El año del Mihrayán
898 de la hégira
(23 de octubre de 1492-11 de octubre de 1493)
Nunca más, desde aquel año, me he atrevido a pronunciar en presencia de mi padre la palabra Mihrayán, hasta el punto se trataba de algo que lo sumía en los más dolorosos recuerdos. Y nunca más celebró mi familia esa fiesta.
Todo ocurrió el noveno día del mes de ramadán, o mejor debería decir por San Juan, el vigésimo cuarto día de junio, ya que la fiesta del Mihrayán no se celebraba según el año musulmán sino a partir del calendario cristiano. Ese día corresponde al solsticio de verano, que marca el ciclo del sol, y no ocupa, pues, un lugar en nuestro año lunar. En Granada, como por otra parte en Fez, siempre se han seguido ambos calendarios a la vez. Si se cultiva la tierra, si se necesita saber en qué momento hay que injertar los manzanos, cortar la caña de azúcar o reunir brazos para la vendimia, sólo los meses solares permiten orientarse; al acercarse el Mihrayán, por ejemplo, se sabía que era la época de coger las rosas tardías con que algunas mujeres se adornaban, entonces, el pecho. En cambio, cuando se sale de viaje no interesa averiguar el ciclo del sol, sino el de la luna: si es llena o nueva, si está en cuarto creciente o menguante, pues así es como pueden fijarse las etapas de una caravana.
Dicho lo cual, faltaría a la verdad si omitiera añadir que el calendario cristiano no servía sólo para cuidar las plantas sino que proporcionaba, igualmente, múltiples ocasiones de celebrar fiestas, cosa de la que mis compatriotas nunca se privaban. No nos conformábamos con celebrar el nacimiento del Profeta, el Muled con grandes justas poéticas en las plazas públicas y reparto de víveres a los necesitados; conmemorábamos, igualmente, la Natividad del Mesías, preparando platos especiales a base de trigo, de habas, de garbanzos y de hortalizas. Y si el día del año nuevo musulmán, el Ras-es-Sana, se caracterizaba esencialmente por las felicitaciones oficiales en la Alhambra, el primer día del año cristiano traía consigo festividades que los niños esperaban con impaciencia: lucían entonces caretas e iban a llamar a las puertas de los ricos cantando rondas, lo que les valía unos cuantos puñados de frutos secos, menos como muestra de agradecimiento, por lo demás, que para alejar el jaleo que armaban; además, se recibía con pompa el comienzo del año persa, el Nairuz: la víspera se celebraban innumerables bodas, pues la ocasión era propicia, decían, para la fecundidad, y ese día se vendían en las esquinas de todas las calles juguetes de barro cocido o de loza vidriada, que representaban caballos o jirafas, a pesar de la prohibición religiosa. Estaban también, naturalmente, las principales fiestas musulmanas: el Adha, el mayor Aid, en el que muchos granadinos se arruinaban para conseguir un cordero de sacrificio o comprarse ropa nueva; la Ruptura del Ayuno, cuando los más pobres no sabían organizar comilonas de menos de diez platos diferentes; el Ashura, día consagrado al recuerdo de los muertos pero en el que no se omitía el intercambio de suntuosos regalos. A todas estas fiestas, se añadían la Pascua, el Asir, a principios de otoño y, sobre todo, el famoso Mihrayán.
Con motivo de este último acontecimiento, se solían encender grandes hogueras con paja: se decía, en broma, que como esa noche era la más corta del año no valía la pena dormirla. Era inútil, por lo demás, buscar el menor reposo, pues había pandas de jóvenes que vagabundeaban hasta la mañana por la ciudad, cantando a voz en cuello; tenían, por añadidura, la detestable costumbre de rociar de agua todas las calles, lo que las dejaba resbaladizas durante días.
A esos granujas se les habían unido aquel año cientos de soldados castellanos que invadieron, desde por la mañana, las numerosas tabernas que se habían abierto desde la caída de la ciudad, antes de desperdigarse por los diversos barrios. Por eso no tenía mi padre ninguna gana de participar en los festejos. Fueron mis llantos y los de mi hermana, así como la intercesión de Warda y de mi madre, lo que lo decidieron a llevarnos de paseo, «sin salir del Albaicín», aclaró. Esperó, pues, la puesta de sol ya que estábamos en el mes del ayuno, tomó a toda velocidad una sopa de lentejas bien merecida —¡qué penoso resulta ramadán cuando los días son tan largos!— y luego nos condujo hacia la puerta de las Banderas, donde se habían instalado para la ocasión los vendedores de buñuelos, de higos secos y de sorbetes de albaricoque preparados con nieve traída en mulas desde las cumbres del monte Solayr.
Teníamos una cita con el destino en la calle de la Muralla Antigua. Mi padre caminaba en cabeza, llevándonos a Mariam de una mano y a mí de la otra, cruzando algunas palabras con cada vecino con que se encontraba, mi madre iba dos pasos detrás, seguida de cerca por Warda, cuando de repente ésta gritó: «¡Juan!» y se quedó inmóvil. A nuestra derecha, se había detenido a su vez un soldado joven y bigotudo que, con una risita ahogada de borracho, intentaba, no sin dificultad, identificar a la mujer del velo que acababa de interpelarlo así. Mi padre notó de repente el peligro y dio un salto hacia su concubina a la que asió con fuerza por el codo diciendo a media voz:
—¡Vámonos a casa, Warda! ¡Por Isa el Mesías, vámonos!
Suplicaba, pues el llamado Juan estaba rodeado de otros cuatro soldados castellanos visiblemente achispados y armados, como él, con imponentes alabardas; todos los demás transeúntes se habían hecho a un lado para presenciar la escena sin verse mezclados en ella. Warda se explicó, dando una voz:
—¡Es mi hermano!
A continuación, le gritó al joven que estaba desconcertado:
—¡Juan, soy Esmeralda, tu hermana!
Mientras pronunciaba estas palabras, se soltó el brazo derecho del puño cerrado de Mohamed y se alzó levemente el velo. El soldado se acercó, la sujetó unos instantes por los hombros y la abrazó con fuerza. Mi padre palideció y se echó a temblar. Sabía que estaba perdiendo a Warda y, lo que era más grave, que estaban humillándolo ante todo el barrio, estaban hiriéndole en su virilidad.
Yo no entendía, evidentemente, nada del drama que se estaba desarrollando ante mis ojos infantiles. Recuerdo sólo con claridad el momento en que el soldado la emprendió conmigo. Acababa de decirle a Warda que tenía que irse con él a su pueblo, al que llamó Alcantarilla. De pronto, ella se mostró vacilante. Si bien había expresado espontáneamente la alegría de volver a ver a su hermano tras cinco años de cautividad, no estaba segura de querer abandonar la casa de mi padre para volver a la de los suyos cargada con una hija que había tenido de un moro. Seguramente ya no encontraría marido. No era desgraciada en casa de Mohamed el alamín que la mantenía, la vestía y no la abandonaba nunca más de dos noches seguidas. Y además, cuando se ha vivido en una ciudad como Granada, aun en tiempos de desolación, no se desea volver a enterrarse en un pueblo pequeño de los alrededores de Murcia. Es posible imaginar que tales eran sus pensamientos cuando su hermano la zarandeó, impaciente:
—¿Son tuyos estos niños?
Se apoyó, vacilante, en una pared y balbuceó un «no», ahogado al instante por un «sí». Al oír esta última palabra, Juan se abalanzó sobre mí y me cogió.
¿Cómo olvidar el alarido que lanzó entonces mi madre? Se lanzó sobre el soldado arañándolo, cubriéndolo de golpes, mientras yo forcejeaba cuanto podía. Pero el joven cayó en la cuenta. Me soltó a toda prisa para espetarle a su hermana en tono de reproche:
—¿Entonces, sólo la niña es tuya?
Ella no dijo nada, lo que para Juan era respuesta suficiente.
—¿Te la llevas o se la dejas a ellos?
El tono era ahora tan duro que la desdichada se asustó.
—Cálmate, Juan —imploró—, no quiero escándalos. Mañana cogeré mis cosas y saldré para Alcantarilla.
Pero el soldado no estaba de acuerdo.
—¡Eres mi hermana y vas a coger tu equipaje ahora mismo para venir conmigo!
Alentado por el súbito cambio de opinión de Warda, mi padre se acercó y dijo:
—¡Es mi mujer!
Lo dijo en árabe y luego en mal castellano. Juan lo abofeteó con fuerza, tumbándolo en la calzada embarrada. Mi madre se había puesto a lamentarse como una plañidera, mientras que Warda gritaba:
—¡No le hagas daño! Siempre me ha tratado bien. Es mi marido.
El soldado, que había agarrado a su hermana sin miramientos, dudó un momento antes de decir, súbitamente amansado:
—Para mí, eras su cautiva y has dejado de pertenecerle desde que esta ciudad está en nuestras manos. Si me dices que es tu marido, podrá quedarse contigo pero habrá que bautizarlo inmediatamente y encontrar un sacerdote que bendiga vuestro matrimonio.
Warda dirigió entonces sus súplicas a mi padre:
—¡Di que sí, Mohamed, si no nos separarán!
Hubo un silencio. Alguien de entre la muchedumbre gritó:
—¡Alá es grande!
Mi padre, que aún estaba caído en el suelo, se levantó sin precipitación, avanzó dignamente hacia Warda y le dijo con voz poco firme: «¡Te daré tu ropa y a tu hija!» antes de dirigirse a casa, cruzando una barrera de murmullos de aprobación.
Había querido salvar las apariencias ante los vecinos, comentó mi madre con despego, pero a pesar de todo se sentía disminuido e impotente.
Luego añadió, esforzándose por no dejar traslucir ironía alguna:
«Para tu padre, fue en aquel momento cuando Granada cayó de verdad en manos del enemigo».
Durante días, Mohamed permaneció postrado en su casa, inconsolable, negándose incluso a reunirse con los amigos para las comidas de ruptura del ayuno, los tradicionales iftars; ninguno se lo tuvo en cuenta, sin embargo, pues su desgracia era conocida de todos la tarde misma del Mihrayán y, más de una vez, los vecinos vinieron a traerle, como a un enfermo, los platos que no había podido degustar en casa de ellos. Salma procuraba pasar inadvertida, no dirigiéndole la palabra más que para contestar a sus preguntas, impidiéndome que lo molestara, evitando imponerle su presencia, pero sin alejarse nunca de él para que no tuviera que pedir dos veces la misma cosa.
Aunque mi madre estaba preocupada, seguía teniendo su temperamento pues estaba convencida de que el tiempo acabaría con el dolor de su primo. Lo que le dolía era ver a Mohamed tan apegado a su concubina y, sobre todo, que hubiera demostrado ese apego de tal forma en presencia de todas las comadres del Albaicín. Cuando, en mi adolescencia, le pregunté si, a pesar de todo, no se había sentido satisfecha entonces de que su rival se hubiese marchado, lo negó muy convencida:
«Una esposa prudente intenta ser la primera de las mujeres de su marido pues sería ilusorio querer ser la única».
Y añadió, con fingida jovialidad:
«Digan lo que digan, ser esposa única es tan desagradable como ser hijo único. Se trabaja más, es más aburrido, hay que aguantar sola los malos humores y las exigencias del hombre. Es cierto que están los celos, las intrigas, las disputas pero, por lo menos, es algo que ocurre de puertas para adentro pues, en cuanto el marido se pone a buscar distracciones fuera de casa, todas sus mujeres lo pierden».
Sin duda, por esa razón se asustó Salma cuando, el último día de ramadán, Mohamed se levantó de un brinco de su sitio habitual y salió de casa con paso resuelto. Tardó dos días en enterarse de que había ido a ver a Hamed, conocido como al-fakakk, el viejo «liberador» de Granada, que desempeñaba, desde hacía veinte años, la difícil pero lucrativa tarea de rescatar a cautivos musulmanes en territorio cristiano.
Siempre ha habido en la región de Al-Andalus personas encargadas de buscar a los prisioneros y conseguir su redención. Los había no sólo entre nosotros, sino también entre los cristianos que hacía mucho que habían adquirido la costumbre de nombrar a un alfaqueque mayor, a menudo un alto personaje del Estado, asistido por otros muchos liberadores. Eran las familias de los cautivos las que denunciaban las desapariciones: un soldado que había caído en manos del enemigo, un habitante de una ciudad sitiada, una campesina capturada durante una razzia. El fakkak, o uno de sus representantes, iniciaba entonces sus investigaciones, yendo a territorio enemigo, a veces incluso a comarcas lejanas, disfrazado de mercader o incluso prevaleciéndose de su antigua categoría, para hallar a las personas desaparecidas y negociar la suma del rescate. Como muchas familias no podían pagar la suma reclamada, se organizaban colectas y ninguna limosna era más apreciada por los creyentes que la que había de servir para la redención de los fieles esclavizados. Muchas personas piadosas se arruinaban rescatando cautivos a los que, a menudo, ni siquiera conocían, sin esperar más retribución que la benevolencia del Altísimo. En cambio, algunos liberadores no eran sino buitres que se aprovechaban del desconsuelo de las familias para arrebatarles el poco dinero que poseían.
Hamed no era de esos; su modesta vivienda daba fe de ello.
«Me acogió con la fría cortesía de quienes reciben continuamente demandas, me contó mi padre con reticencias que el tiempo no había borrado. Me invitó a sentarme en un mullido almohadón y, tras preguntarme debidamente por la salud, me rogó que le expusiera lo que me llevaba a él. Cuando se lo dije, no pudo evitar soltar una ruidosa carcajada que acabó en prolongada tosecilla. Ofendido, me levanté para despedirme, pero Hamed me cogió de la manga. “Por la edad, podría ser tu padre, me dijo; no debes guardarme rencor. No tomes mi risa como una ofensa sino como un homenaje a tu increíble audacia. Así que la persona que quieres recobrar no es una musulmana sino una cristiana castellana a la que has tenido la osadía de seguir teniendo cautiva en tu casa dieciocho meses después de la caída de Granada, cuando la primera decisión que tomaron los vencedores fue liberar con gran pompa a los últimos setecientos cautivos cristianos que quedaban en nuestra ciudad”. Por toda respuesta, dije: “Sí”. Me observó, contempló durante un buen rato mis ropas y, juzgándome sin duda respetable, se dirigió a mí despacio y con benevolencia: “Hijo mío, entiendo perfectamente que le tengas apego a esa mujer y, si me dices que siempre la has tratado con miramientos y que sientes gran cariño por la hija que te ha dado, te creo de buen grado. Pero convéncete de que ése no era el trato que recibían todos los esclavos, ni aquí ni en Castilla. Los más se pasaban el día acarreando agua o fabricando sandalias y por la noche los encerraban como a animales, con cadenas en los pies y el cuello, en sórdidas bodegas subterráneas. Miles de hermanos nuestros sufren aún esa suerte y ya nadie se preocupa de liberarles. Piensa en ellos, hijo mío, y ayúdame a rescatar a unos cuantos en vez de perseguir una quimera, pues, puedes estar seguro de ello, nunca más en la tierra andaluza podrá un musulmán mandar a un cristiano, ni siquiera a una cristiana. Y si te obstinas en querer recobrar a esa mujer, tendrás que pasar por una iglesia”. Lanzó una imprecación, se pasó las manos abiertas por el rostro, antes de proseguir: “Refúgiate en Alá y pídele que te conceda paciencia y resignación”.
»Cuando estaba levantándome para irme, decepcionado y furioso, prosiguió mi padre, Hamed me dio, en tono confidencial, un último consejo: “En esta ciudad hay muchas viudas de guerra, muchas huérfanas indefensas, muchas mujeres desamparadas. Seguramente las hay también en tu familia. ¿No ha prescrito el Libro a los hombres que puedan que les den su protección? En el momento de las grandes desgracias, como la que ahora se abate sobre nosotros, es cuando un musulmán generoso está obligado a tomar dos, tres o cuatro esposas, pues, al mismo tiempo que aumenta sus placeres, realiza un acto loable y útil a la comunidad. Mañana es la fiesta; piensa en todas aquéllas que la celebrarán con lágrimas”. Dejé al viejo fakkak sin saber si era el Cielo o el Infierno quien me había guiado hasta su puerta».
Aún hoy sería incapaz de decirlo. Pues, al final, Hamed iba a actuar con tanta habilidad, tanta abnegación, tanto celo que la vida de todos los míos se vería trastornada durante años.