El año de la conversa
927 de la hégira
(13 de diciembre de 1520-30 de noviembre de 1521)
¡El 6 de abril de aquel año fue un sábado dichoso! El papa, sin embargo, estaba encolerizado. Gritaba tanto que permanecí mucho rato inmóvil en la antecámara, protegido de sus voces por las pesadas hojas cinceladas de la puerta. Pero el suizo que me acompañaba tenía órdenes. Abrió, sin llamar, la puerta del despacho, me hizo entrar casi a empujones y la cerró de golpe a mis espaldas.
Al verme, el papa dejó de gritar. Pero siguió con el ceño fruncido y el labio inferior le temblaba aún. Con los tersos dedos, con los que estaba tamborileando encima de la mesa, me indicó que me acercara. Me incliné sobre su mano, y luego sobre la del personaje que estaba de pie a su derecha.
—León, ¿conocéis a Nuestro primo, el cardenal Julio?
—¿Cómo habría podido vivir en Roma sin conocerlo?
No era la respuesta más adecuada en aquellas circunstancias. Julio de Médicis era sin lugar a dudas el más esplendoroso príncipe de la Iglesia y el hombre de confianza del papa. Pero éste le reprochaba desde hacía algún tiempo sus escándalos, su gusto por la ostentación, sus turbulentos amores que lo habían convertido en el blanco favorito de los luteranos. Guicciardini, en cambio, me había hablado bien de él: «Julio posee todas las cualidades del perfecto gentilhombre, mecenas, tolerante y agradable compañero. ¿Por qué demonios estarán empeñados en convertirlo en hombre de iglesia?».
Con capa y birrete rojos y un flequillo moreno cayéndole sobre la frente, el primo del papa parecía sumido en penosa meditación.
—El cardenal tiene que hablaros, hijo mío. Acomodaos los dos en aquellos asientos de allí. Yo tengo correspondencia que leer.
No creo equivocarme al afirmar que, aquel día, el papa no perdió ni palabra de nuestra conversación, pues no pasó ni una hoja del texto que tenía entre las manos.
Julio pareció violento y buscaba en mi mirada algún destello de complicidad. Carraspeó discretamente.
—Acaba de entrar a mi servicio una joven. Virtuosa y bella. E inteligente. El Santo Padre desea que os la presente y que la toméis por esposa. Se llama Maddalena.
Tras pronunciar estas palabras, que era evidente que le resultaban penosas, paso a otros temas, me hizo preguntas acerca de mi pasado, de mis viajes, de mi vida en Roma. Descubrí en él el mismo anhelo por conocer cosas que en su primo, el mismo deleite al escuchar los nombres de Tombuctú, de Fez y de El Cairo, el mismo respeto por las cosas del espíritu. Me hizo jurar que un día pondría por escrito el relato de mis viajes, prometiéndome ser mi más ferviente lector.
El extremo agrado de tal conversación no disminuyó, sin embargo, en nada mi profunda suspicacia hacia la propuesta que se me había hecho. Si he de decir las cosas tal y como las pensé, no sentía deseo alguno de verme de esposo tardío de alguna adolescente cuya avanzada preñez daría que hablar a toda la ciudad de Roma. Me resultaba difícil, sin embargo, decir que no sin más al papa y a su primo. Formulé, pues, mi respuesta con palabras lo bastante tortuosas para que mis sentimientos se traslucieran.
—Me remito a Su Santidad y a Su Eminencia, que saben mejor que yo lo que conviene a mi cuerpo y a mi alma.
La risa del papa me hizo sobresaltarme. Dejando de lado su correspondencia, se había vuelto por completo hacia nosotros.
—León irá a ver a esa muchacha hoy mismo, después de la misa de réquiem.
Aquel día, en efecto, iba a conmemorarse en la Capilla Sixtina el primer aniversario de la muerte de Rafael de Urbino, más querido para León que ningún otro de sus protegidos. Lo recordaba a menudo, con emoción no fingida, haciéndome lamentar el haberlo conocido tan poco.
Debido a mi larga reclusión, no había visto a Rafael más que dos veces: la primera, rápida, en un pasillo del Vaticano. La segunda en mi bautizo. Tras la ceremonia, había acudido, como tantos otros, a presentarle sus parabienes al papa, que lo había instalado a mi lado. Ardía en deseos de hacerme una pregunta:
—¿Es cierto que en vuestro país no existen pintores ni escultores?
—Hay a veces personas que pintan o esculpen, pero se condena toda representación figurativa. Se la considera como un desafío al Creador.
—Pensar de nuestro arte que puede rivalizar con la Creación es honrarlo en demasía.
Había hecho una mueca asombrado y algo condescendiente. Yo me había sentido en la obligación de replicar:
—¿Acaso no es cierto que Miguel Ángel, tras haber esculpido a Moisés, le ordenó que anduviera o que hablara?
Rafael sonrió, malicioso.
—Eso han dicho.
—Eso es lo que intenta evitar la gente de mi país. Que un hombre ambicione ponerse en el lugar del Creador.
—¿Acaso el príncipe que decide la vida y la muerte no se pone en el lugar de Dios de forma mucho más impía que el pintor? ¿Y el amo que posee esclavos, que los vende y los compra?
El pintor había elevado el tono. Me esforcé por calmarlo:
—Me gustaría visitar un día vuestro taller.
—Si decidiera hacer vuestro retrato, ¿sería algo impío?
—En modo alguno. Para mí sería como si el más elocuente de los poetas me elogiara al escribir.
No se me había ocurrido mejor comparación. La dio por buena.
—Perfectamente. Venid a verme cuando queráis.
Me había prometido hacerlo, pero la muerte había sido más rápida. De Rafael sólo me quedaron algunas palabras, una mueca, una sonrisa, una promesa. Era deber mio evocarlas en aquel día dedicado al recuerdo. Pero muy pronto, antes ya del final de la ceremonia, mis pensamientos se orientaron hacia Maddalena.
Intentaba imaginarla, su cabello, su voz, su estatura; me preguntaba en qué lengua iba a hablarle, con qué palabras empezaría. Intentaba también adivinar lo que León X y su primo podían haberse dicho antes de convocarme. El papa se había enterado sin duda de que el cardenal acababa de añadir a su numeroso séquito una mujer joven y bella y, temiendo un nuevo escándalo, le había ordenado que se deshiciera de ella rápida y dignamente: de ese modo, nadie podría afirmar que el cardenal Julio tenía miras culpables respecto a esa muchacha; ¡su único cuidado era dar con una mujer para su primo León el Africano!
Un sacerdote que conocía y al que vi al salir de la capilla, me proporcionó otros elementos que vinieron a confirmar mis suposiciones: Maddalena había vivido durante mucho tiempo en un convento. Durante una visita, el cardenal se había fijado en ella y, en el momento de marchar, al final del día, se la había traído, sencillamente, en el equipaje. El procedimiento había escandalizado y la queja había llegado a oídos de León X, que había reaccionado en el acto como jefe de la Iglesia y como jefe de los Médicis.
Creía yo conocer de este modo lo esencial de la verdad, pero sólo estaba en posesión de una delgada cáscara de la misma.
—¿Es cierto que eres de Granada como yo? ¿Y un converso, como yo?
Había confiado demasiado en mis esfuerzos y en mi serenidad. Cuando penetró con paso lento en el saloncito recoleto donde me había hecho sentar el cardenal, perdí en el acto todo deseo de hacerle preguntas, por temor a que una palabra suya me obligara a alejarme. Para mí, a partir de aquel momento, la verdad acerca de Maddalena era Maddalena. No tenía ya más que un solo deseo, el de estar ya siempre contemplando sus gestos y sus colores. Les sacaba a todas las mujeres de Roma la ventaja de la languidez. Languidez al andar, en la voz, en la mirada también, a un tiempo conquistadora y resignada al sufrimiento. Su cabello era de ese negro profundo que sólo Andalucía sabe destilar con una alquimia de sombra fresca y tierra tostada. En tanto se convertía en mi mujer, era ya mi hermana, su respiración me resultaba familiar.
Incluso antes de sentarme, empezó a contarme su historia, toda su historia. Las preguntas que yo había renunciado a hacerle había decidido contestarlas ella. Su abuelo perteneció a la rama arruinada y olvidada de una gran familia judía, los Abrabanel. Modesto herrero en el arrabal de Nayd, al sur de mi ciudad natal, no había caído en la cuenta del peligro que amenazaba a los suyos hasta que se promulgó el edicto de expulsión. Emigró entonces hacia Tetuán con sus seis hijos y vivió al filo de la miseria, sin más alegría en la vida que ver cómo iban adquiriendo sus hijos algún saber y cómo crecían en belleza sus hijas. Una de ellas se convertiría en la madre de la conversa.
—Mis padres habían decidido venir a instalarse en Ferrara —me explicó—, donde les había ido bien a unos primos. Pero en el navío en que embarcamos se declaró la peste, diezmando a la tripulación y a los pasajeros. Al atracar en Pisa, me encontré sola. Mi padre, mi madre y mi hermano el pequeño habían perecido. Tenía ocho años. Me recogió una monja anciana. Me llevó consigo a un convento del que era abadesa y se apresuró a disponer que me bautizaran dándome el nombre de Maddalena; mi padre me había llamado Judith. A pesar de la tristeza por haber perdido a mis seres más queridos, me guardaba muy mucho de maldecir mi suerte, puesto que no pasaba hambre, estaba aprendiendo a leer y no recibía ningún latigazo que no tuviera su razón de ser. Hasta el día en que murió mi bienhechora. La sustituyó la hija natural de un grande de España que habían encerrado allí para que expiara los pecados de los suyos y para quien aquel hermoso convento no era más que un purgatorio para sí y para las demás. Reinaba en él, sin embargo, como dueña y señora, repartiendo favores y desgracias. Reservó para mí lo peor de su corazón. Yo había sido durante siete años una cristiana cada vez más ferviente. Para ella, sin embargo, sólo era una conversa de sangre impura cuya sola presencia iba a hacer caer sobre el convento las peores maldiciones. Y, bajo el chaparrón de vejaciones que, injustamente, caía sobre mí me sentí volver a mi fe primitiva. La carne de cerdo que comía empezó a darme náuseas y de noche me angustiaba. Empecé a tramar planes para escaparme. Pero la única tentativa que hice acabó de forma lamentable. Nunca he corrido mucho y menos con hábitos de monja. El jardinero me alcanzó y me llevó de nuevo al convento retorciéndome el brazo como a una ladrona de gallinas. Me arrojaron entonces a un calabozo donde me azotaron hasta hacerme sangrar.
Había conservado algunas huellas de ese trato que, sin embargo, no mermaba en nada su belleza ni la suave perfección de su cuerpo.
—Cuando me dejaron salir, al cabo de dos semanas, había decidido cambiar de actitud. Hice gala de un profundo remordimiento y me mostré devota, obediente, insensible a la humillación. Esperaba mi hora. Ésta llegó con la visita del cardenal Julio. La superiora no tenía más remedio que recibirlo con todos los honores, aunque de haber estado en su mano, lo hubiera enviado a la hoguera. Nos hacia rezar a veces por el arrepentimiento de los príncipes de la Iglesia y no ahorraba críticas contra «la vida disoluta de los Médicis», no en público sino delante de ciertas monjas allegadas suyas que no tardaban en contarlo. Fueron sin duda los vicios de que lo acusaban los que me hicieron poner mis esperanzas en este cardenal.
Le di la razón:
—La virtud se vuelve morbosa si no la atemperan algunas infracciones y la fe se vuelve fácilmente cruel cuando no la mitigan algunas dudas.
Maddalena me tocó levemente el hombro para mostrarme su confianza antes de continuar con su relato:
—Cuando llegó el prelado, acudimos todas en fila para besarle la mano. Esperé con impaciencia que me llegara la vez. Tenía listo mi plan. Los dedos del cardenal, adornados con dos anillos, se tendían de forma principesca hacia mí. Los tomé, los oprimí con algo más de fuerza de lo necesario y tardé dos segundos más de lo preciso para que pudiera contemplarme el rostro. «Preciso confesarme con vos». Lo dije en voz alta para que la petición fuera oficial y la oyera todo el séquito del cardenal así como la superiora. Ésta adoptó un tono dulzón: «Apartaos, hija mía, estáis importunando a Su Eminencia y vuestras hermanas esperan». Hubo un instante de vacilación. ¿Iba a encontrarme para siempre en el calabozo de la venganza? ¿Iba a poder aferrarme a las manos de un salvador? Dejé de respirar, mis ojos suplicaban. Luego vino la sentencia: «¡Esperadme aquí! ¡Voy a confesaros!». Me corrieron las lágrimas desvelando mi felicidad. Pero cuando me arrodillé en el confesionario, tenía de nuevo la voz firme para pronunciar sin equivocarme las palabras que había ensayado mil veces. El cardenal escuchó en silencio mi largo grito de desesperación, limitándose a mover la cabeza para animarme a continuar. «Hija mía, me dijo cuando callé, no creo que la vida del convento esté hecha para vos». Era libre.
Al recordarlo, le corrían otra vez las lágrimas. Puse mi mano sobre la suya, la apreté con afecto y luego la retiré cuando volvió a tomar el hilo de su historia.
—El cardenal me trajo consigo a Roma. Esto fue hace un mes. La abadesa no quería dejarme marchar, pero mi protector no hizo caso alguno de sus objeciones. Para vengarse, organizó una cábala contra él, habló con los cardenales españoles que, a su vez, se dirigieron al papa. Se han proferido las peores acusaciones contra Su Eminencia y contra mi…
Se interrumpió, pues yo me había puesto en pie de un brinco.
No quería oír ni una palabra de tales calumnias ni siquiera de la boca exquisita de Maddalena. ¿De qué huía así: de la verdad o de la mentira? No lo sé. Lo único que tenía importancia ya era el amor que acababa de nacer en mi corazón y en el de la conversa. Cuando se levantó para despedirse de mi, había inquietud en sus ojos. Mi precipitada marcha la había ofuscado un poco. Tuvo que sobreponerse a su timidez para decirme:
—¿Volveremos a vernos alguna vez?
—Hasta el fin de mi vida.
Rocé sus labios con los míos. Su mirada estaba de nuevo ofuscada, pero por la felicidad y el vértigo de la esperanza.