El año de los herejes
926 de la hégira
(23 de diciembre de 1519-12 de diciembre de 1520)
—¿Para qué sirve el papa? ¿Para qué sirven los cardenales? ¿Qué Dios adoran en esta ciudad de Roma, tan volcada en el lujo y los placeres?
Esto decía mi alumno alemán, Hans, cuyo nombre religioso era hermano Agustín, que me perseguía hasta la antesala de León X para convencerme de las doctrinas del fraile Lutero, mientras yo lo conjuraba para que se cañara si no quería acabar sus días en la hoguera.
Rubio, anguloso, brillante y obstinado, Hans, tras cada lección, sacaba de su bolsa un panfleto o un folleto cuya traducción y comentario emprendía, acosándome sin tregua para saber qué me parecía. Yo contestaba invariablemente lo mismo:
—Me parezca lo que me parezca, no puedo traicionar a mi protector.
Hans mostraba su desconsuelo, pero no se desanimaba y en la clase siguiente volvía a la carga. Pues se había dado cuenta de que yo escuchaba sus palabras sin desagrado. Al menos algunas que me traían a veces a la memoria algún hadiz del profeta Mahoma, Dios lo bendiga y lo salve. ¿Acaso no recomienda Lutero retirar de los lugares de culto todas las imágenes por estimar que son objetos de idolatría? «Los ángeles no penetran en una casa donde haya un perro o una representación fingida», dijo el Mensajero de Dios en un hadiz auténtico. ¿No afirma Lutero que la cristiandad no es otra cosa que la comunidad de los creyentes y no debe reducirse a una jerarquía de la Iglesia? ¿No asegura que la Santa Escritura es el único fundamento de la Fe? ¿No ridiculiza el celibato de los sacerdotes? ¿No enseña que ningún hombre puede escapar a aquello a lo que le ha predestinado su Creador? Nada diferente ha dicho el Profeta a los musulmanes.
A pesar de tales coincidencias, me resultaba imposible seguir en esto las inclinaciones de mi razón. Entre Lutero y León X había comenzado un duelo feroz y yo no podía dar mi aprobación a un desconocido en contra del hombre que me había amparado bajo su ala y que me trataba ya como si fuera mi progenitor.
No era yo ciertamente el único a quien el papa decía «hijo mío», pero a mí me lo decía de otro modo. Me había dado sus dos nombres, Juan y León, y también el apellido de su prestigiosa familia, los Médicis, y todo ello con pompa y solemnidad el 6 de enero de 1520, un viernes, en la nueva basílica de San Pedro que aún no estaba acabada. Rebosaba aquel día de cardenales, obispos, embajadores, así como de numerosos protegidos de León X, poetas, pintores, escultores, rutilantes de brocados, de perlas y de pedrerías. Incluso Rafael de Urbino, el divino Rafael, como lo llamaban los admiradores de su arte, estaba presente y no parecía en absoluto debilitado por la enfermedad que iba a llevárselo tres meses después.
El papa estaba triunfante, tocado con la tiara:
—En este día de la Epifanía en el que celebramos el bautismo de Cristo por Juan el Bautista y en el que celebramos también, siguiendo la Tradición, a los tres magos venidos de Arabia para adorar a Nuestro Señor, ¿qué mayor felicidad puede cabernos que acoger en el seno de Nuestra Santa Iglesia a un nuevo Rey Mago, que viene desde los confines de Berbería para hacer su ofrenda en la Casa de Pedro?
De hinojos frente al altar, envuelto en un largo manto de lana blanca, me sentía aturdido por el olor del incienso y agobiado por tantos honores inmerecidos. Ninguna de las personas allí ignoraba que a aquel «Rey Mago» lo había capturado, una noche de verano, un pirata en una playa de Gelves y lo había traído a Roma como esclavo. ¡Cuánto se estaba diciendo de mí así como cuanto me estaba sucediendo era tan insensato, tan desmesurado, tan grotesco! ¿Estaría siendo víctima de algún mal sueño, de algún espejismo? ¿No estaría, como todos los viernes, en una mezquita de Fez, de El Cairo, de Tombuctú, con la mente ofuscada por una larga noche de vela? Súbitamente, en el corazón de mi duda, volvió a alzarse la voz del pontífice que me apostrofaba:
—Y tú, Nuestro hijo bienamado, tú, Juan León, a quien la Providencia ha designado entre todos los hombres…
¡Juan León! ¡Yohannes Leo! ¡Nunca me había llamado así nadie de mi familia! La ceremonia había acabado hacía mucho y yo seguía dándole vueltas y más vueltas en la cabeza, en la boca, a las letras y las silabas, tan pronto en latín como en italiano. Leo. Leone. Curiosa costumbre la que tienen los hombres de darse de este modo los nombres de las fieras que los asustan, pocas veces los de los animales que les son fieles. A nadie le importa llamarse lobo, pero si perro. ¿Llegaría un día a olvidar a Hasan y a mirarme en el espejo diciéndome a mí mismo: «León, tienes ojeras»? Para domesticar mi nuevo nombre, no tardé en arabizarlo: Yohannes Leo se convirtió en Yuhaiina al-Asad. Tal es la firma que puede leerse al pie de las obras que escribí en Roma y en Bolonia. Pero los habituales de la corte pontificia, algo sorprendidos por el tardío nacimiento de un Médicis de piel oscura y pelo crespo, me adjudicaron en el acto el sobrenombre de Africano, para diferenciarme de mi santo padre adoptivo. Quizá también para evitar que me nombrara cardenal como a la mayor parte de sus primos, a algunos de ellos desde los catorce años.
La noche del bautismo, el papa me mandó llamar. Comenzó por anunciarme que era libre a partir de entonces, pero que podía seguir viviendo en el castillo en tanto no encontrara alojamiento fuera de él, añadiendo que tenía empeño en que perseverara, con la misma asiduidad, en los estudios y en la enseñanza. Luego tomó de una mesa un libro minúsculo que me depositó como una hostia en la palma de la mano. Al abrirlo, descubrí que estaba escrito en árabe.
—¡Leed en voz alta, hijo mío!
Obedecí, pasando las hojas con infinitas precauciones: ¡Libro de los rezos de las horas… acabado de imprimir el 12 de septiembre de 1514… en la ciudad de Fano bajo la égida de Su Santidad el papa León…!
Mi protector me interrumpió con voz trémula y poco firme:
—Este libro es el primero en lengua árabe que jamás haya salido de una imprenta. Cuando volváis con los vuestros, llevadlo con vos como una joya.
En sus ojos vi que sabía que un día me iría. Parecía tan emocionado que no pude evitar el llanto. Se puso en pie. Me incliné para besarle la mano. Me estrechó entre sus brazos con fuerza como un verdadero padre. Por Dios, que en aquel momento sentí afecto por él a pesar de la ceremonia que acababa de imponerme. Que un hombre tan poderoso, tan venerado por la cristiandad en Europa y en otros lugares pudiera emocionarse de tal forma al contemplar un minúsculo libro en árabe salido de los talleres de un impresor judío cualquiera era algo que me parecía digno de los califas anteriores a la decadencia, como al-Maamún, hijo de Harún al-Rashid, ¡qué el Altísimo les conceda su misericordia a ambos!
Cuando al día siguiente de esta entrevista salí por vez primera libre, con los brazos sueltos, del recinto de mi cárcel y crucé el puente de Sant’ Angelo hacia el barrio del Ponte, no guardaba ya de mi cautiverio ni amargura ni resentimiento. Algunas semanas de pesadas cadencias, algunos meses de mitigada servidumbre y de nuevo había vuelto a ser un viajero, una criatura migratoria, igual que en todos los países donde había vivido y conseguido durante un tiempo placeres y honores. ¡Cuántas calles, cuántos monumentos, cuántos hombres y mujeres estaba sediento por descubrir, yo que durante un año no había conocido de Roma más que la silueta cilíndrica del castillo de Sant’ Angelo y el interminable corredor que lo une al Vaticano!
Fue sin duda un error que el inefable Hans me acompañara en mi primera visita. Fui primero derecho hacía la calle de los Antiguos Bancos antes de meterme, a la izquierda, en la célebre calle del Pellegrino, para admirar allí los escaparates de los orfebres y los puestos de los mercaderes de seda. Me habría quedado allí horas, pero mi alemán se impacientaba. Acabó por tirarme de la manga como un niño hambriento. Violenté mis impulsos e incluso pedí disculpas por mi frivolidad. ¿No había acaso tantas iglesias, tantos palacios, tantos monumentos que admirar a nuestro alrededor? ¿O quizá quería conducirme hacia la plaza Navona, muy próxima, donde, a lo que decían, el espectáculo era continuo en cualquier estación, cuando menos el de los saltimbanquis?
Hans no pensaba en nada de eso. Me arrastró por estrechas callejuelas por las que era imposible transitar sin pasar por encima de montones de inmundicias. Luego, en el lugar más oscuro, en el más hediondo, se paró en seco. Nos rodeaban unos mirones mugrientos y esqueléticos. Desde una ventana, nos llamó una mujer para que nos reuniéramos con ella a cambio de unos cuantos quattrini Me encontraba muy incómodo pero Hans no se movía. Le lancé una mirada furibunda y tuvo a bien explicarse:
—Quería que tuvieras continuamente presente este espectáculo de miseria cuando vieras vivir a los príncipes de la Iglesia, a todos esos cardenales que poseen tres palacios cada uno en los que rivalizan en suntuosidad y desenfreno, en los que organizan festín tras festín, con doce platos de pescado, ocho ensaladas, cinco clases de dulces. ¿Y el mismo papa? ¿Has visto con qué orgullo exhibe el elefante que le regaló el rey de Portugal? ¿Lo has visto arrojarles monedas de oro a sus bufones? ¿Lo has visto de cacería, en su finca de la Magliana, con las botas altas de cuero, persiguiendo a caballo un oso o un jabalí, rodeado de sus sesenta y ocho perros? ¿Has visto sus halcones y arreos importados a precio de oro de Candía y de Armenia?
Comprendía su emoción, pero sus procedimientos me exasperaban.
—¡Más vale que me enseñes los monumentos de la antigua Roma de que hablan Cicerón y Tito Livio!
Mi joven amigo puso expresión de triunfo. Sin decir nada, echó de nuevo a andar con paso tan firme que apenas podía seguirlo. Cuando se decidió a pararse, medía hora después, habíamos dejado a nuestras espaldas, a gran distancia, las últimas calles habitadas. Estábamos en medio de un gran páramo.
—Aquí estaba el Foro romano, el corazón de la antigua ciudad, rodeado por populosos barrios; ¡hoy lo llaman el Campo de las Vacas! ¿Ves ante nosotros el monte Palatino y allá, hacia el este, el monte Esquilmo, detrás del Coliseo? ¡Hace siglos que están vacíos! ¡Roma no es ya más que un poblachón plantado en el sitio de una majestuosa ciudad! ¿Sabes qué población tiene hoy en día? Ocho mil hogares, nueve mil como mucho.
Era mucho menos que en Fez, Túnez o Tremecén.
Al volver hacia el castillo, noté que el sol estaba aún alto en el cielo, y me pareció, por tanto, oportuno sugerirle a mi acompañante que fuéramos a dar una vuelta hacia San Pedro, pasando por el hermoso barrio del Borgo. Acabábamos de llegar ante la basílica cuando Hans se lanzó de nuevo a una enloquecida diatriba:
—¿Sabes cómo quiere acabar el papa la construcción de esta iglesia? Quitándoles el dinero a los alemanes.
Ya se estaban arremolinando a nuestro alrededor algunos transeúntes.
—¡Ya he visitado bastantes monumentos por hoy! —le supliqué—. Volveremos otro día.
Y sin esperar ni un instante corrí a refugiarme en la paz de mi antigua cárcel, jurándome no volver nunca más a pasearme por Roma con un guía luterano.
En mi siguiente visita, tuve la suerte de tener por acompañante a Guicciardini que acababa de regresar de una prolongada estancia en Módena. Lo hice partícipe de mi honda decepción, sobre todo tras mi visita al Campo de las Vacas. No se mostró muy impresionado.
—Roma es una ciudad eterna, pero con ausencias —constató con sabia resignación.
Antes de proseguir:
—Es una ciudad santa, pero con impiedades; una ciudad ociosa, pero que cada día le da al mundo una obra de arte.
Era un goce para la mente caminar al lado de Guicciardini, escuchar sus impresiones, sus comentarios, sus confidencias. Existían, sin embargo, algunos desagradables inconvenientes: por ejemplo, para ir del castillo de Sant’ Angelo al nuevo palacio del cardenal Famesio, situado a menos de una milla, tardamos cerca de dos horas, tanta era la notoriedad de mi acompañante. Si algunos personajes le saludaban al pasar, otros ponían pie a tierra para iniciar con él un largo aparte. Una vez libre, el florentino venía hacia mí con unas palabras de disculpa: «Es un compatriota que acaba de instalarse en Roma», o «Es un datario muy influyente», «Es el maestre de postas del rey de Francia», e incluso, por dos veces, «Es el bastardo del cardenal Zutano».
Yo no había manifestado sorpresa alguna. Hans me había explicado ya que en la capital de los papas, rebosante, sin embargo, de frailes, de monjas, de peregrinos de todos los países, las amantes de los príncipes de la Iglesia poseían palacios y servidores, que su progenitura estaba destinada a los más altos cargos, que los sacerdotes de menor rango tenían sus concubinas o sus cortesanas, con las que se exhibían sin vergüenza por a calle.
—El escándalo está menos en la lujuria que en el lujo —dijo Guicciardini, como si hubiera ido siguiendo paso a paso el hilo de mis pensamientos.
Seguía diciendo:
—¡El tren de vida de los prelados de Roma cuesta sumas considerables y en esta ciudad de clérigos no se produce nada! Todo se compra en Florencia, en Venecia, en Milán y en otras ciudades. Para financiar las locuras de esta ciudad, los papas se han puesto a vender las dignidades eclesiásticas: a diez mil, a veinte mil, a treinta mil ducados el cardenal. ¡Aquí todo se vende, hasta el cargo de camarlengo! ¡Y como seguía sin alcanzar, se han puesto a venderles indulgencias a los desdichados de los alemanes! ¡Si pagáis, se os perdonan los pecados! En resumen, lo que el Santo Padre intenta vender es el paraíso. Así ha empezado la disputa con Lutero.
—Así que ese fraile tenía razón.
—En un sentido, si. Sólo que no puedo dejar de pensar que el dinero recogido por tan dudoso procedimiento debe servir para concluir la basílica de San Pedro y que una parte de él se dedica no a comilonas, sino a las más nobles creaciones humanas. Cientos de escritores, de artistas están ejecutando en Roma obras maestras ante las cuales palidecerían de envidia los antiguos. Está renaciendo un mundo con una mirada nueva, una ambición nueva, una belleza nueva. Está renaciendo aquí, ahora, en esta Roma corrompida, venal e impía, con el dinero de los alemanes. ¿No es éste acaso un despilfarro de gran utilidad?
Yo no sabía ya qué pensar. ¡Se me enredaban de tal forma en la mente Bien y Mal, verdad y mentira, belleza y podredumbre! Pero quizá consistía en esto la Roma de León X, la Roma de León el Africano. Repetí en voz alta las fórmulas de Guicciardini, para grabármelas en la memoria:
—Ciudad ociosa… ciudad santa… ciudad eterna…
Me interrumpió con voz súbitamente agobiada:
—Ciudad maldita también.
Mientras lo miraba, esperando una explicación, se sacó un papel arrugado del bolsillo.
—Acabo de copiar estas líneas que ha escrito Lutero a nuestro papa.
Leyó a media voz:
—«Oh, tú, León, el más infortunado de todos, estás sentado en el más peligroso de los tronos. Roma fue antaño una puerta del Cielo, ahora es la boca abierta del Infierno».