Cuatro

 

  Ledenshall parecía un lugar frío y lavado en exceso por la lluvia. Así lo veía Elizabeth desde su cámara. Soplaba un viento desagradable, pero no tenía intención de quedarse en cama.

  —Ahora este es mi hogar —le dijo con firmeza a la habitación vacía.

  Semanas de reglas y campanadas constantes la habían hecho despertarse antes del alba. Con los primeros movimientos del castillo, a medida que los sirvientes iban empezando sus tareas del día, y sin ningún apremio por desayunar, Elizabeth sintió deseos de explorar. Se vistió con el vestido que tenía más a mano, a pesar de que el tejido era áspero y desagradable y habría hecho sonreír con malicia a lady Anne, y lo cubrió con una pesada capa bordeada en piel que había tomado prestada. Era considerablemente más corta que su vestido, ya que apenas le llegaba por media pierna, sin embargo era caliente y lujosa, mejor que cualquier cosa que hubiera poseído ella. Se cerró el cuello y sintió un pequeño estremecimiento de placer al notar el roce y la suavidad de la piel, y habría salido a iniciar sus investigaciones de no haber recordado un pequeño detalle con una mueca de disgusto. Buscó un sencillo velo de lino y se lo colocó sobre la cabeza para ocultar su vergüenza a las miradas curiosas.

  Durante una hora se dejó llevar por sus deseos sin que nadie la obstaculizase o le prohibiera nada. De las habitaciones principales de la familia en un ala comparativamente nueva bajó al gran salón, reliquia del castillo original con su cuadrada torre del homenaje. Allí las ventanas eran aún saeteras, los techos altos, los espacios vastos y las corrientes letales, suficientes para desplazar el humo y hacer temblar los tapices que decoraban las paredes.

  Luego fue a las cocinas, donde con una breve sonrisa y una palabra de saludo Elizabeth aceptó un trozo de pan, antes de tomar la escalera que conducía a las defensas exteriores, desde cuyas almenas contempló las colinas desnudas y los árboles sin hojas y el camino embarrado que conducía de vuelta a Llanwardine.

  Su ánimo mejoró. ¡Por la madre de Dios que jamás regresaría allí! Luego bajó de nuevo para dirigirse a los establos mientras se sacudía las migas de pan de las manos y del damasco de la capa. La capilla. Despensas y almacenes, una auténtica madriguera de corredores y puertas, todo lo fue recorriendo y todo el tiempo fue consciente de las miradas y los comentarios en voz baja de soldados y sirvientes que sabían que aquella recién llegada inquisitiva iba a ser su nueva señora.

  Richard Malinder, madrugador también, la estuvo viendo investigar. Vio el movimiento, la vio salir del salón principal llevando una capa muy usada que le quedaba corta y conducir su alta figura por el patio. Percibió su energía, el paso ligero y confiado de la dama que exploraba su hogar. Su curiosidad, su agilidad al subir rápidamente las escaleras y pararse a admirar las vistas desde todos los ángulos. Y hablaba con la gente al pasar junto a ellos: a los soldados de guardia, a su administrador, maese Kiplin, que respondió a alguna pregunta con un leve asentimiento y un gesto de su brazo. A las muchachas que atendían la lechería. A cualquiera que se cruzase en su camino. Era como si la criatura pálida y reservada del día anterior hubiera renacido como una mariposa, una mariposa algo anodina, una polilla quizá —se sonrió—, a partir de una crisálida.

  Debería hablar con ella. Había accedido a casarse con ella, ¿no? Tuvo que contener un suspiro al recordarla desnuda y vulnerable, desconfiada como una cervatillo ante los perros de caza. Ya no quedaba tiempo para lamentaciones, de modo que subió la escalera al encuentro de su prometida, que apoyada en uno de los parapetos de piedra contemplaba las distantes colinas galesas.

  Elizabeth se volvió rápidamente al oír sus botas en la piedra y su mirada fue solemne, observadora, atenta, pero directa también. Esperando adivinar su humor.

  —Veo que el viaje no os ha causado ningún daño.

  —No. Estoy bastante recuperada de la humedad. Gracias, milord.

  No dijo nada más. Permaneció inmóvil, cauta, mientras él avanzaba. Luego le ofreció la mano a modo de invitación, y Elizabeth colocó la suya en su palma sin dudar. Richard sintió despertar su interés. Quizá no fuese tan desconfiada sino solo circunspecta, cuidadosa de no revelar demasiado de sí misma hasta haberle tomado la medida a él. Entonces le sorprendió al hacerle girar la mano para tocar el arañazo enrojecido aún.

  —Siento lo ocurrido.

  Él enarcó las cejas.

  —Espero que el animal no esté oculto bajo los pliegues de vuestra capa esta mañana— dijo con humor.

  —No.

  Su boca esbozó una mínima sonrisa, y sus ojos azul oscuro que reflejaban el color intenso de la capa, adquirieron un brillo dorado de los rayos del sol.

  —¿Deseáis que os llame Beth? ¿O Bess? —preguntó—. ¿Cómo os llama vuestra familia?

  —Elizabeth —respondió con gravedad.

  —Entonces Elizabeth os llamaré yo también —el detalle resultaba revelador. Nunca habían utilizado para ella un nombre informal que sugiriera afecto—. ¿Merece vuestra aprobación?

  —¿El qué?

  —Ledenshall —hizo un gesto que abarcaba lo que tenían a su alrededor—. Vuestro nuevo hogar.

  —Desde luego —respondió, y un color rosado le subió por el cuello, como si la hubiera pillado en una especie de descortesía—. Espero que no os haya importado.

  —Por supuesto que no. Es vuestro hogar y sois libre de disfrutarlo —contestó, reparando en la contradicción entre confianza y vulnerabilidad, y pensó qué podría decirle para que se sintiese más cómoda—. Lamento que hayáis tenido que pasar por esta prueba sola. Vuestro tío debería haber estado aquí para recibiros.

  Enrojeció aún más.

  —Y yo estoy segura de que podemos arreglárnoslas sin él, milord. Sir John es la última persona que esperaría que se preocupase de hacerme más cómoda mi llegada aquí.

  De modo que lo que se decía sobre el distanciamiento de tío y sobrina era cierto. Elizabeth se había quedado mirándole directamente a los ojos, la cabeza ladeada, alerta, y Richard no estaba acostumbrado a que una joven lo mirase de un modo tan serio, sin una sonrisa o una invitación en la mirada. Estaba midiéndole, sin duda. Sus palabras le sorprendieron aún más.

  —Seamos sinceros, milord. Los dos sabemos que estoy aquí como sustituta de mi prima Maude por deseo de sir John —declaró—. Y para vos las conexiones de la familia De Lacy podrían suponer una ventaja en la Marca. No hay por qué fingir entre nosotros. Vos no me queríais a mí y yo lo sé, pero imagino que sir John ha debido resultar muy persuasivo con mi dote, que supongo debe consistir principalmente en las tierras de Vaughan que recibí de mi madre. Y por supuesto, necesitaréis un heredero Malinder. Yo haré cuanto esté en mi mano para complaceros.

  Eso sí que era hablar claro. Pero si sus palabras le dejaron perplejo, se cuidó mucho de ocultarlo y le respondió del mismo modo.

  —Todo lo que decís es cierto, y os garantizo que ser señora de Ledenshall os resultará mucho más gratificante que la vida que llevabais como monja en Llanwardine. Las ventajas son numerosas por ambos lados.

  El color de sus mejillas se recrudeció como si le hubiera dado una bofetada y lamentó su falta de fineza. La respuesta de ella no se hizo esperar.

  —Eso es cierto. Lamento que hayáis perdido a Maude. Prometía ser una mujer de gran belleza y espíritu.

  ¿Qué podía decir a eso? El silencio se fue extendiendo hasta que quedó claro que no esperaba palabras halagadoras por su parte.

  —Sé muy bien cuál es la imagen que me devuelve el espejo, milord —se giró un poco para mirar más allá de los muros—. Intentaré ser para vos todo lo que una esposa debe ser. No debéis inquietaros por mi lealtad, si es que os preocupa, porque no deseo que sea una dificultad entre nosotros —aquella vez sí que le sorprendió que abordara un asunto tan espinoso, casi como si hubiera podido leerle el pensamiento. Había que reconocerle el valor de la sinceridad, dado que se conocían hacía tan poco tiempo—. Mi familia es partidaria de la casa de York. Vos y yo hemos sido criados como enemigos desde la cuna, y yo siempre consideraré que los derechos al trono de los Plantagenet son superiores a los de ese pobre y loco rey Enrique. Pero os juro que mi lealtad en el matrimonio estará con vos.

  Richard miró a su novia con una compleja mezcla de estupefacción y admiración y decidió ser tan claro como ella.

  —Mi juramento es el de apoyar al rey Enrique, sea cual sea su estado, porque él es el rey por derecho propio, mientras que los Plantagenet llevan la traición en la sangre —sonrió un poco al ver que ella recibía su acusación irguiéndose—. Veo que en ese asunto nunca podremos estar de acuerdo, pero con tanta sinceridad entre nosotros, nos irá bien.

  —Espero que sí. Ambos somos adultos y valoramos la lealtad y la sinceridad entre un hombre y su esposa. Me disgustan la falsedad y las verdades a medias.

  —A mí también.

  Qué fuerte era bajo aquella apariencia de fragilidad, qué capacidad para el control dadas las circunstancias, aunque también qué poco reconfortante su presencia. Tenía la impresión de estar negociando una alianza con un enemigo potencial estando las banderas de guerra aún alzadas en ambos lados.

  —¿Y la ceremonia de nuestras nupcias? —preguntó sin preámbulos.

  —Pronto. No hay razón por la que prolongar la espera —se apoyó contra el parapeto para contemplar las emociones que pasaban por su cara—. Si es que es de vuestro gusto, por supuesto… supongo que no debo subestimar la cantidad de tiempo que necesita una mujer para estas cosas.

  —No tengo objeción alguna, ya que carezco de experiencia.

  Sus palabras fueron acompañadas de un imperceptible movimiento de hombros, como si no le importase.

  Aunque él la miró enarcando las cejas, el instinto le dijo que no era cierto. Sí que le importaba, pero no estaba dispuesta a admitirlo. Seguramente no admitiría nada de nada ante él… por el momento. Tomó sus manos de nuevo y les dio la vuelta con sus dedos encallecidos por el uso de las riendas y la espada. Las suyas no estaban mejor, pensó; no eran más suaves, estaban enrojecidas a no poder más, con los nudillos inflamados, la piel cuarteada y las uñas descascarilladas y rotas. No eran las manos de una dama de buena cuna, e imaginarse cómo debía haber sido su vida en Llanwardine le hizo apretar los dientes.

  —Aquí no tendréis que fregar suelos, milady.

  —Gracias a Dios —contestó mirándose las manos con desagrado—. Están así de tener que rascar en la tierra helada para extraer raíces. Y de romper el hielo del agua para fregar los cacharros después de las comidas.

  —¿Sabañones? —preguntó no sin cierta compasión, y los tocó con los dedos.

  Elizabeth suspiró.

  —Eso me temo. Y en los pies. Jane Bringsty me aplica ungüentos de poleo, pero no han servido de nada.

  —Aquí cuidaremos de vos. No voy a permitir que una dama que va a casarse con un Malinder sufra de este modo.

  Él volvió a mirarle las manos aún en las de él. Estaban destrozadas y debían dolerle, pero tenía los dedos largos y delgados, y unas uñas ovaladas muy hermosas. Bien cuidadas serían unas manos preciosas, lo que le recordó que debía ofrecerle algún símbolo de su unión, pero para un anillo aún era pronto. Esperaría a que pudiera llevarlo con orgullo y satisfacción. Pero ya sabía exactamente qué iba a ofrecerle.

  Elizabeth no intentó soltarse, y cuando en un noble gesto de caballerosidad Richard se inclinó para besar sus manos destrozadas por el trabajo, sintió que ella le apretaba ligeramente las suyas. Aquel pequeño gesto de confianza le conmovió y le sorprendió, de modo que se sintió animado a darle la vuelta y depositar un beso en la palma, que por contraste resultó tan suave que se quedó un instante más allí, caldeándolas con su respiración para luego, al alzarse, encontrarse con que ella le observaba con los ojos muy abiertos. Quedó embrujado por su fondo violeta y sintió deseos de calmarla y acariciarla como haría con una potrilla recién domada.

  Durante un instante no hicieron otra cosa que mirarse, hasta que ella retiró sus manos y el momento quedó roto.

  —Bajemos. El viento sopla fuerte aquí —dijo, y la condujo escaleras abajo—. Y hay que desayunar. He de presentaros a quienes no conozcáis aún en la casa.

  Al llegar al patio él se colocó la mano de ella en el brazo para volver a las habitaciones, satisfecho sin duda de lo que había ocurrido. Podía ser una mujer franca hasta rayar en la incomodidad, una persona con la que no iba a ser fácil vivir, demasiado obstinada y decidida, pero por lo menos habían conseguido llegar a un acuerdo entre ambos.

  Mientras, Elizabeth de Lacy se esforzaba por contener la luz de esperanza que le había caldeado el corazón. «¡Cuidado!», se advirtió. Sería demasiado fácil permitirle romper las barreras que tan eficazmente había construido a lo largo de los años para proteger su corazón del dolor. Pero Richard Malinder era un hombre considerado. Le había mostrado una comprensión que no se esperaba, y su brazo era fuerte.

  —¿Qué ocurre? —le preguntó él con una sonrisa, como si se hubiera dado cuenta de en qué estaba pensando. Pero Elizabeth, tras pensárselo un poco, se limitó a negar con la cabeza y a bajar la mirada. ¿Cómo decirle a aquel hombre que se preocupaba por su felicidad y el estado de sus manos que era increíblemente guapo? Su cabello oscuro alborotado por el viento, las líneas y los planos de su rostro le hacían palpitar el corazón.

  Un repentino golpe de viento tiró de su capa y de su velo. Ella se echó las manos a la cabeza para sujetarlo, consciente solo del magnetismo de aquella figura que tenía tan cerca y a la que pronto iba a unirse. Consciente solo de lo que le quemaba la sangre donde él le había tocado. La huella de su boca en la palma aún le quemaba como el hierro candente.

  Antes de que se separaran en la puerta principal, sus caminos se cruzaron con el de Robert, que había estado observando descaradamente su llegada, y con una inclinación y una sonrisa se despidió de Elizabeth.

  —Una pena que…

  Pero no terminó la frase ante la mirada de advertencia de su primo.

  —No os inquietéis, que siempre he andado un poco corto de tacto —y luego, sin poder reprimirse, añadió—: ¡Pero no me negaréis que no es precisamente una monada!

  Richard se quedó mirando a su primo mientras buscaba la respuesta adecuada y de pronto se encontró pensando en Gwladys. Hermosa y deseable en rostro y figura, el sueño de cualquier hombre. Se recordaba de joven enamorándose perdidamente de su belleza indiscutible, su respuesta física ante ella, el deseo de besarla, acariciarla, poseerla. Recordaba el orgullo que le inspiraba como esposa y las esperanzas que le había hecho concebir su matrimonio con ella. Cómo se le cortaba la respiración y su instinto respondía en cuanto la mirada. Y ahora Elizabeth… una mujer complicada que despertaba en él… ¿qué? No estaba seguro.

  —No, no es una monada, pero al menos es sincera. Creo que sería incapaz de fingir —respondió sin darse cuenta de la aspereza de su tono hasta que vio a Robert mirarle sorprendido—. A diferencia de Gwladys, que…

  No continuó. Robert sentía curiosidad por saber dónde terminaba aquel irreflexivo comentario suyo que no debería hacer hecho. Pero al menos estaba seguro de que su primo no preguntaría.

  Y se descubrió saltando de la hermosa Gwladys a Elizabeth de Lacy. No era un salto tan incómodo como podía haberse imaginado. «No es hermosa, pero tampoco es insulsa. Habla con la gente. Tiene unos hermosos ojos. Se expresa abiertamente, sin fingimientos. Su contacto es firme y ha respondido al roce de mi mano. Me ha rozado el arañazo como si le importase mi dolor. Ha respondido cuando le he besado la mano. ¿Cómo sería…?»

  ¿Cómo sería besarla en la boca?

  Richard acabó llamándose idiota.

  Elizabeth encontró refugio en su cámara, donde pudo considerar y maravillarse del efecto que Richard Malinder surtía en ella. Apenas se había puesto de rodillas ante el fuego que le habían encendido cuando la puerta se abrió y apareció lady Anne, la viva imagen de la moda femenina. Llevaba una sobrevesta abierta por los lados y rematada con piel que se ajustaba a su vestido de un verde intenso ceñido hasta la cadera, con una falda que caía en marcados pliegues a partir de un cinturón con piedras a juego, un modelo que sin duda pretendía llamar la atención sobre las suaves curvas de la muchacha. El velo transparente no ocultaba en modo alguno su maravillosa melena.

  —Elizabeth, si necesitáis algo para la boda, Richard va a ir mañana a Hereford —anunció dándose importancia.

  —Gracias. Hablaré con él —respondió.

  Anne se sentó cómodamente junto al fuego, entrelazó las manos y sonrió.

  —Confío en que tenga tiempo de ir a visitar a lady Joanna.

  Siguió un silencio largo en el que contemplar las motas de polvo suspendidas en el aire que iluminaba el sol. Aquellas palabras no eran un mucho menos inocentes, sino cargadas y letales, y Elizabeth se dio perfecta cuenta de ello, de modo que levantó la cara y esperó.

  —¿No lo sabíais? Claro… es normal —Anne abrió los ojos de par en par, la viva imagen de la compasión—. Pero mejor que sepáis lo que todo Ledenshall sabe.

  —¿Y de qué se trata? —preguntó por fin—. ¿Quién es Joanna?

  —La amante de Richard. Todo el mundo sabe que tiene una amante en Hereford.

  «¡Ah!»

  —Y vos, pensando en mi bienestar, habéis creído que era vuestro deber informarme, ¿no es así?

  —Por supuesto. ¿Creéis que he sido poco sensible? Perdonadme, querida Elizabeth, pero he pensado que querríais saberlo. No pretendía incomodaros con ello. Yo nunca querría heriros deliberadamente.

  Su sonrisa era afligida. Su mirada, no.

  Increíble que fuese capaz de no perder los estribos. Qué sorpresa. Ladeó la cabeza y la miró fijamente. Cuando habló lo hizo con una voz regia, serena.

  —Los asuntos de Richard le conciernen solo a él, qué duda cabe. Y puede que a mí también cuando nos hayamos casado, pero desde luego no os conciernen a vos.

  —Claro que no. Por supuesto. Perdonad mi error.

  Pero el daño ya estaba hecho.

  Cuando volvió a quedarse sola, Elizabeth permitió que la furia que llevaba dentro pasara de las llamas a la ceniza. Así que Richard tenía una amante en Hereford llamada Joanna. Por supuesto que quería conocer ese detalle de su vida, y sin duda Richard podía tomar una amante si eso le complacía, pero hubiera preferido no oírlo de la lengua viperina de lady Anne. Apretó los puños. No podía explicar cómo había sido capaz de contenerse y no atacar a aquella criatura maliciosa, verbalmente al menos. Pero se clavó las uñas en las palmas de la mano al recordar lo imposiblemente hermosa que era Anne Malinder, particularmente cuando el sol iluminaba su cabello dorado rojizo y reverberaba en sus ojos color esmeralda.

  Sus pensamientos volvieron a su prometido y el corazón se le encogió. Le había parecido un hombre amable en su encuentro en las almenas, y sí, lo era, pero solo porque ella no le importaba lo más mínimo. No necesitaba una relación íntima con ella aparte de la estrictamente necesaria para concebir a un heredero. Qué absurdo había sido permitir que esa semilla de esperanza arraigara en su corazón.

  Alzó la cabeza, se irguió y echó mano del orgullo como tantas veces había hecho en su vida. Conseguiría llevar a buen puerto aquel matrimonio y utilizaría a Richard Malinder como él tenía previsto utilizarla a ella, si eso era lo único que podía hacer. Administraría el castillo de Ledenshall con su mejor capacidad. Se vestiría para el matrimonio como se esperaba de una novia de la familia Malinder. Desafiaría la determinación de lady Anne de herir y causar dolor, y jamás mostraría debilidad alguna ante ella ni respondía a sus pullas. Si el frente de batalla había sido dibujado el día anterior, en aquel momento le declaró la guerra.

  En aquel estado de ánimo se encontró con Jane Bringsty, que iba en busca de él con paso firme y decidido pensando ofrecerle buenos consejos y pociones de hierbas.

  —Hay algo que debéis hacer antes de pasar más noches bajo este techo, milady.

  Jane le entregó un pequeño frasco con una sustancia verde y pegajosa que desprendía un olor bastante desagradable. Elizabeth arrugó el entrecejo.

  —Usadlo y no pongáis pegas. Os sentará bien.

  Sin protestar más, Elizabeth se aplicó obedientemente aquel ungüento de poleo en las manos, lo que le trajo a la memoria el recuerdo de los labios de Richard Malinder en su maltratada piel.

  —¿Qué es lo que debo hacer antes de pasar más tiempo aquí? —le preguntó, conteniendo el aliento cuando aquella pasta comenzó a arderle en la piel.

  —Deshaceros de esa mujer… de lady Anne Malinder.

  Elizabeth miró sobresaltada a su doncella y no encontró la picardía que esperaba en su rostro sino algo más hondo y severo.

  —Creo que estamos de acuerdo, Jane —respondió.—No la soporto, pero volverá a Moccas en cuanto la boda termine.

  —Mañana ya sería tarde. Con un poquito de belladona en el vino sería suficiente, no con intención de hacerle daño, por supuesto, pero…

  —No, Jane —cortó con severidad—. No harás tal cosa. No le tengo miedo.

  —Pues deberíais. Es un verdadero peligro.

  —¿Has vuelto a consultar las hojas?

  —¿Y qué si lo he hecho? —respondió moviéndose por la habitación para doblar la capa prestada antes de volverse a su ama con la mirada seria—. Pero no me hace falta hacerlo. Y a vos tampoco, si sois sincera. Es fácil leer sus intenciones. Yo velo por vuestros intereses, pero ella no.

  —¿Qué has visto?

  La curiosidad le empujaba a preguntar, aunque íntimamente se reprendía por animarla a tales cosas.

  —No mucho, pero lo bastante para saber —satisfecha, tapó el frasco—. El hombre moreno que busca vuestro mal sigue aquí, pero ahora eso no importa. Anne Malinder es una pelirroja de lengua venenosa a la que se le sale la envidia y los celos por los ojos. Lo quiere para ella, y si seguís mi consejo, una pequeña enfermedad la convencería de volver a casa y de alejarse de vos y de vuestro señor. Apuesto lo que queráis a que no tendría ganas de bailar con dolor de piernas y de tripas.

  Imaginársela postrada así resultaba alentador y Elizabeth disfrutó un instante de la imagen. Luego miró indignada a Jane y a su propia complacencia.

  —Óyeme bien, Jane: no lo harás.

  —¡Pues lo lamentaréis!

  —¿Me estás sugiriendo que lord Richard no va a tener la capacidad o la inclinación de resistirse a Anne Malinder?

  —¿Qué hombre sería tan tonto de resistirse a un cuerpo como el suyo y a una invitación tan descarada? —espetó, con los brazos en jarras—. Utilizad la cabeza, milady. Se viste como quien va a una función en la corte, enseñando una buena porción de escote teniendo en cuenta que estamos en invierno.

  —Es posible —la imagen de Anne con un precioso vestido de terciopelo esmeralda se le materializó ante los ojos—. Pero cada una se viste como quiere.

  —Un poco de polvo de acónito serviría —continuó Jane—. Temblaría como si tuviera malaria, y no le quedaría más remedio que cubrirse.

  La idea le hizo sonreír.

  —¡Que no, Jane! —insistió, a pesar de lo sugerente de la idea.

  —Muy bien, milady —respondió molesta, y con la poción en la mano se dispuso a salir de su alcoba, pero se detuvo en la puerta—. Lo lamentaréis. Luego no digáis que no os lo advertí.

  Y cerró.

  La gata se subió de un salto a sus piernas en busca de algunos mimos, bostezó y clavó sus ojazos en los de su ama. Y Elizabeth pensó que tenía cierto parecido con la mirada verde de lady Anne.

  —Lo sé. Vivimos rodeados de influencias, unas benignas y otras malignas —pasó la mano por la cabeza y el lomo negro de la gata, lo que consiguió un inmediato ronroneo de placer—. Richard Malinder es moreno como las alas de un cuervo, pero no es el hombre de las predicciones de Jane. Lo vi. En la bola, en Llanwardine y sentí un lazo especial con él aunque me dije a mí misma que no era así —hundió los dedos en su pelo y la gata arqueó la espalda—. No es mi enemigo. No puede serlo —murmuró—, pero ¿qué piensa de mí?

  Y Elizabeth se dejó llevar por las ensoñaciones.