba la mayor parte de su angustia, pero la voz le temblaba. Era un grito desesperado pidiendo ayuda que él no podía ignorar. Sin embargo, sabía que debía sopesar las pruebas y considerar despacio el mejor medio de actuar.

  —¿A hacer qué, exactamente?

  —A rescatar a David y a conseguir que sir John pague por su despreciable crimen. ¿Qué otra cosa podría ser? —preguntó, alzando los brazos con impaciencia.

  Richard respiró hondo y valoró el peso de lo que le estaba pidiendo y cómo reaccionaría ella si leía en su respuesta una negativa o un consejo.

  —Escuchadme, Elizabeth: creo que David no corre peligro en Talgarth. Creo que sir John le ha asignado un papel en sus planes, sean los que sean. Seguramente lo utilizará; quizá pretenderá moldearlo como él quiera para que encaje en sus deseos como heredero de la familia De Lacy, pero no lo matará.

  —No quiero que tenga que estar allí como un prisionero mientras un asesino lo moldea, como tú dices. ¿De verdad crees que la repentina enfermedad de David que le mantuvo casi inconsciente y confinado en su lecho fue pura coincidencia? No. Temo por su vida.

  —No, no creo que fuese una coincidencia, sino para evitar que mantuviera una conversación íntima contigo. Seguramente la fiebre fue provocada por las habilidades de maese Capel. Pero ahora que ya no estás, David no sufrirá daño alguno. La suya es la única sangre De Lacy, aparte de la vuestra, que podrá heredar las tierras de Talgarth tras la muerte de sir John.

  —Pero si solo se trata de la herencia… si eso significa tanto para mi tío, ¿por qué matar a Lewis?

  —No lo sé.

  —Mi tío mató a mi hermano —repitió otra vez, como si no pudiera asimilar el verdadero significado. Luego miró a Richard—. Debe ser llevado ante la justicia.

  —Estoy de acuerdo, pero ¿qué puedo hacer yo? —se levantó para acercarse a ella—. Tenemos un caso contra sir John que no resistiría un juicio. Ningún testigo al que hacer declarar y que pudiera decir la verdad, ni prueba alguna que pueda demostrar incontestablemente su culpabilidad. Sus criados no declararán contra él si valoran sus bolsillos, y puede que incluso sus vidas. Lo único que tenemos son dos joyas que han sido descubiertas fuera de su lugar habitual —se sentía tan frustrado y furioso como ella, pero sabía controlarse mejor—. No soy uno de esos dioses antiguos que podían vengarse lanzando un rayo contra el ofensor, sin tener que asumir las consecuencias y las responsabilidades, y sin tener que rendir cuentas a un superior —Elizabeth siguió paseándose y solo se detuvo cuando él se le plantó delante—. No puedo rescatar a David a menos que plantee un asedio en toda regla a Talgarth. Pensad en ello, Elizabeth.

  Pero en aquel instante era incapaz de razonar.

  —La sangre de mi hermano pide venganza, milord —dijo con los ojos desorbitados—. ¡Y lo único que se os ocurre es decirme que no hay pruebas!

  —Lo sé, y sé que estáis sufriendo, pero la venganza debe limitarse al ámbito de la justicia, y para ello es necesario reunir pruebas.

  —Asesinó a Lewis y pretendió echaros a vos la culpa delante de toda vuestra gente. Deliberadamente sembró la semilla de la duda incluso en mi propio corazón. ¿Podéis disculpar semejante deshonor? ¿Pretendéis decirme que no merece castigo?

  —No, pero creo que no estáis atendiendo a razones. Tenéis que descansar. Enfermaréis si no sabéis dejarlo a un lado por esta noche.

  —¿Razones? ¿Qué tiene que ver la razón con todo esto? —espetó, furiosa.

  ¿Qué podía decirle? Ya se le habían acabado las palabras. Estaba más allá del consuelo, pero volvió a intentarlo.

  —Venid conmigo a la cama, y mañana volveremos a analizarlo todo.

  —¡A vos no os importa! ¿Acaso no sois lo bastante hombre para ayudarme?

  Con un movimiento rápido y un golpe de su mano abierta, volcó un candelabro y su vela sin pensar en el peligro de la llama en los cortinajes o en el suelo.

  Aquello fue lo que puso a Richard en movimiento.

  —¡Basta, Elizabeth! —le dijo, y tiró de sus manos—. Claro que me importa. Y os prometo que haré cuanto esté en mi mano.

  Y al mirarla a la cara vio cómo las lágrimas de angustia empezaban a reemplazar a las de la ira. Cómo sufría por ella. Lo único que deseaba era poder disminuir su tormento.

  —¿Acaso tengo que buscar la venganza yo sola? —susurró, aferrada a él.

  —No —contestó él, conmovido hasta tal punto que casi era incapaz de hablar—. ¿Es que no os he dicho ya que sois mía? No estáis sola en esto.

  Sus miradas se entrelazaron con fuerza y de pronto se sintieron conscientes el uno del otro. El deseo estalló ardiente e implacable como una llama. Richard la apretó contra sí y la retuvo cuando ella empezó a resistirse ante un envite tan inesperado de su sangre. Había pretendido ser delicado, calmar su dolor, borrar la ira a base de caricias y palabras como hizo la última vez, pero supo en aquel mismo instante que la dulzura no serviría para nada. Además se sentía desbordado, con los sentidos patas arriba por la necesidad. La deseaba y punto. La deseaba en aquel instante, llena de orgullo y determinación de obtener justicia para Lewis.

  Dejó que su instinto decidiera, que el cuerpo dominase a la cabeza, que sus brazos la sujetasen con fuerza antes de inclinarse y besarla, y no con el beso que pretendía ser una sugerencia, sino con un gesto saturado de deseo que la hizo separar los labios para que él pudiera hundir la lengua en su boca. El fuego se avivó de inmediato para consumirlo, para dominarlo todo. La angustia y la desesperación que Elizabeth llevaba dentro se transformó en exigencia y prendió también en él haciéndoles arder a ambos, robándoles la respiración, haciéndolos temblar.

  No fue una seducción. El deseo y la necesidad, sorprendiéndolos a ambos, asumió el control y empujó a Richard a tomarla en brazos para llevarla a la cama. Su bata no presentaba para él dificultad alguna, tampoco su ropa más formal, y las prendas desaparecieron para que la piel de ambos pudiera unirse. Sus caricias se reencontraron con las nuevas curvas de su esposa, aunque quedaron relegadas en la inmediatez del momento, y su boca se apoderó de la de ella, presionándola con el cuerpo, exigiéndole respuesta. Elizabeth se estremeció arqueándose contra él, aferrándose a su espalda y a sus hombros, corazón con corazón, piernas con piernas, el más perfecto de los emparejamientos. Las sábanas se les enredaban en el cuerpo y se deshicieron de ellas con impaciencia.

  La penetró con un único movimiento.

  —¡Elizabeth! —gimió su nombre y se quedó quieto, con los ojos cerrados y ardiendo de calor, intoxicándose con su cuerpo como el más deseado de los placeres, aún más cuando ella alzó las caderas para que pudiera llegar aún más adentro. Ambos permanecieron inmóviles un momento.

  —Elizabeth de Lacy —murmuró, sorprendido, con una luz de incertidumbre en la mirada—, ¿qué eres tú?

  Y depositó una línea de besos en la curva elegante de su cuello antes de que la necesidad volviera a apoderarse de él y comenzara a moverse dentro de ella, contra ella, su ritmo contagiándose a su cuerpo, animándola a acompañarle, consciente solo de su dominio. La sensación creció en su interior hasta que solo pudo gemir y temblar ante aquel desconocido poder, más dulce, mucho más intenso que antes. Y tuvo que agarrase a él ante el miedo de ser incapaz de resistírsele o de controlar la respuesta de su cuerpo.

  —Tengo miedo —gimió, pero el placer la sacudió de tal manera que no pudo decir nada más.

  Y Richard tampoco le dio la oportunidad, sino que siguió guiándola con mano experta, con firmes caricias que anularon su voluntad hasta que gritó sorprendida y extasiada. Solo entonces, tras un férreo control, se rindió a la mujer que se había considerado su cautiva, sorprendido de sentirse indefenso en sus brazos.

  Después, un considerable tiempo después, cuando había conseguido reordenar sus desperdigados pensamientos tras aquel asalto emocional, Elizabeth se encontró en brazos de Richard, agotada. Triste, por supuesto, pero sin el asfixiante peso del dolor. En algún momento de la tormenta, una dosis de satisfacción la asaltó, se adueñó de su energía y permaneció en su interior como un río de aguas tranquilas que acariciase y calmase. Y en cuanto a la intensa emoción que la llevó a responder a todas sus demandas, aún se resistía a ponerle nombre. O a la explosión de placer letal que había viajado por su sangre y que contra todo buen juicio la había empujado a exigirle a él. Sintió que le ardían las mejillas al recordar su comportamiento. Menos mal que estaban en sombras. Una vocecilla se abría camino insistentemente en su cabeza.

  «Te has enamorado de él. Por mucho que lo niegues, la prueba está en tu propia sangre. No puedes seguir evitando la verdad. Le quieres».

  Y contra semejantes palabras, no tenía defensa.

  —Richard —se volvió a mirarle apoyada como estaba sobre su pecho, consciente del latido acelerado de su corazón y la respiración desordenada. Le complacía sin medida que él hubiera resultado tan afectado como ella—. He sido injusta con vos.

  —Sí, es cierto —replicó, besándola en la cabeza—. Si no recuerdo mal, habéis exhibido una opinión bien pobre de mis habilidades, tanto como señor de Ledenshall y, lo que es aún peor, como hombre.

  Ella se echó a reír.

  —¡Ya no! Carezco de experiencia, pero vuestras habilidades son… milagrosas, diría yo.

  Y acarició su pecho, complacida al oírle reír.

  —Eso espero.

  Bajo aquella risa, Richard se sentía sobrecogido por su falta de control con Elizabeth. La atracción que ella demostraba por él le había sorprendido, al igual que el respeto que había llegado a sentir por ella. Pero la necesidad de hacerla suya, de poseerla por completo le desbordaba. No se trataba solo de una conexión física, sino que había algo más hondo que le empujaba hacia ella. Frunció el ceño. Seguramente no era más que compasión por el dolor que le había infligido su propio tío, que debería haberla apoyado y protegido. Quizás había también una cierta dosis de admiración por su fuerte voluntad ante el asedio. Y respeto, por supuesto. Sí, eso debía ser. No era difícil para él sentir admiración y respeto. Y cómo iba a imaginarse que iba a resultar tan tentadoramente femenina bajo sus palabras duras y su franqueza… tan deseable. Tanto. La lujuria siempre era una respuesta fácil.

  —Sir John de Lacy pagará por sus delitos. Más pronto o más tarde. No permitiré que se vaya de rositas y no pague por el dolor que os ha causado. Sois mi esposa, y es mi deber y mi deseo protegeros e impedir que os hagan daño.

  Fue un juramento solemne que ambos reconocieron como tal, y que destruyó cualquier barrera que se hubiera erigido entre ambos por la sangre derramada de Lewis. Había otras, las habría en el futuro, ya que Elizabeth no era tan inocente como para imaginar que vivirían por siempre en un camino de rosas, pero al menos aquel despreciable crimen quedaría en su lugar.

  —Nunca debería haber dudado de vos.

  —No deberíais, es cierto, pero como vos misma dijisteis en una ocasión, no me conocíais. Nuestro matrimonio no estaba destinado a ser fácil, y puede que ahora podamos encontrar un camino más recto entre los dos.

  —¿Me perdonáis por mi falta de confianza?

  —Podría hacerlo —respondió, y rápidamente se colocó sobre ella—, pero creo que necesito saber que no vais a volver a dudar con tanta facilidad de mis habilidades.

  Vio el brillo de sus ojos, la curva irresistible de sus labios, la línea de sus hombros y volvió a sentirse prisionera.

  —¿Qué sugerís? ¿Qué podría ofreceros para resarciros?

  Sintió que volvía a tener una erección sobre sus muslos, y le rodeó el cuello con los brazos para tirar de él e invitarle al festín de su boca. Y Richard no dudó de su invitación.

  Richard hizo cuanto pudo. No dudó en comprar información de los viajeros que prestaban oídos a las murmuraciones. David había sido visto montando al lado de su tío, junto a él también en Hereford. Parecía gozar de buena salud y montaba su caballo con energía. Nada que pudiera preocupar a su hermana.

  Elizabeth y Jane volvieron a usar la bola de cristal, pero les reveló poco, aunque tampoco presagió desastres.

  —No demuestra nada —dijo Jane.

  —Pero si no lo ves.

  —David está sano y salvo.

  Era toda la seguridad que su amiga estaba dispuesta a ofrecerle.

  Mientras, los señores de Ledenshall se observaban el uno al otro sin que ninguno de ellos quisiera admitir la sorprendente profundidad del sentimiento que se había desarrollado entre ellos, desde aquella noche de pasión desenfrenada.