El año de los inquisidores
904 de la hégira
(14 de agosto de 1498-7 de agosto de 1499)
Aquel año, Hamed el liberador murió bajo la tortura en una mazmorra de la Alhambra; pasaba de los ochenta. Nadie era más hábil que él para conseguir la liberación de un cautivo pero cuando tuvo que liberarse a sí mismo sus palabras ya no tenían fuerza. Era un hombre piadoso y abnegado y, si alguna vez se equivocó en un juicio, sus intenciones fueron, hasta el último día, tan puras como has de un niño. Murió pobre, ¡quiera Dios desvelarle ahora las riquezas del Edén!
Otros miles de personas sufrieron suplicio al mismo tiempo que él. Desde hacia varios meses, nos llegaban las noticias más alarmantes de nuestra antigua patria pero pocos preveían la catástrofe que iba a abatirse sobre los últimos musulmanes de Andalucía.
Todo había empezado con la llegada a Granada de un grupo de inquisidores, religiosos fanáticos que proclamaron de entrada que todos los cristianos convertidos al Islam debían volver a su religión primitiva. Algunos se resignaron pero la mayoría se opuso, recordando el acuerdo cerrado antes de la caída de la ciudad que garantizaba expresamente a los conversos el derecho a seguir siendo musulmanes. Sin resultado. Para los inquisidores, esta cláusula era nula. A todo hombre que hubiera recibido el bautismo y se negara a volver a ser cristiano se lo consideraba como renegado y, como tal, merecía la muerte. Para intimidar a los recalcitrantes, se levantaron unas cuantas hogueras, como se había hecho con los judíos. Algunos ciudadanos abjuraron. Otros, pocos, se dijeron que valía más irse, aunque fuera tarde, antes de que la trampa se cerrara sobre ellos. No pudieron llevarse más que lo puesto.
Los inquisidores decretaron a continuación que todo aquel que tuviera un cristiano entre sus antepasados había de recibir obligatoriamente el bautismo. Hamed fue uno de los primeros hostigados. Su abuelo había sido un cautivo cristiano que había optado por pronunciar el Testimonio del Islam. Por ello, unos soldados castellanos fueron una noche, acompañados de un inquisidor, a su casa, en nuestro arrabal del Albaicín. Alertados, los vecinos del anciano se echaron a la calle para intentar impedir la detención. En vano. Al día siguiente prendieron a otras personas, entre las que había dos mujeres, en otros barrios de la ciudad. Siempre se formaban grupos y los soldados se veían obligados a desenvainar las espadas para abrirse camino. Pero fue sobre todo en el Albaicín donde se multiplicaron los incidentes. No lejos de nuestra antigua casa, incendiaron una iglesia de reciente construcción. En represalia, saquearon dos mezquitas. Todos y cada uno tenían su fe a flor de piel.
Un día, se supo que Hamed había sucumbido en una mazmorra a consecuencia de los malos tratos que le habían infligido los inquisidores. Hasta el final, se había negado a convertirse, limitándose a recordar el compromiso firmado por los soberanos cristianos.
Cuando se supo la noticia de su muerte, por todas las calles se oyeron llamamientos al combate. De todos los notables del arrabal del Albaicín, Hamed era el único que se había quedado no para acercarse al enemigo sino para proseguir la misión a la que había consagrado la vida: liberar a los musulmanes cautivos. Por su noble actividad así como por su edad, por todos los odios reprimidos en torno, la reacción de los musulmanes fue inmediata. Se alzaron barricadas, hubo soldados, funcionarios, religiosos muertos. Estalló la insurrección.
Por supuesto, los ciudadanos no estaban en condiciones de hacer frente al ejército de ocupación. Con unas pocas ballestas, espadas, lanzas, porras, impidieron a las tropas castellanas el acceso al Albaicín, intentaron organizarse, como un pequeño ejército, para la guerra santa. Pero, tras dos días de combates, los aplastaron. Y comenzó la matanza. Las autoridades proclamaron que se ejecutaría a todos los musulmanes por rebelión contra los soberanos, añadiendo insidiosamente que sólo se librarían quienes se convirtieran al cristianismo. La población de Granada se bautizó entonces por calles enteras. En algunos pueblos de La Alpujarra, los campesinos se resistieron; pudieron aguantar unas cuantas semanas; hasta dicen que consiguieron matar al señor de Córdoba que dirigía la expedición contra ellos. Pero tampoco allí podía prolongarse la resistencia. Los campesinos tuvieron que negociar: a unos cientos de familias se las autorizó a marcharse y vinieron a instalarse a Fez; algunas personas se refugiaron en las montañas, jurando que no se las volvería a ver; todos los demás recibieron el bautismo. Ya nadie podía decir: «Allahu akbar» en tierra andaluza donde, durante ocho siglos, la voz del almuecín había convocado a los fieles a la oración. Ya nadie podía recitar la Fatiha ante el cadáver de su padre. Al menos en público, pues aquellos musulmanes convertidos a la fuerza se resistían a renegar de su religión.
Hicieron llegar a Fez mensajes desgarradores. «Hermanos, decía una de sus cartas, si, cuando cayó Granada, faltamos a nuestro deber de emigrar fue únicamente por falta de medios, pues somos los andaluces más pobres y más débiles. Hoy, hemos tenido que aceptar el bautismo pero tenemos miedo de exponernos a la ira del Altísimo el día del Juicio y de probar las torturas de la Gehena. Por eso os suplicamos a vosotros, nuestros hermanos emigrados, que nos ayudéis con vuestros consejos. Interrogad por nosotros a los doctores de la ley acerca de lo que deberíamos hacer, nuestra angustia no tiene limites».
Apiadados, los emigrantes granadinos de Fez celebraron aquel año numerosísimas reuniones, algunas en casa de Jali. A ellas asistieron notables, gente del pueblo, pero sobre todo ulemas versados en la ley. Algunos venían de lejos para aportar el fruto de su investigación y de su reflexión.
Recuerdo, así, haber visto llegar un día al muftí de Orán, un hombre de unos cuarenta años con un turbante no menos imponente que el de Astaghfirullah pero que lucía con cierta llaneza. Más deferente de lo que solía, mi tío fue a recibirlo a la entrada de la calle y, durante la reunión, los presentes se limitaron a someterle consultas sin atreverse en ningún momento a argumentar con él o a poner en duda sus respuestas. Es cierto que el problema, tal y como se planteaba, exigía un gran dominio de la Ley y de la Tradición, así como gran valentía en la interpretación: aceptar que cientos de miles de musulmanes renegasen de la fe del Profeta era inconcebible; pedir a toda una población que muriera en la hoguera era monstruoso.
Aún recuerdo las primeras palabras del oranés, pronunciadas con voz cálida y serena:
—Hermanos, estamos aquí, alabado sea Dios, en tierra del Islam y llevamos con orgullo nuestra fe como una diadema. Guardémonos de agobiar a quienes llevan su religión como quien lleva una brasa en la mano.
Prosiguió:
—Cuando les hagáis llegar mensajes, sean vuestras palabras prudentes y mesuradas. Pensad que con vuestra carta se podría prender su hoguera. No los censuréis por su bautismo; limitaos a invitarlos a que permanezcan, a pesar de todo, fieles al Islam, y a que se lo enseñen a sus hijos. Pero no antes de la pubertad, no antes de la edad de guardar un secreto, pues un niño puede desvelar, con una palabra imprudente, la verdadera fe de sus padres y causar así su perdición.
—¿Y si obligaban a aquellos desdichados a beber vino? ¿Y silos incitaban a comer carne de cerdo para comprobar que ya no eran musulmanes?
—Que lo hagan, si se ven obligados a ello —dijo el muftí—, pero que protesten en su corazones.
—¿Y si los fuerzan a insultar al Profeta, Dios lo proteja y lo salve?
—Que lo hagan, si se ven obligados a ello —repitió—, pero que digan lo contrario en sus corazones.
A aquellos hombres que, por no haber emigrado, vivían la más cruel de las torturas, el muftí les dio el nombre de Ghuraba, Extraños, remitiéndose así a la Palabra del Mensajero de Dios: «El Islam ha empezado siendo extraño y seguirá siendo extraño hasta el final. El Paraíso es de los Extraños».
Para convocar a los musulmanes de todas las regiones a salvar a aquellos infortunados, la comunidad granadina de Fez decidió enviar emisarios a todos los principales soberanos del Islam, al Gran Turco, al nuevo Sufí de Persia, al sultán de Egipto y a otros cuantos de menor importancia. Dadas las funciones que desempeñaba en la Alhambra, a Jali lo designaron para redactar cartas oficiales con las fórmulas acostumbradas; quedó igualmente encargado de escoltar el más importante de los mensajes, el que iba dirigido al señor de Constantinopla la Grande. En cuanto estuvo propuesto, mi tío visitó al sultán de Fez así como a Boabdil, quienes le dieron cartas de recomendación y credenciales.
Cada vez que evoco este viaje se me encoge el corazón, aun hoy, aunque haya conocido después las regiones más extrañas y los lugares más inaccesibles. Siempre había soñado con conocer Constantinopla y, al enterarme de que Jali iba allí, no podía estarme quieto. Le daba vueltas en la cabeza al asunto, preguntándome si podía esperar, con diez años, hacer semejante viaje. Sin hacerme excesivas ilusiones, me confié a mi tío. Y cuál no fue mi sorpresa cuando exclamó, con los brazos abiertos en señal de bienvenida:
—¿Dónde encontraría mejor compañero?
A pesar del tono irónico, estaba visiblemente encantado ante la idea. Faltaba convencer a mi padre.
Aquel año también estaba Mohamed ausente de la ciudad, buscando un terreno en arriendo para llevar una existencia apacible, lejos del ruido, lejos de las habladurías, lejos de las miradas desaprobadoras. Durante dos semanas enteras lo esperé, pues, cada día, pidiendo continuamente noticias suyas a Warda y a Mariam. No sabían nada. Esperaban, como yo.
Cuando por fin llegó, me abalancé sobre él y me puse a hablar tan deprisa que tuvo que hacerme volver a empezar varias veces. Desgraciadamente, opuso de inmediato una negativa irrevocable. Tal vez hubiera debido esperar a que Jali le presentara el viaje a su manera. Él hubiera sabido encomiar con elocuencia las ventajas de tal periplo. ¿Quizá hubiera accedido Mohamed para no contrariar a mi tío, con el que acababa de reconciliarse? A mí podía decirme que no sin rodeos. Pretextó los peligros del viaje, me citó personas que no habían vuelto, me habló de mis estudios que me habría visto obligado a interrumpir para irme. Creo, sin embargo, que la verdadera razón era que me notaba demasiado apegado a mi tío, a la familia de mi madre en general, y que temía que me alejara de él por completo. Como no podía discutir con él, le supliqué que hablara con Jali pero se negó incluso a verlo.
Durante una semana, me desperté todas las mañanas con los ojos inyectados en sangre y la almohada húmeda. Para consolarme, mi tío me juró que iría con él al viaje siguiente; había de cumplir su palabra.
Llegó el día de la partida. Jali debía unirse a una caravana de mercaderes que salía para Orán, antes de tomar el barco. Desde el alba, vinieron en gran número los granadinos a desearle que su misión tuviera éxito y a contribuir con algunas monedas de oro a sus gastos. En cuanto a mí, me reconcomía en mi rincón cuando un anciano de mirada maliciosa vino a sentarse a mi hado. No era otro que Hamza, el barbero que me había circuncidado. Me preguntó por mi padre, se lamentó de la muerte del liberador a quien había visto por última vez en nuestra casa del Albaicín. Luego, se interesó por mis estudios, por el sura que estaba aprendiendo en ese momento e incluso empezó a recitarlo. Su compañía era grata y estuve charlando una hora con él. Me contó que había perdido, al exiliarse, la mayoría de sus ahorros pero que todavía podía, gracias a Dios, hacer frente a las necesidades de sus mujeres. Había vuelto a ponerse a trabajar, sólo como barbero pues para las circuncisiones no manejaba ya con seguridad la navaja. Acababa de alquilar un rincón en el hammam del barrio para ejercer su oficio.
De repente, una idea le iluminó la mirada.
—¿No te apetecería ayudarme cuando no estás en la escuela?
Accedí sin dudarlo.
—Te pagaré un dirhem a la semana.
Me apresuré a decirle que tenía un amigo y que me gustaría mucho que pudiera ir conmigo. Hamza no tuvo inconveniente alguno. Recibiría la misma cantidad; había muchas cosas que hacer en el hamman.
Cuando Jali vino a darme, minutos después, el beso del viajero, se sorprendió de verme con los ojos secos y risueños. Le expliqué que iba a trabajar, que iba a cobrar un dirhem a la semana. Me deseó éxito en mi tarea; yo le deseé éxito en la suya.