El año de la caravana
910 de la hégira
(14 de junio de 1504-3 de junio de 1505)
Aquel año fue el de mi primer gran viaje que había de conducirme, cruzando el Atlas, Segelmesse y Numidia, hacia la llanura sahariana y, luego, hacia Tombuctú, misteriosa ciudad del país de los negros.
A Jali le había encargado el nuevo sultán de Fez que llevara un mensaje al poderoso soberano del Sudán, el Askia Mohamed Turé, anunciándole su subida al poder y prometiéndole establecer entre sus dos reinos las más amistosas relaciones. Como me había prometido cinco años antes, con ocasión de su periplo por Oriente, mi tío me invitó a acompañarlo; yo le había hablado de ello a mi padre que, por respeto a mi sedosa pero ya abundante barba, no pensó en oponerse.
La caravana se había puesto en marcha nada más empezar a refrescar el otoño; se componía de doscientas monturas que transportaban hombres, víveres y regalos. Llevábamos guardias en camello para protegernos durante todo el trayecto, así como soldados a caballo que habían de emprender el camino de regreso en los umbrales del Sáhara. Se necesitaban también camelleros y guías avezados, así como criados en número suficiente para que la embajada pareciera considerable a ojos de nuestros anfitriones. A la comitiva oficial se habían unido, tras solicitar el permiso de mi tío, varios negociantes con sus mercancías, con la intención de beneficiarse a un tiempo de la protección real a lo largo del camino y del trato de favor que no dejaríamos de recibir en Tombuctú.
Los preparativos habían sido demasiado minuciosos, demasiado largos para mi gusto. Los últimos días ya no lograba dormir ni leer, ya no respiraba sino a entrecortadas y fatigosas bocanadas. Necesitaba partir en el acto, aferrarme lo más arriba posible a la joroba de un camello, dejar que me tragara la inmensidad desértica donde hombres, animales, agua, arena y oro tienen todos el mismo color, el mismo valor, la misma insustituible futilidad.
Muy pronto descubrí que también era posible dejarse tragar por la caravana. Cuando los compañeros de viaje saben que, juntos, habrán de caminar durante semanas y meses en la misma dirección, de afrontar los mismos peligros, de vivir, comer, orar, divertirse, pasar penalidades, morir a veces, dejan de ser extraños entre sí; ningún vicio permanece oculto, ningún artificio perdura. Vista de lejos, la caravana es una comitiva; vista de cerca, es una aldea, con sus chismes, sus bromas, sus motines, sus intrigas, sus conflictos y sus reconciliaciones, sus veladas de canto y poesía, una aldea para la que todas las comarcas están lejos, incluso aquella de la que procede, incluso aquellas que cruza. Un alejamiento así es lo que yo estaba necesitando para olvidar las agotadoras angustias de Fez, la saña del Zerualí, la crueldad sin rostro del jeque de los leprosos.
El mismo día de la partida, cruzamos la ciudad de Sefrú, situada al pie del Atlas, a quince millas de Fez. Los habitantes son ricos pero visten pobremente, con la ropa llena de manchas de aceite, por culpa de un príncipe de la familia real que se construyó allí una residencia y que agobia a impuestos a toda persona que parezca gozar de cierta prosperidad. Al pasar por la calle mayor, mi tío acercó su montura a la mía para cuchichearme al oído:
—Si alguien te dice que la avaricia es hija de la necesidad, dile que se equivoca. ¡Son los impuestos los que han engendrado la avaricia!
No lejos de Sefrú, la caravana tomó el puerto por donde pasa el camino de Numidia. Dos días después, estábamos en pleno bosque, cerca de las ruinas de una ciudad antigua llamada Ain el-Asnam, el Manantial de los Ídolos. Había allí un templo donde hombres y mujeres solían reunirse al atardecer, en cierta época del año. Una vez cumplidos los sacrificios rituales, apagaban las luces y cada cual hacía uso de la mujer que el azar le había puesto al lado. Pasaban así toda la noche y por la mañana, se les recordaba que, durante el año, ninguna de las mujeres presentes tenía derecho a acercarse a su marido. A los niños que nacían durante ese lapso de tiempo, los criaban los sacerdotes del templo. Éste quedó destruido, así como la ciudad entera, durante la conquista musulmana; pero el nombre ha sobrevivido, testigo único de aquella sociedad ignorante.
Dos días después pasamos cerca de una aldea de montaña rebosante de vestigios antiguos. La llaman «Los Cien Pozos», porque en sus proximidades hay pozos de tal profundidad que diríanse grutas. Cuentan que uno de ellos tiene varios pisos en cuyo interior hay salas tapiadas, unas grandes y otras pequeñas, pero todas con la misma disposición. Por eso, los buscadores de tesoros vienen ex profeso desde Fez para bajar, con ayuda de cuerdas y provistos de faroles. Muchos no vuelven a salir jamás.
Una semana después de salir de Fez, atravesamos una localidad llamada Um Yunaiba, donde subsiste una extraña costumbre: hay un río, que bordean las caravanas, y dicen que ningún hombre que pase por ahí debe avanzar si no es bailando y dando saltos y que, sino lo hace, contraerá las fiebres cuartanas. Todo nuestro grupo se puso a ello alegremente, hasta yo, hasta los guardias, hasta los obesos mercaderes, movidos por juego unos, por superstición otros, otros por evitar las picaduras de los insectos, con excepción de mi tío, a quien le pareció que su dignidad de embajador le prohibía esa clase de chiquillada. Habría de lamentarlo cruelmente.
Estábamos ya en las altas montañas, donde sopla, incluso en otoño, un viento del norte glacial e imprevisible. No esperaba hallar, en lugares tan elevados y de clima tan rudo, gente tan bien vestida y, sobre todo, tan instruida. Hay, en particular, en una de las montañas más frías una tribu llamada Mestasa cuya principal actividad consiste en copiar, con la mejor letra, gran número de libros y venderlos en el Magreb y en otros lugares. Un viejo mercader genovés residente en Fez, el señor Tommaso de Marino, que se había unido a nuestra caravana y con el cual tuve frecuentes conversaciones, compró en una sola aldea un centenar de libros de esos, admirablemente caligrafiados y encuadernados en cuero. Me explicó que los ulemas y los altos personajes del país de los negros compraban muchos y que se trataba de un comercio muy lucrativo.
Como nos habíamos detenido a pasar la noche en esa localidad, acompañé al genovés a una cena que le daba su proveedor. La casa estaba bien edificada, con mármoles y mayólica, tapices de lana fina en las paredes y, en el suelo, alfombras, de lana también, pero de agradable colorido. Todos los invitados parecían muy prósperos y no pude por menos de hacerle a nuestro anfitrión, con mil precauciones de lenguaje, una pregunta que me quemaba los labios: ¿cómo era posible que los habitantes de esta región tan fría, tan montañosa, estuviesen tan favorecidos en haberes y saberes?
El señor de la casa se echó a reír:
—¿Quieres comprender, en resumidas cuentas, por qué los habitantes de estos montes no son todos unos patanes, unos mendigos y unos desharrapados?
Yo no lo habría dicho así pero era exactamente eso lo que me intrigaba.
—Has de saber, joven visitante, que el mayor regalo que el Altísimo puede hacerle a un hombre es el de haberlo hecho nacer en una alta montaña por la que pasen las rutas de las caravanas. La ruta es el vehículo del conocimiento y de la riqueza, la montaña procura protección y libertad. Vosotros, los habitantes de las ciudades, tenéis a vuestro alcance todo el oro y todos los libros, pero tenéis príncipes ante los cuales inclináis la cabeza…
Recapacitó:
—¿Puedo hablarte como un anciano tío a un sobrino, como un anciano jeque a un discípulo, sin andarme con rodeos sobre las enseñanzas de la vida? ¿Me prometes no escandalizarte?
Mi amplia sonrisa lo animó a proseguir.
—Quienes viven en una ciudad consienten en renunciar a toda dignidad, a todo amor propio, a cambio de la protección de un sultán que la vende cara aun cuando no sea ya capaz de otorgarla. Quienes viven lejos de las ciudades, pero en las llanuras y las colinas, se libran del sultán, de los soldados y de los recaudadores de impuestos; sin embargo, están a merced de las tribus de saqueadores nómadas, árabes y, a veces, hasta beréberes, que infestan la región, y nunca pueden levantar un muro sin el temor de verlo pronto derruido. Quienes viven en un lugar inaccesible, pero lejos de las rutas, están, en verdad, al abrigo tanto de la esclavitud como del pillaje; no obstante, al no tener intercambio alguno con otras comarcas, acaban viviendo como animales, ignorantes, sin recursos y amedrentados.
Me ofreció una copa de vino que rechacé cortésmente. Él tomó una y bebió un trago antes de continuar:
—Sólo nosotros somos unos privilegiados: vemos pasar por nuestra aldea a gente de Fez, de Numidia, del país de los negros, mercaderes, dignatarios, estudiantes y ulemas; cada uno nos trae una moneda de oro o un traje, un libro para leer o copiar, o sólo un relato, una anécdota, riqueza y sabiduría, al abrigo de estos montes inaccesibles que compartimos con las águilas, las cornejas y los leones, nuestros compañeros de dignidad.
Le conté estas palabras a mi tío que suspiró sin decir nada y, a continuación, alzó la mirada al cielo. No sé si era para encomendarse al Creador o para observar el vuelo de un ave de presa.
Nuestra siguiente etapa fue en los montes del Ziz, así llamados porque en ellos nace un río de ese mismo nombre. Los habitantes de esta región pertenecen a una tribu beréber muy temida, los zanaga. Son hombres fornidos, llevan una túnica de lana directamente sobre la piel y se enrollan alrededor de las piernas trapos que les sirven de calzas; lo mismo en invierno que en verano, van destocados. Me es imposible, no obstante, describir a esta gente sin evocar algo increíble que se ve entre ellos y que parece ser cosa de milagro: circulan entre las casas gran número de serpientes, tan mansas y dóciles como gatos o perrillos. Cuando alguien se pone a comer, se reúnen a su alrededor para coger las migajas de pan y los demás alimentos que les echan.
Durante la tercera semana de nuestro viaje, bajamos los montes del Ziz, a través de inmensos palmerales de frutos tiernos y exquisitos, en dirección a la llanura donde se halla Segelmesse. O mejor debería decir donde se hallaba esa ciudad tan admirada por los viajeros de los tiempos pasados. Decían que la había fundado el propio Alejandro Magno, que su calle mayor tenía la longitud de medio día de marcha, que todas sus casas estaban rodeadas de un jardín y de un vergel, que poseía prestigiosas mezquitas y madrasas célebres.
De sus murallas, antaño tan altas, no quedan más que algunos tramos medio derruidos e invadidos por la hierba y el musgo. De sus habitantes no quedan más que clanes enemigos, cada uno de los cuales está afincado con su jefe en una aldea fortificada próxima a las ruinas de la antigua Segelmesse. Su principal preocupación es dificultar la vida al clan que reside en la aldea vecina. Se muestran despiadados unos con otros, llegando incluso a destruir las canalizaciones de agua, a cortar las palmeras a ras de suelo, a incitar a las tribus nómadas a que devasten las tierras y las casas de sus adversarios, hasta el punto que me parece que merecen su suerte.
Contábamos con permanecer tres días en el territorio de Segelmesse para que descansaran hombres y monturas, comprar algunos víveres, reparar algunos utensilios; estaba escrito que permaneceríamos allí varios meses pues, al día siguiente mismo de nuestra llegada, mi tío cayó enfermo. A veces le daban escalofríos durante el día, cuando el calor era asfixiante, sudaba por todos los poros por la noche, cuando hacía tanto frío como en las altas montañas. Un mercader judío de la caravana, muy versado en medicina, diagnosticó unas cuartanas que parecían ser el castigo por haberse negado Jali a seguir la danzarina costumbre de Um Yunaiba. ¡Sólo Dios es dueño de la recompensa y del castigo!
No me apartaba un instante de la cabecera de mi tío, atento al menor gesto, a la menor mueca, contemplándolo a veces durante horas, mientras dormía con sueño agitado. De repente, lo noté avejentado, débil, indefenso, mientras que dos días antes era capaz de tener en vilo a toda una asamblea hablando de los rum, de los leones o de las serpientes. Gracias a sus dotes de poeta y orador, gracias también a sus vastos conocimientos, había impresionado a Mohamed el Portugués que, desde su llegada al poder, lo había hecho acudir cada semana. Se hablaba de que iba a recibir un nombramiento de consejero, de secretario o de gobernador de una provincia.
Recuerdo que un día, a su regreso de palacio, le había preguntado a Jali si había vuelto a hablar de Mariam. Me había contestado con tono algo apurado:
—Estoy ganándome poco a poco la confianza del soberano. Pronto estaré en condiciones de conseguir de él, sin la menor dificultad, la liberación de tu hermana. Por el momento, he de actuar con la mayor delicadeza posible: sería un error pedirle algo.
Luego, había añadido, riendo a modo de excusa:
—¡Así tendrás que comportarte cuando hagas política!
Poco después del nombramiento de Jali como embajador, yo había vuelto a la carga. Entonces le había hablado al soberano y éste le había prometido que a su regreso de Tombuctú la joven estaría en su casa. Mi tío le había dado expresivamente las gracias y me había comunicado la noticia. Yo había decidido entonces ir, por primera vez, al barrio para contarle a Mariam la promesa del monarca así como la noticia de mi viaje.
Hacía un año que no la veía, por exceso de afecto pero, también, por cobardía. No pronunció ni una palabra de reproche. Me sonrió como si acabáramos de separamos unos instantes antes, me preguntó por las clases, me pareció tan serena que me sentí intimidado, contrito, desorientado. Quizá hubiera preferido verla sollozar, tener que consolarla, aunque de lejos puesto que nos separaba un río. Le anuncié triunfalmente la promesa del soberano. Reaccionó lo imprescindible para no herirme. Le hablé de mi marcha, puso cara de entusiasmo pero no supe si lo hacía debido a una súbita alegría o por burla. Ese río que un hombre robusto hubiera podido cruzar en dos saltos se me antojaba más profundo que un barranco, más ancho que un brazo de mar. Mariam estaba tan lejos, tan impenetrable; su voz me llegaba como una pesadilla. De pronto, una anciana leprosa a la que no había visto acercarse, le puso a mi hermana en el hombro una mano sin dedos. Grité y cogí unas piedras para arrojárselas, pidiéndole que se alejara. Mariam se interpuso, protegiendo a la leprosa con su cuerpo:
—¡Suelta esas piedras, Hasan, que vas a lastimar a mi amiga!
Hice lo que me decía pero me sentía al borde del desmayo. Le hice un gesto de despedida y me volví para marcharme, partiéndoseme el alma. Mi hermana volvió a gritar mi nombre. La miré. Se había acercado hasta la orilla del agua. Lloraba; era la primera vez desde que yo estaba allí:
—Vas a sacarme de aquí, ¿verdad?
Lo dijo con voz suplicante y que me resultó tranquilizadora. Con un gesto, que me sorprendió a mí más que a nadie, extendí la mano ante mí como si la pusiera sobre el Libro y pronuncié, con voz lenta y alta, este juramento:
—Juro no casarme antes de sacarte de este barrio maldito.
Sonrió abiertamente. Me volví entonces y me alejé a toda prisa, pues quería conservar esa imagen de ella durante todo mi viaje. Ese mismo día, fui a ver a mi padre y a Warda para darles noticias de su hija. Antes de llamar a la puerta, me quedé un instante inmóvil. En una rendija del muro exterior, estaba todavía, parda y seca, la brizna atada por Mariam el día de su captura. La tomé y me la llevé furtivamente a los labios. Luego, la volví a dejar en su sitio.
Estaba pensando una vez más en aquella brizna cuando Jali abrió los ojos. Le pregunté si estaba mejor; me dijo que sí con la cabeza pero se volvió a dormir al instante. Siguió así, entre la vida y la muerte, incapaz de moverse, hasta el principio de la estación cálida, cuando cualquier travesía del Sáhara habría sido imposible. Tuvimos, pues, que esperar varios meses en la región de Segelmesse antes de proseguir nuestro viaje.