Diecisiete
La noche era oscura, las nubes iban bajas y soplaba un viento gélido que traía rachas de lluvia; una noche perfecta para escapar. Durante las horas más oscuras, justo después de la media noche, dos hombres por separado se escabulleron por la poterna para colarse entre las líneas, evitando los fuegos y las tiendas. No se oyó nada que pudiese indicar una captura.
Richard respiró hondo, aliviado.
Poco antes de amanecer, con una tímida claridad asomando en el este, un pequeño grupo se reunió en el jardín vestido de modos muy dispares, pero todos envueltos en capas oscuras y cubriéndose la cabeza. Richard viajaría como si fuera un personaje de importancia de la ciudad, y bajo su capa llevaba una espada y un puñal. Elizabeth vestida de hombre y Richard con una daga al cinto y otra en la bota, pasarían por sus criados. Jane Bringsty se vistió de esposa de un comerciante, y mientras no se pararan a mirar detenidamente, todo lo que verían sería un pequeño grupo de viajeros bien abrigados contra el frío.
Al final Richard estrechó la mano de Robert.
—Haced una buena demostración de fuerza, Rob. Dependemos de ello si queremos que esto salga bien.
Y todos se pusieron en marcha con Richard a la cabeza, David en la retaguardia, y se hundieron en la luz gris cargada de lluvia.
La suerte estuvo con ellos cuando salieron por la pequeña puerta. Capas oscuras, nubes bajas, una repentina ráfaga de lluvia. En el momento crucial una lluvia de flechas voló desde las almenas de Ledenshall hacia el cañón para llamar la atención y distraer a los atacantes. El grupo oyó el ruido de la enorme puerta principal al abrirse, como si se planeara escapar por ellas, con ásperos gritos, el pisoteo de los cascos y un par de notas de trompeta. Richard alzó la cara. Robert lo había planeado bien, y Richard se obligó a olvidarse de la seguridad de su casa, de su familia, ante la urgencia de la misión que tenía ante sí.
Llegaron pronto a la posada, donde los aguardaban tres caballos ya ensillados.
Jane Bringsty subió a uno, David a otro, y Elizabeth se apoyó en el estribo de Richard para montar a su grupa. Y salieron a galope tendido, dejando atrás el ruido y el brillo de las llamas sobre el castillo, donde los arqueros de Robert estaban haciendo un magnífico trabajo.
Por fin, Llanwardine. Era de noche oscura, con lo que las monjas se habían retirado ya a sus duros catres. Los muros del Priorato parecían amenazadores. No había luces, pero detuvieron sus caballos delante de la puerta y desmontaron.
A Elizabeth se le escapó un gemido; le dolían los músculos tras el interminable viaje. Más de una vez se había quedado adormilada, agarrada a la cintura de Richard, la mejilla apoyada sobre la áspera tela que le cubría, aferrándose a su calor y a su cercanía, a la fuerza de su cuerpo y de su voluntad; en la mente se le aparecían imágenes inquietantes y pavorosas de las que le resultaba imposible huir hasta que no conseguía separar la realidad de los sueños.
—Quién me iba a decir que me alegraría de estar aquí —murmuró.
Richard hizo sonar la campana de la puerta y oyeron su eco en el interior, pero no percibieron ningún signo de que hubiese alguien allí. Volvió a hacerla sonar con impaciencia, y entonces oyeron el ruido de pasos que se acercaban.
Un pequeño portillo con barrotes se abrió en la enorme portalada y Richard se acercó.
—Somos unos viajeros a los que se les ha hecho de noche y que solicitamos la hospitalidad del Priorato. No traemos malas intenciones. Yo soy Malinder de Ledenshall, y traigo a dos mujeres conmigo que necesitan un lugar seguro en el que descansar.
Oyeron girar una llave y el traqueteo de una cadena antes de que se abriera la puerta y les iluminara el resplandor de una linterna. Allí estaba la priora en persona, con la luz en alto para ver los rostros de quienes llamaban a su puerta. Sus ojos viajaron por todo el grupo y de nuevo volvieron a Elizabeth cuando se quitó la capucha.
—Dijisteis que podría venir si estaba en dificultades.
—Y sois bienvenida.
La priora abrió la puerta y los invitó a entrar en el santuario.
Consiguieron tener un instante de intimidad. A pesar de las ropas tan bastas con las que se habían vestido eran una pareja magnífica en aquel salón desnudo y lo iluminaban con el calor y el amor que había entre ellos. Estaban hechos el uno para el otro, sin duda.
—Adiós, Elizabeth. Que Dios os guarde.
—Que él os mantenga con vida.
Ninguno de los dos encontraba otras palabras, ambos ahogados en el miedo ante el futuro. Había muchas posibilidades de que no volvieran a verse y se tomaron las manos mientras se devoraban con los ojos, hasta que Richard se inclinó sobre los labios de su mujer y depositó un beso suave como una promesa.
—Volveré a buscaros.
—Sí —respondió ella, apretándole las manos—. No tengo ninguna prenda que daros para que os acompañe.
—No la necesito. Lo único que me hace falta es saber que estáis a salvo aquí.
—Los dos lo estaremos, el niño y yo.
—Sí, pero sobre todo vos. Y si ocurriera lo peor… —puso un dedo sobre sus labios cuando ella fue a oponerse a ese pensamiento—. Si yo he de morir, educad al niño como yo lo hubiera querido, como mi heredero. Vos tendréis el poder hasta que él sea mayor de edad.
—Así lo haré —los ojos le brillaban, pero Richard sabía que no iba a llorar—. Ahora debéis iros.
Solo había tiempo para un último beso, una última declaración desesperada de pérdida. De amor y de pasión imposible. Todo lo que no podía decir lo volcó en ese beso para poder recordar su sabor cuando estuviera lejos. Y ella le recordaría a su vez.
—Tenéis todo mi amor. No puedo soportarlo, Richard…
—Como vos tenéis el mío. Sed valiente, Elizabeth, amor mío. Mi corazón. Mi vida.
Y partió dejándola sola, con el corazón lleno de amor, con el pensamiento lleno de temor.
Richard recorrió la Marca para reunir aparceros en su ayuda. Marcharon hacia Ledenshall tan rápido como les fue posible, y para que los informaran enviaron exploradores, quienes al volver les dijeron de que el ejército de asedio debía tener sus propias fuentes de información. Debían saber que la fuerza Malinder se acercaba porque lo único que quedaba de ellos que recordara su asalto era una serie de feas fortificaciones y cuatro cañones. En cuanto los pendones y estandartes anunciaron su llegada a la colina, Robert y Simon Beggard salieron de la fortaleza para inspeccionar el inminente colapso de una parte de la muralla.
—Habéis llegado muy a tiempo, Richard —el rostro de Robert se iluminó con una sonrisa—. Mejor tarde que nunca.
Los primos se estrecharon las manos sin necesidad de decir nada más.
Richard examinó las fisuras del muro y dio una patada a un montón de escombros que tenía a sus pies.
—No querían ser vistos.
—No. ¿Alguna idea?
—Creo que sí.
Había tenido tiempo de reflexionar durante el largo periplo por sus tierras, y solo un nombre volvía una y otra vez a su cabeza como instigador de todo aquello. No sabría decir por qué, pero estaba seguro de saber quién era el responsable. Solo había un hombre en la Marca que pudiera comandar semejante fuerza, aparte de él mismo. Hasta el momento carecía de pruebas, por lo que debía atenerse a la ley. Pero habían puesto en peligro la vida de Elizabeth y su hogar había padecido los rigores de un ataque. Ya no podía seguir sentado sin hacer nada.
El resto del día se pasó haciendo las reparaciones más urgentes en los muros mientras Richard iba inventariando los daños. Podía haber sido peor. Una sección del muro iba a tener que ser reconstruida, aunque los cimientos no parecían haber sufrido. Las cocinas, donde David había pedido pan y carne para los recién llegados, además de los establos, iban a tener que ser reconstruidos en su totalidad, pero la estructura de la torre del homenaje estaba intacta. Al menos Elizabeth tendría un hogar al que volver. Robert estaba a su lado contemplando los daños. Ambos hombres tenían marcas de agotamiento en la cara.
—Un día más y esa sección se habría hundido hacia dentro —señaló Robert, reconociendo lo que ambos sabían—. No habríamos podido mantener más el castillo.
—Tenéis mi gratitud, Rob —Richard apartó la mirada de aquella destrucción. Había tomado una decisión al fin. Lo que iba a pedirle era demasiado, pero iba a hacerlo de todos modos—. Ahora tengo que pediros un favor.
—¿Otro? —protestó, apoyándose contra el muro y limpiándose la cara con la manga—. Había pensado irme a casa.
—De Lacy está involucrado en todo esto. Tiene que ser él. Si os lo pidiera, ¿cabalgaríais vos y vuestros hombres conmigo contra él?
Robert no llegó a contestar. Los cascos de una fuerza ligera que se acercaba por el camino llamó su atención.
—Tenemos visita —comentó Richard—. Y a juzgar por los pendones, es un de Lacy.
En Llanwardine, rodeada y apartada del mundo por las Montañas Negras, el tiempo avanzaba pesadamente para Elizabeth, a pesar de que intentaba no pensar en la espantosa comida y el incómodo alojamiento. Al menos le ofrecía protección.
Pero era el no saber lo que le ponía los nervios de punta y le impedía dormir por las noches. En Ledenshall habría sido posible enterrar sus preocupaciones aunque hubiera sido solo durante unas horas, en alguna actividad, pero en Llanwardine, en los gélidos días del mes de febrero, cuando el huerto no tenía nada más que hierba, solo dependía de su propia fortaleza y valor para aferrarse a la esperanza.
No recibían visitas. No tenían noticias.
Y Elizabeth, con sus ropas prestadas de monja, fue a arrodillarse en la capilla del priorato en busca de consuelo, un consuelo que jamás pensó encontrar allí. El vasto espacio de sus arcadas y el silencio le ayudaron a vaciar su cabeza del terror que la tenía paralizada, ayudándola a pensar racionalmente. Allí le pidió a la Virgen por la seguridad de Richard.
Lo único que podía hacer era esperar, y rezar porque aquel hábito negro que llevaba no fuese una espantosa premonición de lo que la aguardaba en el futuro.
—¡Tía Ellen! —exclamó David, igual de sorprendido que Richard—. ¿Qué hacéis aquí?
Ellen de Lacy no hizo ademán de entrar en el pequeño salón al que se la invitaba a pasar, sino que permaneció en el umbral con una extraña inmovilidad, envuelta en una capa salpicada de barro en los bajos. Por lo que podía verse bajo el vuelo de la capucha, su rostro habitualmente impasible estaba pálido y tenía los labios apretados. Su inesperada presencia en Ledenshall había dejado atónito a Richard, pero una incomodidad premonitoria se le alojó en el vientre. No podía ser portadora de buenas noticias.
—David. Y Richard… —suspiró—. Gracias a Dios. Me habían dicho que os encontraría aquí.
Richard reaccionó el último pero con cautela, aferrándose a la vaga esperanza de que sus temores fueran infundados.
—Ellen… no deberíais haber venido hasta aquí con una escolta tan reducida. Es demasiado peligroso tal y como están las cosas.
Imaginarse a una mujer de alcurnia viajando casi sola por la Marca le angustiaba, y rápidamente le ofreció su brazo para hacerla entrar, consciente de la aparente fragilidad bajo su determinación, cuando se quitó la capa él se la recogió, y colocó una silla junto al fuego.
—Excusad la falta de comodidad. Hemos tenido algunos problemas…
—No importa —cortó con impaciencia, mirando fijamente a Richard—. He de hablaros —su expresión quedó de pronto desfigurada por la tristeza, y la mano que apoyaba en su muñeca se volvió como una garra. Sorprendido ante tanta emoción, Richard se dio cuenta de lo agotada que estaba—. He reflexionado mucho sobre este particular, y he estado a punto de renunciar a venir hasta aquí…
Ellen guardó silencio cuando David volvió con copas de vino. Aceptó una pero no bebió, y comenzó a hablar con incertidumbre al principio, pero su voz fue cobrando firmeza.
—Sé, al menos en parte, lo que ha ocurrido en Talgarth. Tengo ojos y veo. Y también escucho… ¡aunque sea tras las puertas, que Dios me perdone! ¿Os dais cuenta de lo que me he visto empujada a hacer? ¡Semejante comportamiento en mi propia casa! No es propio de mí revolver entre los documentos de mi esposo, buscando Dios sabe qué… cajas cerradas, cajones y cofres. Incluso he llegado a interrogar al servicio.
Un temor desconocido la asfixiaba. Dejó a un lado la copa, se entrelazó las manos en el regazo, las abrió, luego volvió a sujetarlas. Richard se las tomó con firmeza para ayudarla.
—Debería avergonzarme, pero no es así.
—Contadme lo que sabéis, Ellen. Decidme qué os ha traído hasta aquí.
—Sí, sí claro —cerró los ojos un momento como para concentrarse, y luego comenzó con la voz firme—. Sabéis lo de la muerte de Lewis.
No era una pregunta, sino una afirmación, y los miraba a ambos, a David y a Richard, que no se esperaba un enfoque tan directo.
—Sabemos lo de la joya que le enviasteis a Elizabeth, y las que le disteis a David. Dijisteis que estaban en posesión de sir John.
—Sí. En su cámara. Las robé de allí —declaró con los ojos abiertos de par en par, como sorprendida por su propia admisión, pero sin lamentarla—. Solo se me ocurre una razón por la que pudieran estar allí. Sir John debía saber de dónde provenían y cuál era la identidad de su propietario, de modo que también debía saber qué mano empuñaba la espada que segó la vida de Lewis. Fue Gilbert de Burcher. Sé que fue él. Y luego a David le impidieron que tuviese contacto con Elizabeth y con vos cuando vinisteis a Talgarth con el halcón —David asintió cuando Ellen se volvió a él—. Fue cosa de Capel. Tiene buena mano con las hierbas y los remedios.
—De modo que sospechamos que sir John ha tenido algo que ver en la muerte de Lewis —dijo Richard con toda la tranquilidad en la voz de que fue capaz—. Pero ¿por qué iba a acometer semejante monstruosidad? Lewis era su sobrino, y el heredero más capaz que un hombre puede pedir.
—Debéis pensar que me he vuelto loca —se lamentó. Parecía a punto de echarse a llorar, pero tenía la mirada clavada en Richard, como si con ello tuviese el poder de hacerle ver y aceptar la verdad—. Tiene que ser por el poder, la tierra, la ambición… milord está ciego de ambición, ciego por el deseo de poseer toda la Marca central, sin rival alguno, sin interferencias. No os imagináis de lo que es capaz. Y Capel tiene mucho que ver en todo ello.
Durante un momento cayó en un incómodo silencio.
—Seguid, os lo ruego.
Ellen parpadeó.
—Quiere vuestra muerte, Richard.
—¡Mi muerte! —ya lo había dicho. Simple y llanamente. La sospecha que albergaba desde el asalto—. ¿Puedo creerlo?
—¿Por qué no? Pensad un momento: insistió en vuestro matrimonio con una De Lacy. Cuando Maude falleció os propuso sin vacilar a Elizabeth. Si ella concibe a vuestro heredero y vos desaparecéis convenientemente, dejándola sola y desprotegida, ¿quién se cuidaría de la doliente viuda y su hijo? Sir John, por supuesto, el solícito tío. ¿Quién gobernaría las tierras de los Malinder mientras el niño crecía? John de Lacy. ¿Quién estaría dispuesto a manipular y maquinar hasta conseguir semejante posición de fuerza?
Miró a Richard una vez más y no necesitó decir nada más.
—Ellen —le preguntó él muy despacio—, ¿sabe sir John que Elizabeth está encinta?
—Oh, sí. Maese Capel posee dones extraordinarios. Dice que Elizabeth llevará el embrazo a término y que será un varón —dijo con desprecio, lo cual resultó aún más sorprendente dada la dulzura de sus facciones.—Puede leer los signos de la salud y la enfermedad del cuerpo, del estado de la naturaleza, del pasado y del futuro. ¡Os juro que ha debido vender su alma al mismo diablo! Y utiliza sus poderes para acrecentar los deseos de sir John, y los suyos propios. Con sus artes adivinatorias fue capaz de reconocer el estado de buena esperanza de Elizabeth. Lo sabe sin ningún género de dudas.
—Pero toda la trama de sir John se apoya en un punto —Richard había recogido toda la información que contenían las apasionadas palabras de Ellen y su cabeza trabajaba febrilmente en todas las implicaciones—: que yo he de morir.
—Por supuesto. ¿Por qué no? Mató a Lewis, ¿verdad? Por alguna razón le fue necesario disponer de su vida. ¿Por qué no iba a hacer lo mismo con la vuestra, si lo considera necesario? —clavó las uñas en sus manos—. ¿Se ha visto amenazada vuestra vida, Richard? ¿Ha ocurrido algo recientemente que os haya obligado a poneros en guardia? Yo diría que sí.
Se quedó pensándolo, como no había hecho otra cosa en aquellos últimos días. Era imposible negarlo.
Ellen empezó a perder la paciencia.
—Habladme del asedio, Richard.
Eso le valió su atención.
—¿Qué sabéis vos de eso?
—Os sorprenderíais de lo que sé. Los hombres tienden a ignorar la presencia de una mujer callada que se ocupa de sus cosas y no hace comentarios respecto a lo que ocurre delante de su nariz. Como si fuera idiota o incapaz de entender. ¡Y no soy ninguna de las dos cosas! Os hablaré del asedio a Ledenshall si necesitáis convenceros de mi integridad. Hombres sin identificar. Un ataque bien organizado. Sin heraldos y sin cuartel, porque no había intención de que salierais con vida. Y cuatro cañones para batir los muros de vuestro castillo. Los mismos cañones que se pasaron al menos dos noches en el patio de Talgarth de camino a Ledenshall.
Richard respiró hondo. Ellen había revelado lo que sin duda debía ser la verdad.
—De modo que sir John estaba tras el asedio.
Como sospechaba.
—Por supuesto. No le fue difícil conseguir soldados y caballeros a los que no les importara combatir sin enseña ni pabellón.
—Pero un asedio… —le costaba trabajo aceptarlo—. ¿Por qué un ataque tan extremo?
—Sir John ya no conoce la moderación. Un asedio que obtuviera su propósito le habría dado el control de Ledenshall y de vuestra Elizabeth con un solo golpe de mano.
—Entiendo —musitó—. Mi muerte habría resultado en su beneficio en la marca. De Lacy ejercería el control total, siempre y cuando Elizabeth le cediera la autoridad sobre Ledenshall, y el cuidado y la crianza de su hijo. Eso nunca lo haría.
Pero le horrorizó saber lo que sin duda respondería Ellen.
—¿Y creéis que sir John no lo sabe? ¿De verdad creéis que no está preparado a enfrentarse a la resistencia de Elizabeth? Destruirá cualquier oposición con tan poca compasión como la que se tiene con un pollo al que se le retuerce el cuello para echarlo al caldo.
—¿Decís que sería capaz de hacerle daño a Elizabeth? ¿Estamos hablado de muerte?
Hizo la pregunta que él mismo podía contestar. La amenaza era real. Mentalmente viajó a Llanwardine, donde unas monjitas indefensas custodiaban a su más preciada posesión.
—Si es necesario lo haría. No se arredraría con un asesinato si con ello pudiera conseguir su visión de poder. Ya tiene la sangre de Lewis en sus manos. ¿Qué diferencia puede suponer una vida más… o dos? —lady Ellen apretó la copa entre las manos. Aún no había terminado—. Sir John tiene una banda de maleantes galeses a su disposición. Creo que ya los envió contra vos.
—Así es —en cierto modo fue un alivio admitirlo—. Pero ¿por qué Lewis? —preguntó, volviendo a la única pieza que aún no encajaba en el rompecabezas.
—No lo sé —Ellen arrugó la nariz—. Lewis era un joven prometedor, y quiero pensar que fue porque se negó a comulgar con los planes de milord. Sir John cometió un error y confió parte de su plan a Lewis. Creo… espero que Lewis le amenazara con contárselo todo a Elizabeth y a vos. Y de ser así, Lewis no podía seguir con vida. Mientras tú, David… —lo miró compasiva—, tú serías un heredero más fácil de manejar, lo bastante joven para ser moldeado a imagen y semejanza de sir John.
David, que lo había escuchado todo en silencio, se quedó como si lo hubieran golpeado en la cabeza con una maza.
—Y dado que milord consiguió cargar la culpa de la muerte de Lewis sobre vuestros hombros —volvía a mirar a Richard—, nadie se molestó en cuestionar la verdad de las acusaciones, sobre todo cuando sir John guardaba un fingido duelo por su heredero perdido, como quien tiene el corazón roto —hizo una mueca—, cuando en realidad lo que no tiene es corazón, como yo sé muy bien. Ya no podía callar más. Tenía que venir a contároslo.
—De modo que me acusó a mí de la muerte de Lewis —Richard seguía encajando las piezas que componían un mosaico tan complicado como los que adornaban el palacio real de Westminster—. Habéis tenido que soportar mucho.
Se llevó la mano de Ellen a los labios maravillándose de la fuerza interior de aquella mujer, del valor de una dama a la que nunca le había dedicado mucho tiempo o consideración.
Pero Ellen apartó la mano.
—¡Richard! Estamos perdiendo el tiempo aquí. Debéis ir en busca de Elizabeth. ¡Es imperativo! Corre un grave peligro.
—No, no, os equivocáis. Sé dónde está y se encuentra a salvo.
—¡No! —Ellen volvió a apretarle el brazo—. ¡No os atreváis a tratarme con condescendencia! Elizabeth no está a salvo. Sé dónde la habéis llevado: a Llanwardine.
Richard se llevó una descomunal sorpresa. Miró a David, quien negó con la cabeza. Él no había sido la fuente de información. Ellen ignoró el intercambio.
—Y creo que sir John ya debe estar allí… para llevársela a Talgarth —concluyó en un susurro—. Para llevársela a la fuerza si es necesario.
—Pero sir John no sabe…—Richard frunció el ceño—. Ellen… ¿cómo sabéis dónde está Elizabeth?
—Fue Capel quien lo descubrió. No se puede subestimar a Nicholas Capel —lady Ellen movió la cabeza apesadumbrada—. Yo le tengo miedo. Y le detesto. Él lo sabe, aunque veo que vos aún tenéis dudas.
Su sonrisa era triste pero comprensiva.
Tenía dudas, pero ya no eran las suficientes como para no enviar a David a ensillar los caballos, lo que le dio la oportunidad de hacerle a lady Ellen la pregunta que le ardía en la cabeza.
—Ellen… ¿por qué hacéis esto?
La vio clavar la mirada en sus manos huesudas y blancas y creyó que no iba a contestar. Sin embargo, cuando levantó la cara vio que su expresión era convencida y le habló con calma.
—La humillación puede ser una motivación fuerte. Mi matrimonio parecía poder satisfacer a ambas partes. La pareja perfecta para unir propiedades en la Marca —su sonrisa fue tristísima—. Pero yo no era capaz de llevar a término los embarazos, y desde que me casé con sir John no ha habido un solo día de mi vida en que no se me haya recordado ese fracaso. Y las cosas empeoraron cuando Maude murió… así que digamos que es venganza… nada más que la reacción de una esposa amargada y abandonada. Y podría haberlo amado. Pero ahora sé demasiado y no puedo soportar ese peso sobre mi conciencia.
Ellen se levantó y recogió su capa del respaldo de la silla.
—Veo que el amor es posible entre Elizabeth y vos. Es algo espléndido, que ilumina cuanto hay a su alrededor. Aun cuando ambos estabais empeñados en negarlo —sonrió—. Ojalá yo tuviera esa misma posibilidad. Pero nunca podrá ser.
—¿Adónde iréis ahora?
—A casa. A Talgarth. ¿Dónde si no?
Dejó que Richard le pusiera la capa sobre los hombros y los dos fueron hasta la puerta, donde Richard se detuvo a recoger su propia capa y sus armas, que estaban guardadas en un armario. Al sacarlo una daga se salió de su sitio, resbaló y estaba a punto de estrellarse contra el suelo cuando con excelentes reflejos Richard puso la mano para que cayera en su palma. Ellen se quedó paralizada.
—Esa daga…
Se la pidió y él la dejó en su mano, y ella la examinó con detenimiento a la luz de las velas.
—¿Qué ocurre? —Richard frunció el ceño mirando el arma que Ellen seguía teniendo en la mano—. ¿La reconocéis?
—Sí. Sé quién es su dueño. Os preguntaría cómo es que está en vuestras manos, Richard.
—Decidme lo que sabéis primero.
—Es una pieza de calidad, pero está bastante gastada —pasó los dedos por la empuñadura—. Si sacáis la daga de su funda —se la devolvió para que lo hiciera—, veréis que tiene una marca hacia el final de la hoja. ¿Os digo cómo llegó ahí? —la sacó del todo. Era cierto—. Fue empleada contra un enemigo en batalla. Acabó estrellándose contra la coraza del pecho pero no lo mató. He oído contar la historia muchas veces sobre una jarra de cerveza —dudó—. En Talgarth.
Richard pasó el dedo sobre la parte desfigurada. Era el clavo final en el ataúd de sir John, hundido allí por pura casualidad.
—Entonces, ¿quién es su dueño?
—Thomas Morgan. Un caballero galés de Builth. Uno de los soldados de sir John. ¿Cómo es que la tenéis vos?
—Perteneció a un hombre que intentó atacarme —respondió Richard, tomándola por la empuñadura.
—Y bien, Richard Malinder: ¿he de daros más pruebas? Qué lástima que la flecha de Elizabeth en la feria del solsticio de verano no alcanzase su objetivo.
Pero Richard ya había abierto la puerta y bajaba las escaleras.
Con un puñado de soldados escogidos, Richard Malinder volvió a recorrer bajo el velo de la noche el camino hasta Llanwardine, acompañado de Robert, que a toda costa quiso ir con él. Iba a conocerse hasta la última piedra del camino. Avanzaban en un tenso silencio, exprimiendo a sus monturas. Los músculos cansados de Richard se quejaban pero no podía parar. Elizabeth no tenía noción del peligro que corría. Se creía a salvo allí. El miedo cabalgaba sentado sobre su hombro, una presencia agobiante que ensombrecía todos sus movimientos y que se empeñaba, a pesar de su resistencia, en presentarle una imagen sangrienta ante los ojos de lo que podía aguardarle en Llanwardine.