El año de las Bandas Negras
932 de la hégira
(18 de octubre de 1525-7 de octubre de 1526)
Estaba ante mí, estatua de carne y hierro, de poderosas risas y de inmensos estallidos de cólera.
—¡Soy el brazo armado de la Iglesia!
Lo llamaban, sin embargo, «el gran diablo» y gustaba así, indómito, intrépido, fogoso, tomando por asalto mujeres y fortalezas; era temido y se temía por él, y se rezaba a Dios para que lo protegiera y lo mantuviera a distancia.
—Mi incorregible primo Giovanni, decía Clemente VII con ternura y resignación.
Condotiero y Médicis, Italia entera se resumía en él. Las tropas a cuyo mando estaba eran a su imagen, venales y generosas, tiránicas y justicieras, indiferentes a la muerte. Aquel año, se habían puesto al servicio del papa. Las llamaban las Bandas Negras y pronto se conoció a su jefe no ya como Juan de Médicis, sino como Juan de las Bandas Negras.
Lo conocí en Bolonia. Yo había puesto mucho empeño, con ocasión de mi primera salida, en ir al palacio del señor Jacobo Salviati, venerable gentilhombre de la ciudad que me había arropado con su benevolencia durante toda mi enfermedad, enviándome sin cesar dinero, libros, ropa y regalos. Guicciardini le había rogado que me tomara bajo su protección y había cumplido esa tarea con paternal diligencia, no dejando pasar nunca semana en que no enviara a uno de sus pajes a informarse de mi estado de salud. Aquel Salviati era la persona más conocida de Bolonia y vivía con un lujo digno de los Médicis más opulentos. Cierto es que su mujer no era ni más ni menos que la hermana del papa León y que su hija María se había casado con Juan de las Bandas Negras. Para desgracia suya, hay que reconocerlo, pues lo veía de tarde en tarde entre dos campañas, entre dos idilios, entre dos noches de desenfreno.
Aquel día, sin embargo, había venido menos por su mujer que por el hijo de ambos que contaba seis años. Estaba yo llegando al palacio Salviati apoyándome en el hombro de Maddalena cuando oímos la comitiva. El condotiero iba rodeado de más de cuarenta fieles compañeros a caballo. Algunos transeúntes susurraban su nombre, otros lo aclamaban y otros apresuraban el paso. En cuanto a mí, preferí apartarme para dejarlo pasar, pues caminaba aún despacio y con dificultad. Gritó desde lejos:
—¡Cosimo!
En el marco de una ventana del primer piso apareció un niño. Juan salió al galope y, cuando estuvo debajo del muchacho, desenvainó la espada, la apuntó hacia éste y gritó:
—¡Salta!
Maddalena estuvo a punto de desmayarse. Se tapó los ojos. En cuanto a mi, estaba petrificado. Sin embargo, el señor Jacobo, que había salido a recibir a su yerno, no dijo nada. Cierto es que parecía muy contrariado, pero como se suele estar ante un fastidio cotidiano, no ante un drama. El pequeño Cosimo no parecía ni más sorprendido ni más impresionado. Puso un pie en el friso y saltó al vacío. En el último momento, su padre soltó la espada, lo cogió por debajo de los brazos, estirando los suyos, y lo levantó por encima de su cabeza.
—¿Cómo está mi príncipe?
El niño y el padre reían, así como los soldados de su escolta. Jacobo Salviati hacía esfuerzos por sonreír. Al verme llegar, aprovechó para aliviar la tensión presentándome ceremoniosamente a su yerno:
—El señor Juan León, geógrafo, poeta, diplomático de la corte pontificia.
El condotiero saltó a tierra. Uno de sus hombres le trajo la espada, que volvió a la funda mientras me decía con jovialidad excesiva:
—¡Soy el brazo armado de la Iglesia!
Llevaba el pelo corto, un espeso bigote moreno recortado por los lados y tenía una mirada que me atravesó con más precisión que una lanza. De entrada, aquel hombre parecía muy desagradable. Pero no tardé en cambiar de opinión, seducido, como tantos otros, por su asombrosa facultad para dejar de lado su alma de gladiador y ser de nuevo, nada más cruzar el umbral de su salón, un florentino, un Médicis de agudeza y perspicacia asombrosas.
—Me han dicho que estabais en Pavía.
—Sólo estuve allí unos días en compañía del señor Fancesco Guicciardini.
—Yo no andaba muy lejos. Estaba pasando revista a mis tropas en el camino de Milán. Cuando volví, el emisario otomano se había ido. Y vos también, creo.
Sonrió como quien está al tanto. Para no traicionar el secreto de mi misión, decidí callar y apartar mis ojos de los suyos. Siguió diciendo:
—Me he enterado de que ha salido recientemente un mensaje de París para Constantinopla pidiéndoles a los turcos que ataquen Hungría para obligar a Carlos V a apartar la atención de Italia.
—¿No está el rey de Francia prisionero en España?
—Ello no le impide negociar con el papa y con el sultán y enviarle sus instrucciones a su madre, regente del reino.
—¿No se ha dicho que estaba a las puertas de la muerte?
—Ya no lo está. La muerte ha cambiado de opinión.
Al obstinarme yo en no expresar ninguna opinión personal, limitándome a hacer preguntas, Juan inquirió directamente:
—¿No os parece que se trata de una coalición harto extraña: el papa aliado de Francisco, aliado del Gran Turco?
¿Intentaba averiguar mis sentimientos hacia los otomanos? ¿O saber qué había podido ocurrir con Harún Bajá?
—Creo que el Gran Turco, por muy poderoso que sea, no puede decidir los resultados de una guerra en Italia. Cien hombres presentes en el campo de batalla son más importantes que cien mil situados en la otra punta del continente.
—¿Quién creéis que tiene más fuerza en Italia?
—Ha habido una batalla en Pavía y no queda más remedio que sacar las oportunas consecuencias.
Mi respuesta le agradó visiblemente. Su entonación se volvió amistosa e incluso admirativa.
—Me alegra oír tales palabras, pues en Roma el papa vacila y vuestro amigo Guicciardini lo incita a combatir contra Carlos y a aliarse con Francisco, incluso ahora que el rey de Francia está prisionero del emperador. En la posición en que me hallo, no puedo expresar mis reservas sin dar la impresión de que temo enfrentarme con los Imperiales, pero no tardaréis en daros cuenta de que este loco de Juan no carece de sensatez y de que ese Guicciardini, tan sensato, está cometiendo una locura y haciéndosela cometer al papa.
Juzgando que había hablado demasiado en serio, se puso a narrar, con gran lujo de anécdotas, su última cacería de jabalíes. Antes de volver súbitamente a la carga:
—Deberíais decirle al papa lo que pensáis. ¿Por qué no venís conmigo a Roma?
Entraba, efectivamente, en mis intenciones poner fin a mi estancia en Bolonia, que se había prolongado en exceso. Me apresuré a aceptar aquella proposición diciéndome que un viaje junto a Juan resultaría muy agradable y nada peligroso, ya que ningún bandido se atrevería a acercarse a semejante comitiva. Al día siguiente, pues, me encontré en camino junto con Maddalena y Giuseppe, rodeados de los temibles guerreros de las Bandas Negras que se habían convertido, en esta ocasión, en compañeros particularmente solícitos.
Transcurridos tres días de camino, llegamos a la residencia de Juan, un magnífico castillo llamado il Trebbio donde pasamos una noche. Al día siguiente muy temprano, cruzábamos Florencia.
—¡Debéis de ser el único Médicis que no conoce esta ciudad!, exclamó el condotiero.
—De camino a Pavía con Guicciardini estuvimos a punto de pararnos aquí pero no teníamos tiempo.
—¡Bien bárbaro es ese tiempo que os impide ver Florencia!
Y añadió acto seguido:
—También en esta ocasión andamos mal de tiempo, pero no me perdonaría si no os llevara a dar una vuelta.
Nunca hasta entonces había visitado una ciudad con un ejército de guía. Aquello fue una auténtica parada matutina, Via Larga adelante hasta el palacio Médicis, en cuyo patio de columnas hicimos una entrada intempestiva. Acudió un servidor que nos invitó a entrar, pero Juan se negó secamente:
—¿Está el señor Alessandro?
—Creo que duerme.
—¿Y el señor Ippolito?
—Duerme también. ¿Debo ir a despertarlos?
Juan se encogió desdeñosamente de hombros y dio media vuelta. Al salir del patio dio unos cuantos pasos hacia la derecha para enseñarme un edificio en construcción:
—La iglesia de San Lorenzo. Aquí es donde trabaja ahora Miguel Ángel Buonarroti, pero no me atrevo a entrar contigo porque podría echarnos. No le gustan los Médicis y además tiene muy mal genio. Por eso la vuelto a Florencia, por cierto. La mayor parte de nuestros grandes artistas se han instalado en Roma. Pero León X, que llamaba a su lado a tanta gente de talento, prefirió alejar a Miguel ángel y confiarle un trabajo aquí.
Siguió andando hacia la Catedral. A ambos lados del camino, las casas me parecieron bien dispuestas y adornadas con gusto, pero pocas eran tan lujosas como las de Roma.
—La Ciudad Eterna está llena de obras de arte, reconoció mi guía, pero toda Florencia es una obra de arte; las mejores realizaciones en cualesquiera disciplinas se deben a los florentinos.
¡Me parecía estar oyendo hablar a un fesí!
Cuando llegamos a la piazza della Signoria, y en el momento en que un importante caballero de cierta edad con una larga vestimenta se acercaba a Juan para intercambiar con él unas palabras, un grupo de personas se puso a gritar rítmicamente: «¡Palle! ¡Palle!», el grito de contraseña de los Médicis al que mi compañero contestó con un saludo, mientras me decía:
—Ante todo, no creas que aclamarían así a todos los miembros de mi familia. Soy el único que goza aún de algún favor entre los florentinos. Si, por ejemplo, a mi primo Julio, quiero decir al papa Clemente, se le ocurriera hoy venir por aquí, lo abuchearían y le darían empellones. Cosa que él sabe muy bien.
—¿No es acaso vuestra patria?
—¡Ay, amigo mio! Florencia es una amante muy peculiar para los Médicis. Cuando estamos lejos, nos llama a voces; cuando volvemos, nos maldice.
—¿Y hoy qué quiere?
Pareció preocupado. Detuvo el caballo en medio de la calzada, a la entrada misma del Ponte Vecchio por el que, sin embargo, se apartaba la muchedumbre para dejarlo pasar y del que venían algunas aclamaciones.
—Florencia está dispuesta a que la gobierne un príncipe, siempre que sea en república. Cada vez que nuestros antepasados se olvidaron de ello lo lamentaron amargamente. Hoy en día, los Médicis están representados en su ciudad natal por ese joven fatuo de Alessandro. Tiene apenas quince años y se imagina que porque es Médicis e hijo de papa le pertenecen todas las mujeres y todas las riquezas de Florencia.
—¿Hijo de papa?
Mi sorpresa no era fingida, Juan se echó a reír.
—¡No me digas que has vivido siete años en Roma y no te has enterado de que Alessandro es el bastardo de Clemente!
Confesé mi ignorancia. Me informó gustoso:
—En los tiempos en que no era aún papa ni cardenal, mi primo conoció en Nápoles a un esclava mora que le dio este hijo.
Subíamos entonces hacia el palacio Pitti. Pronto cruzamos la porta Romana, ante la cual aclamaron de nuevo a Juan. Pero, absorto en sus preocupaciones, no se molestó en responder a la muchedumbre. Me apresuré a hacerlo en su lugar, cosa que divirtió tanto a mi hijo Giuseppe que, durante todo el camino, me estuvo rogando que repitiese sin tregua los mismos gestos, riendo continuamente a carcajadas.
El mismo día de nuestra llegada a Roma, Juan de las Bandas Negras insistió en que fuéramos juntos a ver al papa. Lo hallamos en conciliábulo con Guicciardini, a quien no pareció hacerle mucha gracia nuestra llegada. Acababa sin duda de convencer al Santo Padre de que adoptara alguna decisión penosa y temía que Juan lo hiciera cambiar de opinión. Para ocultar su preocupación y sondear nuestras intenciones, escogió, como solía, un tono de chanza:
—¡Ya no podemos reunirnos los florentinos sin tener un moro por medio!
El papa sonrió apurado. Juan no sonrió siquiera. Yo respondí con el mismo tono y marcado gesto de molestia:
—¡Ya no podemos reunirnos los Médicis sin que el pueblo se meta por medio!
Esta vez la risa de Juan restalló como un látigo y me dejó caer la mano en la espalda, dándome una temible palmada amistosa. Riendo también, Guicciardini empezó en el acto a hablar de los acontecimientos del momento:
—Acabamos de recibir un correo de la mayor importancia. El rey Francisco saldrá de España antes del miércoles de Ceniza.
A continuación, surgió una discusión durante la cual Juan y yo presentamos, con bastante timidez, algunos argumentos favorables a un arreglo con Carlos V. Pero en vano. El papa se hallaba por completo bajo la influencia de mi amigo Guicciardini que lo había convencido de «enfrentarse a César» y de ser el alma de la coalición antiimperial.
El 22 de mayo de 1526 nació una «Santa Liga» en la ciudad francesa de Cognac. Reunía, además de a Francisco y al papa, al duque de Millán y a los venecianos. Suponía la guerra, una de las más terribles que Roma hubiera conocido nunca. Pues, si bien había transigido algo después de Pavía, el emperador estaba decidido esta vez a llegar hasta el final contra Francisco, que había recobrado la libertad a cambio de un compromiso escrito, pero a quien le faltó tiempo para declararlo nulo nada más cruzar los Pirineos; y también contra el papa, aliado del «perjuro». Los ejércitos imperiales habían empezado a reagruparse en Italia, por la parte de Milán, de Trento y de Nápoles. Para hacerles frente, Clemente sólo podía contar con la valentía de la Bandas Negras y de su comandante. Estimando que el principal peligro venía del norte, éste salió para Mantua decidido a impedir al enemigo que cruzase el Po.
Desgraciadamente, Carlos V también tenía aliados en el interior del propio Estado pontificio, un clan que recibía el nombre de «imperialista» y a cuya cabeza se encontraba el poderoso cardenal Pompeo Coloma. En septiembre, aprovechándose del alejamiento de las Bandas Negras, aquel cardenal irrumpió en los barrios del Borgo y del Trastevere al frente de una tropa de saqueadores que incendiaron algunas casas y proclamaron en las plazas públicas que iba a «librar a Roma de la tiranía del papa». Clemente VII corrió a refugiarse al castillo de Sant’ Angelo, donde se encerró a cal y canto mientras los hombres de Coloma saqueaban el palacio de San Pedro. Yo estuve a punto de llevar a Maddalena y a Giuseppe al castillo, pero al final renuncié a la idea por parecerme muy imprudente cruzar el puente Sant’ Angelo en semejantes circunstancias. Me encerré, pues, en mi casa dejando que los acontecimientos siguieran su curso durante aquellas horas difíciles.
De hecho, el papa se vio obligado a aceptar todas las exigencias de Coloma. Firmó un compromiso en el que prometía retirarse de la Liga contra el emperador y renunciar a toda sanción contra el cardenal culpable. Y, por supuesto, en cuanto los atacantes se hubieron alejado, dio a entender a todo el mundo que no pensaba ni por asomo respetar un tratado impuesto por la fuerza, el terror y el sacrilegio.
Inmediatamente después de aquella agresión, mientras Clemente VII no dejaba de despotricar contra el emperador y sus aliados, llegó a Roma la noticia de la victoria del sultán Soliman en Mohacs y la de la muerte del rey de los magiares, cuñado del emperador. El papa me convocó para preguntarme si yo pensaba que los turcos iban a asaltar Viena, si iban a penetrar pronto en Alemania o si iban a dirigirse más bien hacia Venecia. Tuve que confesar que no tenía ni la más remota idea. El Santo Padre parecía muy preocupado. Guicciardini pensaba que la responsabilidad de esta derrota de la cristiandad recaía por completo en el emperador que combatía en Italia y atacaba al rey de Francia en vez de defender los territorios cristianos contra los turcos, en vez de luchar contra la herejía que hacía estragos en Alemania. Añadió:
—¿Por qué iban a acudir los alemanes a ayudar a Hungría si Lutero está todo el día diciéndoles: «Los turcos son el castigo que Dios nos envía? ¡Oponerse a ellos es oponerse a la voluntad del Creador»!
Clemente VII asintió con la cabeza. Guicciardini esperó a que hubiéramos salido para hacerme partícipe de su gran alborozo:
—La victoria del otomano va a cambiar el curso del destino. Quizá sea el milagro que estábamos esperando.
Aquel año di los últimos toques a mi Descripción de África. Luego, sin tomarme ni un solo día de descanso, decidí comenzar la crónica de mi vida y de los hechos que me fue dado presenciar. Al verme trabajar con tal frenesí, Maddalena vio en ello un mal augurio.
—Es como si tuviéramos el tiempo contado —decía.
Y yo habría querido tranquilizarla, pero mi mente se veía asaltada por las mismas aprensiones obsesivas: Roma se apaga, mi existencia italiana está acabando y no sé cuándo volverán para mí los tiempos de escribir.