El año de la Gran Recitación

907 de la hégira

(17 de julio de 1501-6 de julio de 1502)

El prometido de Mariam tenía cuatro veces su edad, dos veces su estatura, una fortuna mal adquirida y la sonrisa de quienes han aprendido muy pronto que la vida es una perpetua estafa. En Fez lo llamaban el Zerualí y muchos lo miraban con envidia, pues, tras haber sido pastor, se había construido el palacio de mayor tamaño de la ciudad, después del soberano, se entiende, elemental prudencia para quien quiera conservar la cabeza pegada al tronco.

Nadie sabía cómo había crecido la fortuna del Zerualí. Los cuarenta primeros años de su vida, decían, había recorrido con sus cabras la montaña de Beni Zerual, en el Rif, a treinta millas del mar. Mucho después he tenido oportunidad de visitar esa región donde he podido observar un fenómeno extraordinario: en lo hondo de un valle, hay una abertura en el suelo, diríase una gruta; de ella sale continuamente una gran llama; alrededor se ha formado una charca parda que contiene un liquido viscoso de olor persistente. Muchos extranjeros acuden para contemplar ese prodigio y arrojan ramas y trozos de madera que se consumen al instante. Algunos creen que es la boca del Infierno.

No lejos de ese inquietante lugar se encuentran, a lo que dicen, unos pozos secretos en que los romanos habían sepultado sus tesoros antes de abandonar África. ¿Había dado el pastor con uno de esos escondrijos al azar de un pastoreo? Eso era lo que yo había oído cuchichear en Fez mucho antes de que el tal Zerualí hiciera irrupción en mi vida. Sea como fuere, una vez descubierto aquel tesoro, en vez de despilfarrarlo inmediatamente, como suelen hacer aquellos a quienes sorprende la fortuna, había madurado despacio en su mente una estratagema. Tras haber vendido, poquito a poco, una parte del tesoro, había acudido un día, ricamente ataviado, a la audiencia pública del sultán de Fez.

—¿Cuántos dinares de oro le sacas a Beni Zerual al año? —le preguntó al monarca.

—Tres mil —contestó el soberano.

—Yo te daré seis mil, pagaderos por adelantado, si me lo arriendas.

Y nuestro Zerualí consiguió lo que quería y además un destacamento de soldados para ayudarlo a cobrar el impuesto, a sacarles a los habitantes sus menores ahorros, mediante amenazas o torturas. Al acabar el año, volvió al palacio del soberano.

—Me había equivocado. No han sido seis mil sino doce mil dinares los que he podido conseguir.

Impresionado, el señor de Fez le había arrendado al Zerualí el conjunto del Rif y le había confiado cien ballesteros, trescientos soldados de caballería y cuatrocientos de infantería para ayudarlo a esquilmar a la población.

Durante cinco años, el rendimiento de los impuestos fue mucho más considerable que en el pasado, pero los rifeños empezaban a empobrecerse; muchos fueron a instalarse a otras provincias del reino; algunas ciudades costeras llegaron incluso a pensar en entregarse a los castellanos. Intuyendo que las cosas se estaban poniendo feas, el Zerualí cedió su cargo, dejó el Rif y vino a instalarse a Fez con el dinero que había robado. Como seguía gozando de la confianza del monarca, se construyó un palacio y empezó a dedicarse a toda clase de negocios. Ávido, despiadado pero muy hábil y siempre al acecho de ideas astutas.

Mi padre lo había conocido por mediación de un rico emigrado andaluz y le había expuesto su proyecto de criar gusanos de seda. Interesadísimo, el Zerualí había hecho mil preguntas sobre la oruga, el capullo, la baba, la hilera, pidiendo a uno de sus consejeros que recordara con detalle. Se había declarado afortunado por colaborar con un hombre tan competente como Mohamed.

—Es —dijo risueño— la alianza de la inteligencia con la fortuna.

Al contestarle mi padre que todo Fez conocía la inteligencia y la habilidad del Zerualí, éste había replicado:

—¿No sabes tú, que has leído tantos libros, lo que la madre de un sultán de tiempos antiguos dijo al nacer su hijo? «No te deseo que tengas inteligencia, pues tendrás que ponerla al servicio de los poderosos; te deseo que tengas suerte, para que la gente inteligente esté a tu servicio». Esto es probablemente lo mismo que deseó mi madre al nacer yo —concluyó eh Zerualí riendo a carcajadas.

La entrevista le pareció alentadora a mi padre aunque su interlocutor hubiese solicitado, al final, un plazo de reflexión; quería poner al monarca al corriente del proyecto, conseguir su acuerdo, consultar con algunos tejedores, con algunas exportadoras. Sin embargo, para demostrar su gran interés por el asunto, le adelantó a Mohamed cuatrocientas monedas de oro y también con el señuelo de una alianza entre ambas familias.

Al cabo de unos meses, creo que era el shabán de aquel año, el Zerualí llamó a mi padre. Lo informó de que su proyecto estaba aprobado y de que había que empezar los preparativos, localizar algunas plantaciones de moreras, plantar más, contratar trabajadores cualificados, construir los primeros criaderos de gusanos. El propio rey estaba entusiasmado. Quería inundar de sedas Europa y los países musulmanes, en cantidad suficiente para disuadir a los negociantes de ir hasta China para importar tan valiosa mercancía.

Mi padre saltaba de júbilo. Así que su sueño iba a realizarse a una escala que superaba con mucho sus esperanzas. Ya se veía rico, tendido en unos inmensos almohadones de seda, en un palacio recubierto de mayólica; sería el primero de los notables de Fez, el orgullo de los granadinos, persona de confianza del sultán, benefactor de las escuelas y de las mezquitas…

—Para sellar el trato —prosiguió el Zerualí—, ¿qué mejor que una alianza de sangre? ¿No tienes una hija casadera?

En el acto, Mohamed le prometió a su socio capitalista la mano de Mariam.

Por pura casualidad, me enteré, días después, del contenido de esa conversación que iba a cambiar muchas cosas en mi vida. Sara la Vistosa había ido al harén del Zerualí a vender sus perfumes y sus baratijas, como ya lo hacía en las casas y palacios de Granada. Durante toda la visita, las mujeres no habían hablado más que de la nueva boda de su señor, bromeando sobre su infatigable vigor y discutiendo acerca de las consecuencias que tendría esta nueva adquisición para las actuales favoritas. El hombre ya tenía cuatro esposas que eran las que la Ley le autorizaba a tener; tenía, pues, que repudiar a una, pero ya estaba acostumbrado y sus mujeres también. La divorciada conseguía una casa contigua y, a veces, hasta permanecía en la misma y se cuchicheaba que algunas habían quedado encinta tras la separación sin que el Zerualí se mostrara sorprendido ni ofendido.

Sara, como es natural, corrió esa misma tarde a casa de mi madre para contarle las habladurías. Yo acababa de volver de la escuela y estaba mordisqueando unos dátiles y escuchando, distraído, la cháchara de ambas mujeres. De pronto, me llamó la atención un nombre. Me acerqué:

—Hasta les ha dado tiempo a ponerle a Mariam un mote: el gusano de seda.

Hice que la Vistosa me repitiera, palabra por palabra, la historia y, luego, le pregunté ansiosamente:

—¿Crees que mi hermana será feliz en casa de ese hombre?

—¿Feliz? Las mujeres sólo intentan evitar lo peor.

La respuesta me pareció demasiado general y evasiva:

—¡Háblame de ese Zerualí!

Era una orden de hombre. Puso un gesto algo burlón pero contestó:

—No es que tenga muy buena reputación. Astuto, sin demasiados escrúpulos. Inmensamente rico…

—Dicen que ha saqueado el Rif…

—Todos los príncipes han saqueado siempre las provincias y nunca les ha negado nadie por eso la mano de su hija o de su hermana.

—¿Y cómo es con las mujeres?

Me miró de pies a cabeza, deteniéndose con insistencia en la fina pelusa de mi rostro.

—¿Qué sabes tú de las mujeres?

—Sé lo que tengo que saber.

Empezó a reírse, mi mirada resuelta la interrumpió. Se volvió hacia mi madre, como para preguntarle si debía proseguir semejante conversación conmigo. Como ésta le indicara que si, Sara tomó aliento y me puso una pesada mano en el hombro:

—Las mujeres de ese Zerualí viven encerradas en su harén; jóvenes o viejas, libres o esclavas, blancas o negras, no son menos de un centenar que intrigan continuamente para pasar una noche con el señor, para conseguir un privilegio para su hijo, una alfombra para su cuarto, una joya, un perfume, un elixir. Las que esperan el afecto de un marido no lo conseguirán, las que buscan la aventura acaban estranguladas, las que sólo quieren vivir en paz al abrigo de la necesidad, sin esfuerzo, sin guisar, sin faenas caseras, sin que un marido les pida una alcarraza o una bolsa de agua caliente, ésas pueden ser felices. ¿A qué categoría pertenece tu hermana?

Yo estaba furioso.

—¿No te parece escandaloso que, al cerrar un negocio, se le dé como prima a un viejo comerciante una niña de trece años?

—A mi edad, lo único que a veces logra escandalizarme es la ingenuidad.

Me volví hacia mi madre, malhumorado:

—¿Tú también piensas que ese individuo tiene derecho a arrebatarles el dinero a los musulmanes, a tener cien mujeres en vez de cuatro, a hacer así mofa de la Ley de Dios?

Se refugió en un versículo revelado:

—El hombre se vuelve rebelde en cuanto vive desahogado.

Sin despedirme siquiera de ninguna de las dos, me levanté y me fui. En derechura a casa de Harún. Necesitaba que alguien de mi entorno se indignara. Que alguien me dijera que la Tierra no se ha creado para entregársela, con sus mujeres y sus alegrías, al Zerualí y a los de su calaña. La mueca que puso mi amigo en cuanto mencioné ese nombre me reconcilió con la vida. Lo que había oído él del prometido de Mariam no era muy distinto de lo que ya sabía yo. El Hurón me juró solemnemente abrir una investigación entre los mozos de cuerda del gremio para averiguar más cosas de él.

Seguido por un esclavo que llevaba una ancha sombrilla, recorrí las calles de la ciudad, rodeado de los alumnos de mi clase que cantaban al unísono. Al borde del camino, algunos transeúntes me saludaban con la mano y yo correspondía a sus saludos. De trecho en trecho, un rostro conocido, Jali, mi madre, dos primas, algunos vecinos, Hamza el barbero con los mozos del hammam y, algo apartadas, en un porche, Warda y Mariam. En cuanto a mi padre, me estaba esperando ante la sala donde había de darse un banquete en mi honor. Llevaba bajo el brazo el traje nuevo que, según la tradición, tenía yo que ponerle al maestro en prueba de gratitud. Me contemplaba con enternecedora emoción.

Lo observé yo también. En un instante, se me agolparon en la mente tantas imágenes suyas: conmovedor cuando me describía Granada, afectuoso cuando me acariciaba la nuca, terrorífico cuando había repudiado a mi madre, odioso cuando había sacrificado a mi hermana, lastimoso cuando estaba derrumbado en la mesa de una taberna. ¡Cuántas verdades me daban ganas de gritarle desde lo alto de mi montura! Pero sabía que se me volvería a hacer un nudo en la lengua cuando tocara el suelo con los pies, cuando tuviera que devolverle al prestamista caballo y sedas, cuando hubiera dejado de ser el efímero héroe de la Gran Recitación.

Ser amigos, tener trece años, apenas una promesa de barba y declarar la guerra a la injusticia: veinte años después, es la estampa de la felicidad. En aquel momento, ¡cuántas frustraciones, cuántos sufrimientos! Cierto es que yo tenía dos buenas razones para luchar. La primera era la sutil llamada de socorro que me había lanzado Mariam camino de Mequínez, llamada cuya angustia contenida medía yo ahora por completo. La segunda era la Gran Recitación, que venía a insuflar a mi adolescencia el orgullo de saber los preceptos de la Fe y la voluntad de no permitir que se hiciera mofa de ellos.

Para entender lo que supone la Gran Recitación en la vida de un creyente hay que haber vivido en Fez, ciudad del saber que parece edificada en torno a las escuelas, a las madrasas, igual que se edifican algunos pueblos en torno a una fuente o a la tumba de un santo. Cuando, después de unos cuantos años de paciente memorización, uno acaba sabiéndose de memoria cada sura, cada versículo del Corán, cuando el maestro lo declara a uno apto para la Gran Recitación, ello supone pasar de golpe de la infancia a la vida de hombre, del anonimato a la notoriedad. Para unos es el momento de empezar a trabajar, para otros, el de ingresar en el colegio, lugar de ciencia y autoridad.

La ceremonia que se organiza en tal ocasión le da al joven fesí la impresión de haber entrado en el mundo de los poderosos. Por lo menos eso es lo que sentí yo aquel día. Vestido de seda como un hijo de emir, montado en un caballo de raza, seguido por un esclavo que llevaba una ancha sombrilla, recorrí las calles de la ciudad, rodeado de los alumnos de mi clase que cantaban al unísono. Al borde del camino, algunos transeúntes me saludaban con la mano y yo correspondía a sus saludos. De trecho en trecho, un rostro conocido, Jali, mi madre, dos primas, algunos vecinos, Hamza el barbero con los mozos del hammam y, algo apartadas, en un porche, Warda y Mariam.

En cuanto a mi padre, me estaba esperando ante la sala donde había de darse un banquete en mi honor. Llevaba bajo el brazo el traje nuevo que, según la tradición, tenía yo que ponerle al maestro en prueba de gratitud. Me contemplaba con enternecedora emoción.

Lo observé yo también. En un instante, se me agolparon en la mente tantas imágenes suyas: conmovedor cuando me describía Granada, afectuoso cuando me acariciaba la nuca, terrorífico cuando había repudiado a mi madre, odioso cuando había sacrificado a mi hermana, lastimoso cuando estaba derrumbado en la mesa de una taberna. ¡Cuántas verdades me daban ganas de gritarle desde lo alto de mi montura! Pero sabía que se me volvería a hacer un nudo en la lengua cuando tocara el suelo con los pies, cuando tuviera que devolverle al prestamista caballo y sedas, cuando hubiera dejado de ser el efímero héroe de la Gran Recitación.